sábado, 28 de julio de 2012

Modelos explicativos de la acción de los psicofármacos y sus implicaciones en la práctica de Salud Mental (Álvaro Múzquiz Jiménez e Iván de la Mata Ruiz)


Hace unas semanas, tuvimos la suerte de poder saludar en persona a Iván de la Mata, coautor junto a Alberto Ortiz de un lúcido y muy necesario artículo que nos ha servido de inspiración en nuestro quehacer desde hace años. El caso es que nos ha hecho llegar un nuevo trabajo suyo, realizado junto a Álvaro Múzquiz Jiménez, que de nuevo nos ha impresionado profundamente. Este escrito recoge ideas que habíamos leído un tanto deslavazadamente aquí y allí, pero con una sistematización y un orden tales que no podemos catalogarlo sino como imprescindible. Se trata de un capítulo del libro recientemente editado por Manuel Desviat y Ana Moreno titulado “Acciones de Salud Mental en la Comunidad” y que nos permitimos transcribir de forma textual aquí para colaborar en su, en nuestra opinión, muy necesaria difusión:



MODELOS EXPLICATIVOS DE LA ACCIÓN DE LOS PSICOFÁRMACOS Y SUS IMPLICACIONES EN LA PRÁCTICA DE SALUD MENTAL.

Álvaro Múzquiz Jiménez*. Iván de la Mata Ruiz.**
*MIR Psiquiatria. Instituto Psiquiátrico Servicios de Salud Mental José Germain de Leganés.
** Psiquiatra. Instituto Psiquiátrico Servicios de Salud Mental José Germain de Leganés.


INTRODUCCIÓN


Robert Castel señala cómo en el imaginario reformista psiquiátrico de los años sesenta y setenta la aparición de los modernos tratamientos psicofarmacológicos ocupó escaso lugar en las discusiones sobre los envites de la práctica psiquiátrica, y que cuando se hablaba de ellos era para limitar su importancia o reinterpretarlos a partir de algunos elementos secundarios1. Sin embargo los medicamentos psiquiátricos se convirtieron  en el denominador común de la práctica psiquiátrica siendo ampliamente utilizados en todos los servicios y en el elemento tecnológico central a partir del cual se configuró el paradigma biomédico como ideología dominante en la psiquiatría de las últimas décadas. La consecuencia  de esta ausencia de discurso bio-farmacológico en la psiquiatría reformadora  fue que se aceptó sin crítica el modelo de acción de los psicofármacos (y consecuentemente el modelo de enfermedad) propuesto por la renacida psiquiatría biomédica como si se trataran de hechos científicos incontestables y ajenos a cualquier historicidad o contingencia social. La psiquiatría comunitaria, más que integrar una tecnología, se vio colonizada por ella y por la ideología biomédica que la organizaba.


La centralidad de la tecnología farmacológica en la práctica psiquiátrica actual se refleja en el incremento continuo del consumo de  psicofármacos que se viene produciendo en los países occidentales, multiplicándose por tres o cuatro el número de prescripciones por mil habitantes de casi todas las clases de psicofármacos en cada una de las últimas décadas, y en la ampliación de la población diana2-8. Sin embargo cada vez se tiene más datos que apuntan a que su papel está sobredimensionado tanto en su eficacia terapéutica9-13  como en la recuperación funcional14-17. Así mismo existen datos de que la utilización de psicofármacos por tiempos prolongados se relacionan con importantes efectos sobre la morbilidad y mortalidad de los pacientes18-19 y también se apunta  a que su consumo crónico podrían contribuir a empeorar el curso natural y el pronóstico a largo plazo de algunas de las condiciones en las que se indican20-26.


Esta tecnología psicofarmacológica se organiza en torno a un modelo de racionalidad de prácticas configurado no por la aplicación univoca de un corpus teórico científico sino construido en el seno de un cuerpo social cuyas contingencias determinan su desarrollo y sus valores27-28. La alusión explícita a este modelo no aparece habitualmente en la literatura, sino que suele encontrarse de forma dispersa y poco desarrollada29. Cuando el modelo de racionalidad está explicitado es normalmente a través de una inferencia realizada a partir del análisis de elementos que lo señalan: las prácticas relacionadas con los psicofármacos (prescriptiva y de investigación), la forma en que éstos se clasifican o la omisión sistemática de descripciones de los efectos de los psicofármacos que no encajen en ese modelo29.  


El modelo de racionalidad es, por tanto, un orden que subyace a la forma de elaborar la teoría psicofarmacológica, y que, sólo tomando cierta distancia, puede ser visto y descrito30. En este trabajo, pretendemos analizar el modelo de racionalidad de la práctica prescriptiva actual y su problemática, para después exponer un modelo explicativo alternativo de la acción de los psicofármacos cuyo principal valor es poder inscribirse de forma menos problemática en el proceso de reconstrucción de una  práctica psiquiátrica que recupere al sujeto, su historicidad y su contexto.  


El proceso práctico de prescripción psicofarmacológica


La psicofarmacología, como técnica en el seno de la psiquiatría, es una disciplina fundamentalmente práctica. Como tal, puede ser dividida en dos componentes: la teoría psicofarmacológica y la práctica concreta llevada a cabo por los psiquiatras. Que la teoría obedece a elementos no tematizados que constituyen su saber en un ámbito específico y que se forman tras una ruptura histórica que retiene aquellos elementos del conocimiento que pueden ser aceptados en su seno y expulsa aquellos que no, y que a esto se le ha dado el nombre de paradigma, fue ampliamente estudiado en las obras de Foucault y Kuhn. 


