viernes, 18 de enero de 2013

Nosología psiquiátrica: evolución histórica y estado actual


Evolución histórica

Estudiar la evolución histórica de la nosología psiquiátrica es estudiar la historia de la psiquiatría. Nos basaremos para ello en dos obras imprescindibles: Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna, de Lantéri-Laura y Los fundamentos de la clínica de Bercherie.

Para Lantéri-Laura, desde el final del Siglo de las Luces hasta la mitad del XIX, es posible establecer un periodo durante el cual las tradiciones psiquiátricas francesas y germánicas, así como también las italianas o inglesas, a pesar de sus muy numerosas divergencias, reciben desde el principio y sin lugar a dudas el postulado según el cual el campo propio de la psiquiatría entraña una afección única, una enfermedad, por supuesto, pero diferente de todas las demás enfermedades y que, entre muchos autores, Pinel propuso, con éxito, denominar alienación mental. Este paradigma constituye la principal característica de este primer periodo de historia de la psiquiatría, y la unidad de la afección es lo que sin duda alguna constituye su rasgo más esencial. Como señala Lantéri-Laura, atribuir una fecha concreta a su comienzo y terminación resulta inevitablemente algo arbitrario, pero él propone unos límites temporales a condición de no concederles más valor que desde el punto de vista práctico y convencional. El periodo en que domina el paradigma de la alienación mental puede tomar como fecha de inicio el otoño de 1793, cuando la Comuna de París designa a Pinel para el Hospicio de Bicêtre. Esta precisión cronológica es discutible, pero tiene dos ventajas. Por una parte, demuestra que las ideas y los personajes en cuestión pertenecen, al menos en su comienzo, al siglo XVIII, que va a prolongarse desde luego hasta el XIX, de forma que la psiquiatría tenderá a pasar directamente de la Enciclopedia al positivismo, con muy pocos lazos de unión con el romanticismo, salvo en algunos aspectos de la psiquiatría alemana. Como terminación, Lantéri-Laura fija el año 1854, cuando J.-P.Falret, adversario indiscutible de la unidad de la patología mental, publica el artículo de ruptura, titulado De la non-existence de la monomanie. Este paradigma, aunque fue desdibujándose progresivamente, va a legar a la psiquiatría de los siglos XIX y XX la cuestión siempre actual de la unidad de la locura.

El segundo paradigma es el de las enfermedades mentales. Éstas designan dos modificaciones radicales en relación con lo que significaba la alienación mental; por un lado, la patología mental considera que debe aplicarse para distinguir cierto número de afecciones irreductibles entre sí, cuyo conjunto, puramente empírico, escapa a la unidad y a la unificación; por otro lado, esta misma patología mental renuncia a constituir una extraterritorialidad respecto a la medicina y quiere formar parte de ella, como el resto de sus ramas, en contra de lo que exigía el paradigma anterior. Como fecha de finalización se puede fijar el año 1926, en el que se celebra en Ginebra y Lausana el congreso en el que Bleuler expone su concepción sobre el grupo de las esquizofrenias, de las que tan pronto habla en plural como en singular, y que sólo puede abordarse a la luz del concepto de estructura psicopatológica

A partir de este momento, bajo las influencias cruzadas, a menudo convergentes y a veces antagonistas, de la Gestalttheorie de Koehler y de Koffka, de la neurología globalista de Goldstein, así como también de Head, de la filosofía fenomenológica y del psicoanálisis de entreguerras, el nuevo paradigma se impone de una manera bastante concreta como el que va a conciliar, eficazmente pero a su manera, un cierto retorno a una unidad, de cuyo alejamiento muchos se lamentaban, con el mantenimiento de cierto número de subdivisiones inevitables. Esto es lo que lograba en gran medida el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas. Éste se ha mantenido durante mucho tiempo, y como posible fecha de finalización se le podría poner el otoño de 1977, momento en que la psiquiatría mundial perdía a Henri Ey. Él mismo, y tal vez incluso más Minkowski, supieron introducir en psiquiatría, de una manera crítica aunque fecunda, este concepto de estructura que, con una acepción por otro lado diferente, iba a ocupar un lugar decisivo en la lingüística y la antropología social.

