martes, 20 de enero de 2015

Tópicos en rehabilitación psicosocial (vía Fundación Manantial)


Traemos hoy al blog un texto de compañeros de la Fundación Manantial, acerca de diversos tópicos en rehabilitación psicosocial, sus funciones y posibles peligros. Creemos que es de indudable interés.



INTRODUCCIÓN: LOS TÓPICOS Y SU FUNCIÓN

Raúl Gómez y Sara Lafuente


Tópico es una de varias expresiones que se usan para denominar a la trivialidad de las palabras y de los contenidos, y su carácter convencional. Otras son: lugares comunes, estereotipos, clichés, frases hechas o quiebros.

Su presencia inhibe, sustituye y empobrece el pensamiento con el reflejo fiel en el lenguaje. Como lugar común y precisamente por lo común de su uso se aplica a múltiples contextos, funciona como una estereotipia, una excusa repetitiva para no pensar. Y precisamente esto, el no pensar constituye uno de los permisos que nos otorga: no cuestionarse, no actuar, no analizar.

Los tópicos dicen lo que ya sabemos, justifica actitudes y comportamientos y nos tranquiliza, no hace falta reflexionar si tenemos un tópico a mano. Y lo fundamental, nos da seguridad, la seguridad de no alejarnos de las normas, de pertenecer a un grupo, sin correr riesgos.

El lenguaje que se emplea en los tópicos es fascinante, la equivalencia entre términos, el uso de conceptos erróneos y el establecimiento de antagónicos de manera excluyente junto con el volumen de contenido implícito que conlleva paraliza al interlocutor. El tópico actúa como sentencia sin réplica.

Sin embargo, hay algo de respetabilidad en el fondo del tópico, encontramos contenidos válidos y siempre bienintencionados, es la frecuencia (alta), el contexto (muchos) y la maraña de conceptos (explícitos e implícitos) los que convierten una frase en un lugar común. Y es que el tópico lo explica todo, nos permite no argumentar y es compartido por el grupo porque es en el seno del grupo donde se gesta.

No hay realidad social que no tenga sus tópicos. En un repaso rápido por la red encontramos tópicos sobre las peñas, tópicos sobre la mujer japonesa, los 10 tópicos sobre la asignatura Educación para la Ciudadanía, los 70 tópicos del cine, tópicos en la comunicación, tópicos en publicidad, tópicos literarios, tópicos gerenciales, desmontando tópicos en Gaza y, el más original, tópicos quevedianos en un soneto del manuscrito 3890 de la Biblioteca Nacional de Madrid. Con este panorama nosotros vimos más que justificado subirnos al carro de los tópicos y crear nuestros tópicos en el trabajo de rehabilitación con personas con trastorno mental grave.

Los tópicos nos permiten:

- Argumentar, sin decir más palabras.

- Ocultar en muchas ocasiones la propia ignorancia.

- Protegernos de pensar.

- Darnos seguridad ante situaciones en las que no sabemos actuar por complejidad, novedad, falta de competencias…

- Esconder desconcierto, perplejidad.

- Asegurar la complicidad con el resto del grupo, permitiendo por tanto nuestra aceptación.

- Nos exculpa y desrresponsabiliza, alejándonos de las consecuencias de la responsabilidad que oculta.

- Nos tranquiliza porque deposita la responsabilidad en el usuario o en instancias y poderes superiores.

- Justificar la omisión y permitir evasivas.

- Eludir el compromiso ante situaciones y casos complicados.

- Y sobre todo, protege la moral.


Detenernos a pensar sobre cómo decimos las cosas y, sobre todo, preguntarnos ¿qué queremos decir cuando decimos…? supone detener el tiempo en su estructura lingüística, supone preguntarnos por el significado de aquellas frases que de tan familiares han perdido su sentido original, que de tanto usarlas se han desdibujado haciendo casi imposible su reconocimiento primigenio.

Sin duda hablamos de tautologías que funcionan como prejuicios en el trabajo “es que es un trastorno de personalidad”, “que lo decida el usuario”, oscureciendo la auténtica labor que realizamos en rehabilitación.

A largo plazo el tópico nos lleva a la desmotivación, mata la creatividad, nos impide aprender y mejorar como profesionales. Precisamente por esto nos parece importante pararnos a analizar algunos de los tópicos que usamos en rehabilitación, reflexionamos sobre posibles causas, sentido del uso, implicaciones y alternativas al abuso, tratando de no caer en otros tópicos.

Con este ejercicio de autoexamen queremos convertirnos en peones de la limpieza de las expresiones que usamos en nuestro día a día laboral, hacer una autopsia a expresiones tópicas en las que nos apoyamos cada vez que nos dirigimos a un compañero de trabajo, a un jefe o al propio usuario que estamos atendiendo. Reflexionar sobre esto nos sirve no sólo para aprender a hablar con propiedad, sino que nos ayuda a descubrir lo que pensamos que es y lo que debería ser nuestra profesión y nuestra práctica profesional. Constituyen una pequeña muestra que esperamos sirva como alerta que nos permita seguir mejorando en nuestro trabajo.


Raúl Gómez. Director Departamento de Recursos de Atención Social de Fundación Manantial.


Sara Lafuente. Directora Centro de Día, Centro de Rehabilitación Psicosocial y Equipo de Apoyo Social Comunitario “Torrejón de Ardoz” de la Red Pública de Atención Social a Personas con Enfermedad Mental de la Consejería de Asuntos Sociales gestionado por la Fundación Manantial.



TÓPICO: “QUE LO DECIDA EL USUARIO”

Antonio Perdigón


En los recursos de Rehabilitación Psicosocial, se lleva tiempo hablando del usuario autónomo, responsable, corresponsable, implicado, empoderado, etc.

Como no puede ser de otra forma, los profesionales que trabajamos en este campo lo hacemos guiados por principios básicos como el de beneficencia: hacerlo con la mejor intención para el usuario, buscando dar más poder a éste, basándonos en sus conocimientos, intereses, objetivos y capacidades.

Hasta aquí no creo que nadie pueda poner en tela de juicio lo dicho, independientemente de su historia formativa, clasificación profesional, valores personales y/o morales. Sin embargo considero que este punto de partida no puede ser caricaturizado en términos tan simples como los expuestos. De hecho creo que la parte más importante, pero también la más difícil es precisamente la toma de decisiones: qué debo, puedo, quiero decidir yo como profesional y que debe, puede, quiere decidir el usuario con el que trabajo.

La independencia del usuario para tomar decisiones, los efectos perniciosos de un excesivo paternalismo profesional, la necesidad de que los usuarios tomen sus propias decisiones “asesorados” por el profesional que debe limitarse a ofrecer alternativas “viables”, son expresiones de obvio sentido común teniendo en cuenta los objetivos perseguidos en rehabilitación psicosocial de personas con enfermedad mental.

Sin embargo creo que los profesionales caemos de forma muy habitual en una paradoja que implica consecuencias no tan beneficiosas para el usuario, al utilizar de forma tan automatizada y contundente la expresión aparentemente incuestionable de que “lo decida el mismo”.