Teoría y práctica están inseparablemente relacionados31, pero su relación no es la de una teoría preformada por distintos elementos, externos a la práctica, que la condicionan y que una vez desarrollada dirigirá la práctica como si ésta fuera una acción racional del psiquiatra quien, valorando las distintas opciones teóricas que existen a su disposición, elige la que cree más conveniente. La relación de teoría y práctica no es una relación de dominio y dirección de la primera sobre la segunda. Nadie tiene ni la experiencia ni la cantidad de información necesaria para tomar decisiones de esta manera32. Lo que ocurre, más bien, es que la práctica tiene su propia lógica, una  que antepone la eficacia, la simplicidad y la generalidad al rigor, y que es generada a partir de una serie de esquemas de pensamiento, percepción y acción a los que Bourdieu da el nombre de habitus31. Estos esquemas se incorporan en el psiquiatra sin necesidad de una atención explícita a postulados teóricos desarrollados previamente, y lo hacen principalmente a lo largo de su primer entrenamiento, durante el periodo formativo, con escasa flexibilidad a partir de entonces. Las primitivas disposiciones determinarán su aceptación o rechazo de lo nuevo, incluyendo incluso la forma en que el psiquiatra obtiene la información, momento en el que la teoría como tal ejercerá su máxima influencia. La información teórica escrita suele provenir de disciplinas relacionadas con la psiquiatría pero que se encuentran en los márgenes de ésta; disciplinas habitualmente dominadas y diseñadas por empresas, en este caso farmacéuticas33. Los productores de esta teoría tendrán su propio habitus. Esto es posible porque el psiquiatra no se encuentra aislado; está en un tiempo y un espacio. También lo están el paciente al que trata y aquellos que producen la información teórica a la que el psiquiatra accede. Excede al objeto de este capítulo el análisis de todas las fuerzas que influyen en la conformación del habitus. Baste decir que se podría hacer un recorrido por las mismas, desde la imitación mimética de sus “maestros” por el psiquiatra alumno, hasta las estructuras más generales y abarcadoras -sociales y económicas-, que influirán en la psiquiatría (en otros trabajos se ha señalado cómo el neoliberalismo ha transformado la psiquiatría34), pasando por la disciplina psiquiátrica en conjunto (se ha dicho que nos encontramos en un periodo de “Segunda psiquiatría biológica”35), o elementos institucionales más cercanos, como la inclusión en un sistema público de salud.


Todos estos elementos pragmáticos e institucionales operantes se corporalizan en el psiquiatra y se materializan en lo más propiamente intrapsiquiátrico, es decir, en la experiencia psiquiátrica constituida por el encuentro del médico con el paciente36. El psiquiatra, entonces, inicia ese proceso, aún sin descifrar, de movimiento constante y alternante entre un acto de encuentro con una persona y con una instancia psicofísica37, cuyo caso más ejemplar es, precisamente, el de la práctica psicofarmacológica.


El modelo de acción centrado en la enfermedad


El modelo de racionalidad dominante de la practica prescriptiva actual se basa en lo que Joanna Moncrieff ha identificado y tematizado como modelo centrado en la enfermedad29. Este modelo se define por su concepción de la acción de los psicofármacos como una acción específica que corrige un trastorno mental concreto. La idea de esta especificidad se basa en una hipótesis causal de los trastornos mentales: que éstos son la consecuencia de alteraciones bioquímicas cerebrales. El modelo terapéutico acorde a esta hipótesis es que es posible la cura de los trastornos mentales corrigiendo estas alteraciones al restablecer el equilibrio bioquímico cerebral. El nombre de los grupos en que los psicofármacos se clasifican y la forma de prescripción de los mismos son un buen ejemplo para entender la influencia de este modelo38. Disponemos de los antidepresivos, estabilizadores del ánimo, antipsicóticos, etc., y de esta forma son utilizados: como fármacos que tienen la capacidad de corregir aquel desequilibrio que subyace a la depresión o la manía, a la psicosis, etc.,  y que poseen un efecto si no curativo, sí al menos corrector de los trastornos que han recibido estos nombres.


Directamente relacionados, y acompañando a este hecho definitorio central, existen otros presupuestos: los efectos de los psicofármacos se dividirán en aquellos específicamente curativos y en efectos secundarios, y, puesto que los sujetos sanos no presentan  alteración bioquímica alguna en su cerebro, los efectos de los psicofármacos serán diferentes en estos individuos con respecto a los observados en los pacientes29, 39.


El origen y mantenimiento del modelo.

Aunque los psicofármacos han sido ampliamente utilizados desde antes de la llamada revolución psicofarmacológica de los años 50 del siglo XX29,39,40 es a partir de esos años cuando se producen una serie de cambios que determinarán tanto el impacto descrito en la primera parte como el desarrollo del modelo de racionalidad centrado en la enfermedad:

1- El acontecimiento fundamental que marca el cambio es el descubrimiento de la clorpromacina en 1952 29, 39,41. El impulso político e intrapsiquiátrico hacia una integración completa en la medicina y el descubrimiento de un fármaco que por medio de su aparente especificidad podía facilitar esa integración, así como ayudar en el proceso de desinstitucionalización que ya se venía produciendo, fueron las fuerzas principales operantes del cambio. Aunque se ha mencionado no se ha insistido lo suficiente en el hecho de que automáticamente se incluyera en otra serie de prácticas y teorías que ya venían desarrollándose en el ámbito de la medicina: el descubrimiento de la penicilina y por tanto la idea y la práctica del uso de los fármacos como sustancias específicas para tratar enfermedades concretas, lo que Ehrlich denominó “bala mágica” 29,39. Si bien el uso de la clorpromacina introdujo particularidades propias de la psiquiatría, la especificidad del fármaco no podía dejar de ser  considerado  el ejemplo, el paradigma de  la bala mágica de la psicofarmacología29. Al mito de la Clorpromacina como bala mágica se une el cambio en la medicina en las últimas décadas como practica preventiva. Así los fármacos ya no son solo entendidos como un tratamiento curativo sino que además se trata de manejar factores de riesgo, por ejemplo el riesgo del suicidio en el caso de la depresión o el riesgo de que se desencadene una psicosis39. El interés actual por lo biomarcadores en psiquiatría, tanto como técnica para detección de potenciales riesgos de enfermedades mentales como para diseño de pautas farmacológicas “personalizadas” no deja de ser un nueva reactualización del paradigma de la “bala mágica”42.

2- Además, en 1962 se institucionaliza y legaliza el modelo centrado en la enfermedad a través de la enmienda Kefauver-Harris de la FDA39,43. Esta enmienda, creada como reacción a los estragos producidos por la talidomida, obligó a las empresas a demostrar la eficacia de sus fármacos para un trastorno específico como requisito para la aprobación de su comercialización. El método elegido para esta demostración fue el ensayo clínico aleatorizado, que es el que se mantiene hasta nuestros días. Si el principal propósito de los ensayos clínicos consiste en obtener una autorización administrativa los ensayos clínicos son tomados por lo que no son. Considerados criterio de especificidad, en realidad solo deberían servir para descartar aquellos tratamientos que no funcionan. Por tanto, no se puede inducir el efecto general de un fármaco ni su especificidad para el tratamiento de un trastorno39.

