miércoles, 6 de junio de 2012

Lo que dice Marcia Angell (ex-editora en jefe del New England Journal of Medicine)


Marcia Angell fue editora en jefe del New England Journal of Medicine, una de las revistas más prestigiosas del gremio (no precisamente un fanático boletín antisistema, reconocerán), y se ha destacado últimamente por su voz crítica ante determinados comportamientos poco éticos de la industria farmacéutica (ya sabemos que estamos siempre con el mismo tema, qué le vamos a hacer, pero es que no lo terminamos de ver solucionado). Recientemente Marcia Angell ha sido autora de dos artículos publicados en el The New York Review of Books, donde reseñaba recientes publicaciones sobre psiquiatría, psicofármacos e industria, exponiendo una síntesis genial de todo un pensamiento crítico referente a nuestra disciplina que, es nuestra esperanza, parece irse extendiendo. Hemos leído resúmenes de dichos artículos en diversos foros, pero ahora disponemos de una traducción al castellano que nos ha sido facilitada amablemente por el Dr. Emilio Pol Yanguas, farmacéutico y coautor del imprescindible blog TecnoRemedio. Transcribiremos dicha traducción, que ha sido recogida también en el número de mayo del Boletín de Fármacos, lectura a su vez muy recomendable.

A continuación, los dos artículos de Marcia Angell, traducidos por Pol Yanguas. La negrita es nuestra:


LA EPIDEMIA DE LAS ENFERMEDADES MENTALES ¿POR QUÉ?

Marcia Angell, 23 de junio de 2011

The New York Review of Books

 by Irving Kirsch; Basic Books, 226 pp., $15.99 (paper)




Parece que los americanos se encontraran metidos en medio de una epidemia de enfermedades mentales, al menos a juzgar por el creciente número de sujetos tratados por ellas. La cifra de aquellos que están tan discapacitados a causa de enfermedades mentales que son elegibles para cobrar el “seguro de ingreso suplementario” (SSI) o el “seguro social por incapacidad” (SSIDI) creció casi dos veces y media entre 1987 y 2007 - desde 1 por cada 184 americanos hasta 1 por cada 76 - . Entre los niños, el incremento es incluso más sorprendente, un aumento de 35 veces en las mismas dos décadas. La enfermedad mental es ahora la principal causa de discapacidad en niños, muy por delante de las discapacidades físicas como parálisis cerebral o síndrome de Down, para los cuales se crearon los programas federales.

Una extensa revisión de adultos seleccionados al azar, financiada por el Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) y llevada a cabo entre 2001 y 2003, encontró que un impresionante 46% cumplían los criterios establecidos por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) para padecer al menos una enfermedad mental dentro de las cuatro grandes categorías en algún momento de sus vidas. Estas categorías fueron “trastornos de ansiedad”, incluyendo, entre otras subcategorías, fobias y trastorno de estrés post-traumático (PTSD); “trastornos del humor”, incluyendo depresión mayor y trastorno bipolar; “trastornos del control de impulsos”, incluyendo problemas de conducta, trastorno de hiperactividad –déficit de atención (ADHD)-; y “trastorno por uso de sustancias”, incluyendo abuso de alcohol y drogas. La mayoría cumplen criterios para más de un diagnóstico. De un subgrupo afectado a lo largo del año previo, un tercio estaba bajo tratamiento, frente a una quinta parte en una revisión similar diez años anterior.

En los tiempos que corre el tratamiento médico casi siempre significa uso de psicorfármacos, esto es, fármacos que afectan al estado mental.  De hecho la mayoría de los psiquiatras tratan sólo con medicamentos, y refieren a sus pacientes al psicólogo o al trabajador social solo si creen que la psicoterapias están justificadas. El viraje desde la “terapia por la palabra” a los medicamentos como modo dominante de tratamiento coincide con la emergencia en las pasadas cuatro décadas de la teoría de que las enfermedades mentales están causadas principalmente por un desequilibrio químico que puede ser corregido con fármacos específicos. Esta teoría ha sido ampliamente aceptada, tanto por los medios de comunicación y el público como por la profesión médica, después de que Prozac® (fluoxetina) fuera comercializado en 1987 u fuera intensivamente promocionado como un corrector de una deficiencia de serotonina en el cerebro. El número de personas tratadas por depresión se triplico en los 10 años siguientes, y aproximadamente el 10% de los ciudadanos de USA mayores de 6 años toman ahora antidepresivos. El crecimiento del uso de medicamentos para tratar la psicosis es incluso más dramático. La nueva generación de antipsicóticos, tales como Risperdal® (risperidona), Zyprexa® (olanzapina) y Seroquel® (quetiapina), ha desplazado a los agentes hipocolesterolemiantes como la clase de medicamentos más vendidos en USA.
 
¿Qué está sucediendo?. ¿Es la prevalencia de enfermedad mental realmente tan elevada y continúa subiendo?. En concreto, si se considera que estas trastornos están determinados biológicamente y no son el resultado de influencias ambientales,  ¿es razonable suponer que tal incremento es real?. O, ¿estamos ahora aprendiendo a reconocer u diagnosticar trastornos que siempre han estado ahí, pasando desapercibidos?. O por el contrario, ¿estamos extendiendo el criterio para las enfermedades mentales, de modo que todas las personas tengan uno?. ¿Y qué pasa con los medicamentos que son ahora la pieza clave del tratamiento?. ¿Funcionan?. Si lo hacen, ¿no deberíamos esperar que la prevalencia de las enfermedades mentales se redujera, en lugar de crecer?.

Estas son las cuestiones, entre otras, que preocupan a los autores de tres provocativos libros que revisamos aquí. Cada uno de ellos ha llegado al cuestionamiento de la situación a través de diferentes trayectorias. Irving Kirsch es un psicólogo de la Universidad de Hull en UK, Robert Whitaker es un periodista y es el autor de un libro anterior sobre la historia del tratamiento de la enfermedad mental “Mad in America” (Locura en America) (2001), y Daniel Carlat es un psiquiatra que ejerce en los suburbios de Boston y publica un “noticiero breve” y un cuaderno de bitácora electrónico (blog) sobre su profesión.

Los autores resaltan diferentes aspectos de la epidemia de enfermedades mentales. Kirsch se preocupa por la eficacia de los antidepresivos. Whitaker, que ha escrito un libro furioso,  aborda el espectro completo de las enfermedades mentales y pregunta si los psicofármacos crean problemas peores que los que resuelven. Carlat, que escribe más con dolor que con rabia, mira principalmente a la forma en que su profesión se ha aliado con, y ha sido manipulada por, la industria farmacéutica. Pero a pesar de sus diferencias, los tres coinciden en algunos puntos importantes, y sus puntos de visita están bien documentados.

Primero, coinciden en la preocupante extensión en que las compañías que venden los psicofármacos – mediante diferentes formas de mercadeo, legales e ilegales, y que mucha gente podría describir como sobornos – han terminado condicionando lo que constituye una enfermedad mental y como deben ser diagnosticadas y tratadas. Sobre este asunto volveré luego.

Segundo, ninguno de los tres autores subscribe la teoría popular de que las enfermedades mentales estén causadas por un desequilibrio químico del cerebro. Como dice Whitaker, esta teoría tuvo su génesis poco después de que los psicofármacos se introdujeran en la década de 1950. El primero fue Largactil® (clorpromazina), que se lanzó en 1954 como un “tranquilizante mayor” y que rápidamente encontró un amplio uso en los hospitales mentales para calmar a los pacientes psicóticos, principalmente aquellos con esquizofrenia. A Largactil® le siguió Dapaz® (meprobamato), vendido como un “tranquilizante menor” para tratar la ansiedad en pacientes no ingresados. Y en 1957, Marsilid® (iproniazida) llega al mercado como un “energético psíquico”  para tratar la depresión.

Por aquel entonces, en el corto espacio de tres años, se dispuso de medicamentos para tratar lo que en ese tiempo se veían como las tres principales categorías de enfermedades mentales -psicosis, ansiedad y depresión-   y la imagen de la psiquiatría se transformó totalmente. Estos medicamentos, sin embargo no habían sido desarrollados inicialmente para el tratamiento de las enfermedades mentales. Se habían derivado de fármacos que pretendían tratar infecciones, y se encontró por “serendipia” (observación casual por una mente experta y preparada) que alteraban el estado mental. Inicialmente nadie tenía idea alguna de cuál era su mecanismo de acción. Simplemente aplacaban síntomas mentales perturbadores. Pero en la década siguiente, los investigadores hallaron que estos fármacos, y los nuevos psicofármacos que pronto les siguieron, afectaban a los niveles de ciertas sustancias químicas en el  cerebro.

Brevemente -y necesariamente bastante simplificado- esto es lo que pasa: el cerebro contiene billones de células nerviosas, llamadas neuronas, organizadas en unas redes de trabajo inmensamente complicadas y que se comunican constantemente unas con otras. La neurona típica tiene múltiples extensiones filamentosas, unas llamadas axones y otras llamadas dendritas, mediante las cuales envían y reciben señales de otras neuronas. Para que una neurona se comunique con otra, además, es necesario que la señal pueda transmitirse a través del estrecho espacio que las separa, llamado sinapsis. Para lograrlo, el axón de la neurona emisor liberaría sustancias químicas, llamadas neurotransmisores, en la sinapsis. El neurotransmisor cruza la sinapsis y se une a los receptores de la segunda neurona, frecuentemente en la dendrita, con lo que activan o inhiben a la célula receptora. Los axones tienen múltiples terminales, de modo que  cada neurona tiene múltiples sinapsis. Después el neurotransmisor es reabsorbido por la primera neurona o metabolizado por enzimas, de modo que el status quo anterior es restaurado. Hay excepciones y variantes de esta historia, pero esta es la forma en que usualmente las neuronas se comunican unas con otras.

Cuando se encontró que los psicofármacos afectaban a los niveles de neurotransmisores en el cerebro, como se evidenció principalmente por los niveles de sus productos de degradación en el líquido espinal, surgió la teoría de que la causa de las enfermedades mentales es una anormalidad en las concentraciones cerebrales de estas sustancias, que se podrían contrarrestar específicamente con el fármaco adecuado. Por ejemplo, como se encontró que clorpromazina disminuía los niveles de dopamina en el cerebro, se postuló que  las psicosis del tipo de la esquizofrenia eran causadas por un exceso de dopamina. Posteriormente, como ciertos antidepresivos aumentaban los niveles del neurotransmisor serotonina en el cerebro, se postuló que la depresión estaba causada por escasez de serotonina. Estos antidepresivos con fluoxetina o citalopram se llaman inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) ya que previenen la reabsorción de serotonina por la neurona que las liberó, de modo que permanecerá más en la sinapsis para activar otras neuronas. Por tanto, en lugar de desarrollar un fármaco que encaje con una anormalidad conocida, se postulado una anormalidad que encaje con el fármaco.