Por ejemplo, participamos activamente en la detección, evaluación y planificación de planes de trabajo para mejorar, reinstaurar o evitar déficits de habilidades de autodirección personal en los usuarios que atendemos, pero puede dar la impresión en ocasiones que una vez realizado este trabajo sólo depende de la persona que atendemos el que mejore esos déficits que nosotros hemos establecido y según las pautas que nosotros hemos marcado, como si el hecho de que hagamos saber a la persona cuál o cuáles son sus áreas de “mal funcionamiento” y cuál es el taller al que acudir fuera nuestra única responsabilidad y dependiera exclusivamente de la persona corregir ese “mal funcionamiento”. En otras palabras hacemos un diagnóstico funcional del usuario para posteriormente pasar a criticarlo si no hace lo que esperamos por presentar precisamente dicho diagnóstico.

En mi experiencia he utilizado el “eso tienes que decidirlo tú”, “que lo decida el usuario” como un recurso de devolver la pregunta, demanda o consulta en forma de supuesto beneficio terapéutico para mi usuario y que realmente esconde otros motivos no tan loables. Me refiero a no saber qué contestar, o no poder hacerlo por desconocimiento, en definitiva a que no he sabido entender su problema por mi ignorancia.

Desde otro punto de vista, pienso que todos los seres humanos cuando decidimos, lo hacemos entre al menos dos alternativas y escogemos en principio la que más nos interesa. Por lo tanto, los usuarios cuando reciben nuestro mensaje de que decidan por sí mismos, entiendo que disponen previamente de todas las alternativas posibles para esa decisión que nosotros nos hemos encargado previamente de asegurar que disponen. ¿Acaso no es ese el objeto de nuestro trabajo: proporcionar apoyos, información, pautas a los usuarios con los que trabajamos para propiciar una mejora de su calidad de vida? Pienso que sólo cuando el usuario conoce sus opciones, gracias a nuestro asesoramiento tiene la posibilidad de escoger su objetivo, haciendo entonces sí, uso de su autonomía y sobre todo estará siendo responsable de su proceso rehabilitador.

Desgraciadamente creo que esto no sucede así en muchos casos. Además de la ignorancia del profesional por la dificultad concreta del usuario y de la falta de alternativas disponibles para poder tomar una decisión, ya mencionadas, insisto en que lo más dañino a mi juicio es que el mensaje de que “lo decida el usuario” no es más que un comentario que se constituye en un imperativo y por tanto son otros los que están ejerciendo la libertad de elección del propio usuario.

Lograr que las personas se sientan valoradas y que se confía en ellas es que puedan tomar decisiones sobre asuntos de la atención que les afectan, esto creo que es incuestionable. Ahora bien, aplicar esta premisa exige tener paciencia y conocimiento de la situación del usuario. Por ejemplo, no es infrecuente que el propio usuario demande opciones al profesional para poder tomar una decisión en determinados momentos de su proceso y creo que también forma parte de nuestro trabajo intentar co-construir esas alternativas junto con la persona que posteriormente va a realizar la elección que mejor considere. Si los profesionales indicamos que la decisión es suya, no sugerimos alternativas en la toma de dichas decisiones que puedan ser valoradas por la persona y luego pedimos responsabilidad por la decisión tomada, únicamente estamos aumentando la confusión, la pérdida de confianza y la obstaculización en su recuperación.

La recuperación de habilidades funcionales para la vida es la meta de nuestro trabajo, no es el punto de partida. Por tanto se hace necesario ser tolerante con los tiempos, con la calidad, con la frecuencia y con la progresividad en la toma de decisiones que los usuarios van realizando en su propio proceso.

A modo de conclusión pienso que en la relación de ayuda profesional-usuario en la que el profesional ayuda al usuario a escoger qué intervención, programa o actividad es mejor para su situación y le informa de qué beneficios y costes conlleva es la única forma en la que la persona está en disposición de tomar decisiones, siendo ésta finalmente quién elige con asesoramiento qué decisión tomar. Para llevar a cabo este proceso serían necesarias varias circunstancias que obviamente van más allá del mero “decide tú” y que en mi opinión consistirían en:

1. En la toma de decisiones hay relacionadas como mínimo dos personas, profesional y usuario.

2. Ambos participan en el proceso de la decisión. Para ello, es necesario establecer un ambiente propicio para que el usuario manifieste sus sentimientos en relación a las diversas opciones. El profesional le informa qué costos y beneficios conllevan las distintas alternativas y cuáles son los que corresponden mejor con los valores y preferencias del propio usuario. Finalmente, se recomienda una opción determinada para que la persona decida libremente entre las distintas opciones ofrecidas por el profesional.

3. La información compartida es un requisito para la toma de decisiones. El profesional comunica la información pertinente y el paciente establece cuáles son sus valores en relación a éstos. Se trata de un proceso de diálogo entre ambos.

4. Finalmente, se llega a un consenso sobre qué opción llevar a cabo.


Antonio Perdigón. Director Centro de Día y Equipo de Apoyo Social Comunitario “Carmen García de Gúdal” de la Red Pública de Atención Social a Personas con Enfermedad Mental de la Consejería de Asuntos Sociales gestionado por la Fundación Manantial.



TÓPICO: "HAY QUE RESPETAR EL DESEO DEL USUARIO"

Cristina Díez


Resulta inevitable reconocer el papel decisivo que los antecedentes históricos han jugado sobre el paradigma de recuperación desde que Philippe Pinel (siglos XVIII y XIX) considerara posible la recuperación en un amplio grupo de los "alienados" (denominación social de la época para los enfermos mentales).

Más tarde Bleuler (finales s.XIX, principios del s.XX), en su tratamiento moral, reflexionó sobre la importancia del estudio transversal de los síntomas, por encima de su curso y desenlace fatal de la enfermedad.

A estas tendencias se unieron las comunidades terapéuticas tras la Segunda Guerra Mundial, las demandas de algunos grupos de usuarios para que fuesen respetados sus derechos civiles, la necesidad de ir más allá de la eliminación del síntoma (décadas de los 50 a los 70), el paradigma de rehabilitación psicosocial, la recopilación de historias personales sobre recuperación (década de los 80) y el reconocimiento por parte de la APA de la gran variabilidad de las enfermedades mentales graves (90), que contrariamente a lo que pensaban autores como Kraepelin, a principios de siglo, mostraron que la esquizofrenia no siempre trae como consecuencia el deterioro de quien la sufre.

Han tenido que pasar muchos años hasta llegar al concepto de “empoderamiento”. Una idea que, aplicada a las personas que sufren trastorno mental, conlleva una serie de connotaciones positivas. Se trata de no ser una víctima, sino de ser capaz de tomar las riendas de tu propia vida, de tus propios deseos. En definitiva, de dotarse uno mismo de la libertad y dignidad necesarias para desarrollar una vida plena.