3- La posición de la industria farmacéutica en aquellos años no dejaba de ser ambivalente: se debatía entre la promoción de sus productos adaptándose al nuevo modelo y la insistencia en los efectos propios de las sustancias en cuestión29. Esta segunda posición se mantuvo durante algún tiempo puesto que parecía ser un modelo que aparentemente abarcaba un mercado más amplio. La atención mediática prestada en los años 70 a  la dependencia provocada por las benzodiacepinas (paradigma de fármaco inespecífico)  determinó finalmente que la industria aceptara el modelo centrado en la enfermedad como modelo comercial44. Ya no se trataba de convencer de las propiedades sedantes, hipnóticas, energizantes o estimulantes de los fármacos, sino de promocionar enfermedades para las que tenían un tratamiento específico. Y esas enfermedades estaban definidas y estandarizadas en las categorías diagnósticas que describía el nuevo DSM III que vio la luz en 1980. El modelo categorial de los trastornos mentales y el modelo farmacológico centrado en la enfermedad son fruto de la misma época, en un ejemplo más de cómo teoría y práctica se configuran no de forma secuencial, sino de forma interdependiente y en relación con un conjunto de contingencias sociales, políticas, económicas y culturales. Healy señala cómo la inversión pública en la investigación farmacológica empezó a decaer con la aparición de las políticas neoliberales a finales de los setenta39,44. Desde ese momento las empresas farmacéuticas toman el absoluto control sobre los datos sobre psicofármacos. Los ensayos clínicos los realiza la industria, es en su seno donde se plantean las preguntas, se diseñan los protocolos, se analizan e interpretan los datos y es esta misma industria la que controla lo que se publica45,46.

4- Tanto en el ideario de la psiquiatría académica como en el de las compañías farmacéuticas subyace la idea de que las enfermedades mentales (sin distinción) son ocasionadas por alteraciones en los sistemas de neurotransmisión y que los fármacos actúan corrigiéndolos47. La promoción comercial48 y las campañas institucionales49,50 difunden este ideario entre la población general transformándose la idea popular que se tenía de las enfermedades mentales, más cercana a modelos psicosociales, por una narrativa de desequilibrio bioquímico que se convierte en la metáfora cultural dominante 28,51,52.


La validez interna del modelo de acción centrado en la enfermedad


Aunque la idea de que los psicofármacos actúan de forma específica sobre la fisiopatología de los trastornos mentales preside la investigación farmacológica y gran parte del discurso profesional o popular, la realidad es que esta hipótesis está lejos de haberse demostrado29,39,48. La debilidad del modelo parte de la debilidad de su principal postulado: los psicofármacos actúan corrigiendo específicamente las alteraciones fisiopatológicas de los trastornos mentales. La mayor justificación para la validez del modelo de acción de los psicofármacos centrado en la enfermedad sería que la patofisiología de la enfermedad se pudiera describir independientemente o de manera previa a la indicación del fármaco29,39. Como hemos señalado, el conocimiento actual de las hipotéticas bases de la fisiopatología del conjunto de los trastornos mentales es muy poco concluyente. Incluso en el caso en que se admitiesen ciertos hallazgos de alteraciones en los sistemas de neurotransmisión, como en el caso de las hipótesis dopaminérgicas de la esquizofrenia53,54, es difícil de determinar si es la causa, la consecuencia o el mero correlato de la experiencia emocional o subjetiva del estado psico(pato)lógico. En realidad las modernas hipótesis fisiopatológicas de las enfermedades mentales derivan de los mecanismos de acción conocidos o presumidos de los psicofármacos, o bien se han intentado adaptar para explicar la acción de estos 29. Este tipo de razonamiento ha sido reiteradamente criticado por partir de un error lógico conocido como la falacia post hoc: si la fluoxetina, que produce una inhibición de la recaptación de la serotonina, parece aliviar la depresión, entonces algo alterado en la recaptación de serotonina produce la depresión29,39. Sin embargo el sistema nervioso central presenta un alto grado de integración, de tal manera que la acción inicial de los psicofármacos forma parte del inicio de una larga cascada de adaptaciones del cerebro que generalmente sobrepasan los efectos iniciales55. Estas consideraciones cuestionan la simplificación de la narrativa del desequilibrio, pero, lo más importante, cuestionan en sí, la idea central de la especificidad de acción. Esto explica cómo en la clínica se utilizan fármacos similares para tratar diferentes síntomas o trastornos y cómo fármacos diferentes se utilizan para los mismos síntomas o trastornos29. Cuando se observa este efecto, la conclusión no es que la mejoría se deba a un efecto inespecífico, como por ejemplo el bloqueo emocional o la sedación, sino que estas sustancias tienen también propiedades antidepresivas o antipsicóticas.


Implicaciones del modelo de acción centrado en la enfermedad.


Las implicaciones que este modelo tiene para la práctica e investigación psicofarmacológicas y para la psiquiatría en su conjunto demuestran las limitaciones y potenciales efectos negativos del mismo, de los que señalamos algunos de ellos:

1- Tendencia hacia una creciente conceptualización medicalizadora y reduccionista de los trastornos mentales al considerarlos meramente como productos de un cerebro alterado, excluyendo  los determinantes  sociales de la enfermedad tanto en su génesis como en su mantenimiento. La idea de que “las enfermedades mentales son enfermedades como cualquier otra enfermedad” tiene como referente el modelo medico más clásico de disfunción biológica 29,50.

2- Construcción de una narrativa cultural de la enfermedad basada en el desequilibrio bioquímico en la que la identidad social queda anulada por una identidad neuroquímica del sujeto39,51. El sujeto así construido se percibe así mismo como portador de un disfunción cerebral que debe ser corregida independientemente del contexto en que hayan surgido sus problemas y minimizando su capacidad de resolución sin la intervención de la tecnología médica47. Socialmente esta narrativa parece dificultar más que favorecer la disminución de las actitudes estigmatizantes hacia la enfermedad mental50.

3- Limitación de la participación en la toma de decisiones en la práctica al médico (como experto en la materia), excluyendo al paciente de cualquier consideración al respecto.

4- Limitaciones propias de la investigación psicofarmacológica: al considerar que la acción de los psicofármacos es específica, en el análisis de sus efectos se presta escasa atención a aquéllos que no modifiquen los valores en las escalas de síntomas del trastorno, limitando así el análisis global de sus propiedades46. Estos otros efectos incluyen desde los considerados efectos secundarios hasta las consecuencias derivadas del uso a largo plazo o que afectan a otros ámbitos no especificados como síntomas propios de la enfermedad (trabajo, familia, etc.) y la negación de los efectos iatrogénicos46.