Esto es una acrobacia de la lógica, como señalan los tres autores. Es muy posible que fármacos que afecten a los niveles de ciertos neurotransmisores puedan aliviar síntomas, incluso si estos neurotransmisores no tienen nada que ver directamente con la enfermedad (e incluso es posible que el alivio de los síntomas se produzca completamente por algún otro modo de acción). Como Carlat dice, “Por la misma razón, se podría argumentar que la causa de toda condición dolorosa es una deficiencia en opiáceos, dado que los fármacos analgésicos opiáceos activan los receptores opiáceos en el cerebro”. Similarmente, se podría argumentar que la fiebre está causada por falta de aspirina. 

Pero el principal problema con la teoría es que después de décadas tratando de probarla, los investigadores siguen con las manos vacías. Los tres autores documentan el fracaso de los científicos para encontrar buenos datos en su favor. El funcionamiento de los neurotransmisores parece ser normal en las personas con enfermedad mental antes del tratamiento. En palabras de Whitaker: Antes del tratamiento, los pacientes diagnosticados de esquizofrenia, depresión, y otros trastornos psiquiátricos no sufren de ningún “desequilibrio químico” conocido. Sin embargo, cuando una persona comienza a recibir medicación psiquiátrica, la cual, de una manera u otra, es como arrojar una piedra en el mecanismo neuronal usual, su cerebro comienza a funcionar ….., anormalmente

Carlat se refiere a la teoría del desequilibrio químico como un “mito” (que él dice “conveniente” porque quita el estigma de la enfermedad mental), y Kirsch, cuyo libro se enfoca sobre la depresión, resume de esta manera: ·”Actualmente parece fuera de toda duda que la explicación tradicional de la depresión como un desequilibrio químico en el cerebro es simplemente errónea”.  El cómo ha persistido la teoría a pesar de la falta de datos es un tema que va a surgir.
¿Cómo actúan los fármacos?. Después de todo, independientemente de la teoría, esto es una cuestión práctica. En su apasiónate libro, “Las nuevas drogas del emperador”, Kirsch describe sus 50 años como científico tratando de responder esta pregunta sobre los antidepresivos. Cuando el comenzó su trabajo en 1995, su principal interés estaba en el efecto de los placebos. Para estudiarlos, él y su colega revisaron 38 ensayos clínicos publicados que comparaban varios tratamientos para la depresión con placebos. O comparaban psicoterapia con ausencia de tratamiento. La mayoría de tales ensayos duraron entre 6 y 8 semanas, y en este tiempo, los pacientes tendían a mejorar algo incluso sin ningún tratamiento. Pero Kirsch encontró que los placebos fueron tres veces más efectivos que la ausencia de tratamiento. Esto no les sorprendió particularmente. Lo que si les sorprendió fue el hecho de que los antidepresivos fueran solo marginalmente mejor que los placebos. Cuando se juzgan con escalas utilizadas para medir la depresión, los placebos tuvieron el 75% de efectividad de los antidepresivos. Kirsch decidió entonces repetir su estudio examinando un conjunto de datos más completo y normalizado.

Los datos que utilizó se obtuvieron de la “Administración para Alimentos y Medicamentos de USA” (FDA) en lugar de la bibliografía publicada. Cuando las compañías buscan la aprobación de la FDA para comercializar un nuevo medicamento, deben remitir a la agencia todos los ensayos clínicos que ellos han financiado. Los ensayos son usualmente a doble ciego y controlados con placebo, esto es, los pacientes participantes son asignados al azar para recibir bien el fármaco o placebo, y ni ellos ni su médico sabe a cuál de ambos ha sido asignado. A los pacientes se les dice sólo que ellos pueden recibir un fármaco activo o un placebo, y también sobre los efectos adversos que pueden experimentar. Si dos ensayos muestran que el fármaco es más efectivo que placebo, el fármaco generalmente se aprueba. Pero las compañías pueden financiar tantos ensayos como quieran, muchos de los cuales pueden ser negativos, esto es, que fracasan en mostrar efectividad. Todo lo que necesitan es sólo dos ensayos positivos. Los resultados de los ensayos de un mismo medicamento pueden diferir por muchas razones, incluyendo cómo se ha diseñado y llevado a cabo el mismo, su tamaño, y el tipo de pacientes estudiados.

Por razones obvias, las compañías farmacéuticas se garantizan que los resultados positivos se publiquen en revistas médicas y que los médicos los conozcan, mientras que los negativos frecuentemente languidecen ocultos en los archivos de la FDA, que los considera una información con dueño y por tanto confidencial. Esta práctica causa un sesgo enorme en la bibliografía médica, en la educación médica, y en las decisiones de tratamiento.

Kirsch y sus colegas utilizaron la “ley de libertad de información” para obtener revisiones de la FDA de todos los ensayos clínicos controlados con placebo, fueran positivos o negativos, remitidos para la aprobación inicial de seis de los fármacos antidepresivos más ampliamente utilizados aprobados entre 1987 y 1999 -Prozac® (fluoxetina), Paxil® (paroxetina), Zoloft® (sertralina), Celexa® (citalopram), Serezone® (nefazodona) y Effexor® (venlafaxina)-. Este conjunto de datos es mejor que el que se utilizó en el estudio previo, no sólo por incluir estudios negativos, sino porque la FDA impone criterios uniformes de calidad a los ensayos que revisa, y no todo el material de investigación del anterior estudio de Kirsch se había remitido a la FDA como parte de la solicitud de aprobación.

En total, hubo 42 triales de 6 fármacos. Muchos de ellos fueron negativos. En general, los placebos mostraron una efectividad del 82% de la del fármaco activo, cuando se media con la  escala de Hamilton para la depresión (HAM-D), una medida ampliamente utilizada de los síntomas de depresión. La diferencia promedio entre el fármaco y el placebo fue solo de 1,8 puntos en la HAM-D, una diferencia que aunque estadísticamente significativa, es clínicamente insignificante. Los resultados fueron los mismos para los seis fármacos: todos fueron igualmente impresionantes. A pesar de ello, como los estudios positivos fueron ampliamente publicitados, mientras que los negativos fueron ocultados, el público y la profesión médica llegó a creer que estos fármacos eran antidepresivos altamente efectivos.

Kirsch también tropezó con otro hallazgo inesperado. En su anterior estudio y en los trabajos de otros, él observó que incluso tratamientos que no fueron considerados antidepresivos, como hormona tiroidea sintética, opiáceos, sedantes, estimulantes, y algunos fitoterapéuticos, fueron tan efectivos como los antidepresivos para aliviar los síntomas de depresión. Kirsch escribe, “Cuando se administran como si fueran antidepresivos, fármacos que incrementan, que disminuyen, o que carecen de efecto alguno, sobre la serotonina, todos alivian la depresión en el mismo grado”. Lo que tenían en común todos estos fármacos “efectivos” era que producían efectos colaterales, sobre los cuales se había avisado a los pacientes que podrían experimentar.

Es importante que los ensayos clínicos, particularmente aquellos que tienen que ver con estados subjetivos como depresión, permanezcan doble ciego, sin que los pacientes ni sus médicos conozcan si están recibiendo o no un placebo. Esto previene que tanto los pacientes como sus médicos imaginen mejorías que no hay, cosa que es más probable si él cree que el agente que le está siendo administrado es un fármaco activo y no un placebo.  Al confrontarse con el hallazgo de que casi cualquier medicamento con efectos colaterales fue ligeramente más efectivo en tratar la depresión que un placebo inerte, Kirsch especulo que el padecimiento de efectos colaterales en los individuos que reciben el fármaco los capacitó para adivinar correctamente que ellos estaban tomando tratamiento activo -y esto se confirmó con entrevistas con los pacientes y médicos- lo cual hizo más probable que informaran mejorías. Sugiere que la razón por la que los antidepresivos parecen actuar mejor en aliviar la depresión grave que en los menos graves, reside en que los pacientes con síntomas graves probablemente son tratados con dosis altas y por tanto experimentan más efectos colaterales.

Para investigar más a fondo si los efectos colaterales sesgaron las respuestas, Kirsch miró algunos ensayos que emplearon placebos “activos” lugar de inertes.  Un placebo activo es aquel que por sí mismo produce efectos colaterales, como atropina -un fármaco que selectivamente bloquea la acción de cierto tipo de fibras nerviosas-. Aunque no es un antidepresivo, atropina causa, entre otras cosas, una notable sequedad de boca. En ensayos que utilizaron atropina como placebo, no hubo diferencias entre el antidepresivo y el placebo activo. Ambos tienen efectos colaterales de un tipo u otro, y ambos dieron cuenta del mismo nivel de mejoría. Kirsch informó sobre otros hallazgos extraños en los ensayos clínicos con antidepresivos, incluyendo la ausencia de una curva dosis-respuesta -esto es, dosis altas no funcionan mejor que dosis bajas- lo cual es extremadamente improbable para fármacos verdaderamente efectivos. Poniendo todo esto junto, escribe   Kirsch, se llega a la conclusión de que la relativamente pequeña diferencia entre fármacos y placebos puede que no sea un efecto real del fármaco en absoluto. En su lugar, podría ser un efecto placebo aumentado, producido por el hecho de que algunos pacientes habían roto el cegado y reconocieron si tomaban fármaco o placebo. En lugar de comparar los fármacos con placebo, hemos comparado placebos “normales” con placebos “extra-fuertes”.

Esta es una conclusión sorprendente en contra de la opinión médica ampliamente aceptada, pero Kirsch llega a ella de una manera lógica y cuidadosa. Los psiquiatras que utilicen antidepresivos -y por tanto la mayoría de ellos- y los pacientes que los toman conocen por experiencia que los medicamentos actúan. Pero se sabe que las anécdotas son una forma traicionera de evaluar si los tratamientos actúan, dado que están demasiado sujetas a sesgos; pueden sugerir hipótesis para ser estudiadas, pero no pueden probarlas. Es por esto que el desarrollo de ensayos clínicos randomizados, doble ciego, controlados con placebo a mediados del siglo pasado supuso un avance tan importante para la ciencia médica. Anécdotas sobre sanguijuelas, laetril (amigdalina, heterosido cienageneico en las semillas del genero prunus) o megadosis de vitamina C, o muchos otros tratamientos populares, que no pudieron soportar la prueba de ensayos clínicos bien diseñados. Kirsch  es un fiel defensor del método científico, y su voz por tanto aporta una objetividad bienvenida a un asunto frecuentemente plagado de anécdotas, emociones, o, como podremos ver, “intereses creados”.

El libro de Whitaker es más amplio y polémico. Considera todas las enfermedades mentales, no sólo la depresión. Mientras que Kirsch concluye que los antidepresivos probablemente no sean más efectivos que los placebos, Whitaker concluye que ellos y la mayoría de los otros psicofármacos no sólo son infectivos sino que son además dañinos. Comienza por observar que cuando se ha disparado el tratamiento de las enfermedades mentales con medicamentos, lo ha hecho también la prevalencia de la condición tratada:

El número de discapacitados mentalmente enfermos  ha crecido dramáticamente desde 1955, y durante las dos décadas pasadas, un periodo en el que la prescripción de medicamentos psiquiátricos ha explotado,  el número de adultos y niños discapacitados por enfermedad mental ha aumentado a un ritmo alucinante. Por tanto nos surge una pregunta obvia, a riesgo de ser considerados herejes: ¿Podría nuestro paradigma de cuidados basado en medicamentos, de una forma no prevista, alimentar esta plaga de los tiempos modernos?.