Nosotros como profesionales de la salud mental debemos potenciar este concepto en las personas que atendemos. Debemos huir de la división en categorías: por un lado ellos, por otro nosotros. Estamos obligados a percibir a la persona como un ser individual, una persona única, con sus deseos y expectativas.

Una de las mayores innovaciones que el modelo de recuperación ha aportado a la salud mental y a su tratamiento es el cambio en la identidad del usuario. Esto es, establecer un nuevo sentido de identidad personal que incorpore la enfermedad, pero manteniendo un sentido positivo de uno mismo (según Andresen, Ocides & Caputi, 2003). Considerar a los usuarios como personas valiosas, con capacidad de decisión y derechos, tanto dentro de los dispositivos de atención social como fuera. En definitiva, la persona debe primar por encima de la enfermedad.

Pero este cambio, aunque positivo, llevado al extremo, puede conllevar que en ocasiones caigamos en una mala praxis a la hora de realizar nuestras intervenciones.

El hecho de estar frente a una persona con sufrimiento mental, que espera ayuda del profesional, siempre es un desafío y un reto para los profesionales. El concepto de recuperación nos es útil para poder facilitar los procesos individuales, partiendo del descubrimiento del ser, de sus intereses, expectativas y de sus deseos personales. Pero no debe ser utilizado simplemente en beneficio del profesional ni como baremo para cumplir unos objetivos externamente impuestos, ya sea por la institución como por un sistema cualquiera.

En este sentido, me pregunto: ¿Cuándo los profesionales fomentamos el crecimiento personal y desarrollo individual respetando el deseo del usuario y en que situaciones hacemos uso del tópico “hay que respetar el deseo del usuario” para beneficiarnos como terapeutas?

Pongo un ejemplo que sirve para ilustrar lo que expongo. Todo profesional con cierta experiencia en salud mental ha conocido determinados usuarios que resultan “incómodos” en el centro de trabajo, usuarios que contaminan a sus propios compañeros, que desafían al profesional y que por tanto suponen un obstáculo para el funcionamiento adecuado o “correcto” de las intervenciones.

En estos casos, cuando el usuario “incómodo” nos transmite su deseo de abandonar el centro, digamos por caso, ¿por qué nos acogemos al tópico “hay que respetar su deseo” argumentándolo según el modelo de recuperación y le “invitamos” a marcharse? ¿Por qué no intentamos indagar en los verdaderos motivos de su deseo de abandono? ¿No estamos obligados como profesionales, más allá del modelo de recuperación, a indagar en el por qué de los sentimientos de los usuarios? ¿Por qué no tratamos de comprender?

La respuesta es muy sencilla, como no es de nuestro agrado la solución perfecta es no hacer nada, refugiarse en el tópico “hay que respetar el deseo del usuario”, “hay que cumplir con el modelo de recuperación”. De este modo tranquilizamos nuestras conciencias, aunque el usuario salga por la puerta sin mayor intervención por nuestra parte. El alivio vuelve al profesional y las aguas de nuevo a su cauce.

Me pregunto también, ¿es capaz el profesional de identificar cuándo está utilizando medidas de coerción y no de respeto e interés (“por el bien del usuario, hay que respetar su deseo, por lo tanto, que se vaya”)? ¿Puede el profesional “distorsionar” el deseo del usuario en favor de su propia autoestima, miedos, inseguridades e intereses personales (si no desempeña lo establecido, es un trastorno de la personalidad; si no acepta mis explicaciones es que no tiene conciencia de enfermedad)? ¿Puede el profesional realmente condicionar el comportamiento de los individuos?

En busca de respuestas, llego a la conclusión de que las teorías tanto en los procesos de recuperación como en cualquier otro campo de la psicología deben servir como referencia y punto de partida, sin lugar a dudas. Pero tampoco pueden ser una cárcel de la que no podamos escapar a la hora de intervenir con el usuario. Mucho menos un parapeto que nos sirva como excusa para evadir nuestras responsabilidades como profesionales, que no son otras que trabajar en beneficio del usuario.

Las personas somos complejas y, por lo tanto, no podemos basarnos en modelos herméticos que no aporten la flexibilidad necesaria que impone la lógica en el trato humano. Y viceversa, el hermetismo y la inflexibilidad del profesional hacen que cualquier intervención basada en principios subjetivos personales e inamovibles repercutan negativamente en el usuario.

Demos la bienvenida a todos los estudios y aportes teóricos, sin ellos no habría con qué construir unos cimientos sólidos. Pero que estos tampoco nos sirvan para enterrar la razón de nuestra propia lógica. Demos, igualmente, la bienvenida a la autenticidad del profesional, “con tu puedo y mi quiero vamos juntos compañero”.


Cristina Díez. Directora Centro de Rehabilitación Laboral “San Blas” de la Red Pública de Atención Social a Personas con Enfermedad Mental de la Consejería de Asuntos Sociales gestionado por la Fundación Manantial.



TÓPICO: “NO ESTÁ MOTIVADO”

Sara Lafuente


Lo primero que me sugiere es desconcierto ante la idea de que una persona desee continuar instalada en su sufrimiento y no tenga interés por proyectos en su vida, nada que cambiar, ha alcanzado el status quo, y…. es curioso, porque nuestro trabajo parte de la premisa de que los usuarios van a cambiar algo de su vida.

El tópico incita a pensar que la motivación es previa a cualquier proceso rehabilitador, sobre lo que no podemos intervenir porque el usuario tiene que venir motivado de casa para que el técnico pueda realizar su trabajo, a pesar de que en diversos manuales se describen las dificultades que en este área presentan las personas que atendemos.

No puedo por menos que pensar que responde a nuestras necesidades como profesionales, en la búsqueda de una explicación que justifique la situación del usuario, delegando la responsabilidad en él. El tópico cae como sentencia, inamovible, incuestionable e inabordable, es decir, sobre lo que el técnico no puede intervenir ni tampoco la responsabilidad de modificar, convirtiéndose en la excusa perfecta para abandonar la intervención con el usuario entonces, ¿quién es el que no está motivado?

El profesional posicionado en este lugar merma la posibilidad de transmitir esperanza porque no la siente, alude al principio del fin. ¿Dónde queda entonces la posibilidad de recuperación del usuario? La ayuda prestada en este caso se reduce a cenizas sin esperanza, ni confianza en las capacidades de la persona.

Abandonamos así al individuo y responsabilizamos del abandono al propio usuario, la sentencia opera como consecuencia a los actos (o no actos) y decisiones de la persona.

Los motivos para caer en este automatismo pueden ser diversos, en ocasiones alude a la relación terapéutica vivida por el profesional, el técnico realiza propuestas que no son secundadas por el usuario y escudo en mano del principio de autonomía (es el usuario quien decide y ha decidido que no) el profesional está legitimado para abandonar la intervención en vez de afrontar abiertamente el rechazo que le produce. Y es que en nuestro trabajo no sólo se ponen de manifiesto los afectos del usuario, también los del profesional, vamos a ser honestos y reconocer lo que nos ocurre en cada caso.