El modelo centrado en la enfermedad puede ser concebido como un tipo de saber que se da en un determinado momento. Como señala Foucault56, cualquier saber se forma a través de un régimen de poder que circula entre los enunciados que lo constituyen. Los enunciados que se relacionan de esta manera son prácticas discursivas,  es decir, que son realizados por alguien (investigadores, médicos, etc.) desde algún lugar (una institución, un edificio concreto, etc.) y a través de alguna forma (leyes, artículos científicos, etc.). A la relación entre este conjunto heterogéneo de elementos (discursivos y no discursivos), Foucault le dio el nombre de dispositivo57. Como se puede ver, la práctica concreta de los psiquiatras también forma parte de este entramado. Antes utilizábamos la clorpromacina o la “bala mágica” como singularidades que nos ayudaban a ejemplificar el modelo al señalarlos como paradigmas, y los elegíamos también como origen histórico, pero no por ello se convierten en los únicos elementos individuales a considerar. Si las prácticas forman parte de la relación de poder que conforma el saber, cada acto del psiquiatra puede ser valorado de manera similar. Es decir, cada uno de estos actos es susceptible a su vez de ser señalado como paradigma, en cada uno de ellos se produce y reproduce la “bala mágica”, el paradigma del fármaco como corrector de una enfermedad. Por tanto, las prácticas desarrolladas dentro de los esquemas del habitus de los psiquiatras tienen una importancia capital en el saber configurado en torno a la psicofarmacología. Lejos de ser una conclusión determinista, estas afirmaciones apuntan hacia las posibilidades de cambio propuestas en las obras de Healy39 y Moncrieff29. Para esclarecer más esta afirmación es necesario precisar lo siguiente:

1- El régimen de poder entre los elementos no es jerárquico y fijo, sino que se va formando por la circulación de los efectos del poder entre ellos y es susceptible de modificaciones58,59.

2- Como indicamos al principio, existen factores prácticos a distintos niveles que influyen en la formación del habitus y la lógica práctica; no todos provienen de estructuras generales (estado, economía, industria, etc.).


Por tanto, modificaciones de elementos a cualquier nivel pueden influir en las relaciones establecidas y con ello en ciertas prácticas discursivas en torno al saber psicofarmacológico.


La crítica metodológica interna al saber farmacológico.


La formalización de la investigación psicofarmacológica en las últimas décadas del siglo pasado que veíamos anteriormente a través del ensaño clínico aleatorizado ha tenido como contrapunto el desarrollo de tecnologías para el análisis metodológico crítico de la calidad de los ensayos y de la consistencia de los hallazgos, cuyo paradigma más conocido es la llamada medicina basada en la evidencia.  A este tipo de análisis crítico en el caso de la psicofarmacología le denominaremos la crítica metodológica interna, pues en último término no cuestiona el modelo de acción centrado en la enfermedad que hemos explicitado ni el problema de la validez y utilidad de las categorías diagnósticas psiquiátricas como entidades naturales. No obstante la crítica metodológica interna  cumple dos funciones importantes en el estado actual de la investigación biomédica y de la psicofarmacológica en concreto:

1- Realiza un análisis crítico de la metodología de los ensayos clínicos.  Así en el caso de la investigación psicofarmacológica esta crítica ha señalado las limitaciones y omisiones de los ensayos clínicos: el diseño de las preguntas,  la aleatorización, el enmascaramiento, los problemas del lavado, el problema del placebo, las intervenciones control, la duración de los ensayos, las escalas psicométricas como variables subrogadas, la interpretación de los abandonos, el análisis de los efectos secundarios, la ausencia de datos de seguridad a largo plazo y de repercusión en el funcionamiento psicosocial,  la falta de análisis económicos, etc46, 60-64.

2- Crítica política. El principal valor de la crítica metodológica interna es desvelar los conflictos de intereses, valores y  poder en la creación del conocimiento sobre todo entre la industria farmacéutica como promotor hegemónico de la investigación farmacológica y los intereses de pacientes y consumidores65-67. En este sentido se trata de una crítica política ya que su objetivo es lograr una investigación independiente o al menos transparente, regulando el acceso a los datos, transformado las agencias de regulación, controlando el proceso de publicación, denunciando los sesgos en la información a los consumidores, desvelando las relaciones entre los investigadores y el financiador y desvelando otros posibles sesgos.


Por tanto esta crítica metodológica “interna” pretende tanto separar el grano de la paja  como construir un saber farmacológico “neutral”, libre de conflictos. La crítica metodológica en los dos aspectos que hemos señalado tiene un papel importante, pero limitado en el caso de la psicofarmacología. Como creadora de información independiente sus análisis llegan muchas veces  cuando las practicas y las ideas ya están internalizadas en el habitus del que hablamos antes y han expuesto a muchos pacientes y no tan pacientes a intervenciones farmacológicas iatrogénicas con importantes consecuencias para la salud65,66. La historia del tratamiento de las personas diagnosticadas de esquizofrenia es paradigmática en este sentido. Las primeras teorías sobre la hiperactividad dopaminérgica en la esquizofrenia supuso la exposición a megadosis de neurolépticos a los pacientes39. Cuando se vio que estas dosis no solo eran innecesarias sino que eran claramente iatrogénicas habían pasado ya dos décadas. La construcción del concepto de atipicidad por parte de la industria farmacéutica y por la academia psiquiátrica generó la idea de que existían unos nuevos fármacos menos tóxicos con perfiles receptoriales novedosos cuando lo que probablemente sucedió es que los nuevos neurolépticos se usaban a dosis comparativamente más bajas que sus predecesores68. Se crearon y se siguen creando nuevas teorías receptoriales (algunas incompatibles) para explicar los beneficios de cada nuevo antipsicótico que sale al mercado69. Dos décadas después de la introducción de los “atípicos” sabemos que estos fármacos no ofrecen mucha mayor ventaja que sus parientes lejanos, que no han transformado la calidad de vida de los pacientes, que han producido nuevos problemas como los síndromes metabólicos y que existe una correlación de los viejos y de los nuevos con disminuciones en el volumen cerebral de los pacientes18,26,63. Pero la atipicidad forma ya parte del habitus ampliándose ahora a la nueva población diana de las personas diagnosticadas de trastorno bipolar 70. Como “agenda” política su influencia es difícil de valorar tanto entre la propia comunidad  profesional como en el conjunto de los ciudadanos o en el poder político y no es el objetivo de este trabajo. No cabe duda de que la tarea de concienciar sobre los conflictos entre la lógica del mercado y los valores de salud es un trabajo a largo plazo.