Pasemos ahora a glosar algunas reflexiones de Bercherie en la obra previamente citada. Hablando sobre la situación de la clínica clásica en lo que suele considerarse aproximadamente su momento de terminación, sobre los años 20 del siglo pasado, señala que existen tres grupos de fenómenos patológicos que han sido progresivamente individualizados: los síndromes orgánicos, la patología constitucional-reaccional y, finalmente, el grupo de psicosis al cual, bajo la influencia de los psicoanalistas, se le reservará el término y que los alemanes llaman psicosis endógenas. Se detiene en la delimitación de este grupo de las psicosis endógenas, para el que la escuela alemana mantiene una división en dos clases, a las cuales el criterio evolutivo confiere lo que Bercherie considera una falsa unidad: esquizofrenias (procesos crónicos) y maníaco-depresivas (fases agudas). Las excepciones evolutivas son la regla. Por otra parte, la escuela francesa, siempre más ligada a la “morfología” clínica, tenderá a oponer una división tripartita a esos enfoques: demencia precoz, delirios crónicos, psicosis maníaco-depresiva; una cuarta clase no deja de molestar debido a su eterna recurrencia: las psicosis delirantes agudas. Pero cualquiera que fuese la división adoptada, se choca continuamente con el problema de los casos mixtos, atípicos, inclasificables. Por otra parte, entre la patología constitucional y las psicosis endógenas, siempre se tienden puentes que llegan a confundir las fronteras. En esta línea están los trabajos de Kretschmer en Alemania y las dificultades para delimitar los delirios psicógenos de los delirios procesuales que llevaron a la declinación de la noción de paranoia. En Francia el problema es el mismo, entre ciclotimia y maníaco-depresivo, delirio paranoico con base constitucional y delirios crónicos, esquizomanía y demencia precoz, “psicosis” histéricas y bouffées delirantes, la frontera es muy frágil y siempre diferente según los autores. Otro de los problemas que señala Bercherie a la hora de la ordenación nosológica es que numerosas psicosis orgánicas no cesan de simular “los otros dos grupos de perturbaciones”.

Los hechos, pues, imponen una erosión continua a las clasificaciones mejor fundadas y más pacientemente establecidas. En este momento de los años 20 del siglo pasado, el análisis clínico había alcanzado una tal perfección que ya no existe la esperanza de que el futuro resuelva las cuestiones pendientes por un acrecentamiento de la agudeza de la observación. Pinel había fundado la clínica sobre la certidumbre de que los fenómenos aparentes correspondían a las inalcanzables realidades subyacentes. Como se pregunta Bercherie, ¿acaso el círculo no se ha cerrado y la clínica no ha terminado por volver a sus premisas inventadas? Diversas actitudes aparecerán como reacción a este golpe de la realidad. Por una parte, la reacción dogmática, que consiste en defender, contra toda evidencia, la división tripartita. Se ha llegado a rechazar, por ejemplo, toda relación entre los temperamentos basales descritos por Kretschmer y las psicosis correspondientes (Schneider) o a oponer esquizofrenias verdaderas y síndromes esquizofreniformes (Langfeldt), esperando que las palabras impedirán a las cosas confundirse. Por otro lado, la reacción ecléctica, que tiene el mérito de tomar cuenta de las objeciones fácticas, pero cree encontrar una solución en el borramiento de todas las distinciones tan penosamente adquiridas. Supone olvidar que en la mayoría de los casos, el edificio nosológico está confirmado por la observación. Un ejemplo de esta reacción sería el Jacksonismo de Ey. Otra posible reacción sería más empírica, consistiendo en decidirse a hablar de síndromes en lugar de entidades y dar a éstos una etiología y una evolución variable.


Estado actual

Siguiendo el trabajo de Álvarez, Esteban y Sauvagnat titulado Fundamentos de psicopatología psicoanalítica, dedicaremos ahora unas líneas a describir, desde el punto de vista de estos autores, que compartimos, el estado de la nosología actual marcado por los manuales DSM-IV-TR de la APA y CIE-10 de la OMS.

Las últimas versiones de los DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) de la Asociación Psiquiátrica Americana tratan de presentarnos, sobre un fondo supuestamente “ateórico”, el conjunto de la patología mental ordenado en categorías nosográficas a partir de las manifestaciones que ellas presuntamente revelan. Se pone de manifiesto una ingenuidad epistemológica tanto más llamativa cuanto que se confía ciegamente en que los hechos concretos sean captados por cualquier observador de una manera directa e imparcial; se cree, además, que las únicas discrepancias posibles respecto a la objetividad de los fenómenos provienen del desvío que introducen las interpretaciones. Esta forma de empirismo banal, asentada en el principio baconiano según el cual la naturaleza se muestra a sí misma mediante hechos y fenómenos objetivos y directamente observables, culmina a la postre por ofrecernos una especie de mercado persa de la patología mental donde la nosología es degradada a mera semiología.

Las muchas categorías propuestas adolecen de principios organizadores, pues esos síndromes clínicos son aprehendidos en sus aspectos más superficiales a despecho de cualquier consideración estructural, es decir, orillando esos elementos invariantes y esas configuraciones que se cristalizan merced a las posiciones y relaciones que ocupan en determinada estructura. Además, la semiología que les sirve de guía es bastante ruda, ya que apenas logra trascender los fenómenos más conspicuos; bien distinto es el caso de las semiologías clásicas desarrolladas por Séglas, Chaslin o Clérambault, aquí totalmente ausentes.

En 1952 apareció el DSM-I, que proponía una taxonomía basada esencialmente en el funcionalismo de Adolf Meyer. Para nada ateórico, el DSM-I articuló la tradición psiquiátrica y el psicoanálisis mediante el concepto de “reacción”, promoviendo una concepción de las patologías mentales como formas de reacción de la personalidad ante factores distintos (psicológicos, sociales, orgánicos, genéticos, etc.). El DSM-I, influido también por Menninger, prestó especial atención a las neurosis y a los mecanismos de defensa.