La duda que me surge es ¿para qué tiene que estar motivado el usuario? ¿Para cumplir nuestros objetivos del PIR? ¿Para que acuda a los talleres? ¿Para qué nos escuche? ¿Es significativo lo que estamos planteando? Por tanto, ¿qué nos estamos perdiendo? Desde luego a la persona, olvidamos la subjetividad del individuo, probablemente no escuchamos ni pensamos en él como ser.

Superando este modus operandi, es responsabilidad de los profesionales trabajar la motivación sin decir aquello de que el usuario ha decidido que no está motivado para nada, lo cual es digno de otra reflexión. Más allá de las competencias técnicas de cada profesión, en nuestra labor diaria abordamos la motivación como parte del trabajo, desde la óptica del cuidado y respeto al usuario porque la motivación forma parte del proceso de rehabilitación.

Especialmente sangrante es el uso de este automatismo en el caso de usuarios que presentan anhedonia, abulia, apatía, o un severo cuadro depresivo ya que la manifestación de la motivación requiere de mayor dedicación, conocimiento y competencias por parte del profesional. Algunos manuales nos explica como motivar y en la práctica diaria está presente el buscar actividades y propuestas atractivas para los usuarios, necesitamos de la motivación para co-construir con ellos su proyecto de vida y por eso el trabajo de la motivación se realiza antes y durante toda la labor del profesional con el usuario.

Por tanto, el tópico alude a las posibilidades de intervención de los técnicos, el trabajo es difícil y a veces se nos acaban las ideas, ¿qué más podemos hacer por el usuario? Cuando nos enfrentamos a un usuario que se cruza de brazos sentimos que estamos ante un muro. Siguiendo con los principios es el momento de incluir el de beneficencia, con la mejor intención y basados en sus capacidades e intereses demos poder al usuario para que actúe.

A veces es cuestión de estar ahí por tiempo, manteniendo la ayuda y el apoyo en el punto en qué esta, recordemos que los ritmos de las intervenciones no los decide el profesional, es el usuario quien marca la evolución y a veces lo que hace falta es escuchar de manera activa y real al usuario y acompañarlo en su búsqueda de intereses, confiando en la persona y el proceso que está realizando.

Mi sugerencia, si nos surge el automatismo de “no está motivado” es preguntarnos de manera general ¿por qué? y ¿para qué?, ¿por qué no quiere ir al centro? realmente, ¿hemos escuchado?, ¿hemos conectado con sus deseos y necesidades?, ¿hemos generado oportunidades para la recuperación?, ¿estamos respetando al usuario como persona? En definitiva, realizar un análisis de la situación vital del usuario, de lo concreto de ese momento, de la actuación y el sentir del profesional y de todo en su conjunto como interacción para formular una hipótesis que nos permita entender y ayudar al usuario.


Sara Lafuente. Directora Centro de Día, Centro de Rehabilitación Psicosocial y Equipo de Apoyo Social Comunitario “Torrejón de Ardoz” de la Red Pública de Atención Social a Personas con Enfermedad Mental de la Consejería de Asuntos Sociales gestionado por la Fundación Manantial.



TÓPICO: "HAY QUE PONERLE LÍMITES"

Raquel del Amo


Este es quizá un tópico típico, aparece sobre todo cuando estamos frente a una persona que altera de forma sistemática el funcionamiento de los recursos, mucho más tratándose de recursos residenciales, donde los desafíos a las normas de funcionamiento alteran más que en ningún otro lugar el desempeño de la vida diaria.

Aparece casi siempre referido a desafíos a la ley, generalmente relacionado con los trastornos de personalidad y son motivos de expulsión temporal o definitiva. Así prácticamente, se interrumpe el sentido del trabajo en recuperación en aras de hacer cumplir las normas, el buen funcionamiento, y nos convertimos nosotros profesionales en una suerte de policías o de padres de adolescentes que tratan de “educar” a usuarios díscolos que se empeñan en dificultar el buen funcionamiento de los centros.

Quizá éste sea nuestro propio límite, no abordamos los desafíos al modelo pensando alternativas, sino sancionando o limitando a las personas con las que hemos iniciado un camino en la recuperación.

Tendríamos que pensar si esto tiene sentido, si tiene sentido poner límites basándonos en la ley a quienes no se rigen por la ley común compartida, como Lacan plantea muy bien, si se pueden poner límites usando el Nombre del Padre, a quienes tienen una lógica de funcionamiento ajeno a él. Es decir, si no deberíamos crear otras maneras de manejar los desafíos, los acting out o los pasajes al acto de nuestros usuarios que fueran más allá de un límite que puede acabar en expulsión y así, muerto el perro, se acabó la rabia.

La certeza psicótica poco entiende de límites y de ley neurótica, la inocencia paranoica pasará por encima de normas y leyes en su búsqueda de reconocimiento de su verdad, los trastornos borderline no querrán saber nada de límites si entran en contacto con su vacío que sólo se llena en actuaciones y desafíos….En fin, nosotros los profesionales cómodamente instalados en la lógica neurótica queremos hacer pasar por el aro a quienes quizá poco saben de aros y malabares del deseo y si de los vericuetos del goce, no cualquier goce, un goce mortífero que lleva a los usuarios a desconectarse del mundo que les rodea y a protegerse en el mejor de los casos con una metáfora delirante. Entendemos por goce, un sin límite que no se detiene por la palabra, ni por la razón, ni por las consecuencias….Cuando Lacan plantea el goce lo plantea como algo que está más allá del bienestar del ser humano, mujeres malqueridas que se dejan apalear hasta la muerte, personas enganchadas a una sustancia química que les destruye, adolescentes que dejan de comer hasta casi consumirse, personas que fuman en hospitales con marcapasos o traqueotomías , familias destrozadas por la herencia de una casa de un pueblo, padres que no se hablan con sus hijos por todo tipo de motivos, todo aquello que supera con creces la lógica de la razón, esto que lleva a los seres humanos a decir “es que hay que vivirlo, se ve muy fácil desde afuera”, aquello de la destrucción del ser humano que plantea Freud en el “El malestar en la cultura” y cuya salida sólo puede ser el amor.

Si buscamos la definición de límite encontramos lo siguiente:

Límite (del latín limes,- itis) m. Línea real o imaginaria que separa dos terrenos, dos países, dos territorios. 2. Fin, término, en caso como dimensiones límite o situaciones límite. 3. Extremo a que llega un determinado tiempo. El límite de este plazo es inamovible. 4. Extremo que pueden alcanzar lo físico y lo anímico. Llegó al límite de mis fuerzas. 5. Mat. En una secuencia infinita de magnitudes, magnitud fija a la que se aproximan cada vez más los términos de la secuencia.

Y de ahí salté al concepto de limitar que dice lo siguiente: Acotar, ceñir. 2. Fijar la extensión que pueden tener la autoridad o los derechos y facultades de alguien. 3. Imponerse límites en lo que se dice o se hace, con renuncia voluntaria o forzada a otras cosas posibles o deseables.