Por otra parte, argumenta Withaker, la historia natural de la enfermedad mental ha cambiado. Mientras que condiciones como la esquizofrenia y la depresión eran (antes del uso masivo de psicofármacos) consideradas como autolimitadas o episódicas, teniendo cada episodio una duración de no más de seis meses, y estaban intercalados entre  largos periodos de normalidad, sin embargo ahora son crónicas y para toda la vida. Withaker cree que esto podría ser debido a que los fármacos, incluso aquellos que alivian los síntomas a corto plazo, causarían daños mentales prolongados que continuarían después de que la enfermedad subyacente hubiera remitido de forma natural.  

Los datos que reúne para apoyar su teoría varían en calidad. Él no reconoce suficientemente la dificultad de estudiar la historia natural de cualquier enfermedad a lo largo de un periodo de 50 años, durante los cuales muchas circunstancias han cambiado, además del uso de los medicamentos. Es incluso más difícil comparar los resultados a largo plazo en pacientes tratados versus no tratados, dado que el tratamiento puede ser más probable en aquellos con la enfermedad más grave al inicio. No obstante los datos de Whitaker si bien no son concluyentes, si son muy sugerentes.

Si los fármacos psicoactivos causan daño, como argumenta Whitaker, ¿cuál es el mecanismo?. La respuesta, cree, está relacionada con sus efectos sobre los neurotransmisores. Es bien conocido que los psicofármacos alteran la función neurotransmisora, incluso si esta no fuera la causa originaria de la enfermedad mental. Whitaker describe una cadena de efectos. Cuando, por ejemplo, un antidepresivo inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina (SSRI) como citalopram incrementa los niveles de serotonina en la sinapsis, se estimulan cambios compensatorios a través de un proceso llamado retroalimentación negativa. En respuesta a los altos niveles de serotonina, las neuronas que la secretan (neurona presináptica) libera menos cantidad de ella, y la neurona postsináptica comienza a desensibilizarse al efecto de la serotonina. En efecto, el cerebro trata de anular los efectos del fármaco. Esto mismo ocurre con los fármacos que bloquean los neurotransmisores, pero al revés. Por ejemplo, la mayoría de los antipsicóticos bloquean la dopamina, pero las neuronas presinápticas lo compensan liberando más neurotransmisor, y la neurona postsináptica se hace más ávida de dopamina. Esta explicación está necesariamente muy simplificada, ya que muchos psicofármacos afectan a más de uno de los distintos neurotransmisores.

Con el uso prolongado en el tiempo de los psicofármacos, el resultado es, en palabras de Steve Hyman, exdirector del NIMH y hasta recientemente rector de la Universidad de Harvard, “una sustancial y duradera alteración de la función neuronal”. En palabras de Hyman, citadas por Whitaker, el cerebro comienza a funcionar de manera “cualitativa y cuantitativamente diferente del estado normal”. Después de varias semanas con psicofármacos, los esfuerzos compensatorios del cerebro comienzan a fallar, y emergen efectos adversos que reflejan el mecanismo de acción del fármaco. Por ejemplo, los SSRI pueden causar episodios de manía, debidos al exceso de serotonina. Los antipsicóticos causan efectos adversos que recuerdan a la enfermedad de Parkinson, debidos la depleción de dopamina (depleción que también se produce en esta enfermedad). Cuando los efectos secundarios aparecen, frecuentemente son tratados con otros fármacos, y los pacientes acaban con un coctel de psicofármacos prescritos para un coctel de diagnósticos. El episodio de manía causado por el antidepresivo puede conducir al diagnóstico de “trastorno bipolar” y al tratamiento con “estabilizadores del humor”, como Depakine® (valproato de sodio), un anticonvulsivante, junto con uno de los fármacos antipsicóticos nuevos. Y así sucesivamente.

Algunos pacientes toman hasta seis psicofármacos diferentes cada día. Una investigadora muy respetada, Nancy Andreasen, y sus colegas han publicado datos que ponen en evidencia que el uso de antipsicóticos está asociado con una retracción del cerebro, y que el efecto está directamente relacionado con la dosis y la duración del tratamiento. Como Andreasen explicó para The New York Times, “La corteza prefrontal no recibe las entradas que necesita y comienza a apagarse por efecto de los fármacos. Esto reduce los síntomas psicóticos. Pero también causa que el cortex prefrontal se atrofie lentamente.”

Abandonar el uso de los psicofármacos es extraordinariamente difícil, de acuerdo con Whitaker, debido a que cuando se dejan de administrar, los mecanismos compensatorios se quedan sin contrapeso. Cuando se interrumpe la administración de citalopram, los niveles de serotonina caen bruscamente debido a que la neurona presináptica no está liberando las cantidades normales de la sustancia y a que la neurona postsináptica ya no poseé suficientes receptores para ella. De manera similar, cuando se retira un antipsicótico, los niveles de dopamina pueden dispararse. Los síntomas producidos por la retirada de los fármacos psicoactivos son frecuentemente confundidos con recaídas del trastorno original, lo cual conduce a los psiquiatras a volver al tratamiento original, quizás a dosis mayores.

A diferencia de la actitud fría de Kirsch, Whitaker está indignado por lo que el ve como una epidemia de disfunciones cerebral yatrogénicas  (inadvertida para y causada por los médicos), particularmente la causada por el uso expandido de los antipsicóticos nuevos (atípicos) como Zyprexa® (olanzapina), que causa efectos colaterales graves. Esto es lo que él llama su “experimento de pensamiento rápido”:

Imagine que un virus aparece en nuestra sociedad que haga que la gente durmiera el doble, catorce horas al día. Que aquellos infectados con él se muevan más lentamente y parecieran emocionalmente desconectados. Muchos ganan peso en cantidades tremendas, diez, veinte, treinta y hasta cincuenta kilos. Frecuentemente los niveles de glucosa en sangre se disparan, y los de colesterol también. Varios de los afectados por la misteriosa enfermedad -incluyendo niños pequeños y adolescentes- se vuelven diabéticos en poco tiempo... El gobierno da cientos de millones de dólares a los científicos de las mejores universidades para que descifren como actúa internamente el virus, y estos informan que lo que causa tal disfunción global es que bloquea múltiples receptores de neurotransmisores en el cerebro -dopaminérgicos, serotonérgicos, muscarínicos, adrenérgicos, e histaminérgicos-. Todas sus vías neuronales en el cerebro resultan comprometidas. Mientras tanto, estudios de imágenes por resonancia magnética hallan que a lo largo de varios años, el virus retrae la corteza cerebral, y esta retracción se relaciona con un deterioro cognitivo. La población clamaría aterrorizada por una cura.

Ahora una enfermedad como ésta está de hecho golpeando a millones de niños y adultos. Os acabo de describir los efectos del éxito de ventas de Eli-Lilly, su antipsicótico Zyprexa (olanzapina).

Si los psicofármacos son inútiles, como cree Kirsch acerca de los antidepresivos, o peor que inútiles, como cree Whitaker, ¿por qué son tan ampliamente prescritos por los psiquiatras  y vistas por el público y los profesionales como algo así como medicamentos maravillosos?. ¿Por qué es tan ponderosa la corriente contra la que nadan Kirsch, Whitaker y Carlat?



LAS ILUSIONES DE LA PSIQUIATRÍA

14 de Julio, 2011 - Marcia Angell


En el artículo anterior, se comentaron los recientes libros del psicólogo Irving Kirsch y del periodista Robert Whitaker, y lo que nos dicen sobre la actual epidemia de enfermedades mentales y los fármacos que se utilizan para tratarlas 1. En este artículo se discute el Manual diagnóstico y estadístico de las enfermedades mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría -generalmente llamado “la biblia de la psiquiatría”, que ahora llega a su 5º edición- y su extraordinaria influencia dentro de la sociedad americana (y mundial).  También se examina  Unhinged (“Sin bisagras”), el reciente libro de Daniel Carlat, un psiquiatra, que proporciona una desilusionada visión al interior de la profesión psiquiátrica.  Se discute el amplio uso de psicofármacos en niños, y la funesta influencia de la industria farmacéutica sobre la práctica de la psiquiatría.

Uno de  los líderes de la moderna psiquiatría, Leon Eisemberg, profesor en la Universidad Johns Hopkins y después en la Harvard Medical School, quien fue uno de los primeros en estudiar los efectos de los estimulantes sobre el trastorno por déficit de atención en niños, escribió que la psiquiatría americana en el pasado siglo XX, viró desde un estado “sin cerebro” a otro “sin mente” 2. Con ello quiere señalar que antes de que se introdujeran los psicofármacos (medicamentos que alteran el estado mental), la profesión tuvo poco interés en los neurotransmisores o cualquier otro aspecto del cerebro físico. En cambio suscribían la visión freudiana de que la enfermedad mental tenía sus raíces en conflictos inconscientes, normalmente sucedidos en la infancia, que afectaban a la mente como si estuviera separada del cerebro.

Pero con la introducción de los fármacos psicoactivos en la década de 1950, y con un crecimiento acelerado en la década de 1980, el enfoque giro hacia el cerebro. Los psiquiatras comenzaron a referirse a si mismo como psicofarmacólogos, y cada vez tenían menos interés en explorar la historia de la vida de sus pacientes. Su principal preocupación fue eliminar o reducir los síntomas tratando a los que los sufrían con medicamentos que pudieran alterar la función del cerebro. Uno de los primeros defensores del modelo biológico de las enfermedades mentales, Eisemberg, en sus últimos años se ha vuelto un abierto crítico de lo que él denomina el uso indiscriminado de psicofármacos, dirigido en gran medida por las maquinaciones de la industria farmacéutica.

Tras la introducción inicial de los psicofármacos hubo un breve periodo de optimismo en la profesión psiquiátrica, pero por la década de 1970, el optimismo dio paso a una sensación de amenaza.  Comenzaron a hacerse patentes graves efectos colaterales de estos medicamentos, y un movimiento antipsiquiátrico comenzó a enraizarse, como ejemplifican los escritos de Thomas Szasz y la película “Alguien voló sobre el nido del cuco”.  Hubo también una creciente competencia por los pacientes con los psicólogos y los trabajadores sociales. Además, los psiquiatras estaban plagados de divisiones internas: algunos abrazaban el nuevo modelo biológico, otros se aferraban al modelo freudiano, y unos pocos veían la enfermedad mental como una respuesta sana a un mundo demente. Sin embargo, dentro del conjunto de  la profesión médica, los psiquiatras se consideraban algo así como los parientes pobres; incluso con sus nuevos medicamentos, eran visto como menos científicos que otros especialistas, y sus ingresos eran generalmente más bajos.