El término “reacción” fue eliminado en el DSM-II, editado en 1968, siguiendo los principios de su antecesor pero siendo menos explícito en cuanto a su orientación teórica. Ya el DSM-III, de 1980, define su orientación como “ateórica”, desapareciendo el concepto de neurosis y limitándose el valor heurístico del concepto de psicosis, así como mostrando la tendencia a considerar las ciento cincuenta categorías propuestas como “válidas” y “fiables”, culminando en una taxonomía “descriptiva” que pone en entredicho cualquier tipo de psicogénesis, es decir, de implicación subjetiva en el trastorno. El DSM-III impuso el modelo médico en psicopatología, articulado con el behaviorismo por medio del empirismo, tan querido éste por uno y otro. A pesar del ideal de crear un lenguaje común que contentara a especialistas de diferentes orientaciones, las notables inconsistencias, confusiones y discordancias de algunos de los criterios diagnósticos propuestos y de las categorías resultantes promovieron su pronta revisión. Así surgieron el DSM-III-R, en 1987, y el DSM-IV, en 1994.

Como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, los dos últimos manuales de esta saga (el DSM-IV-TR apenas tiene diferencias reseñables con respecto al DSM-IV) pretenden cada vez más construir una clasificación basada en evidencias empíricas. Ésta es quizá la razón por la cual no se habla de sujetos, ni siquiera de individuos o personas, sino exclusivamente de enfermedades. Por otra parte, a pesar de ser un catálogo tan exuberante de trastornos mentales, de incluir un sistema diagnóstico multiaxial y pretenderse basado en evidencias experimentales, “el DSM-IV no asume que cada categoría de trastorno mental sea una entidad separada, con límites que la diferencian de otros trastornos mentales o no mentales”. Esta taxativa afirmación de sus autores contrasta sobremanera con la apariencia que se transmite en la descripción de cada una de las categorías, pues pareciera que se trata de entidades discretas y perfectamente delimitadas según el modelo de la patología médica, es decir, asentadas en el inequívoco isomorfismo entre los síntomas y las categorías descritas. Tal ha sido la interpretación que habitualmente se ha hecho de ello, ya que han sido muchos los autores que han intentado establecer una correspondencia directa entre diagnóstico DSM y tratamiento específico.

Otro de los aspectos centrales de los últimos DSM es el empleo del término “trastorno mental”. Quizá los autores han tratado de evitar previsibles polémicas de haber empleado “enfermedad mental” en lugar de “trastorno mental”, mas no por ello disfrazan su visión médica de la psicología patológica. El DSM-IV da una definición sindrómica del trastorno, empeñándose en orillar cualquier referencia a la subjetividad, aunque bien es cierto que no lo consigue del todo en algunas de las categorías descritas, como es el caso del “trastorno facticio”.

Los partidarios del DSM-IV alaban su fácil manejo y el hecho de disponer de respuestas diagnósticas para casi todo cuanto se encuentran en su quehacer profesional. Sin embargo, esta taxonomía descriptiva (como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, sería erróneo considerarla una nosografía basada en una psicopatología) evidencia un buen número de fisuras que es preciso mostrar. Además de pretender anegar la psicopatología clásica y el psicoanálisis, resultan impactantes los criterios extraclínicos que se conjugan en ese manual, revelándose decididamente al servicio de los intereses económicos de la industria farmacéutica y de las compañías de seguros médicos, tal como puede apreciarse en la progresiva inflación de trastornos de ansiedad, afectivos y psicóticos, es decir, los que corresponden a los tres grandes grupos de psicofármacos. Por otra parte, resulta conmovedor que una nosotaxia tan prolija no termine por demarcar trastornos discretos y precisos en sus límites diferenciales, llegando a abogar por un continuum entre la patología y la normalidad, así como entre los distintos trastornos entre sí.

No menos preocupante resulta el hecho de que esta clasificación se haya pretendido convertir en un manual de psicopatología, a la que termina por degradar de todos sus valores. Asimismo, este catálogo de trastornos, puesto que flaquea a la hora de establecer cualquier principio organizador, presenta un ámbito de aplicación tan lato como confuso: no sólo presta sus servicios a los profesionales de la salud mental, sino a jueces, educadores, agentes de seguros y personal de la administración. Finalmente, antes que limitar sus pretensiones a un cierto consenso terminológico entre profesionales de muchas orientaciones y culturas, el empleo que se ha hecho de los últimos DSM desde los estamentos médicos y psicológicos, sanitarios y académicos, ha tendido a asentar la vieja noción de entidad nosológica natural, aquella que pretendía describir un proceso morboso o enfermedad según el modelo de la medicina interna: etiología, patogenia, anatomía patológica, sintomatología, curso y evolución. La enseñanza de la psiquiatría clásica se ha transformado así, lamentablemente, en una mera técnica y una huidiza práctica clínica de la atención de las enfermedades mentales, a las que se ha terminado por sustraer toda brizna de subjetividad.