Aunque esta crítica metodológica interna no cuestiona la racionalidad de la práctica psicofarmacológica en sí, el análisis de las incoherencias, omisiones  y limitaciones de los datos lleva a autores como David Healy y Joanna Moncrieff a cuestionar las bases de esta racionalidad, a saber: la especificidad de acción de los psicofármacos corrigiendo las bases bioquímicas especificas de un estado cerebral patológico29,39. Como hemos señalado, para estos autores, esta forma de entender el mecanismo de acción de los psicofármacos es actualmente especulativa, se basa en unos cimientos muy débiles sobre los que se construyen unas prácticas discursivas sobre la enfermedad mental y el sujeto cuyas consecuencias tiene que valorarse también en un plano ético y político. Lo que omite este modelo de racionalidad y la forma en cómo se desarrolla la investigación farmacológica son los efectos subjetivos o comportamentales que producen los psicofármacos  sobre las personas que los toman46.  A continuación explicaremos de forma resumida un modelo alternativo que explica la acción de los psicofármacos basándose en sus propiedades psicoactivas y las posibles implicaciones sobre la práctica que tendría la asunción de dicho modelo. Este modelo es sugerido a lo largo de la obra del psicofarmacólogo David Healy39,68, pero es tematizado por Joanna Moncrieff en su libro “The myth of chemical cure” 29.


El modelo centrado en la acción del fármaco.

El modelo alternativo de entender el mecanismo de acción de los psicofármacos es considerarlos sustancias psicoactivas que inducen un estado psicofisiológico determinado que puede ser en ocasiones beneficioso en el alivio de determinados síntomas, conductas o experiencias subjetivas mientras dura el tratamiento61. Esta forma de entender cómo funcionan los psicofármacos se ha denominado modelo centrado en la acción del fármaco o sustancia psicoactiva29. La respuesta a la sustancia psicoactiva variará en función de las características químicas de la sustancia,  de su interacción con el cerebro particular de la persona que la toma y del contexto en que se prescribe, incluido el estado emocional, el contexto terapéutico y las circunstancias sociales29. Este modelo tiene varias implicaciones teóricas y prácticas:

1- El efecto psicofisiológico alterado que la sustancia produce en sujetos sanos o en sujetos diagnosticados de un trastorno mental son similares29,39. La diferencia estriba en si este efecto puede ser útil para el funcionamiento interpersonal o social de estos últimos, al menos de forma transitoria.

2- Los fármacos en este sentido no serían específicos de ninguna enfermedad. Fármacos similares podrían ser beneficiosos para distintos estados emocionales o experiencias subjetivas y fármacos distintos podrían beneficiar condiciones similares. La especificidad vendría dada por la cualidad del efecto psicofisiológico que induzcan, por ejemplo sedación o  bloqueo emocional, y su capacidad en aliviar determinados síntomas o experiencias de un determinado paciente29.

3- La distinción entre efecto terapéutico y efectos secundarios pierde sentido39. La acción de los psicofármacos debe entenderse como generadora de  un efecto neurofisiológico global que puede ser terapéutica, pero que también tiene implicaciones negativas. Por ejemplo el bloqueo emocional que producen los neurolépticos que puede ayudar a disminuir la implicación afectiva de las voces es el causante a su vez del desinterés por las actividades sociales o problemas cognitivos que puede dificultar el  proceso de recuperación. La utilización de psicofármacos conlleva siempre calibrar los beneficios que puedan obtenerse con las alteraciones que inducen, especialmente a largo plazo, sobre todo al considerarlos como sustancias psicoactivas que interfieren en el funcionamiento normal del cerebro.

4- La distinción entre drogas “recreacionales” y psicofármacos se desdibuja ya que ambas actúan sobre el sistema nervioso central causando un estado emocional o de conciencia alterado29,39. De hecho, alguno de los psicofármacos son utilizados con fines recreacionales como los estimulantes o las benzodiacepinas. Mientras que en el caso de las drogas recreacionales o el alcohol los mecanismos de adaptación que el sistema nervioso central produce en su uso continuado55 son el elemento central para explicar tanto los problemas de tolerancia y de abstinencia e incluso de las recaídas, en el caso de los psicofármacos este problema, aunque conocido, es sistemáticamente negado 21-24,71. Por ejemplo el uso continuado de neurolépticos que bloquean los receptores dopaminérgicos produce una reacción del organismo de tal manera que se incrementa el número de receptores y además su sensibilidad a la dopamina. Esto no solo produce el mismo fenómeno de tolerancia, sino que además cuando el fármaco se retira, sobre todo bruscamente, puede producir síntomas de abstinencia y la reaparición sintomatología similar al episodio que se había tratado25,72. Quizás el problema más conocido de neuroadaptación compensatoria al uso continuado de psicofármacos por su irreversibilidad y gravedad en ciertas ocasiones es la discinesia tardía68. También es importante señalar como mientras en el caso de las drogas recreacionales el énfasis está puesto en la abstinencia, en el caso de los psicofármacos el énfasis está puesto en el cumplimiento independientemente de la condición de que se trate.


El modelo explicativo de la acción centrado en el fármaco tiene sus antecedentes en las primeras descripciones de la acción de los neurolépticos por sus descubridores. Así Deniker consideraba que los efectos terapéuticos de la clorpromacina se debían a la inducción de “una enfermedad neurológica experimental” caracterizada por una reducción de los movimientos (acinesia) y una indiferencia emocional29. De hecho las primeras clasificaciones de los psicofármacos se organizaban en torno a las propiedades psicoactivas de los mismos, distinguiéndose tranquilizantes mayores, tranquilizantes menores, estimulantes, timolépticos, etc. Actualmente y de forma no tematizada este paradigma también se puede ver en las prácticas prescriptivas actuales como cuando se  utilizan medicaciones sedantes como las benzodiacepinas y los estimulantes en niños con conductas hiperactivas. En este último caso, aunque la psiquiatría hegemónica considera este tratamiento como especifico, su mecanismo de acción en realidad se puede deducir del efecto general que las anfetaminas o metilfenidato producen en cualquier persona29: a dosis bajas incrementan el nivel de alerta y focalizan la atención y la actividad al suprimir la reactividad al ambiente, incluida la interacción social, el comportamiento exploratorio y la reactividad emocional, mientras que a dosis altas al aumentarse este efecto se producen comportamientos compulsivos,  estereotipias y un incremento de la actividad motora.