A finales de la década de 1970, la profesión psiquiátrica reaccionó. Como dice Robert Whitaker en “Anatomía de una Epidemia”, el director médico de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), Melvin Sabshin, declaró en 1977 que “debe apoyarse firmemente un vigoroso esfuerzo para remedicalizar la psiquiatría” y lanzó a los medios de comunicación masiva  una campaña publicitaria sin cuartel, para hacer  justo eso. La psiquiatría tenía una poderosa arma de la que carecían sus competidores. Dado que los psiquíatras son médicos, tienen la autorización legal para hacer prescripciones de medicamentos. Al aceptar completamente el modelo biológico de las enfermedades mentales  y el uso de psicofármacos para tratarlas, los psiquiatras fueron capaces de relegar a los proveedores de cuidados de salud mental a posiciones subalternas y también a identificarse a sí mismos como una disciplina científica junto con el resto de la profesión médica. Y lo más importante, enfatizando el tratamiento farmacológico, la psiquiatría se convierte en la “favorita” de la industria farmacéutica, que pronto mostro su agradecimiento.

Estos esfuerzos por elevar la posición de la psiquiatría se llevaron a cabo deliberadamente.  La APA estaba entonces trabajando con la tercera edición del DSM, que proporciona los criterios diagnósticos para todas las enfermedades mentales. El presidente de la APA había nombrado a Robert Spitzer,  un profesor de psiquiatría de la Universidad de Columbia muy admirado, para encabezar el grupo de trabajo que supervisaría el proyecto. Las primeras dos ediciones, publicadas en 1952 y 1968, reflejaban la visión freudiana de la enfermedad mental y eran poco conocidas fuera de la profesión. Spitzer puso en juego algo muy diferente al hacer el DSM-III. El prometió que debía ser “una defensa del modelo médico aplicado a los problemas psiquiátricos”, y el presidente de la APA en 1977, Jack Weinberg, dijo que debía “aclarar esto a cualquiera que pudiera tener dudas en relación a la psiquiatría como especialidad médica”.

Cuando el DSM-III de Spitzer se publicó en  1980, contenía 265 diagnósticos (frente 182 en la edición previa), y se volvió de uso casi universal, no sólo por los psiquiatras, también  para compañías de seguro, hospitales, juzgados, prisiones, facultades, investigadores, agencias gubernamentales, y el resto de la profesión médica. Su principal objetivo fue dar consistencia (normalmente referida como fiabilidad) a los diagnósticos psiquiátricos, esto es, asegurar que los psiquiatras que ven al mismo paciente concuerden sobre el diagnóstico. Para hacer esto, cada diagnóstico se definió por una lista de síntomas, con umbrales numéricos. Por ejemplo, teniendo al menos 5 de una lista de 9 síntomas particulares permite recibir el diagnóstico de episodio depresivo mayor dentro de la amplia categoría de “trastornos del humor”.  Pero había otro objetivo: justificar el uso de psicofármacos. La  presidente de la APA el pasado año,  Carol Bernstein, en efecto ha reconocido que “era necesario en la década de 1970”,  escribe, “para facilitar la concordancia diagnóstica entre clínicos, científicos, y autoridades reguladoras, dada la necesidad de adecuar a los pacientes con los nuevos tratamientos emergentes.3

El DSM-III fue ciertamente más fiable que las versiones anteriores, pero fiabilidad no significa lo mismo que validez. La fiabilidad, como se ha dicho antes, se utiliza para medir la concordancia; validez se refiere a la veracidad o solvencia. Si casi todos los médicos concuerdan que las pecas son un signo de cáncer, el diagnostico será fiable, pero no será válido. El problema con el DSM es que en todas sus ediciones, simplemente ha reflejado las opiniones de sus redactores, y en el caso del DSM-III principalmente las del propio Spitzer, de quien se dice con justicia que es uno de los psiquiatras más influyentes del siglo XX 4. En sus palabras, “he  utilizado a todo el mundo que se encontraba confortable sirviendo conmigo al grupo de trabajo de quince miembros, y que aunque hubieron quejas de que las reuniones eran con muy pocos miembros, en general el proceso se desarrolló de manera informal pero altamente dirigida”.  Spitzer dijo en una entrevista en  1989  “yo pude salirme con la mía hablando con dulzura y todo lo demás.” En un artículo de 1984  titulado  “Las desventajas del  DSM-III sobrepasan sus ventajas”  George Vaillant, un  profesor de psiquiatría de la facultad de medicina de  Harvard  escribió que el DSM-III  representa  “una serie de elecciones basadas en la audacia,  los gustos, los prejuicios, y las esperanzas”,  la cual parece ser una clara descripción.

El DSM no solo se ha convertido en la biblia, sino que como la Biblia real, depende de algo parecido a la revelación. No contiene citas de estudios científicos que apoyen sus decisiones. Esta es una sorprendente decisión, ya que todas las publicaciones médicas, desde artículos de revistas a libros de texto, apoyan sus declaraciones de hechos con citas de estudios científicos publicados. Hay cuatro “libros fuente” para la actual edición del DSM que presenta las razones para algunas decisiones, junto con referencias, pero esto no es lo mismo que dar referencias específicas. Puede ser muy interesante que un grupo de expertos se reúnan y ofrezcan sus opiniones, pero a menos que estas opiniones puedan basarse en datos, no merecen la extraordinaria deferencia mostrada hacia el DSM. El DSM-III fue sustituido por el DSM-III-R en 1987, el DSM-IV en 1994, y la actual versión, el DSM-IV-TR en el 2000, el cual contiene 365 diagnósticos. “Con cada subsecuente edición”, escribe Daniel Carlat en su absorbente libro, “el número de diagnósticos se multiplica y el libro se hace más grande y  más caro. Cada vez termina siendo un éxito de ventas para la APA, y el DSM es ahora una de las principales fuentes de ingresos de la organización.” Se han vendido más de un millón de copias del DSM-IV-TR.

En la medida que la psiquiatría se hacía un especialidad que utiliza los medicamentos de forma intensiva, la industria farmacéutica vio rápidamente las ventajas de establecer una alianza con la profesión psiquiátrica. Las compañías de medicamentos comenzaron a prestarle mucha atención y generosidad a los psiquiatras, tanto individual como colectivamente, directa e indirectamente. Les llueven regalos y muestras gratuitas a los psiquiatras en activo,  los contrata como conferenciantes y consultores, organiza comidas, les ayuda a pagar los gastos de asistir a conferencias, y les proporcionan  ”materiales educativos”. Cuando Minnesota y Vermont pusieron en marcha las leyes de “transparencia” que exigía a las compañías de medicamentos informar de todos los pagos a médicos, se encontró que los psiquiatras recibían más dinero que los médicos de cualquier otra especialidad. La industria farmacéutica también subsidia los congresos y reuniones  de la APA y  otras conferencias psiquiátricas. Aproximadamente la quinta parte de los ingresos de la APA procede de las compañías de medicamentos.

Las compañías de medicamentos están particularmente ansiosas de ganarse a los psiquiatras de facultades y centros médicos prestigiosos. Llamados “líderes de opinión claves” (KOL) por la industria, son personas que a través de sus escritos y enseñanzas influyen en cómo se diagnostican y tratan las enfermedades mentales. También publican muchas de las investigaciones clínicas sobre medicamentos y, lo más importante, determinan en gran manera el contenido del DSM. En cierto sentido, son la mejor fuerza de ventas que la industria puede tener, y compensan con mucho cada céntimo gastado en ellos.  De los 170 contribuyentes a la versión actual del DSM (el DSM-IV-TR), casi todos ellos pueden ser descritos como KOLs, 95 habian tenido vínculos financieros con las compañías de medicamentos, entre los que se incluían todos los que contribuyeron a las secciones sobre trastornos del humor, y esquizofrenia 5 .

La industria de medicamentos, de hecho, también sustenta a otras especialidades y sociedades, pero Carlat se pregunta, “¿Por qué los psiquiatras siempre están a la cabeza de otras espacialidades cuando se trata de coger dinero de las compañías de medicamentos?”. Su respuesta: “Nuestros diagnósticos son subjetivos y expandibles, y tenemos pocos motivos racionales para elegir un tratamiento en lugar de otro”. A diferencia de las condiciones tratadas por la mayoría de las otras especialidades médicas, no hay signos y pruebas objetivas para las enfermedades mentales -no hay datos de laboratorio o hallazgos de MRI-  y los límites entre lo normal y anormal frecuentemente no están claros. Esto hace posible expandir los límites diagnósticos o incluso crear nuevos diagnósticos,  en una forma que sería imposible, dice, en el campo de la cardiología. Y las compañías de medicamentos tienen mucho interés en inducir a los psiquiatras precisamente a hacer esto.

Además del dinero gastado directamente con la profesión psiquiátrica, las compañías farmacéuticas apoyan a muchos grupos de defensa de los pacientes y familias y a organizaciones de formación. Whitaker escribe que en sólo el primer trimestre del 2009 Eli Lilly donó 551.000$ USA a NAMI (Alianza Nacional sobre Enfermedades Mentales) y sus delegaciones locales, la cantidad de   465.000$ USA a la Asociación Nacional de Salud Mental, 130.000$ USA a CHADD (un grupo para la defensa de los pacientes con trastorno de hiperactividad por déficit de atención -ADHD-), y 69.250$ USA a la Fundación Americana para la Prevención de Suicidio.

Y esto sólo una compañía y en tres meses, uno puede imaginar cual es la cantidad total que puede proceder de todas las compañías que fabrican psicofármacos. Estos grupos supuestamente existen para sensibilizar al público sobre las enfermedades psiquiátricas, pero también tienen el efecto de promover el uso de psicofármacos e influir sobre las aseguradores para que los cubran. Whitaker resume el crecimiento de la influencia de la industria farmacéutica después de la publicación del DSM-III como sigue:

En resumen, un poderoso cuarteto de voces clamó junto durante la década de 1980, ansiosos de informar al público que los trastornos mentales eran enfermedades del cerebro. Las compañías farmacéuticas proporcionaron el musculo financiero. La APA y los psiquiatras de las principales facultades de medicina le confirieron legitimidad intelectual en el empeño. El NIMH  (Instituto Nacional de Salud Mental) puso el sello de aprobación del gobierno y el NAMI proporcionó la autoridad moral.

Como la mayoría de los otros psiquiatras, Carlat trató a sus pacientes sólo con medicamentos, no con terapia de la palabra (logoterapia), y es sincero sobre las ventajas de hacer esto. Si el veía tres pacientes tratados con psicofarmacología en una hora, calcula que ganaría aproximadamente 180$ USA de las compañías de seguros. En contraste, sólo puede ver un paciente por hora si los trata con logoterapia, para el cual las aseguradoras pagarían como mucho 100$ USA. Carlat no cree que la psicofarmacología sea particularmente complicada, y mucho menos precisa, aunque al publico se les deja ver que si lo es.

Los pacientes frecuentemente ven a los psiquiatras como magos de los neurotransmisores, que pueden elegir la medicación correcta para cualquier desequilibrio químico que esté en juego. Esta exagerada concepción de nuestras capacidades ha sido alentada por las compañías de medicamentos, por los psiquiatras en sí mismos, y por nuestros pacientes comprensiblemente esperanzados con las curas.