Hasta aquí, el resumen del trabajo de Álvarez, Esteban y Sauvagnat. Como sin duda sabrán, tenemos ya a punto de salir el DSM-V. Múltiples voces se han alzado contra él desde los borradores preliminares hasta el texto definitivo, que parece conservar ese ansia por diagnosticar a todo el mundo de algo (o de varias cosas a la vez, prodigios de la comorbilidad). Con la excusa de lo malo que sería para una persona no ser diagnosticada de un trastorno que efectivamente padeciese (se podría escribir tanto sobre esto), parece no haber problema en diagnosticar por el camino a montones de personas, hasta ahora sanas, como enfermas. Allen Frances, uno de los autores del también más que criticable DSM-IV ha escrito en contra de la nueva versión (como recogimos aquí) y el siempre interesante blog Neuroskeptic nos deja una entrada sobre la lamentable concordancia entre observadores de los diagnósticos del nuevo manual. Y es que, al final, ni siquiera el manido argumento de que los DSM y CIE proporcionan un lenguaje común a los clínicos, se va a sostener, dado la escasa fiabilidad de dichos diagnósticos entre diferentes clínicos. Y ya de validez, ni hablemos. 

Como tantas cosas que dábamos por inamovibles a otros niveles (económicos, políticos, institucionales...), el poder absoluto de los DSM parece sufrir ciertas grietas, a juzgar por las críticas que recibe, que no recordamos tan abundantes para las anteriores ediciones... A ver si es verdad que algo se mueve (insistimos: a muy variados niveles) y las cosas pueden incluso mejorar (aunque nos tememos que para eso tengan que empeorar mucho más primero).

Y sobre todo  a ver qué hacemos cada uno en nuestra parcela.


jueves, 3 de enero de 2013

El feminismo como proyecto filosófico-político


Con este título, Celia Amorós Puente escribe uno de los capítulos del muy recomendable libro Ciudad y ciudadanía, editado por Fernando Quesada. Este texto de filosofía política es una muy completa introducción a estos temas y queremos hoy detenernos en el capítulo dedicado al feminismo, cuyo título recogemos en el de nuestra entrada, por considerarlo del mayor interés. A continuación, ofreceremos un resumen del capítulo de Celia Amorós, recomendando como siempre la lectura de la obra completa.


Para ilustrar las implicaciones políticas del feminismo hemos de hacer primero las oportunas distinciones conceptuales. Existe en primer lugar un género de literatura femenina llamado "memorial de agravios", que aparece ya en la Baja Edad Media y en el Renacimiento. Este "memorial de agravios"aparece por ejemplo en la obra de Christine de Pizan de 1405 titulada La Cité des dammes, escrita como respuesta al Roman de la Rose, obra en la que Jean de Meun arremete contra la honra de todo el género femenino. La autora de La Cité des dammes desarrolla un discurso que se enmarca en la lógica estamental  propia del lugar y del momento histórico que le tocó vivir. Así, no irracionaliza la división sexual del trabajo en la medida en que se inscribe en una sociedad jerárquica en la que cada estamento (clérigos, nobles, villanos) y, a fortiori, cada género está destinado a cumplir cometidos específicos diferenciables. No hay leyes comunes a los distintos estamentos  porque nos encontramos en el mundo del privilegio y de la excepción, del ajuste "caso por caso". La lógica universalizadora de los derechos es ajena a esa lógica feudal y sólo se impondrá mucho más tarde. Constituirá entonces la plataforma desde la cual las mujeres podrán articular sus vindicaciones, es decir, sus protestas por ser excluidas de lo que implicará la emergencia de abstracciones virtualmente universalizadoras tales como sujeto con capacidad autónoma de juzgar, ciudadano, sujeto moral autonormado, etc. Antes de llegar a estas vindicaciones que se inician en la Ilustración, las mujeres pueden realizar sus "memoriales de agravios", es decir, quejarse y protestar por los abusos del poder patriarcal del que son objeto. Pero les faltan las condiciones histórico-sociales y los correspondientes instrumentos simbólicos y teóricos para poner en cuestión las bases mismas de la legitimidad del poder patriarcal. Habrá que esperar para ello a la influencia social de los principios de la filosofía de Descartes, de las teorías del contrato social así como a las revoluciones francesa y americana.

Si en el ámbito de la influencia social del cartesianismo las mujeres pudieron ser promovidas a sujetos epistemológicos, con la Revolución francesa se van a dar las condiciones para su constitución en sujetos políticos. Para ello fue necesario el desarrollo de la Ilustración como un complejo proceso reflexivo en que la razón, como lo afirma Cassirer, se constituye, no en fundamento de sistemas, sino en una idea-fuerza. Pertrechados con la misma, los ilustrados protagonizan una gran polémica en torno al status quo y sus instituciones en la que emerge la crítica con todas sus virtualidades, poniendo de manifiesto la necesidad de nuevas legitimaciones en diversos órdenes. La crítica a las bases de la legitimidad de los poderes constituidos del Ancien Régime conlleva lo que llamaremos una crisis de legitimación patriarcal. Ya no se trata sólo -aunque también- de denunciar los abusos de un sistema de dominación, sino de irracionalizar las bases mismas sobre las cuales ese poder se sustenta. Para ello, las mujeres encontrarán un recurso que les dará mucho juego: la resignificación del lenguaje revolucionario, que consistirá en el desplazamiento a nuevos referentes de los significados demostrativos de aquellos términos que usaban los revolucionarios para atacar al Ancien Régime. Así ocurre con términos tales como "aristocracia", "privilegio", etc., que son usados haciendo referencia a los varones y a su posición de dominio sobre las mujeres.