Y de estas dos definiciones saqué varias conclusiones:

- El límite es un punto de detención, un corte, un borde…

Esto puede ser muy interesante, si entendemos que en determinados momentos un límite puede detener el goce que invade tanto a psicóticos como a pacientes borderline. Así que habrá que pensar qué tipo de límites poder poner frente a una invasión de lo real que deja a la persona jugada a este tipo de goce. Un buen ejemplo de límite es la medicación, la presencia, un ingreso, etc…

- Parece que en el caso de la definición en negrita son internos, vienen de dentro, uno los tiene.

- En la definición en negrita habla de forzado, así que los límites están en relación a la ley.

Hasta aquí el principio de lo que el diccionario de la RAE nos aporta. Luego consulté la literatura moderna, es decir, INTERNET. Y ahí encontré miles de entradas que en general iban dirigidas a padres en lo que se refiere a educar a sus hijos. Había todo tipo de consejos sobre cuándo, cuáles y cómo poner límites a niños y adolescentes, de límites a enfermos mentales... La verdad, no encontré mucho.

Así que con todo lo leído y con la RAE como amparo me atrevo a decir varias cosas sobre el tópico; “Hay que poner límites”:

- Primero que se dice siempre en impersonal “hay”, no se dice quién.

- Que en general lo usamos en la versión de la renuncia forzada o voluntaria que viene en negrita arriba, generalmente nosotros solemos poner límites cuando uno de nuestros usuarios no hace lo que nosotros creemos que es mejor para él. Por ejemplo, si decide no venir a los grupos, o abandonarlos, decimos hay que poner un límite.

- Que generalmente lo usamos con la intención de educar, haciendo una suposición vaga de que nuestros usuarios deben estar mal educados o algo así…

- Que generalmente pecan de morales, de partir de un concepto del bien o del mal que nosotros tenemos. Alguien de mi equipo me contó una vez lo siguiente: “le he puesto un límite, es que si se acuesta con un hombre la primera noche no va a tener nunca novio”. Esto es un juicio moral y sin duda, quien me lo contó debe creer que una mujer que se acuesta la primera noche con un hombre es una guarrilla… Pero esto es un juicio de valor.

- Que a veces se ponen cuando el profesional no consigue algo que quiere del usuario y por propia angustia se pone un límite, no dejar salir a alguien en una MR, etc.

En cuanto a cuando creo yo que hay que usar esta frase:

- Cuando el límite que se pone es universal, compartido por todos, usuarios y profesionales, es decir, forma parte de la cultura. Es ley, “no matarás”, es un límite, obviamente compartido y pone un orden social. Hay que poner el límite cuando el usuario con su conducta no forme parte de lo cultural compartido, es decir, también hay que poner límite al aislamiento, es muy poco frecuente que se expulse a un usuario por no relacionarse o por estar aislado. Sólo se ponen límites si la conducta que realiza el usuario está en la línea del exceso y no de la inhibición o el déficit.

- Cuando se puede explicar, y razonar, es decir, no es arbitrario, resiste una argumentación. “no se pinta en las paredes”, resiste la argumentación.

- Cuando apunta a la ética del sujeto y no a la moral. Cuando el límite hace responsable al sujeto de su propia vida y de la de los demás.

En definitiva hay que poner límite a poner límites.


Raquel del Amo. Directora Casa Verde de Fundación Manantial.




martes, 6 de enero de 2015

"El cuerpo humano" (Paolo Giordano): medicalización, antidepresivos y literatura


Hace unos meses, Enrique Gavilán, responsable de la sección Demedicalize-it en el blog de la plataforma NoGracias (que pueden consultar aquí), nos ofreció la posibilidad de leer el libro de Paolo Giordano titulado "El cuerpo humano" y, posteriormente, analizarlo en una especia de entrevista a tres bandas con el propio Gavilán, Alberto Ortiz (autor de la obra "Hacia una psiquiatría crítica", cuyo carácter de imprescindible no nos cansaremos de remarcar) y uno de los autores de este blog (aunque, como siempre, nuestros comentarios reflejan la opinión de ambos autores). La novela nos resultó interesante, especialmente porque no era el tema de la medicalización o psiquiatrización el asunto central de la misma ni mucho menos, lo que hace aún más reseñable el enfoque que se da a dicho tema, como veremos en el siguiente texto.

La entrevista se publicó en su día en el blog de NoGracias en dos entradas, que hemos querido reunir ahora en una sola, que pueden leer a continuación, empezando por la introducción de Enrique Gavilán:



"El cuerpo humano" es el título del último libro del fenómeno literario europeo Paolo Giordano. La trama se sitúa en en una base militar italiana durante la última guerra de Irak (¿o era la penúltima? La historia se repite tantas veces…). Los cuerpos treinteañeros de los soldados, aún plenos de juvenil energía, comienzan la lenta transformación hacia la madurez, mientras sus mentes permanecen en la tensa espera que antecede al horror bélico que tarde o temprano terminará por marcar sus vidas.

Sin quererlo, en algunos pasajes de la novela Paolo habla de la medicalización de la vida, sobre todo cuando describe cómo se relaciona uno de los protagonistas, el teniente médico Egitto, con el antidepresivo (duloxetina 60 mg) que toma como consecuencia de las secuelas de una relación familiar tormentosa. Analizamos dichas escenas con nuestros dos psiquiatras de cabecera, Jose Valdecasas (JV), coautor, junto con su inseparable Amaia Vispe del blog “postPsiquiatría“, y el Dr. Alberto Ortiz (AO), autor del libro “Hacia una psiquiatría crítica“.


El teniente Egitto muestra gran ambivalencia respecto a su tratamiento, puesto que por un lado lo percibe metafóricamente como “una burbuja de seguridad”, pero al mismo tiempo siente la necesidad de “sacarlas (las pastillas) del blister para ponerlas en frascos sin etiqueta”, como si fuera una estrategia para afrontar la “derrota” que supone tener que tomarlas. ¿Es habitual que los pacientes tengan estos sentimientos encontrados, al mismo tiempo amor y odio, sobre los fármacos psicoactivos?


JV. En mi experiencia, no al principio del tratamiento. En ese momento inicial, el paciente suele aceptar la indicación del profesional (estamos hablando de medicación antidepresiva, con los neurolépticos se dan otras situaciones) o, muy frecuentemente, viene ya pidiendo dicha medicación. La medicalización del malestar vital y la consiguiente transformación de la tristeza en depresión no es algo que ocurra sólo en la consulta, sino que se ha convertido en rasgo de nuestro contexto sociocultural. Sin embargo, sí ocurre con cierta frecuencia que en un momento posterior, cuando el paciente siente que no quiere seguir tomando el fármaco porque ya no lo necesita o porque no nota que le suponga beneficio o porque sus efectos secundarios no le compensan, experimente dificultades para abandonarlo por los llamados síntomas de retirada, es decir y prescindiendo de eufemismos, por la abstinencia que se desarrolla en ocasiones al dejar de tomar sustancias para las que el organismo desarrolla dependencia, como son los antidepresivos, aunque durante mucho tiempo no quisiéramos verlos como tales. En este segundo momento, la ambivalencia del paciente se plantea entre el deseo de dejar el fármaco y la dificultad para hacerlo. Algo de lo que convendría informar en el momento de la primera prescripción, evidentemente.