Su trabajo consiste en hacer a los pacientes una serie de preguntas sobre sus síntomas para ver si casan con cualquiera de los trastornos del DSM. Este ejercicio de emparejamiento, escribe, proporciona “la ilusión de que comprendemos a nuestros pacientes cuando todo lo que estamos haciendo es asignarles etiquetas”. Frecuentemente los pacientes cumplen criterios para más de un diagnóstico, debido a que hay solapamiento de síntomas. Por ejemplo: dificultades de concentración es un criterio para más de un trastorno. Uno de los pacientes de Carlat acabó hasta con 7 diagnósticos diferentes simultáneos. “Apuntamos a síntomas concretos con tratamientos, y otros fármacos se añaden a los anteriores para tratar los efectos colaterales”. Un paciente típico, dice, puede estar tomado citalopram para la depresión, lorazepam para la ansiedad, zolpiden para el insomnio, modafinilo para la fatiga (un efecto adverso de citalopram) y sildenafilo para la impotencia (otro efecto adverso de citalopram).

De los medicamentos en si mismos, Carlat escribe que “hay sólo un puñado de categorías nicho de psicofarmcos” dentro de las cuales los fármacos no son verdaderamente muy diferentes unos de otros. No cree que haya mucha base para elegir entre ellos. “En gran  nuestra elección de los medicamentos es subjetiva, incluso aleatoria. Quizá su psiquiatra está esta mañana de humor  Lexapro, ya que le visitó una atractiva represente del medicamento Lexapro® (escitalopram)". Y resume:

“Así es la psicofarmacología moderna. Guiada solamente por síntomas, ensayamos diferentes medicamentos, sin una concepción real de lo que estamos tratando de arreglar, ni de cómo actúan los fármacos. Yo estoy perpetuamente asombrado de que seamos tan eficaces para algunos pacientes”.

Mientras Carlat cree que los psicofármacos son a veces efectivos, su evidencia es anecdótica. Lo que objeta es su sobreutilización y lo que llama “el frenesí de los diagnósticos psiquiátricos”. Como él apunta, “si preguntas a cualquier psiquiatra en ejercicio, incluido yo, si los antidepresivos actúan en sus pacientes oirá un ambiguo “si”. Vemos gente que mejora todo el tiempo”. Pero luego comienza a especular, como Irving Kirsch en “Las nuevas drogas del emperador”, que a lo que están realmente respondiendo podría ser un efecto placebo activado. Si los psicofármacos  no son todo lo buenos que pretenden ser -y la evidencia es que no lo son- ¿qué pasa con los diagnósticos en sí mismos?. Como se multiplican con cada edición del DSM, ¿qué haremos con ellos?.

En 1999, la APA comenzó a trabajar con su 5º revisión del DSM, la cual se ha programado publicar en 2013. Los 27 miembros de la fuerza de trabajo están encabezados por David Kupfer, un profesor de psiquiatría en la Universidad de Pittsburgh, ayudado por Darrel Regier del Instituto Psiquiátrico Americano para la Educación y la Investigación, perteneciente a la APA. Como con las anteriores ediciones, la fuerza de trabajo ha sido aconsejada por múltiples grupos de trabajo, que suman en total 140 miembros, en correspondencia con las principales categorías diagnósticas. Las deliberaciones en curso y las propuestas han sido ampliamente informadas en la página web de la APA (www.DSM5.org) y en los medios de comunicación, y  parece que la ya muy larga lista de trastornos mentales va a crecer aún más.

En particular, los diagnósticos límite serán ampliados para incluir a los precursores de los trastornos, como por ejemplo "síndrome de riesgo de psicosis” y “empeoramiento cognitivo leve” (posible etapa temprana de la enfermedad de Alzheimer). El término “espectro” es utilizado para ensanchar las categorías, por ejemplo, “trastorno del espectro obsesivo-compulsivo”, “trastorno del espectro esquizofrénico”, y “trastorno del espectro autista”. Y también hay propuestas para entidades completamente nuevas, como “trastorno hipersexual”, “síndrome de las piernas inquietas”, y “atracones de comida”.

Incluso  Allen Frances, presidente de la fuerza de trabajo del  DSM-IV, es altamente crítico con la expansión de los diagnósticos en el DSM-V. En el Psychiatric Times de 26 de junio de 2009, escribió que el  DSM-V será una “mina de oro para la industria farmacéutica pero supondrá un coste enorme para los nuevos pacientes falsos positivos atrapados en las categorías excesivamente amplias de la red del DMS-V". Como para subrayar este juicio, Kupfer and Regier escribieron en un reciente artículo en el  Journal of the American Medical Association (JAMA), titulado “Por qué toda la medicina debe preocuparse por el DSM-5”  que “en atención primaria, aproximadamente el 30% al 50% de los pacientes tienen  síntomas de salud mentales prominentes o trastornos mentales identificables, los cuales tienen consecuencias adversas significativas si se dejan sin tratamiento” 6  Parece que cada vez será más difícil ser normal.
Al final del artículo de Kupfer and Regier, en  letra pequeña,  “declaración  sobre financiación”  se lee:

Dr. Kupfer  informa que antes de ser nombrado presidente de la fuerza de trabajo del DMS-V, ha servido en las juntas asesoras para Eli Lilly & Co, Forest Pharmaceuticals Inc, Solvay/Wyeth Pharmaceuticals, and Johnson & Johnson; y como consultor para  Servier y Lundbeck. (Todas ellas empresas que fabrican y comercializan psicofármacos).

Regier revisa todas las investigaciones de la APA financiadas por la industria. El DMS-V es la primera edición que establece reglas para limitar los conflictos de intereses financieros de los miembros de la fuerza de trabajo y grupos de trabajo asociados. De acuerdo con estas reglas, una vez nominados los miembros, lo que ocurrió entre 2006-2008, deberían recibir no más de 10.000$ USA por año del conjunto de las compañías, o no más de 50.000$ USA en acciones de una compañía. La página web muestra sus vínculos con las compañías durante los tres años previos a su nombramiento, y esto es lo que Kupfer declara en el artículo de JAMA y que se muestra en la página web de la APA., donde el 56% de los miembros de los grupos de trabajo declararon poseer significativos intereses en la industria.

La industria farmacéutica influye en los psiquiatras para que prescriban psicofármacos incluso para categorías de pacientes en quienes los medicamentos no se ha comprobado que sean seguros y efectivos. Lo que debe ser la mayor preocupación de los ciudadanos es el asombroso aumento de diagnósticos y tratamientos para enfermedades mentales en niños, algunos con solo 2 años de edad.  Estos niños son frecuentemente tratados con medicamentos que nunca fueron aprobados por la FDA para uso en este grupo de edad y que tienen graves efectos adversos. La aparente prevalencia de “trastorno bipolar juvenil” se disparó 40 veces entre 1993 y 2004, y el de “autismo” se disparó de 1 por cada 500 niños a 1 por cada 90 en la misma década. El 10% de los adolescentes toman cada día estimulantes para el trastorno de hiperactividad por déficit de atención, y 500.000 niños de los USA toman fármacos antipsicóticos.

Parece que hay modas en los diagnósticos psiquiátricos infantiles. Con un diagnóstico  dando paso al siguiente. Al inicio, ADHD, manifestado por hiperactividad, falta de atención, e impulsividad normalmente en niños en edad escolar, fue el diagnóstico de más rápido crecimiento. Pero a mediados de la década de los 1990, dos psiquiatras muy influyentes del  Hospital General de Massachusetts propusieron que muchos de los niños con ADHD realmente tenían trastorno bipolar que podría en ocasiones ser diagnosticado tempranamente en la infancia. Propusieron que los episodios característicos del trastorno bipolar podrían manifestarse en los niños como irritabilidad. Esto produjo una inundación de  diagnósticos de trastorno bipolar juvenil. Casualmente esto originó cierto rechazo y el DSM-V ahora propone recolocar  parcialmente el diagnóstico con una etiqueta, llamada “trastorno de disregulación del carácter con disforia” o TDD, al cual Allens Frances llama, “un nuevo monstruo”.7

Puede resultar difícil encontrar a un niño de 2 años que no esté a veces irritable, a un escolar que no preste atención en ocasiones, o una muchacha de enseñanza media que no esté en ocasiones ansiosa. Imagina que tomando un medicamento que causa obesidad se pudiera calmar a esta muchacha. Que esto niños son etiquetados  con un diagnóstico de trastorno mental  y tratados con fármacos de prescripción depende mucho de quiénes son y de las presiones que hagan los padres8. Como las familias más pobres experimentan dificultades económicas crecientes, muchas han encontrado que cobrando las pagas del “Seguro de Ingresos Complementarios” (SSI) por discapacidad mental es la única forma de sobrevivir.  Son más generosos que “bienestar”, y prácticamente asegura que la familia se pueda beneficiar también de Medicaid. De acuerdo con el profesor de economía David Autor, “Esto se ha vuelto un nuevo bienestar.”  Los hospitales y las agencias estatales de bienestar también tienen incentivos para animar a las familias sin seguro a solicitar los pagos del SSI, ya que los hospitales cobran y los estados ahorran dinero al transferir los gastos de bienestar al gobierno federal.

Un creciente número de empresas con ánimo de lucro se están especializando en ayudar a las familias a  solicitar los beneficios de SSI. Pero para acogerse a ellos casi siempre se requiere que los solicitantes, incluidos niños, estén tomado psicofármacos. Según cuenta el New York Times, un estudio de la Rutgers University encontró que los niños de familias pobres tenían cuatro veces más probabilidad de recibir medicamentos antipsicóticos que los niños con seguros privados.

En diciembre del 2006, una niña de 4 años llamada Rebeca Riley murió en un pueblecito cerca de Boston por una combinación de clonidina y valproato que se le había prescrito junto con quetiapina para tratar “ADHD” y “trastorno bipolar” -diagnósticos que recibió cuando tenía solo 2 años-. Clonidina recibió aprobación de la FDA para el tratamiento de la hipertensión arterial. Valproato fue aprobado para tratar la epilepsia y la manía aguda en el trastorno bipolar. Quetiapina se aprobó para tratar la esquizofrenia y la manía aguda. Ninguno de los tres se aprobó para el tratamiento del ADHD o para el uso a largo plazo en el trastorno bipolar, y ninguno fue aprobado para niños de la edad de Rebeca (valproato -Depakote®- está autorizado como tratamiento de la epilepsia en niños mayores de 10 años). Los dos hermanos mayores de Rebeca también habían recibido los mismos diagnósticos y estaban tomando 3 psicofármacos. Los padres habían obtenido los beneficios del SSI para los hermanos y para ellos mismos y estaban solicitando los beneficios para Rebeca cuando esta murió. Los ingresos totales de la familia procedentes del SSI eran aproximadamente 30.000$ USA al año9.