Las mujeres, en su resignificación del concepto de Tercer Estado para poder aplicárselo a ellas mismas, ponen de manifiesto la incoherencia patriarcal consistente en irracionalizar los fundamentos sobre los que se basa una sociedad jerárquica para convalidarlos sin embargo en su jerarquización de los sexos, introduciendo así de nuevo la lógica estamental. Al mismo tiempo, las féminas desnaturalizan las heterodesignaciones patriarcales de que son objeto ("el bello sexo") y, en la medida misma en que politizan su situación y su lenguaje, pasan a autodesignarse como sujetos: se asumen como el segundo estamento del Reino. Y, desde ahí, formulan lo que quieren: la condición de ciudadanas. Olympe de Gouges, consciente de la no inclusión de las mujeres en la proclamación de los "Derechos del Hombre y del Ciudadano", escribió en 1792 la "Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana". Las vindicaciones dispersas que se habían ido formulando se articulan en ella formando un cuerpo teórico consistente. Se puede considerar una crítica del malestar en la cultura, tema que se remonta hasta los cínicos y pasa por Rousseau, y que nuestra filósofa modulará irracionalizando las bases de la cultura en tanto que patriarcal. Promociona así la naturaleza a paradigma normativo para poner de manifiesto lo ilegítimo de la dominación masculina. Así, interpela al varón desde una posición de sujeto.

El concepto de ciudadanía es el resultado de llevar a cabo una abstracción de las características adscriptivas, es decir, dependientes del nacimiento de las gentes. Mediante una abstracción tal se irracionaliza el criterio de la pertenencia estamental, desestimando su pertinencia en orden al acceso a la condición de ciudadano. A las denostadas características adscriptivas -por ello se trata de una abstracción polémica- se contrapone el mérito de los individuos como criterio emergente de legitimidad: las mujeres, por ello, enfatizan tener los mismos méritos que los varones cuando vindican la ciudadanía.  Lo hacen aplicando a su caso, por analogía, el criterio en función del cual se ha llevado a cabo la abstracción polémica a la que nos hemos referido, es decir, la consideración de irrelevantes de características adscriptivas  como ser noble o villano a los efectos de adquirir la referida condición. Así, en la medida en que la diferencia de sexo es imputable al nacimiento y no al mérito, es decir, en tanto que es una característica adscriptiva, no debería ser tenida en cuenta a la hora de acceder a la ciudadanía.

El debate, entonces, se va a centrar en torno a si la condición femenina es o no una característica adscriptiva. Para los jacobinos, influidos por Rousseau, la distinción jerárquica masculino-femenino es una distinción conforme a "naturaleza"y eo ipso legítima, versus la de noble-plebeyo que sería fruto del artificio. A los y las feministas les incumbe, pues, demostrar que la distinción entre varón y mujer es, a los efectos de la polémica en cuestión, artificial y producto de una educación discriminatoria.

François Poullain de la Barre asociaba la causa feminista a la irracionalización de los prejuicios, y consideraba que el prejuicio más tenaz y más universal, a la vez que el más carente de fundamento, era el que comúnmente se tenía acerca de la desigualdad de los sexos. En su estela, Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer se niega a acatar poder alguno sustentado en prejuicios, lo que equivale a rechazar la legitimación tradicional del poder, en el sentido de Max Weber, que entendía por tal aquélla que se basaba en que las cosas siempre habían sido así, y demandar en su lugar una legitimación racional, armada con argumentos como corresponde cuando se gobierna sobre seres iguales y libres. Esta autora consideraba que había que rescatar a las mujeres de su subordinación basada en una legitimación tradicional. Del mismo modo que las vindicativas francesas, recurre a la resignificación del lenguaje revolucionario: "Cabe esperar en este siglo de las luces, que el derecho divino de los maridos, como el derecho divino de los reyes, pueda y deba contestarse sin peligro". Esta autora procederá a la irracionalización de las distinciones de rango y de la interrelación de las mismas con las jerarquías sexuales. Sólo considerará legítimo "el rango" que establezcan entre los seres humanos "la razón y la virtud".

