viernes, 2 de febrero de 2024

De crisis, oportunidades y salud mental: un camino empedrado de buenas intenciones (editorial en Norte de Salud Mental nº 70)


Hoy traemos aquí el editorial del último número publicado de la revista Norte de Salud Mental, que hemos tenido el honor de poder escribir por gentileza de su director, Iñaki Markez. No trata de un tema sencillo ni va a estar exento de polémica, pero hemos creído importante dejar clara nuestra posición (al menos, importante para nosotros mismos).



De crisis, oportunidades y salud mental: un camino empedrado de buenas intenciones


Comenzaremos reconociendo que escribir “crisis” y “oportunidad” en el título de este editorial nos obliga a una disculpa y a una aclaración previas. 

La disculpa es por contribuir a fomentar el erróneo tópico de que el término “crisis” significa “oportunidad” en griego, como queriendo dar a entender que, de ella, acabará surgiendo un estado preferible al previo. Tal etimología es incorrecta: “crisis” significa más bien “decisión” o “juicio”, un análisis de algo roto, un sacar la mejor parte de algo, un punto de inflexión… De todo ello, podemos efectivamente salir más fortalecidos, o bien podemos acabar de la peor manera (es el término que se emplea también en medicina para designar el punto cumbre de una enfermedad, a partir del cual llega la muerte o la curación). Es decir, puede ser que una crisis sea una oportunidad, pero puede perfectamente ser la antesala del fin. 

Por otra parte, la aclaración necesaria es que, por desgracia para todos, el término crisis es totalmente ambiguo y precisa una puntualización posterior acerca de a qué crisis nos referimos, de las muchas que hemos atravesado o que aún nos atraviesan. Por comentar solo las más evidentes, en los últimos quince años hemos sufrido la crisis económica que se inició en 2008 y de la que nunca llegamos a salir, con el estallido de la burbuja inmobiliaria, el rescate con dinero público (jamás devuelto en su mayor parte) de los grandes bancos que se habían lucrado al parecer sin riesgo alguno, y los recortes que sufrimos en nuestro nunca del todo desarrollado estado del bienestar, que está inmerso en una lenta agonía desde entonces. En 2020 llegó la pandemia mundial de COVID, con sus terribles consecuencias en términos de mortalidad, morbilidad y repercusiones sociales a múltiples niveles, que estábamos empezando a superar cuando la invasión rusa de Ucrania hizo aparecer una guerra en el horizonte europeo, con también múltiples derivadas en la esfera económica, por ejemplo la gran inflación de precios y la repercusión en la disponibilidad de gas. Por no hablar de, en estos mismos momentos, las masacres diarias que está cometiendo el estado israelí contra la población civil concentrada en la franja de Gaza o, aunque lo mencionemos en último lugar, la más grave de todas las crisis pasadas o futuras, ya que nunca va a dejar de empeorar mientras nuestra sociedad siga funcionando como funciona: la crisis climática y ecológica que, tras décadas de ser anunciada, podemos decir sin duda alguna que está entre nosotros y cada vez nos va a hacer más daño.

En este panorama que hemos esbozado en las líneas previas, y no sin relación con el mismo, vivimos en los últimos años un extraordinario auge de la preocupación de la opinión pública y nuestros representantes políticos por el campo de la salud mental. Después de décadas de cierto ostracismo y aún con cierto estigma que cargaban muchas personas por ser usuarias de servicios de salud mental, esto sin duda supuso un cierto soplo de aire fresco. Este cambio parecía haber llegado, motivado también por el sufrimiento que supuso la pandemia mundial y el confinamiento que trajo aparejado, así como por las repercusiones psicosociales que ambos han ocasionado.

El caso es que cada vez vemos más presente, en los discursos de nuestro representantes políticos y en la opinión pública y publicada, la preocupación por la salud mental, sobre todo -nos parece- en lo referente a lo que podríamos denominar, no sin dejar de reconocer el gran sufrimiento que causan, trastornos mentales menores, es decir, aquellos catalogables en los amplios grupos de trastornos depresivos o de ansiedad. Cada vez más personas -con nutrida representación de personajes públicos de diferentes ámbitos- salen de este armario y reconocen la depresión o ansiedad que han sufrido o sufren.
 