Si estos fármacos debían haberse prescrito a Rebeca en primer lugar es una cuestion crucial. La FDA aprueba medicamentos sólo para usos específicos, y es ilegal que las compañías los comercialicen con otros propósitos, esto es “fuera de indicación aprobada” (“off-label”). No obstante a los médicos se les permite prescribir los medicamentos para cualquier razón que elijan, y uno de las cosas más lucrativas que pueden  hacer  las compañías de medicamentos es persuadir a los médicos para que prescriban los medicamentos en indicaciones distintas de las aprobadas, a pesar de las leyes en contra. En los 4 últimos años, 5 firmas han admitido los cargos federales de promoción ilegal de psicofármacos: AstraZeneca comercializa Seroquel® (quetiapina), un antipsicótico, fuera de indicación para niños y ancianos (otra población vulnerable a la que frecuentemente se le administran psicofármacos en residencias asistidas); Pfizer afrontó cargos similares por Geodon® (ziprasidona) (otro antipsicótico); Eli Lilly por  Zyprexa® (olanzapina) (un antipsicótico); Bristol-Myers Squibb por Abilify® (aripiprazol) (otro antipsicótico); and Forest Labs porr Celexa® (citalopram) (un antidepresivo).

A pesar de tener que pagar cientos de millones de dólares para liberar los cargos, las compañías probablemente han resultado bien situadas. El propósito original de permitir a los médicos prescribir los fármacos fuera de las indicaciones aprobadas fue capacitarlos para tratar a los pacientes apoyándose en informes científicos iniciales, sin tener que esperar la aprobación de la FDA. Pero esta razón se ha convertido en una herramienta de mercado. Ello es debido a la naturaleza subjetiva de los diagnósticos psiquiátricos, la facilidad con que los límites diagnósticos se expanden, la gravedad de los efectos colaterales de los psicofármacos, y la influencia penetrante de los fabricantes. Yo creo que se debería prohibir a los médicos prescribir psicofármacos fuera de las indicaciones aprobadas, al igual que se le prohíbe a las compañías promocionarlos fuera de indicación.

Los libros de Irving Kirsch, Robert Whitaker, y Daniel Carlat son poderosas denuncias de la forma en que la psiquiatría se practica actualmente. Documentan el “frenesí” de diagnósticos, la sobreutilización de medicamentos con a veces efectos colaterales devastadores, y la generalización de conflictos de intereses. Los críticos a estos libros pueden argumentar, como Nancy Andreasen deja entender en su artículo sobre la pérdida de tejido cerebral con el uso prolongado de antipsicóticos, que los efectos colaterales son el precio que se debe pagar por aliviar el sufrimiento causado por la enfermedad mental. Si supiéramos que el beneficio de los psicofármacos supera al daño, este sería un argumento sólido, dado que no hay duda de que mucha gente sufre mucho por las enfermedades mentales. Pero como argumentan convincentemente  Kirsch, Whitaker, y Carlat, tal expectativa puede ser errónea.

Por lo menos, necesitamos dejar de pensar en los psicofármacos como el mejor, y frecuentemente único, tratamiento de las enfermedades mentales o los problemas emocionales. Tanto psicoterapia como ejercicio han mostrado ser tan efectivos como los medicamentos para la depresión, y sus efectos son más duraderos, pero desgraciadamente no hay una industria que impulse estas alternativas y los americanos han llegado a creer que las pastillas son más potentes. Se necesita más investigación para estudiar las alternativas a los psicofármacos, y el resultado debe incorporarse en la educación médica.

En particular, necesitamos repensar el cuidado de los niños con dificultades. Aquí el problema está frecuentemente en circunstancias familiares difíciles. Tratar directamente estas condiciones ambientales -tales como la tutorías uno a uno para ayudar a los padres al afrontamiento, o centros infantiles para después del colegio-  deben estudiarse y compararse con los tratamientos farmacológicos.  A la larga, estas alternativas probablemente serían menos costosas. Nuestra confianza hacia los psicofármacos, al parecer para todos los disgustos de la vida, tiende a dejar fuera de juego otras opciones.  En vista de sus riesgos y lo cuestionable de su efectividad a largo plazo, necesitamos hacerlo mejor. Ante todo, debemos recordar el tradicional dicho médico: primero no dañar (primum non nocere).

1 See Marcia Angell, “ The Epidemic of Mental Illness: Why? ,” The New York Review , June 23, 2011.

2 Eisenberg wrote about this transition in “Mindlessness and Brainlessness,” British Journal of Psychiatry , No. 148 (1986). His last paper, completed by his stepson, was published after his death in 2009. See Eisenberg and L.B. Guttmacher, “Were We All Asleep at the Switch? A Personal Reminiscence of Psychiatry from 1940 to 2010,” Acta Psychiatrica Scand. , No. 122 (2010).

3 Carol A. Bernstein, “Meta-Structure in DSM-5 Process,” Psychiatric News , March 4, 2011, p. 7.

4 The history of the DSM is recounted in Christopher Lane’s informative book Shyness: How Normal Behavior Became a Sickness “ (Yale University Press, 2007). Lane was given access to the American Psychiatric Association’s archive of unpublished letters, transcripts, and memoranda, and he also interviewed Robert Spitzer. His book was reviewed by Frederick Crews in The New York Review , December 6, 2007 , and by me, January 15, 2009 .

5 See L. Cosgrove et al., “Financial Ties Between DSM-IV Panel Members and the Pharmaceutical Industry,” Psychotherapy and Psychosomatics , Vol. 75 (2006).

6 David J. Kupfer and Darrel A. Regier, “Why All of Medicine Should Care About DSM-5,” JAMA, May 19, 2010.

7 Greg Miller, “Anything But Child’s Play,” Science , March 5, 2010.

8 Duff Wilson, “Child’s Ordeal Reveals Risks of Psychiatric Drugs in Young,” The New York Times , September 2, 2010.

9 Patricia Wen, “A Legacy of Unintended Side-Effects: Call It the Other Welfare,” The Boston Globe , December 12, 2010.




Hasta aquí los artículos de Marcia Angell traducidos por Emilio Pol Yanguas, para Boletín de Fármacos. 

El trabajo de reflexión a partir de ellos, es tarea de cada uno.



sábado, 26 de mayo de 2012

Entrevista a Enrique Costas Lombardía (en El Viejo Topo, 2007)



En el blog de No Gracias, uno de nuestros favoritos, leímos un enlace a un artículo publicado en El País por Enrique Costas Lombardía acerca de la situación de nuestro sistema sanitario. De lectura más que recomendable. A la vez, desde ahí seguimos otro enlace que nos llevó al blog Atención Primaria donde se había recogido una entrevista a Costas Lombardía realizada en la revista El Viejo Topo nº 229, en 2007, por Salvador López Arnal. El señor Costas Lombardía es economista y fue vicepresidente de la Comisión de Análisis y Evaluación del Sistema Nacional de Salud de España (también conocida como “Comisión Abril”).

El caso es que dicha entrevista nos ha parecido del mayor interés, por tocar temas que nos suelen preocupar. Por ello, la transcribimos a continuación. La negrita es nuestra:


- ¿Cuáles son los principales laboratorios farmacéuticos que operan en España? ¿Podría indicarnos el volumen de su negocio, sus beneficios en estos últimos años?
Los mismos que también son principales en casi todos los países: laboratorios multinacionales, como Bayer, Norvartis, Lilly, Pfizer, Abbot, Roche, Pharmacia y algunos otros. Cada vez menos, porque tienden a concentrarse para ampliar la capacidad financiera y el dominio del mercado.
No conozco las cifras de ventas de cada uno, pero sin duda son altas, en proporción al enorme y creciente gasto en medicamentos, que, en 2004, ascendió en España a unos €14.000 millones, y en el mundo a, más o menos, €450.000 millones.
¿Cuánta es la ganancia de la industria?, pregunta Ud. Pues no lo sé. No hay datos públicos fiables. Un economista americano, Uwe Reinhardt, estima el 21% de beneficios después de impuestos, y también después de dedicar a investigación un 14% de las ventas (que no todos lo hacen). Otros calculan porcentajes más altos. En cualquier caso hay indicios muy sólidos de que la rentabilidad de la industria farmacéutica es extraordinaria. Indicios como el alto número de medicamentos patentados, y la patente permite fijar precios de monopolio, o que en la lista de las 500 empresas más relevantes de EE.UU. que cada año pública la revista Fortune, las compañías farmacéuticas incluidas son siempre las primeras, y muy destacadas, en la cifras de beneficios, ya se midan en porcentaje de las ventas o en tasa de retorno del capital. En fin, bien puede decirse que hacer medicamentos produce espléndidas ganancias, y con esas ganancias va el poder.
- Farmaindustria, una asociación de laboratorios farmacéuticos que dice estar preocupada por la ética comercial, se ha autoimpuesto recientemente una sanción de €500.000 por publicidad engañosa y por atenciones irregulares a los médicos. ¿Qué prácticas de publicidad engañosa son esas? Podría darnos algunos ejemplos. Es muy infrecuente que una asociación empresarial se autoimponga una sanción de estas características. ¿Por qué cree que han obrado de ese modo? ¿Es acaso una forma encubierta de publicidad que intenta limpiar la cara de otras actividades menos presentables ante la opinión pública?
Vamos a ver, Farmaindustria como asociación no se autosanciona. Farmaindustria elaboró un código, que llama de buenas prácticas comerciales, y los laboratorios asociados aceptan ser sancionados cuando lo incumplen. Es decir, el grupo se autorregula, se autojuzga y se autocondena. Aunque claramente todo esto no pasa de ser una comedia sin efecto alguno en el mercado ni en los consumidores. Como Ud. dice, el fin real de este código es lavar la cara de la industria farmacéutica haciendo ver que está comprometida con la transparencia y la honradez. Sí, una forma de publicidad. Y de paso sirve para cohesionar el grupo, unificar sus criterios, moderar las carreras de descuentos o de regalos y, a mi juicio también, desfigurar a conveniencia de la industria conceptos y palabras.
Por ejemplo, la “publicidad engañosa”, por la que Ud. pregunta, es para el código aquella que compara un producto con los competidores de otras marcas cuando precisamente esa comparación es el único medio de impedir el engaño de muchos medicamentos nuevos que no mejoran los similares antiguos. Así, el código de buenas prácticas considera publicidad engañosa a la que evita el engaño, y publicidad leal a la engañosa que hoy hacen los laboratorios. Y de modo parecido llama “atenciones irregulares”, no a las inmorales o poco serias, sino a aquellas cuyo valor en euros excede el aceptado tácitamente por la industria para obsequios e invitaciones.
- La industria farmacéutica suele sacar al mercado nuevos medicamentos que, supuestamente, mejoran los anteriores o tratan enfermedades que hasta entonces no eran tratadas. ¿Qué tipo de investigaciones realizan los grandes laboratorios? ¿Por qué cierto tipo de enfermedades nunca o casi nunca aparecen en su agenda? ¿Es verdad que sus planes están dirigidos básicamente hacia las poblaciones adineradas de los países adinerados?
Bueno, estas son preguntas complejas y antes de contestarlas debo comentar algunas cosas. Una repuesta directa no se entendería. Verá Ud., el mercado farmacéutico, en teoría económica, es un mercado imperfecto. En él no se produce naturalmente la competencia por el precio. Se compite por diferenciación del producto, o sea, con medicamentos cuyas ventajas los hacen distintos y más deseables, como pueden ser la mayor efectividad, o seguridad, más fáciles de usar, etc. Es obvio que los productos nuevos suponen la diferenciación más completa, son los competidores más fuertes, y por eso la industria farmacéutica destina a descubrirlos sumas considerables. La investigación farmacéutica no es, como la palabra “investigación” podría sugerir a muchos, un elevado trabajo de indagación científica, sino el mecanismo de la industria para conseguir fármacos nuevos que, amparados por la patente y la marca comercial, llegan a constituir monopolios temporales que maximizan el lucro de la compañía. Este es el objetivo último y verdadero. La industria sólo investiga para alcanzar una posición dominante en el mercado y sólo cuando ese mercado puede asegurar una tasa de retorno atractiva. Pura lógica empresarial. De ahí que la investigación farmacéutica se concentre en las enfermedades crónicas prevalentes en los países desarrollados o adinerados, como Ud. dice, y abandone las que sufre la población de las naciones pobres sin recursos para pagar las medicinas. En resumen, la naturaleza de la investigación farmacéutica es meramente mercantil; no está motivada por la ciencia aunque emplee, claro está, medios científicos y produzca remedios para algunas enfermedades que no los tienen. Faltaría más.
- ¿Qué porcentaje de estos nuevos fármacos representan mejoras reales, avances científicos efectivos?
El mercado farmacéutico recibe una continua corriente de nuevos medicamentos siempre con precios elevados y que en gran proporción son clínicamente innecesarios. No todas las novedades son avances terapéuticos, ni mucho menos. Mire Ud., la FDA de EE.UU., tan mencionada como referencia de autoridad, estima que sólo el 13% de los medicamentos nuevos mejoran de modo sustancial a los preexistentes más baratos; la Oficina Regional en Europa de la OMS, calcula el 15%, y el organismo farmacéutico superior de Canadá, el Patented Medicines Prices Review Board, lo reduce al 7%. Dicho de otro modo, en más del 85% de los nuevos medicamentos la eficacia relativa –el resultado de comparar su eficacia con la de un fármaco similar ya en uso- es prácticamente nula. En más del 85%, repito, la inmensa mayoría. Un dato que descubre la enorme extensión del engaño de las farmacéuticas, que propagan como mejor, y cobran muy caro, lo que sólo es igual a lo que ya hay a precio bajo. O sea, la sociedad paga más o mucho más por muy poco o por nada más. Bien puede decirse que el negocio y el beneficio de la industria farmacéutica están, en gran parte, asentados en el engaño y el despilfarro social.