Así, a la cuestión planteada acerca de si la diferencia sexual jerárquica era natural o artificial, la respuesta de Mary Wollstonecraft es contundente: el "carácter artificial" de las mujeres y de las relaciones entre los sexos no son sino el producto de una "educación inapropiada". Si se quiere que sea "realmente justo el pacto social, y para extender los principios ilustrados que sólo pueden mejorar el destino del hombre, debe permitirse que las mujeres fundamenten su virtud sobre el conocimiento, lo que apenas es posible si no se las educa mediante las mismas actividades que a los hombres". Afirma también que las mujeres no se convertirán "en ciudadanas ilustradas hasta que sean libres al permitírseles ganar su propio sustento e independientes de los hombres, hasta que se las libere de comer el pan amargo de la dependencia". Le confiere de este modo al concepto ilustrado kantiano de razón autónoma un contenido social preciso. En última instancia, "el uso adecuado de la razón es lo que nos hace independientes de todo, excepto de la misma razón despejada a cuyo servicio está la libertad perfecta".

El filósofo liberal utilitarista inglés J. St. Mill afirmó que "La subordinación social de la mujer surge como un hecho aislado en medio de las instituciones sociales modernas: como violación solitaria de lo que ha llegado a ser su ley fundamental". Presenta de este modo "la esclavitud doméstica" como un flagrante anacronismo de la modernidad. En 1848 tiene lugar la reunión de mujeres notables e ilustres personalidades en una capilla metodista donde proclamaron lo que se conocerá como "la Convención de Séneca Falls", en el Estado de Nueva York, convocada para estudiar "las condiciones y derechos sociales civiles y religiosos de la mujer". Sus referentes ideológicos estaban en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, influida por Locke y con una fuerte impregnación de iusnaturalismo. Las ideas de Locke acerca de la libertad y la propiedad serán fundamentales para las mujeres en orden a vindicar educación, acceso a las profesiones, abolición del régimen de cobertura en el matrimonio y derecho a votar y a poder ser elegida para cargos públicos.

La líder sufragista estadounidense Elizabeth Cady Stanton pronunció en 1854 un discurso ante la Asamblea Legislativa del Estado de Nueva York del más puro corte ilustrado: "Un tirano -la costumbre- ha sido convocado ante el tribunal del sentido común. La multitud ya no reverencia a su majestad [...] el monstruo está encadenado y enjaulado...". La interpelación por incoherencia a los varones -sustancia de toda vindicación- es constante por parte de nuestra sufragista: "si se considera el matrimonio como un contrato civil, entonces que se rija por las mismas leyes que otros contratos", "vosotros, hombres liberales, tratáis a vuestras mujeres como si fuerais barones feudales...", "pedimos todo lo que habéis pedido para vosotros en el transcurso de vuestro progreso...".

Por parte de los marxistas y de cierta izquierda tradicional se tachó al movimiento sufragista de "feminismo burgués" y desentendido por tanto de la problemática de las mujeres trabajadoras. Nada menos cierto. El sufragismo abarcó un amplio espectro de clases. Sus líderes estuvieron abiertas a cualquier problema social o laboral que afectara a la vida de las mujeres y mostraron una total recepción  a los problemas de las mujeres obreras.

Encarceladas más de una vez, las sufragistas fueron quienes inventaron la huelga de hambre y algunas de ellas se vieron sometidas a la alimentación a la fuerza. La colaboración de las feministas británicas en la causa bélica les valió por fin la concesión del voto, algo así como a título de premio al patriotismo. Les llegó la equiparación de su edad electoral con los varones en 1928. Por su parte, las estadounidenses tuvieron ante la guerra una actitud distinta: les parecía un despropósito que su país luchara por la causa de la democracia en el extranjero mientras en su interior negaba el derecho democrático al sufragio a sus propias mujeres. Por fin, se logró el voto femenino en Estados Unidos en 1920.

Los varones asumieron el movimiento sufragista y sus vindicaciones básicamente en torno a dos tópicos: las feministas son en realidad hombres y "las feministas no son sino unas histéricas". Según la primera perspectiva, como expone Simone de Beauvoir: "Existen dos tipos de personas en el mundo: los seres humanos y las mujeres. Y cuando las mujeres tratan de comportarse como seres humanos, se les acusa de intentar ser hombres". Cuando este solapamiento de lo genéricamente humano por la identidad masculina es acríticamente asumido funciona como desactivador de la lógica de la vindicación, que podríamos resumir así: "Si formuláis, varones, algo como genéricamente humano, que se nos aplique en los mismos términos". La fuerza del imaginario patriarcal es tal que ha logrado imponer la imagen de las sufragistas como "marimachos" con problemas de adaptación. En cuanto al segundo tópico, Alicia Miyares presenta "la histeria femenina" como "el contrarrelato masculino, primorosamente orquestado, a la historia sufragista". Según esta perspectiva, los discursos políticos de las mujeres no eran sino efecto de "la inspiración histérica".

Una reacción patriarcal recurrente es lo que podría llamarse "la estrategia de la naturalización". La naturalización tiene una gran eficacia legitimadora: ¿quién podría oponerse a eso que es "lo natural"? A las mujeres hay que dejarlas siempre al menos con un pie enfangado en la naturaleza... Así, la política feminista no puede sino instituirse en "desnaturalización" sistemática del genérico femenino. En la Revolución francesa las mujeres se desmarcaron de su heterodesignación naturalista por parte de los varones como "el bello sexo"para autoinstituirse en "Tercer Estado dentro del Tercer Estado" y adoptar así la posición de sujetos políticos. Las sufragistas hubieron de luchar denodadamente contra la naturalización de que eran objeto irracionalizándola como un prejuicio. Habrá que esperar a la "segunda oleada" del feminismo, la que tuvo lugar en los años 70 del pasado siglo, para que se den las condiciones de una irracionalización más radical a la vez que más elaborada del presunto naturalismo. Y será el feminismo radical el que asumirá fundamentalmente esa tarea.