Este reconocimiento, este hacer público, implica una desestigmatización de dichos padecimientos, lo que sin duda es positivo, pero también una declarada petición de ayuda al sistema público de salud. La asunción básica es definir estos malestares como trastornos mentales necesitados de atención sanitaria. Es cierto que, al menos en parte, se está también criticando la excesiva psiquiatrización (ya previamente existente) que llevaba a tratar todo este grupo de malestares con tratamientos psicofarmacológicos de eficacias dudosas y riesgos de efectos  secundarios y dependencias bien presentes (1). Pero esta crítica al abuso de psicofármacos para condiciones en las que apenas van a suponer una ayuda parece implicar ahora la necesidad ineludible de una atención esta vez psicológica. Una llamada casi colectiva a solucionar nuestros malestares vitales, nuestros sufrimientos, con consultas psicológicas (o psicoterapéuticas en sentido amplio), que deberán ser accesibles para toda la población.

Esto se está viendo incluso en mayor medida en lo referente a la población infanto-juvenil. Como sabrán si se han dedicado al campo de la salud mental durante unos cuantos años (nosotros llevamos ya más de veinte y lo vemos con claridad), la disponibilidad de medios y profesionales para atender los padecimientos psicopatológicos de la población infantil y adolescente se ha incrementado de forma exponencial en los años previos y, al menos en algunas comunidades, de forma aún más importante tras la pandemia. Hemos visto surgir unidades de salud mental infanto-juveniles, hospitales de día, unidades de agudos, de hospitalización a domicilio, etc. Todo ello motivado, entre otros factores, por un claro aumento del malestar y las alteraciones de conducta, especialmente en forma de autoagresiones de diversos tipos, en esta población infanto-juvenil.

No entraremos a comentar la ley de cuidados inversos de Tudor (por la cual, el acceso a la atención sanitaria varía en relación inversa con las necesidades de una población) en lo referente a que son los pacientes con los llamados trastornos mentales graves, los psicóticos o locos de toda la vida, los que apenas han visto aumentar la disponibilidad de recursos sociosanitarios para su atención, a pesar del auge -también presupuestario- que está viviendo la salud mental en estos años. Cuando son las personas no solo afectadas de condiciones más graves e invalidantes, sino también las que posiblemente más se pueden beneficiar de una mejora en su atención.

Vivimos un tiempo en el que la demanda de atención psicológica a la población se ha convertido en un mantra obsesivo, con peticiones -sin duda bienintencionadas- de disponibilidad de atención psicológica en atención primaria para todos. Haremos un inciso para señalar que semejante demanda ha sido aprovechada por los servicios de salud de varias comunidades autónomas para la contratación de psicólogos sanitarios en lugar de psicólogos clínicos (que aprueban un examen de gran dificultad para luego formarse de forma supervisada durante cuatro años). Nos parece que las administraciones públicas deben asegurarse de contratar a personal con la mejor formación posible. De la misma manera que no aceptaríamos para la atención en salud mental a médicos generales en vez de psiquiatras, tampoco podemos aceptar psicólogos sanitarios en vez de clínicos. Ni tampoco deberíamos aceptar, como por desgracia sucede habitualmente en nuestro entorno, el no priorizar la contratación de enfermeras especialistas en salud mental frente a enfermeras generalistas.

No obstante, más allá del nivel formativo del personal sanitario que trabaja en salud mental, no nos parece que esta petición generalizada de psicólogos para todo y para todos deba ser considerada de sentido común sin alguna reflexión previa. Porque en este nuestro campo sanitario, a veces cuesta distinguir (por parte de la opinión pública pero también a distintos niveles profesionales) la diferencia entre no implementar una determinada medida por simple política de ahorro o no implementarla porque no sea adecuada desde un punto de vista de beneficios y riesgos o de coste-beneficio.