- Pero si hay aquí engaño, fraude, ¿cómo podría controlarse? ¿Por qué no intervienen los poderes públicos sancionando prácticas no admisibles sea cual sea la óptica política que cada cual quiera mantener? Estamos hablando de fraude en temas de salud humana, no de cuestiones sin excesiva importancia. Sin embargo, por otra parte, un centro de investigación avanzada como el BIOCAT está notablemente financiado por la industria farmacéutica. ¿Por qué cree usted que operan de ese modo?
Impedir el engaño es teóricamente sencillo. Basta con fijar el precio de los nuevos medicamentos, o decidir su inclusión en el sistema público de salud, en función del valor terapéutico añadido de cada uno, algo no muy difícil de evaluar por medio del análisis coste/efectividad o la eficacia relativa. De hacerse así, el precio de las novedades prescindibles no sería más alto que el de sus similares ya comercializados, y no permitiría el gasto de la publicidad mentirosa necesaria para presentarlas ante los médicos como verdaderos avances. Algunos países ya aplican estos o parecidos procedimientos. No muchos: Australia, que fue la primera, Nueva Zelanda, Francia, Finlandia, Reino Unido (con menos fuerza), y EE.UU. para el consumo del Medicaid, el seguro federal para los pobres. No consienten el engaño. Claro que la industria farmacéutica es poderosa y hábil para aguar las medidas que le disgustan. Pero aun así, en casi todas esas naciones el precio medio de los medicamentos es más bajo y crece pausadamente, y la información al médico mucho más cierta, permitiéndose distinguir entre la pseudonovedad y la novedad.
En España, sin embargo, los políticos no quieren evitar el engaño, incluido el actual gobierno de izquierdas que se precia de justo defensor de lo público. Las medidas que, desde hace tiempo, se adoptan son sólo cosméticas, medidas para no tener que tomar medidas. Se sigue una política de entretenimiento o de hacer que se hace mientras se dejan pasar los días sin afrontar los problemas. Mire Ud., hace unos meses se aprobó la nueva Ley del Medicamento, y esa ley, que pretende modernizar el sector y ajustar el consumo de fármacos, tan excesivo, no obliga a comparar los nuevos con sus similares preexistentes. No impone el coste/efectividad ni la eficacia relativa. Al contrario, enaltece el placebo como patrón de referencia para medir la eficacia de un medicamento nuevo, cuando el placebo, que es, como Ud. sabe, una sustancia inerte, nunca puede revelar si la novedad es un avance terapéutico o una pseudonovedad que no añade nada. La única explicación de los ensayos con placebo, dice con ironía Richard Nicholson, un bioético británico, es que así no se puede percibir que son muy pocos los nuevos fármacos que mejoran a los ya disponibles. El placebo encubre el gran engaño de la industria y, al parecer, la legislación española también.
Esto podría ser la razón de la generosidad de las farmacéuticas al financiar centros de investigación, como BIOCAT, u otras operaciones de nuestros gobiernos. La industria invertiría dinero para conservar el favor del poder político.
- ¿Existe alguna vinculación entre la industria farmacéutica y los hospitales y facultades universitarias como las de medicina o económicas? ¿Por qué la industria farmacéutica coloca sus poderosos tentáculos en esos ámbitos? ¿Cree usted que el espacio público debería aceptar esas intervenciones?
El sector farmacéutico forma parte del sanitario, así que la relación o, como Ud. dice, la vinculación industria/hospital entra en la naturaleza de las cosas. Lo que ocurre es que el dinero de la industria la ha degradado a una compra de voluntades. En busca de recetas, paga reuniones, cursos, proyectos de investigación, aparatos, etc. En los hospitales, la industria siempre se muestra como un dadivoso calculador que espera que el dinero regalado le sea devuelto con creces.
La relación con las facultades de economía, centros de estudios, escuelas de negocios o sociedades profesionales, es también de compra. La industria las subvenciona para conseguir que el ámbito académico no sea crítico, sino amistoso, y produzca trabajos con prestigio universitario en defensa de las patentes, los precios, el consumo, etc., en defensa de los beneficios de las farmacéuticas. Compran la protección de una red intelectual reconocida. Desde luego que el espacio público, como Ud. lo llama, no debería aceptar donaciones de la industria, ni en dinero ni en especie. Ayudan, claro que ayudan, y en ocasiones cubren necesidades perentorias de los servicios médicos, pero nunca podrán compensar la desintegración moral y las ineficiencias que pronto producen.
- ¿Qué porcentaje de los ensayos públicos son financiados directamente por la industria farmacéutica? ¿Por qué realizan esas inversiones? Si los ensayos son públicos no se corre el riesgo, en buena lógica, que pueda haber apropiación privada de esos resultados. ¿La hay?
Autores americanos, numerosos, recuerdo ahora a Abramson y a Spitz, estiman que el 70% de todos los ensayos clínicos es pagado directamente por las farmacéuticas. Una cantidad de dinero enorme, porque cada año se hacen decenas de miles de ensayos clínicos. Se dirá, y es cierto, que este tipo de ensayos, en los que participan seres humanos, están sujetos a unas normas legales exigentes (autorizaciones de comités de ética, protocolos, plazos, etc.). Pero también es cierto que la intención científica y la interpretación de los resultados de la prueba escapan a las regulaciones, y que una experimentación independiente e imparcial pudiera tener gravísimas consecuencias para una industria que engaña, vendiendo la mayoría de sus novedades a precios de avances terapéuticos cuando no lo son (recuerde Ud. que nada menos que el 85% tienen una eficacia relativa nula o casi nula). Sería un riesgo insoportable para la industria que la venta y beneficios previstos de un nuevo producto dependieran de criterios científicos neutrales. Como dice McHenry, un filósofo y bioético de la universidad de California, la estrategia de la industria ahora no es aceptar la evidencia, sino defender “las moléculas”, las novedades. Así que, necesariamente, la ciencia ha de flexibilizarse y someterse al marketing y las normas gubernamentales, también. De un modo u otro la industria diseña y controla muchos trabajos científicos. Mire Ud., en el 2004, creo, el fiscal general de Nueva York procesó a GlaxoSmithKline por ocultar datos clave de sus ensayos clínicos. Y este no es un caso aislado, hay decenas. ¿Quiere esto decir que todos los ensayos clínicos pagados por las farmacéuticas son tendenciosos? Claro que no. A la propia industria no le convendría. Pero el que paga manda, y la financiación por la industria del 70% de todos estos trabajos constituye sin duda una tremenda corriente de contaminación de la medicina y la ciencia públicas (incluso en las investigaciones revisadas por pares es frecuente el fenómeno llamado de “sesgo de patrocinio” o conclusiones favorables al financiador).
Por cierto, el que paga no sólo manda sino que también compra, así que yo no diría que hay una apropiación privada por la industria si el precio que cobra el hospital por el ensayo clínico es el justo (cosa que dudo, pero eso es otra historia).
- Pero si es así, si es como usted dice, ¿cómo es posible que las comunidades científicas afectadas permitan un control de estas características? Tal como se suele entender el espíritu científico y la finalidad de la ciencia, lo que usted critica parece un sinsentido, es como si la ciencia dejase de ser “conocimiento desinteresado” y pasara a convertirse en un asunto de negocios y de poderes económicos. Pero, verdaderamente, Science is not business. ¿No deberían levantar su voz de alarma las revistas científicas de prestigio? The Lancet, por ejemplo, no tiene nada que decir frente a asuntos como éste.
Bueno, para las farmacéuticas la ciencia carece de interés si con ella no se hace “business”, y este criterio lo han contagiado –con dinero, claro- a buena parte de la comunidad científica. Las contribuciones o donaciones de la industria han crecido el 900% en tan sólo 20 años, entre 1980 y 2000, según Lemmes. Y naturalmente también aumentó su influencia en todos los aspectos. Cuando la industria lo cree conveniente, “alquila” a científicos o médicos y a través de ellos diseña ensayos y otros trabajos de investigación clínica, recoge y analiza los resultados, enseña los datos que le son favorables y oculta o retrasa los que no le gustan, compra a médicos y académicos prestigiosos, los que llama KOLs (key opinion leaders), para que firmen artículos que escriben unos “ghostwriters” (generalmente los departamentos de marketing o de relaciones públicas de las empresas), publica esos artículos en respetables revistas médicas y además los utiliza como referencias en el material de propaganda de sus productos (nada menos que el 11% de todos los artículos aparecidos en 1998 en las publicaciones médicas norteamericanas procedía de ghostwriters, y se estima que el porcentaje es hoy mucho mayor).
En fin, como le digo, médicos y académicos relevantes son pagados por la industria para que firmen artículos que no escriben basados en datos que no recogen ni analizan y, en ocasiones, ni ven. La infección por el dinero de la industria está tan extendida en la comunidad científica que la entrega de cheques por algo que no se hace o se hace mal, es decir, por faltas de ética, ha adquirido ya una cierta naturalidad. Muchos piensan que si no lo hago yo, lo hará otro.