Los grupos oprimidos, como afirmaba John Stuart Mill, se quejan de los abusos que sufren por parte de sus opresores antes de poner en cuestión las bases mismas de su legitimidad. Podemos añadir que estos mismos grupos irracionalizan los fundamentos sobre los que se basa la presunta legitimidad del poder que los subyuga antes de ponerse a investigar cuál sea su naturaleza misma, su especificidad. El poder patriarcal es desligitimado en la Revolución francesa por su analogía con el poder de los reyes y los aristócratas. Pero, tras experiencias como la de la lucha sufragista y las decepciones femeninas por la poca sensibilidad hacia sus problemas específicos (leyes de matrimonio y aborto, discriminaciones laborales, abusos sexuales) tanto por parte de la izquierda tradicional como de la New Left y el movimiento pro-derechos civiles de los afroamericanos, se vuelve necesaria para las mujeres tanto una autonomía organizativa como una teorización específica de su situación. Así, podríamos caracterizar la autocomprensión del feminismo radical como el correlato teórico de una práctica del feminismo como práctica no subsidiaria. Es esta práctica la que generará el lema "lo personal es político". Se vuelve patente la necesidad de una reconceptualización de la política, dado que la política convencional no parece dar las claves específicas de la subordinación de las mujeres. Kate Millet, la principal teórica del feminismo radical, nos ofrece una resignificación estipulativa del término "política" según la cual "no entenderemos por política el limitado mundo de las reuniones, los presidentes y los partidos, sino [...] el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo". Es este concepto de la política el que le hace posible teorizar el patriarcado "como dominación universal que otorga especificidad a la agenda militante del colectivo femenino", en palabras de Alicia Puleo. Teorizar el patriarcado significa de este modo dar cuenta de los efectos sistémicos que la dominación masculina tiene sobre las vidas de las mujeres. Y Kate Millet identifica en la sexualidad un elemento sustantivo de esta dominación. Su referente teórico es el concepto de Max Weber de "relación de dominio y subordinación", relación que se pondría, de acuerdo con Millet, de manifiesto en "un examen objetivo de nuestras costumbres sexuales", que lleva a cabo fundamentalmente en el análisis de obras literarias. Es significativo el hecho recurrente de que, cuando las mujeres tienen la pretensión de elevar su estatus en el ámbito político, alguien les recuerda que su verdadero estatus, en última instancia, lo determina la jerarquía sexual. Y sus jerarcas pueden decidir, si lo tienen a bien, "reducirla al estatus de simple hembra". Así, la política sexual es una política paradójica: su designio es la naturalización. No es de extrañar, entonces, que la política feminista tenga como su objetivo la des-naturalización. En este sentido, el feminismo ha venido utilizando polémicamente el concepto de género, de acuerdo con Alicia Puleo, "para rechazar los rasgos adscriptivos ilegítimos adjudicados por el patriarcado a través del proceso de naturalización de las oprimidas".

"Lo personal es político" implica que el ámbito de lo privado no ha de ser un enclave de naturalización que -presuntamente- se autorregularía por sentimientos y emociones personales. Se trata justamente de desnaturalizar ese enclave poniendo de manifiesto que en él se desarrollan relaciones de poder y de violencia. Así debe ser sometido al debate público y, en caso necesario, a la intervención de los poderes públicos. La existencia de ese presunto enclave de naturalización es analizado por la filósofa política feminista Carol Pateman en su obra El contrato sexual. Se propone responder a una característica peculiar de las teorías del contrato social: parten de que, en los orígenes, "todos nacemos iguales y libres". Habría que suponer que las mujeres también. Sin embargo, a la hora de firmar, digámoslo metafóricamente, el contrato, las mujeres han desaparecido. Esta teórica entiende que el poder político, en el imaginario patriarcal, connota poder sexual o control sobre las mujeres. En la versión contractualista de este poder, éste les pertenece a los hermanos que, mediante el contrato, generan vida política. Una cláusula de este contrato hace referencia a la determinación de las condiciones de legitimidad del acceso de los varones a las mujeres (adjudicación de una mujer a cada varón en su espacio privado). A esta cláusula le da Pateman el nombre de "contrato sexual". Y este contrato, que lo es entre varones, es previo al contrato de matrimonio como contrato entre un hombre y una mujer. Las mujeres aparecen, pues, pre-pactadas. La esfera privada, pues, tiene una génesis política. Y es, a su vez, política la maniobra teórica por la que las mujeres son adscritas a los espacios privados de los varones constituidos en presuntos enclaves de naturalización. El feminismo, al reconceptualizar ese ámbito mediante un examen crítico radical de todos los presupuestos, tanto los explícitos como los subrepticios, de las teorías del contrato, amplía a la vez que radicaliza el concepto de lo político. Irracionaliza, al pensarla reflexivamente, la naturalización a la que se adscribe todo lo referente a las mujeres y que funcionaba como expediente de legitimación. Así, podemos afirmar que "lo personal es político". Porque, para la teoría y la práctica feministas, "conceptualizar es politizar".