En este modelo, determinar los efectos neurofisiológicos que produce cada fármaco a corto y a largo plazo resulta crucial para confrontarlo con los efectos que el paciente u otros pretenden obtener. Como hemos señalado antes el problema del  ensayo clínico estándar frente a placebo es que no pude distinguir si el fármaco está actuando de forma específica frente a una enfermedad o si por el contrario está actuando de forma inespecífica induciendo un estado neurofisiológico alterado que disminuye las manifestaciones sintomáticas o modifica la intensidad o forma en que se perciben (por ejemplo produciendo sedación o indiferencia emocional)46. El modelo de acción centrado en las propiedades psicoactivas de los fármacos tiene la limitación de que tampoco existe una investigación específicamente diseñada para conocer con precisión los efectos en la experiencia subjetiva, estado de conciencia, cambios comportamentales de los distintos psicofármacos73,74. Por tanto su conceptualización no está todavía suficientemente sistematizada, pero articula un marco en el que explorar el conjunto de efectos de los psicofármacos. Para Moncrieff determinar con precisión estos efectos debería ser el elemento central de la investigación farmacológica, dado que frente a las hipótesis que postulan que los psicofármacos actúan sobre la base biológica de los trastornos mentales, es mucho menos especulativo. Pese a no existir una descripción precisa de los efectos que produce cada clase de psicofármacos sí que existen datos para hacer una aproximación fiable de los efectos característicos de los principales psicofármacos. En la Tabla I se muestra un intento de clasificación de los psicofármacos en función de sus propiedades psicofisiológicas.


Implicaciones del modelo de acción centrado en el fármaco.  


La comprensión de la acción de  los psicofármacos desde sus efectos psicofisiológicos implica una nueva problematización de su utilización ante la que aparecen también distintas lecturas y discursos divergentes que en cierto sentido permanecían silenciados en el paradigma curativo dominante. Plantea un nuevo marco en el que poder discutir cuestiones terapéuticas, éticas y políticas del uso de los psicofármacos. Scherman tipifica estas visiones entre dos extremos: las visiones distópicas y las visiones utópicas de la tecnología farmacológica75. En un extremo están los que como Peter Breggin  resaltan los efectos tóxicos e invalidantes y la dependencia de las drogas psiquiátricas incidiendo en los aspectos coercitivos y el abuso de la psiquiatría biocomercial76. En el otro  estarían los que consideran algunos psicofármacos como tecnologías capaces de potenciar  determinadas cualidades humanas, cuyo representante paradigmático es Peter Kramer77 y que ponen sobre el tablero la problemática de la llamada psicofarmacología cosmética y la medicalización, de similares características a los sucedido con la disfunción eréctil o la hormona del crecimiento52,78.  Sin embargo la tecnología psicofarmacológica no tiene por qué tener un valor intrínsecamente negativo o alienante ni ser una panacea, sino que se puede conceptualizar de otra manera y situarla en otro orden de legitimidad, en otro discurso79.


El modelo explicativo de la acción de los psicofármacos centrado en sus propiedades psicoactivas, como hemos apuntado, se basa en la constatación de que los fármacos tienen efectos psicofisiológicos y que estos no difieren entre los que caen bajo las categorías diagnósticas y los que no. Este hecho puede explicar por si mismo los efectos terapéuticos o iatrogénicos de los psicofármacos en espera de si se confirman o no las hipótesis fisiopatológicas que se viene sucediendo en las últimas décadas sobre la naturaleza de las problemas mentales. Aceptar un modelo de acción centrado en el fármaco podría tener una serie de implicaciones en la práctica psiquiátrica: 

1- Sobre el concepto de enfermedad. La idea de que los psicofármacos “curan” o “restablecen el orden cerebral” sobre la que se basa la psiquiatría biomédica conlleva implícitamente la conceptualización de los síntomas o de las enfermedades como carentes de sentido, como productos descontextualizados de un cerebro alterado. Sin embargo el principio de racionalidad centrado en los efectos psicoactivos de los fármacos se adapta mejor a un modelo biopsicosocial de los trastornos mentales al no implicar una causalidad biológica determinista. Los psicofármacos así entendidos son compatibles con una comprensión de los problemas mentales como manifestaciones  de la  variedad de respuestas del ser humano ante los desafíos de la vida social.  


Hemos visto también cómo el mito del fármaco curativo contribuye a la construcción de una narrativa de enfermedad en la que los pacientes y los psiquiatras pueden llegar a entender las experiencias subjetivas en términos de desequilibrios bioquímicos. Hemos señalado antes los posibles efectos alienantes de esta narrativa. La necesidad del tratamiento psicofarmacológico se ha basado en la promoción de esta idea de forma repetida tanto por  los líderes de opinión de la psiquiatría como por la industria farmacéutica. Las personas definen su demanda en muchas ocasiones en estos términos.   El modelo centrado en las propiedades del fármaco, sin embargo, cuestiona esta identidad medicalizada determinista y visibiliza el conjunto de determinantes sociales ante los que el individuo responde. El sujeto aquí apelado es un sujeto activo tanto en la comprensión de su problemática como en la resolución,  si es posible, de la misma.

2- Sobre la centralidad del psicofármaco en la práctica psiquiátrica. Si los psicofármacos se entienden como curativos o como correctores de un desequilibrio interno implícitamente se establece una jerarquía terapéutica en el que el primer lugar lo ocupa el fármaco. Como hemos visto esta centralidad no se corresponde con los datos de eficacia,  efectividad o recuperación funcional de las intervenciones farmacológicas actuales. Con esta teoría el psiquiatra tiende selectivamente a ver los efectos positivos de los psicofármacos y a minimizar como necesarios los efectos negativos que produce su acción global. La desmitificación del poder curativo del fármaco  nos lleva a entender la práctica psicofarmacológica como intervención mucho más limitada. Si la acción de los fármacos se comprende desde la idea de que sus propiedades psicoactivas inducen estados mentales que pueden aliviar  algunas de las experiencias o estados emocionales, su utilización estará al servicio de otras intervenciones o mientras el paciente lo necesite en función de su propio  proceso de recuperación.  