- ¿Y no se producen resistencias en la comunidad científica?
Claro que hay médicos y científicos que resisten y censuran tal degradación, incluso con vehemencia, como el profesor Drummond Rennie, de la Universidad de California, que ha calificado de lamentable, escandalosa y alarmante la actitud de las universidades y los científicos. Pero los críticos no son suficientes para detener la enfermedad. Lo cierto es que la influencia de la industria ha emborronado todas las cosas de tal modo que en la literatura científica es difícil distinguir lo genuino de lo falso. Mire Ud., los editores de las principales revistas médicas del mundo ( New England , Lancet , Journal of American Medical Association , Annals of Internal Medicine y otras más) se sintieron obligados a advertir conjuntamente que el actual control de la investigación clínica por las compañías farmacéuticas podría hacer que acreditadas publicaciones médicas participasen en engaños o tergiversaciones. O sea, de hecho los editores se reconocen incapaces de asegurar el rigor de los textos que publican, y honestamente lo avisan. Pero hay algo peor…
- ¿Algo peor?
Sí, efectivamente, hay algo peor, y es que además de la investigación clínica, la industria ya infecta los centros de creación del conocimiento científico (universidades, institutos especializados, etc.). Ensucia las fuentes y la misma naturaleza de la investigación básica. Verá Ud., la participación financiera de las farmacéuticas origina un clima de trabajo que empuja a los investigadores a tener más en cuenta las posibilidades comerciales del proyecto que su valor intelectual y beneficio público. La industria promueve una investigación que busca dinero por medio de la comercialización del conocimiento; orientada hacia la transferencia de tecnología, los derechos de propiedad intelectual y las patentes, y que, por tanto, considera los datos científicos como bienes personales y confidenciales. El escrutinio público y el debate abierto que permiten a otros investigadores verificar y repetir los resultados, algo imprescindible para el avance de cualquier ciencia, se hacen imposibles.
La industria aísla a los investigadores y promueve la apropiación privada del conocimiento científico. Le voy a leer un párrafo de un informe, ya no reciente, de la Comisión de Evaluación Tecnológica del Congreso de Estados Unidos sobre nuevas formas de desarrollo de la biotecnología, párrafo que Sheldon Krimsky, profesor de la Universidad de Tufts, recoge en este libro titulado, como Ud. ve, Science in the private interest , un libro excelente. Dice así: “Las relaciones universidad/industria pueden afectar adversamente al ámbito académico inhibiendo el libre cambio de investigación científica, minando la cooperación entre departamentos, creando conflictos entre pares y retrasando o impidiendo la publicación de resultados de la investigación. Además, la financiación dirigida puede reducir el interés de los científicos por los proyectos sin suficientes posibilidades comerciales, y así dañar indirectamente la investigación básica que se hace en las universidades”.
Y voy a leerle otro párrafo, mejor dicho, una pregunta, también del libro de Krimsky: “¿Pueden las universidades preservar el libre cambio de ideas entre estudiantes y profesorado a la vez que cumplen los acuerdos con la industria?” Una pregunta que debería dar que pensar a aquellos, cada vez más, que en España animan con entusiasmo la asociación de la universidad o de centros de investigación básica con la industria. Lo que Krimsky llama la “desenfrenada comercialización de nuestras instituciones”.

- ¿Afirmaría usted entonces que no sólo la industria española sino que las grandes multinacionales del sector están corruptas? ¿No estamos entonces ante una situación muy peligrosa? Estamos hablando de la salud, de la vida de las personas.
Claro que estamos hablando de una situación muy peligrosa. A lo largo de esta conversación hice ver varias veces que la industria farmacéutica engaña, está asentada de raíz en el engaño, y que para ocultarlo y mantener sus excepcionales rentas corrompe la investigación y los investigadores, primero, y trasmite a los médicos informaciones falsas, después. Pero más responsable que la industria, mucho más, son los gobiernos, y concretamente las autoridades farmacéuticas que saben todo y consienten casi todo. Una benevolencia oficial que, desde luego, la industria agradece de muchas formas. Es frecuente, por ejemplo, que cuando los altos funcionarios de farmacia son cesados encuentren en la industria trabajo con excelentes retribuciones.
- ¿Cómo cree usted entonces que debería orientarse de forma justa y razonable la investigación farmacéutica en un país como el nuestro?
Ahora, en los minutos de una entrevista, no me atrevo a esbozar un proyecto de política de investigación farmacéutica, que requiere, claro, reflexión y debate. Pero sí le diré dos cosas: una, yo no subvencionaría, como ahora se hace, a las compañías farmacéuticas que investigan; eso es su interés, diría que su necesidad, porque sin obtener medicamentos nuevos no se puede competir en el mercado farmacéutico, y sin la posibilidad de competir una empresa no tiene razón de ser, se extingue. ¿Por qué el Estado va a estimular con subvenciones algo que las compañías están obligadas a hacer para vivir? Y dos, no mezclaría, por motivos que antes comenté, la investigación básica que debe potenciar el Estado con la investigación mercantil de las farmacéuticas.
- ¿Cuáles son las causas del creciente y supuestamente imparable gasto farmacéutico? ¿El envejecimiento de la población? ¿Quién ha sugerido, por ejemplo, que se consideran enfermedades la calvicie, la timidez, ciertos síntomas de la adolescencia, incluso el malhumor? ¿Debería contenerse este gasto? ¿Cómo hacerlo?
El gasto se acelera por un conjunto de causas, unas empujan el volumen del consumo y otras los precios. Las principales son la aparición de nuevos productos, siempre más caros; la inflación farmacéutica o actualización de los precios de los medicamentos no nuevos; los avances tecnológicos clínicos que alargan la supervivencia de muchos pacientes, en su mayoría tratados con fármacos; la cronicidad de las enfermedades prevalentes en nuestras sociedades que requieren el uso prolongado o de por vida de medicamentos; las terapias intensivas modernas en ciertos padecimientos; la creciente medicalización de las limitaciones naturales del cuerpo humano, como las que Ud. cita de calvicie, timidez, sexo apagado, etc. que ahora pueden ser tratados con medicinas; y también el envejecimiento de la población, aunque a lo largo del tiempo su influencia es mucho menor de la que se le atribuye (está probado que en aquellos países donde la población mayor de 65 años ha crecido más rápidamente, el gasto sanitario no ha aumentado con mayor rapidez que en aquellos otros donde la población anciana creció con más lentitud).
En resumen, el gasto crece porque aumenta el coste por día de tratamiento, aumenta los días de tratamiento por enfermo y aumenta el número de enfermos. Entonces, preguntará Ud., ¿hay que aceptar el incremento del gasto? En España, de ninguna manera. Aquí el gasto es desmedido y su coste de oportunidad muy gravoso. El coste de oportunidad es en este caso el valor de lo mucho que deja de hacerse en otros sectores de la asistencia pública al destinar recursos a farmacia; dicho de otro modo, en el marco de un presupuesto sanitario finito y siempre escaso, el rápido aumento del gasto farmacéutico reduce el dinero a asignar a la atención primaria, los hospitales e inversiones. Contenerlo es, pues, indispensable y apremiante para la sanidad pública. ¿Cómo? Hay que contar primero con una decisión política firme.
El gobierno ha de estar dispuesto a abandonar el hacer que se hace con medidas de corto recorrido (rebajas que disminuyen el coste, pero no el consumo; precios de referencia encogidos; descuentos de la industria; incentivos ridículos a los médicos, etc.). La contención es un proceso permanente, un trabajo constante de vigilancia del gasto junto a una actitud firme de resistir su crecimiento con las medidas eficaces, gusten o sean impopulares. Algo difícil para los políticos que viven al día, sin pensar en mañana (como Luis XV, “après moi, le déluge”) y eluden enfrentamientos con la industria y con los ciudadanos votantes. Es indispensable para el Sistema, pero no creo que se haga nada más que ir trampeando irresponsablemente todo el tiempo que se pueda. Después, dirán, que salga el sol por Antequera.

- ¿Desea añadir algo más? ¿Cree que hay algún punto esencial que no hemos tocado?
Pues sí, diré algo más, porque no quiero dejar de señalar cómo las farmacéuticas mitifican descaradamente su investigación cada vez que afirman (y lo hacen con mucha frecuencia, en una coordinada campaña) que la obtención de un nuevo medicamento es un proceso de enorme riesgo financiero y elevadísimo coste. Dos engaños más. Verá Ud., es obvio que la inversión en cualquier proyecto de investigación siempre está envuelta en incertidumbre. Pero esta inseguridad, este riesgo natural disminuye mucho cuando el inversor puede diversificar su cartera en varios proyectos, como ocurre con la investigación de una empresa farmacéutica, que generalmente sigue a la vez varias líneas distintas.
La Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso de EE.UU., a la que antes me referí, estima que la diversificación permite incluso eliminar el riesgo en el desarrollo de nuevos medicamentos, eliminar, dice, no sólo disminuir. Además, la industria farmacéutica recibe una especial seguridad añadida en las naciones con sistemas de salud de libre acceso universal, donde la efectividad de la demanda farmacéutica está garantizada con dinero público, lo que reduce la inestabilidad del mercado y por ello el riesgo de la innovación. La industria sabe que cualquier nuevo fármaco nace con la certeza de que el Estado sufragará su consumo para todos que lo necesiten. En fin, ese “enorme” riesgo según la industria es, en la práctica, pequeño o quizá nulo.
Y algo similar puede decirse del coste “elevadísimo”. También está hinchado. Desde luego no es barato poner en el mercado un medicamento verdaderamente nuevo. Exige no pocos recursos financieros. No pocos, pero cuántos, qué cantidad concreta, se desconoce. La industria oculta desde siempre las cuentas de la investigación (mantuvo durante 9 años, y ganó, una batalla legal contra la General Accounting Office, de EE.UU., que pretendía revisarlas), y no es posible saber qué gastos incluye en dicha partida ni, claro, el coste real de un nuevo fármaco. No hay datos ciertos que puedan ser contrastados. Las cifras que se manejan y airean son simples estimaciones teóricas y académicas pagadas, salvo excepciones, por la industria.
En recientes anuncios en prensa, Farmaindustria asegura que el coste de un nuevo medicamento es de “más de €800 millones” pero Public Citizen Congress Watch, una organización de consumidores establecida en Washington, muy respetada por su independencia y rigor, lo calcula en unos €90 millones; es decir, €710 millones menos. Una diferencia tan desmedida que sólo es posible si alguien miente, y el que más se beneficia de hacerlo es la industria.


Hasta aquí, la entrevista a Enrique Costas Lombardía, realizada por Salvador López Arnal para la revista El Viejo Topo. Creemos que dice todo tan, tan claro, que no hay nada interesante que nosotros podamos añadir.