En otro momento, describe maravillosamente el efecto buscado con la duloxetina: “mantener a raya cualquier tipo de inquietud e implicación emotiva”. ¿Los pacientes son tan conscientes como el autor, Paolo Giordano, del efecto anestésico sobre los sentimientos de algunos antidepresivos? ¿Cómo reaccionan cuando se les informa de que estos fármacos modulan de una forma tan clara sus emociones?


AO. Muchos pacientes describen espontáneamente esta sensación cuando toman antidepresivos, la conocemos bien gracias a que ellos nos la cuentan y la describen: que se sienten más “pasotas”, que las cosas no les afectan tanto, que experimentan menos sufrimiento pero también reaccionan menos ante estímulos que antes les excitaban… Algunos incluso deciden permanecer con su malestar y no sentirse “anestesiados” emocionalmente.

Cuando en el momento de la prescripción les avanzas este efecto, la mayoría lo aceptan con resignación y algo de sorpresa y decepción: la palabra antidepresivo alude a la erradicación de los sentimientos negativos de una “enfermedad”, no pensaban que era una sustancia psicoactiva que induce un estado emocional que puede resultar beneficioso en algunos aspectos, pero negativo en otros.


Boca seca, somnolencia, nauseas, cefalea, falta de apetito, problemas de erección… El teniente Egitto experimenta todos los efectos adversos más frecuentes de la duloxetina, pero aún así, “no cambiaría esa paz por nada”. ¿Pero esa paz es artificial o real?


JV. No me parece útil el planteamiento sobre la “realidad” o “artificialidad” del estado mental al que nos referimos. Cuando un miope se pone gafas y puede leer, sin duda lo hace de una forma “artificial”, pero lo importante es que lee. En el caso del estado mental inducido por el antidepresivo evidentemente, ya que está provocado por una sustancia psicoactiva, será por definición artificial, pero no radica ahí el problema. La cuestión estriba en la utilidad de dicho estado para el paciente. Y ahí la respuesta no puede ser otra que: depende. Habrá casos en los que esa indiferencia emocional pueda ayudar temporalmente a distanciarse de sentimientos muy molestos o inmanejables y habrá casos en que dicha indiferencia emocional provocará al contrario dificultades a la hora de encarar problemas que requieran solución, por señalar dos ejemplos típicos.


¿Los antidepresivos facilitan o entorpecen la resolución de los problemas mentales?


AO. Los antidepresivos no tienen un efecto directo trascendente en el rendimiento cognitivo. Aquellos más sedantes pueden entorpecerlo, pero en el caso de que el paciente esté desbordado emocionalmente y el fármaco le permita distanciarse afectivamente de los conflictos, podrá concentrarse mejor en las cosas. Y luego está la respuesta individual de cada sujeto al tratamiento, que nunca deja de sorprender…


De repente, la calma del campamento base se rompe a mitad del libro. La incursión fallida de la patrulla por un valle del desierto del Gulistán sufre una emboscada y se salda con varios soldados muertos. A esto se suma la decepción del protagonista tras la marcha de una vieja amiga con la que mantiene escaramuzas de amor que hacen revivir antiguos temores. Pero a pesar de que ambas cosas dejarían noqueada a cualquier persona, Egitto lo vive con total indiferencia. Lo achaca al fármaco. “Está experimentando algo que sabía de antemano: que toda la pena, el sufrimiento y la compasión hacia otros seres humanos no son sino pura bioquímica: hormonas o neurotransmisores inhibidos o liberados. Cuando cae en la cuenta, de repente se indigna”. ¿De verdad la pena, el sufrimiento y la compasión son solo pura bioquímica?


AO. Detrás de esta pregunta está buena parte de la controversia de la psiquiatría actual y la hegemonía del modelo biomédico de los trastornos mentales: el considerar los sentimientos, los pensamientos y las conductas como mera expresión de una actividad neuronal y los psicofármacos (respaldados por la todopoderosa industria farmacéutica) como el tratamiento de elección.

Evidentemente, la expresión e intensidad de los sentimientos tienen un sustrato bioquímico, y por eso las drogas psicoactivas (incluidos los psicofármacos), pueden inducir, exacerbar, inhibir o bloquear estados afectivos. Pero lo crucial de los sentimientos es su significado, lo que representan para cada uno de nosotros, y esto está íntimamente ligado a nuestra historia personal, cultura, contexto sociopolítico, valores… Atender únicamente al cerebro mediante psicofármacos desprecia lo que nos conforma como seres humanos. Por eso, lo verdaderamente anómalo e inadecuado es que los sucesos que experimentamos en relación a nosotros mismos y las personas significativas de nuestro entorno (como los del teniente Egitto con la muerte violenta de los compañeros o sus refriegas amorosas) los vivamos con indiferencia.


JV. Estoy de acuerdo con el comentario de Alberto. Añadiría que creo que la llamada a la bioquímica para explicarlo todo y dejar la psiquiatría fuera de las cuestiones de significado (y bien cerca de los intereses de la industria farmacéutica) plantea una dicotomía falsa entre lo biológico y lo psicológico (incluyendo en este caso en lo psicológico los aspectos sociales). Que la base del organismo humano, incluyendo el sistema nervioso central, sea bioquímica no implica en absoluto que se pueda explicar todo el funcionamiento humano o social por medio de la bioquímica. La psiquiatría y la medicina hace tiempo que se desarraigaron de sus bases filosóficas, pero debemos tener presentes conceptos como el de propiedad emergente, por el cual, aunque una célula esté formada por moléculas, la célula tiene propiedades que no se explican desde el nivel molecular. O, por poner otro ejemplo, aunque las pirámides estén hechas de piedra, su significado va más allá de la descripción de las piedras que las forman.


AO. Sí, es importante recordar que las hipótesis bioquímicas de los trastornos mentales, son solo eso: hipótesis. Nadie ha demostrado que la causa de los problemas mentales sea una alteración de los neurotransmisores. El problema es que la utilidad de estas hipótesis es limitada en la medida que se relegan otros abordajes terapéuticos y que los psicofármacos producen efectos perjudiciales que muchas veces se desconsideran. Pero yendo más allá, no se trata de que aún no hayamos avanzado lo suficiente en la investigación de los neurotransmisores y por eso no tenemos todas las respuestas a los problemas mentales, es que la neurobiología exclusivamente nunca podrá dar cuenta de ello porque, como explica José, el comportamiento humano pertenece a otro orden. Pretender que se puede determinar la naturaleza humana mediante el funcionamiento neuroquímico es un reduccionismo ontológico.


¿Y tanto efecto tienen los antidepresivos sobre la homeostasis cerebral y emocional? ¿No decíamos que la mayoría de la respuesta a los antidepresivos se debe al efecto placebo?