Nos tememos que el contar con atención psicológica generalizada no provocaría otra cosa que la lógica psicologización de cualquier tipo de malestar, aunque este fuera adaptativo (es decir, que la persona podría resolverlo por sí misma y con su red de apoyo de forma natural) o de índole social (ni todos los psicólogos del mundo serán capaces de remediar el malestar generado por la pobreza, la precariedad o la marginación, que requerirían medidas sociales y no sanitarias). Toda esta psicologización (y también la psiquiatrización generalizada que vivimos, con cifras escalofriantes y en aumento de prescripción de antidepresivos y ansiolíticos) ocasiona por un lado una clara iatrogenia, en forma de dependencia, no solo química, sino también interpersonal, infantilizando a la población, a quienes se les transmite el mensaje de que, ante cualquier crisis, es imprescindible el recibir una atención profesional en salud mental. Iatrogenia que para nada parece que vaya a ser compensada con una eficacia segura. 

Se están haciendo públicos recientemente distintos estudios (2,3,4) que no encuentran beneficio en los grupos de personas que reciben psicoterapia, en estos contextos, frente a aquellas que no lo hacen. Se ha formulado la hipótesis de que se está provocando que las personas conceptualicen su sufrimiento, tenga este el origen que tenga, en términos de síntomas, es decir, en el lenguaje de la salud mental. Una conceptualización que termina por ser totalmente desresponsabilizadora, pero para nada útil, y que conlleva que se plantee como imprescindible el concurso de un experto para avanzar en su solución. La hipótesis conduciría a pensar que, en ausencia de dicha psicologización, muchas de estas personas podrían superar su malestar por sí mismas, junto a su red de apoyo social. Evidentemente, no negamos que existirá sin duda un grupo de pacientes que sí presenten psicopatología grave que requiera de un abordaje profesional, pero si estamos ocupados intentando atender a toda la población, difícilmente podremos dedicar nuestra atención a ese grupo más pequeño que no solo nos necesita más, sino para el que posiblemente podríamos resultar más útiles.

Además, esta petición de consultas generalizadas de psicología en atención primaria implica, como cualquier actividad sanitaria, un coste de oportunidad. Es decir, por cada psicólogo contratado en un centro de salud, se va a dejar de contratar un médico o dos enfermeras. En nuestra opinión, lo que falta y mucho en nuestros centros de salud son precisamente médicos y enfermeras, y sería la contratación de ese personal lo que realmente mejoraría la atención sanitaria a la población.

No es un tema sencillo ni es fácil posicionarse ante él. Creemos imprescindible una reflexión sosegada que tenga en cuenta los pros y contras de toda esta oleada de opinión positiva hacia la salud mental. Insistimos en que no dudamos del carácter bienintencionado de las peticiones de más atención psicológica y psiquiátrica hacia la población, pero como no hay que olvidar nunca, el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. Es necesario pararse a pensar qué tipo de atención a la salud mental queremos y qué tipo de atención a la salud mental necesitamos. Y averiguar si ambas están cerca una de otra. Y luego, será necesario ponerse en marcha para implementarla, con desarrollos interesantes recientes que ya anticipan posibilidades futuras (5).

Hay que señalar también que toda esta demanda de atención en salud mental está claramente relacionada con las crisis que mencionamos al principio de este escrito. No estamos en una sociedad floreciente, con una mejora constante de la calidad de vida, con gentes que miran con optimismo al futuro y cuya preocupación por la salud mental sea cosa de moda pasajera. Para nada. Tenemos claro que la preocupación por la salud mental y la búsqueda de ayuda en ese campo obedece a que la sociedad en que vivimos ya acabando el primer cuarto del siglo XXI es oscura y asusta. La pobreza y la precariedad cada vez aumentan más, el precio de la vivienda la convierte en algo inasequible para amplias capas de la población, ya sea en venta o en alquiler, la atención sanitaria pública cada vez está más saturada, con listas de espera que no dejan de aumentar… y todo ello en nuestro llamado primer mundo, porque si nos molestáramos en echar un vistazo más allá, veríamos situaciones mucho peores, imposibles de vivirse, y que explican con claridad por qué tantas gentes se lanzan a los mayores riesgos para intentar llegar a nuestras costas buscando desesperadamente aprovechar algo de las migajas que aquí no queremos.