La idea de que los fármacos son curativos lleva pareja la idea de la necesidad de un tratamiento, casi siempre prolongado, cuando no de por vida.  Así las recaídas de las distintas enfermedades son entendidas como producto de la falta de la sustancia o de la dosis necesaria de la sustancia que corrige la alteración subyacente. Esta simplificación amplifica el poder preventivo atribuido a los psicofármacos: no tiene en cuenta la historia natural de las condiciones psiquiátricas, el papel de los factores estresantes, los procesos de recaída debido a los problemas de neuroadaptación y abstinencia o el papel de las reacciones psicológicas y atribuciones de los pacientes o el entorno al retirar la medicación y verse sin el fármaco protector, lo que puede entenderse como una forma particular de efecto nocebo71.  La idea de que los fármacos simplemente actúan sobre los síntomas o experiencias subjetivas de los pacientes debido a sus propiedades psicoactivas acota mucho más las situaciones que justifican los  tratamientos prolongados y el supuesto efecto preventivo debe balancearse con la prevención de los riesgos derivados del propio tratamiento como por ejemplo los síndromes metabólicos, los efectos neuropsicológicos o los fenómenos de dependencia (véase el capítulo de prevención cuaternaria de este mismo libro). El tratamiento continuado estaría justificado  en primer lugar si el paciente continúa con síntomas o experiencias que le son desagradables y en su propia experiencia considera que los fármacos le producen alivio y en segundo lugar si los factores estresantes se mantienen e igualmente el paciente siente ayuda de la medicación para enfrentarlos.  En psiquiatría existen condiciones en las que los pacientes deben tomar medicaciones de forma continuada por lo disruptivo de sus experiencias, en ocasiones sin el acuerdo del paciente, pero debemos ser honestos en admitir que no estamos curando una enfermedad, sino controlando unos riesgos sociales quizás de una forma menos coercitiva que con otras medidas. El debate se abriría a un plano político y social y no a una cuestión meramente médica. Por otro lado la necesidad de un tratamiento prolongado está en relación con la calidad y cantidad de las intervenciones psicosociales que existan en los servicios.

3- Sobre el papel del paciente en la toma de decisiones. Uno de los cambios más importantes en la práctica de la medicina en las últimas décadas es el respeto de la autonomía de los pacientes a la hora de la toma de decisiones acerca de las intervenciones de salud. Hasta hace no mucho los pacientes psiquiátricos eran considerados como incapaces de tomar decisiones, de tal manera que cualquier intervención sobre ellos se podía justificar en pos del tratamiento. Se conocía poco sobre lo que pensaban los pacientes sobre sus tratamientos y lo que querían sobre ellos. Esta situación está cambiando y la gente quiere conocer los pros y contras de las intervenciones que se le ofrecen y tener una participación más activa en la toma de decisiones. En psiquiatría la idea de que los fármacos son curativos y que su retirada lleva en la mayoría de los casos a la reaparición de la enfermedad de base, suele omitir cualquier discusión tanto de los psiquiatras como de los pacientes sobre los efectos globales que los fármacos les están produciendo. Para Healy la idea del fármaco curativo establece una relación implícita basada en el poder que puede llevar patrones de prescripción abusivos68. En el modelo de acción centrado en las propiedades psicoactivas del fármaco el paciente es entendido también como un experto en valorar los efectos generales que le producen y valorar los pros y contras de su utilización de una forma más democrática que si su uso se entiende como inevitable debido a su poder curativo sobre un desorden existente. Este modelo puede promover un mayor proceso de decisión compartido e informado en la que la evaluación de los efectos sea bidireccional. Muchos pacientes y psiquiatras ya utilizan los psicofármacos de esta manera, adaptando las pautas de tratamiento de forma individualizada a las necesidades y experiencias por las que atraviesan.


Podría pensarse que las anteriores consideraciones son perfectamente asumibles dentro del modelo de explicación “curativo” del psicofármaco, mediante una utilización más juiciosa de la tecnología a través de una depuración teórica. Este intento no ha conseguido cambiar las prácticas hasta la fecha pues no tiene en cuenta el efecto discursivo o paradigmático al que hemos hecho alusión.  Consideramos que el modelo explicativo de la acción de los psicofármacos centrado en sus propiedades psicoactivas permitiría en definitiva articular un discurso, con bases empíricas más sólidas, sobre la tecnología farmacológica más acorde con el llamado modelo biopsicosocial y que integre la psicofarmacología en las prácticas de salud mental comunitaria con un paradigma más acorde con sus principios. Compartimos la idea de los autores de un editorial del British Journal of Psychiatry titulado “no hay psiquiatría sin psicofarmacología”, pero debemos preguntarnos qué psiquiatría y qué psicofarmacología.  Como señalan estos autores la formación en psicofarmacología tiene actualmente importantes déficits en las competencias que deben tener los psiquiatras en su proceso formativo, pero igualmente cabe preguntarse sobre qué tipo de paradigma debe instruirse. Conocer los efectos psicoactivos de los psicofármacos  y las experiencias de los que los reciben forma parte de esta necesidad de conocimiento.


Conclusiones


La psicofarmacología es central en el conjunto de la psiquiatría y está conformada por una serie de prácticas y elementos teóricos no del todo organizados. Los autores que han buscado alguna organización interna de las teorías dominantes han concluido que éstas se pueden reunir en torno a un modelo al que se ha llamado modelo centrado en la enfermedad. Este modelo tiene escasa evidencia que lo sustente, se apoya en gran parte en determinados intereses (comerciales y corporativos) y, además, presenta una serie de inconvenientes que hemos expuesto: medicalización, efectos sobre la narrativa del sujeto, sobre la participación de los pacientes en la toma de decisiones y limitaciones de la propia investigación en psicofármacos. Frente a este panorama tres grupos principales aparecen como reacción: la crítica interna, la oposición total a la psicofarmacología y por extensión a la psiquiatría en conjunto, y, por último, la proposición de cambios teóricos y prácticos que faciliten la organización en torno a otro modelo que rectifique parte de los inconvenientes mencionados y se ajuste más a la evidencia actual de la acción de los psicofármacos. Éste último es el trabajo de David Healy y Joanna Moncrieff y su agenda de desarrollo está contenida en las características e implicaciones del modelo centrado en el fármaco. La propuesta del modelo centrado en el fármaco no hay que entenderla como una simple sustitución de un modelo por otro, sino como la articulación teórica de prácticas que ya se vienen produciendo, la recuperación y el desarrollo de una teoría más ajustada a la evidencia en torno a la acción de los psicofármacos y, por último, como un intento de que esas prácticas y la teoría desde esta perspectiva actúen con más fuerza en las relaciones de poder, y, por tanto, que no sean colonizadas, sino que influyan en la producción del discurso científico.