JV. Los antidepresivos son sustancias, como tantas otras, legales o ilegales, que actúan sobre el sistema nervioso central. Se unen a determinados receptores y provocan determinadas respuestas químicas. Todo ello tiene efectos (ya los llamemos primarios o secundarios). Y, con datos de estudios recientes y con la visto en la practica habitual, hay pocas dudas sobre que es muy frecuente la “anestesia emocional” que experimenta el personaje de la novela. Ahora bien, esta anestesia no es sinónimo de efecto antidepresivo. La eficacia antidepresiva de estos fármacos no parece superior a placebo salvo, tal vez, en las depresiones más graves. ¿Podríamos pensar que esta anestesia emocional debería acompañarse de un mayor efecto antidepresivo? Tal vez no si tenemos en cuenta que aunque algunos pacientes pueden experimentarla como una “mejoría” en su “depresión”, puede que otros la experimenten como un “empeoramiento” a la hora de tener sensaciones positivas, por ejemplo.


AO. Sí, esto que dice Jose es importante, y además hay que tener en cuenta que el efecto placebo no es cualquier cosa, supone, entre otras cosas, escuchar y validar un malestar y comprometerse con su cuidado, y esto es muy potente. Esto forma parte de los “aspectos no técnicos” o “factores comunes” que resultan que son los más relevantes y tienen más peso en la mejoría de los pacientes mentales.


En este punto, Egitto “decide que, dado que por sí no es capaz de sentir nada mejor, se forzará para hacerlo. (…) Así pues, un viernes por la noche, deja de tomar el medicamento (…). Tras ocho meses de tratamiento, lo interrumpe brutalmente, contraviniendo con alegría subrepticia las recomendaciones de la industria farmacéutica”. Alguno podría tachar dicha actitud de imprudencia; otros, de rebeldía. Pero en todo caso, el teniente Egitto muestra rabia, y ésta le hace despertar.


JV. El personaje vive torturado por recuerdos de desdichas familiares, soledades, desamores y, además, la terrible situación vivida en el ataque. La decisión de dejar el tratamiento de esa manera es sin duda una imprudencia y también sin duda una rebeldía. Una rebeldía posiblemente contra sí mismo, contra su decisión primera de esconder la cabeza bajo el ala del psicofármaco y no enfrentarse a las cosas. Conociendo la posibilidad del síndrome de abstinencia y exponiéndose a él, Egitto no deja de llevar a cabo una suerte de autocastigo en busca de expiación y perdón hacia sí mismo. O es una hipótesis tan buena como otra cualquiera.


Al teniente Egitto no le fue mal al dejar el antidepresivo. No tuvo los típicos efectos de rebote ni síntomas de abstinencia. Sin embargo, muchos pacientes experimentan angustia al dejar los antidepresivos, e incluso reconocen que “aunque no me hacen efecto, quiero evitar volver a tener problemas por dejar de tomarlos“. E incluso llegan a cuestionarse qué es peor “si los efectos del abandono de las medicinas o la propia enfermedad”. Da mucho que pensar…


AO. El síndrome de abstinencia que provoca la retirada de los antidepresivos es un problema clínico extraordinariamente común que hay que trabajar y resolver con el paciente para minimizarlo en lo posible y evitar una dependencia perjudicial. Sin embargo, en mi experiencia, son pocos los pacientes (y también los profesionales) que son capaces primero de considerar los síntomas de la abstinencia de los antidepresivos, y después distinguirlos de una “recaída de su enfermedad”. Esto favorece el consumo sine die de estos fármacos y la conceptualización del síndrome depresivo como una enfermedad crónica. Si los médicos no consideramos suficientemente la necesidad de deprescribir los antidepresivos en pacientes que ya están estables, es lógico que los pacientes tampoco quieran arriesgar a encontrarse peor con su retirada.


En otro pasaje del libro, se reflexiona sobre el efecto de los años sobre el cuerpo. “Los 30 te aplastan contra la pared y te ponen una pistola en la frente”. ¿Pasan factura sobre la mente los efectos del deterioro físico o la gente en general se adapta bien?


JV. En mi opinión, vivimos en una cultura que plantea un desarrollo del ciclo vital poco realista: la infancia llega casi hasta los 15 años, la adolescencia casi hasta los 20 y la juventud parece no acabarse nunca. Ya nadie es viejo. La gente de 50 dice que es joven, la de 60, la de 70… O, más bien, dicen “sentirse jóvenes”, cuando los que de verdad lo son, se limitan a serlo y no necesitan sentirlo. No oiremos a nadie de 19 años diciendo que “se siente joven”. No creo que el problema (desde luego, no a los 30) sea tanto el deterioro físico o mental, cuanto la expectativa que la sociedad y una mismo se marcan de ser, estar, sentirse joven, de la misma manera que la expectativa de estar siempre contento, activo, feliz, creativo (y todo ello, sin rastro de angustia). Uno tiene que ser joven, guapo, feliz y, si no es así, es que tiene una enfermedad mental que requiere un tratamiento. Los seres humanos no tenemos derecho a la felicidad, es algo que debemos ganarnos y que posiblemente está más cerca de ser una actividad que uno desarrolla en la vida (si la suerte no viene muy jodida) que no un estado en el que se permanece.


Tras la muerte de varios soldados en la emboscada del valle, el protocolo de sanidad militar se pone en marcha. Al campamento llega un psicólogo con el mandato de entrevistar sistemáticamente a los supervivientes y ayudarles, teóricamente, a superar el horror de la muerte cercana en combate, tratando así de evitar el estrés postraumático. Pero no funciona, al menos a corto plazo. Los soldados “no obtienen ningún provecho de la conversación (con el psicólogo), sólo más frustración”. Uno de ellos define los efectos de la intervención psicológica temprana de una manera muy gráfica: “remover la mierda”. La “ayuda moral” de los psicólogos, a veces impuesta de forma preventiva o defensiva “por protocolo”, se impone como una norma tras cada catástrofe natural o accidentes importantes. Pero no está claro que sirvan de mucho. Es más, además de ser repudiadas por muchas víctimas, como en esta novela, parece que en numerosas ocasiones pueden ser perjudiciales. ¿En qué sentido?


AO. La intervención psicológica en supervivientes de catástrofes, conocida como debriefing, consiste básicamente en una sesión dividida en dos partes. La primera es una especie de catarsis donde se verbaliza, con toda su carga emocional el episodio traumático y la otra es de contenido psicoeducativo, donde se habla del trastorno por estrés postraumático y de qué síntomas podrían experimentar los supervivientes. Esta intervención se realiza preferentemente in situ en los tres primeros días después de la catástrofe.