Los y las adolescentes, cuya salud mental tanto nos preocupa, viven en este mundo en crisis y no han conocido otro. Un mundo en el que la mayoría da por hecho que va a vivir peor que sus padres, en el que sus posibilidades de independizarse, vivir dignamente de su trabajo y formar una familia, son cada vez más complicadas. Un mundo atrapado en una crisis climática, energética y ecológica que -ellos lo saben mejor que nosotros- no va a dejar de empeorar y que va a hacer pequeñas a las crisis previas que nos han ocupado a los adultos en estos años, que quedarán como notas a pie de página ante el desastre a que estamos conduciendo al planeta y que cada vez se está haciendo más patente. Y todo ello sin que los adultos estemos haciendo nada para solucionarlo, permitiendo el mantenimiento de un sistema económico capitalista que solo busca el crecimiento infinito (algo imposible en un planeta finito, como sabría cualquier niño o niña de más de cinco años), aunque para ello deba consumir todos los recursos naturales que tenemos, ahogar al planeta en basuras y desechos y emitir a la atmósfera cantidades inmensas de gases de efecto invernadero que ninguna tecnología imaginaria será capaz de retirar.

En este contexto, ¿nuestra solución al malestar de nuestros adolescentes es llevarles al psicólogo para que les relaje y les enseñe a aceptar las cosas?, ¿lo es llevarles al psiquiatra a que les mande dos o tres psicofármacos?

Las personas que ahora contamos más de 40 años somos en líneas generales las que dominamos el mundo, los puestos de poder, las influencias. Somos además personas que aún tuvimos ocasión -no todos, sobre todo aquellos que veníamos de familias ya bien situadas, no se crean que existe algo parecido a la meritocracia- de encontrar trabajos estables con sueldos dignos. Nosotros, en nuestra propia adolescencia, crecimos en un mundo presa del miedo a la guerra nuclear que acabaría con todo. Y, si son más jóvenes no lo creerán, pero era un miedo muy real. Ahora bien, la bomba tenía una peculiaridad: podía caer o no caer. Si caía, era el fin de todo y además en un instante. Pero si no caía, el mundo seguiría existiendo y posiblemente mejorando. Y ese miedo pasó, acabó la guerra fría, nos sentimos a salvo (al menos nosotros, en nuestro precioso Occidente). La bomba seguía existiendo, pero ya no asustaba. Pues bien, la crisis climática y ecológica no funciona así, no se trata de que pueda ocurrir o no: va a ocurrir sin duda alguna y, de hecho, ya está ocurriendo. Todos lo sabemos y los adolescentes saben que eso es real y que lo van a tener presente, y a peor, toda su vida. 

Lamentablemente, ese temor no se calma yendo al psicólogo, sino que precisa medidas políticas audaces pero inevitables, que ya se están teorizando (6): abandonar el sistema capitalista y su consumo desaforado de recursos, instaurar un sistema decrecentista, que asegure las mayores cotas de bienestar posibles dentro de un contexto de consumo local, sin obsolescencia, con bienes comunitarios, etc. Un mundo en algunos aspectos más duro, sin duda, pero que podría ser mejor en otros, si somos capaces de fortalecer lo común, la sanidad, la educación, el transporte, la energía, sabiendo compartir. Una sociedad comunitaria donde precisamente lo común sea lo que nos sostenga, lo que haga que nos sostengamos unos a otros. Una sociedad que podría incluso ser mejor que la actual, ser lo suficientemente buena para poder tener -así sí- una mejor salud mental.


Bibliografía

1.- G.-Valdecasas, J. y Vispe, A. (2023). Postpsiquiatría. Editorial Herder. Barcelona.

2.- Andrews, J.L., Birrell, L., Chapman, C. y otros. Evaluating the effectiveness of a universal eHealth school-based prevention programme for depression and anxiety, and the moderating role of friendship network characteristics. Psychological Medicine. 2023; 53(11): 5042-5051.

3.- Dunning, D., Ahmed, S., Foulkes, L. y otros. The impact of mindfulness training in early adolescence on affective executive control, and on later mental health during the COVID-19 pandemic: a randomised controlled trial. Evidence-Based Mental Health. 2022; 1-7. 10.1136/ebmental-2022-300460.

4.- Foulkes, L. y Andrews, J.L. Are mental health awareness efforts contributing to the rise in reported mental health problems? A call to test the prevalence inflation hypothesis. New Ideas in Psychology. 2023; Volume 69, 101010.

5.- Tizón, J.L. (2023). La reforma psiquiátrica. Editorial Herder. Barcelona.

6.- Saito, K. (2022). El capital en la era del antropoceno. Ediciones B. Barcelona.