Poco más de un siglo después de las luchas sufragistas, las feministas nos encontramos con que nuestra representación en los Parlamentos democráticos era mínima. Teóricamente, las instituciones representativas lo son de sociedades de individuos; es decir, de los seres humanos en tanto que tales haciendo abstracción de características adscriptivas tales como las estamentales, de grupos de interés como las clases sociales o de determinados rasgos biológicos social y culturalmente redefinidos como las razas, etc. Pues bien: si "la democracia se autoasume y se presenta como representativa de una sociedad de individuos" tiene que volver operativa la abstracción "individuo" en tanto que tal. Pues bien, ¿qué se derivaría de esta hipótesis contrafáctica? Sin duda, que la variable sexo-género sería aleatoria en los mecanismos de representación. Para representar a los individuos, la variable género tendría que quedar reducida a variable aleatoria: sólo así se traduciría operativamente el sentido mismo de la abstracción. En una sociedad de sexos-géneros jerarquizada o, mejor dicho, en una sociedad patriarcal las relaciones de poder funcionan como mecanismo interruptivo de lo que sería una distribución equitativa entre varones y mujeres de la representatividad política. Pues bien: si ese mecanismo interruptor que es la jerarquización de estatus de acuerdo con el sexo-género funciona distorsionando el acceso a la representación política al producir una hiperrepresentación de los varones y una correlativa infrarrepresentación de las mujeres, habrá que habilitar otro mecanismo interruptor para desactivar ese efecto. Este mecanismo habrá de traducir operativamente la abstracción que se lleva a cabo para considerar a los individuos qua tales. Y su eficacia se contrastará en la medida en que logre que la variable sexo-género se convierta en una variable aleatoria y produzca efectos estadísticamente equilibrados. La interrupción por parte de los mecanismos patriarcales de lo que sería una representación y una participación no sesgados genéricamente debe ser, a su vez, interrumpida habilitando un mecanismo corrector. Sólo entonces se podrá enjugar el déficit de legitimación democrática que produce el que las mujeres no puedan pasar de una "minoría exigua a una minoría consistente". Este mecanismo corrector ha consistido en la introducción de cuotas en primera instancia como solución de compromiso en el camino a la paridad que deberá implementar la plena legitimidad democrática.

Se le ha objetado a la introducción del mecanismo de las cuotas y al establecimiento de la paridad el desactivar el criterio del mérito que, justamente, instituyó en sus orígenes el acceso a la ciudadanía frente a las determinaciones adscriptivas. Sin embargo, analistas del capitalismo tardío tan solventes como Claus Offe han argumentado que se producen en su seno ciertos cambios de carácter organizativo y técnico que hacen cada vez más difícil, si no imposible, evaluar el logro individual. En unas cadenas sumamente complejas de trabajo es muy difícil aislar la variable mérito: mucha gente se encuentra en niveles de logro prácticamente indiscernibles. No obstante, de acuerdo con Offe, el principio del logro sigue funcionando a título de principio legitimador. En estas condiciones, de acuerdo con Offe, el principio en cuestión se cumplimentará simbólicamente. En este contexto, "simbólicamente" significa por criterios de adscripción que tienen menos que ver con el mérito del individuo que con lo que él llamaba "habilidades extrafuncionales". Estas habilidades hacen referencia a disponibilidades incondicionales de tiempo requeridas no tanto por el trabajo en sí como por el cultivo de relaciones con quienes están en determinadas posiciones estratégicas de cara a la promoción; demostración de lealtades e identificación, aceptación de las relaciones de poder en la organización, capacidad de autorrepresentación como deseo de éxito, además de las categoría "naturales" de sexo, raza y vínculos institucionales de toda índole. Cada institución tiene a esos efectos sus propios criterios adscriptivos que operan como mecanismos selectivos, lo que determina que las oportunidades de promoción dominantes funcionan más bien bajo la forma de adscripciones de grupo que sobre la base de la evaluación del individuo. Es evidente que las mujeres estamos en desventaja en lo concerniente a las "habilidades extrafuncionales". Por ello, necesitamos que se nos visibilice como grupo así como crear entre nosotros pactos y redes para contrarrestar lo que de otro modo, dejado a su tendencia "natural", derivaría en una degradación de la política en mafia masculina. Se vuelve así justo y necesario para la legitimación democrática que las mujeres rompamos lo que ha dado en llamarse "el techo de cristal".



Hasta aquí, nuestro amplio resumen del texto de Celia Amorós sobre el feminismo, que nos ha parecido del máximo interés y sumamente esclarecedor sobre el tema.