Bien, pues se ha demostrado que hacer esta intervención “por protocolo” provoca más perjuicios que beneficios y, de hecho, los pacientes que la reciben experimentan con mayor frecuencia síntomas de trastorno por estrés postraumático posteriormente, cuando se les compara con personas que no han recibido debriefing. No se conocen bien las razones por las que esta intervención puede resultar dañina en algunas personas, se ha hablado de una “traumatización secundaria”, ya que los supervivientes tienen que revivir en la sesión la experiencia atroz que han sufrido. Se ha descrito también que hay muchas personas que reaccionan con intensos sentimientos de vergüenza al suceso traumático y tener que verbalizarlo acaba empeorándolos sintomáticamente. Otra explicación puede ser la medicalización de una reacción emocional adaptativa y legítima. En este sentido, el debriefing incrementa la conciencia de los problemas psicológicos y acabar induciéndolos en personas que no los hubieran desarrollado. El asunto es que el debriefing asume que hay unos patrones uniformes de reacción al trauma y que discutir el trauma es terapéutico e intentar negarlo no lo es. Sin embargo, intentar olvidar o tomar distancia de lo que ha experimentado uno mismo pueden ser mecanismos de defensa de una respuesta adaptativa en algunas personas.

El problema con estas intervenciones además, es que muchos pacientes están contentos con la atención del profesional y este, a su vez, se siente útil y valorado profesionalmente, pero el balance final, es que muchas de las personas que reciben debriefing están peor sintomáticamente que si no lo hubieran recibido. Esto demuestra que la satisfacción del paciente y del profesional no nos sirve únicamente para medir la eficacia de nuestras intervenciones.


JV. Añadiré sólo la simpleza de que a veces hay que dejar cicatrizar las heridas, y que la cicatriz no queda más bonita por ponernos a hurgar en ella. También en el nivel sociocultural, se ha planteado que nuestra sociedad valora como terapéutica y necesaria la expresión de los sentimientos, sobre todo los negativos. Es decir, “no guardarlo dentro”. Pero no me queda claro ni me consta que nadie haya demostrado que siempre, para toda persona, sea eso mejor que callarse las cosas, reprimirlas en lo posible, y tirar adelante. Me parece imprescindible individualizar cada caso y dejar que sean las personas que sienten necesitar hablar del trauma las que lo hagan, y que dejemos a las demás en paz.


AO. Exacto, y plantearnos también hasta qué punto esas personas que desean hablar de su trauma tengan que hacerlo necesariamente con un profesional y no con “los suyos” (pareja, amigos, familia…).


Hay un pasaje que narra un episodio de la vida familiar del protagonista que puede explicar mucho de su comportamiento. El padre del teniente Egitto, también médico, detecta problemas en el rendimiento escolar en su hija, y la somete a una batería de pruebas y tratamientos (analíticas de sangre, TACs y resonancias, una gastroscopia, un electrocardiograma e incluso la cirugía de un quiste en la oreja), ya que “forzosamente habría algún fallo en alguna parte de su organismo”. Egitto rememora en unos de los últimos capítulos: “en ese momento la considerábamos enferma, en peligro. Y ella simplemente estaba demasiado débil y cansada para oponerse”. Supongo que os suena familiar. Como profetizaba Ivan Illich, la obsesión por la perfección, la intolerancia al mínimo fracaso, la búsqueda incansable de causas racionales y físicas a toda anomalía en un funcionamiento que se conviene se sale de la norma, pueden ser patógenas en sí mismas, ¿no es así?


JV. Sin duda. La medicalización de todo aquello que se salga de la norma o que, incluso sin salirse, se considere imperfecto, como la obesidad leve, por ejemplo. En el campo de la salud mental es, creo, aún peor, pues lo que se medicaliza es toda conducta, pensamiento o sentimiento, que genere el mínimo malestar, en el paciente designado o en su entorno. Ya no hace falta ni salirse de lo normal. Creo que podría considerarse completamente normal experimentar tristeza y dolor a las dos semanas de la muerte de un ser querido, pero ese plazo ya es suficiente según el DSM-5 para diagnosticar a alguien un trastorno depresivo. Creo que el tema es especialmente sangrante con los niños. Ya no existen niños distraídos o traviesos, son todos TDAH. Ya no hay niños con rabietas, son oposicionistas. Ya no hay niños callados o tímidos, son Asperger o del espectro autista. No sólo todo el montaje de la psiquiatrización y psicologización que vemos en el adulto, con la iatrogenia acompañante, sino además en niños que, por definición, no pueden rebelarse contra esa situación, como hizo el teniente Egitto abandonando la medicación que no necesitaba.


¿Y cómo pensáis que puede llegarse a un cambio cultural que le de la vuelta a esta situación?


AO. El ser humano siempre ha necesitado y seguirá necesitando vincularse a algo más grande que él para sentirse seguro y protegido. En la medida que la religión entra en declive (y el neoliberalismo irrumpe de forma despiadada), la sociedad occidental se cuestiona cada vez más la esperanza en una vida eterna después de la muerte y busca el paraíso terrenal. La salud es ese nuevo paraíso y la medicina la teología que lo ampara. La industria farmacéutica y los profesionales (a estas alturas del mercado ya son indistinguibles) encarnan los profetas que anuncian el bienestar y la felicidad en el presente, mediante el consumo de pastillas, cirugías y demás tecnología sanitaria. El ser humano se reduce a un producto individual que puede ser mejorado y alcanzar una perfección estándar.


¿Cómo puede llegarse a un cambio cultural que le dé la vuelta a esta situación? Bueno, cada vez hay más profesionales críticos que cuestionan una medicina omnímoda y que ponen de manifiesto sus límites, creo que las nuevas de generaciones de estudiantes están desarrollando un espíritu más crítico y confío en que la ciudadanía acabe de rebelarse contra este capitalismo voraz que está destruyendo el planeta y fomenta la competitividad, el consumo insaciable, y el éxito y el bienestar individual inmediato y a cualquier precio. Pero a continuación, ¿qué sustituirá al culto individual del cuerpo y la psique?


JV. Como es un placer haber participado en esta experiencia con vosotros, me siento algo optimista. Pienso que tal vez ese cambio cultural ya esté empezando a producirse. Es cierto lo que dice Alberto, de que cada vez es mayor el número de profesionales críticos con este estado de cosas. Hace diez o quince años la inmensa mayoría de los profesionales (y me incluyo) no nos parábamos a pensar si la influencia de la industria farmacéutica podía ser negativa en nuestra formación o, más concretamente, si los antidepresivos provocaban más mal que bien. Y hoy en día, aunque la mayoría de psiquiatras estaría en desacuerdo con nosotros, el tema está encima de la mesa. Y luego está el ejemplo de obras culturales de masas, como este libro, que no está escrito ni por ni para profesionales sanitarios, que plantean con toda claridad y crudeza esta visión de los antidepresivos que estamos comentando. Eso es lo que más me ha llamado la atención del libro. Su tema central no es para nada la cuestión de la medicación, sino que es una pincelada más en un cuadro de relaciones humanas de personas en los inicios del siglo XXI, en una situación dramática. Y en ese retrato de personas normales, se describe, con toda normalidad, cómo los antidepresivos no curan ningún misterioso desequilibrio químico creador de depresiones, sino que te anestesian para que no sientas dolor (ni alegría tampoco).