Mientras no haya otra evidencia sobre las bases fisiopatológicas de la enfermedad mental y sobre la acción de los psicofármacos, el modelo centrado en el fármaco se presenta como la mejor respuesta a las necesidades de la práctica cotidiana y  la comprensión del efecto de los psicofármacos sobre los pacientes.


TABLA I. ESQUEMA DE CLASIFICACIÓN CENTRADO EN EL FÁRMACO*
Clase farmacológica
Efectos característicos generales
Butirofenonas (ej.: haloperidol)
Efectos parkinsonizantes como reducción del movimiento (acinesia) y de la actividad mental, indiferencia emocional, falta de motivación junto con disforia e inquietud (acatisia).
Fenotiazinas y fármacos afines (ej.: clorpromacina). Algunos antidepresivos tricíclicos (ej.: amitriptilina)
Los mismos que las butirofenonas más otros como la producción de una mayor sedación
Derivados de las dibenzodiacepinas y tienobenzodiacepinas (ej.: clozapina y olanzapina)
Efectos parkinsonizantes leves junto con una sedación intensa y alteraciones metabólicas
Benzodiacepinas (ej.: diazepam y lorazepam)
Sedación, euforia, desinhibición, relajación muscular
Barbitúricos
Sedación, euforia, desinhibición
Opiáceos
Sedación, analgesia, euforia, indiferencia emocional
Estimulantes del SNC (ej.: anfetaminas, metilfenidato, cocaína)
Estimulación fisiológica: aumento de la activación y atención, reducción del sueño, aumento de la frecuencia cardiaca y euforia
ISRS (ej.: fluoxetina, paroxetina)
Leve somnolencia, agitación ocasional, posible indiferencia emocional, efectos gastointestinales y en el funcionamiento sexual.
*Adaptada de Moncrieff, 2008.29


Reseñas

Moncrieff J. The myth of the chemical cure. 1ª Ed. New York: Palgrave Macmillan. 2008.
Análisis crítico del modelo de racionalidad de la psicofarmacología centrado en la enfermedad, del que se discute su consistencia. Se propone el modelo centrado en el fármaco como una alternativa más acorde al estado de conocimientos provenientes de la investigación y se exponen las ventajas que presentaría este modelo frente al anterior.

Healy D. The creation of psychopharmacology. 1ª Ed. Cambridge: Harvard University Press. 2002. Libro fundamental en el análisis del surgimiento histórico de la psicofarmacología en el seno de la psiquiatría y del impacto que esa tecnología ha supuesto, no sólo en esta disciplina, sino en la configuración de la sociedad y en la forma de entendernos a nosotros mismos como individuos. 


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Hasta aquí, la transcripción íntegra del texto de Álvaro Múzquiz e Ivan de la Mata. Creemos que debería ser de lectura obligada para todos los profesionales, quienes deberíamos reflexionar acerca de nuestras acciones y omisiones a la hora de la prescripción farmacológica, pensando en las personas a quienes tratamos.






viernes, 20 de julio de 2012

Conversaciones liberadoras en la intervención psicosocial: resiliencia y terapia narrativa en acción (MªDolores García Hernández)


Con este título, transcribimos hoy un artículo publicado por Mª Dolores García Hernández, Profesora Titular de Psicología Educativa en la Universidad de La Laguna, que apareció en  la Revista de Servicios Sociales y Política Social, Consejo General del Trabajo Social, 67-80, 2010.

Su investigación se ha centrado en la educación socioafectiva, cristalizando en diversas publicaciones y proyectos como el de Travesía: la construcción participativa de los valores en la escuela, La promoción de la resiliencia en menores con medidas judiciales, La Educación Emocional y en valores en contextos educativos y de riesgo, etc. 

Creemos que es del mayor interés y, por ello, agradecemos a la autora que nos haya permitido recogerlo en nuestra entrada, con el fin de colaborar en su difusión.



NARRATIVA Y RESILIENCIA: El poder de las palabras. 

Parece existir un cierto acuerdo en la idea de que la intervención psicosocial tiene, como uno de sus objetivos fundamentales, promover la calidad de vida de las personas implicadas en la misma. Sin embargo, también existe la evidencia de que esta, al depender en parte de los recursos y apoyos sociales disponibles, se verá mermada en condiciones adversas; de ahí que un debate persistente en las ciencias sociales ha sido cómo promover el bienestar en contextos de vulnerabilidad. De tal manera que cuando, en la práctica se diseña la intervención, aparecen cuestionamientos centrales para la toma de decisiones profesionales: ¿cómo abordar los problemas e impactos vitales de la gente?, ¿es posible proteger y alentar su felicidad cuando la realidad nos devuelve dificultades, desigualdades, adversidades?, ¿nuestra intervención debería centrarse en detectar y neutralizar los factores de riesgo que son la causa de los problemas?, o por el contrario ¿debemos centrarnos en la parte sana de las personas, en sus recursos y fortalezas, en las experiencias que le han protegido ante la adversidad? Para responder a estas preguntas quizá lo más eficaz sea observar qué ocurre en la vida de la gente que ha logrado abordar con éxito los problemas, es decir qué hace que se mantengan sanas e incluso extraordinariamente fortalecidas y transformadas a pesar de contar con situaciones fuertemente adversas. A las personas y colectivos que lo logran, se les ha venido a llamar resilientes. 

En relación con el concepto de resiliencia existe lo que se ha venido a llamar un “consenso blando” (Manciaux, 2004; pg. 25), no solo porque su definición es abordada desde disciplinas muy diversas, sino porque ha ido evolucionando en función de los datos obtenidos en las investigaciones y estudios desplegadas a lo largo de estos últimos tiempos. En general, se suele relacionar con la capacidad de una persona o colectivo para generar desarrollo humano a pesar de condiciones de vida difíciles o de hechos traumáticos (Grotberg, 2001), por lo que es algo más que sobrevivir a la adversidad y adaptarse, sino que supone la capacidad de salir fortalecidos y transformados de la misma. Como nos recuerda Cyrulnik (2001), la resiliencia pone a funcionar lo mejor de nosotros para defendernos, lo que nos lleva a producir más humanidad. 

El enfoque de la resiliencia ha propiciado un cambio de perspectiva en la investigación social, al mostrarse más preocupado por trabajar desde las capacidades y fortalezas que desde las debilidades o dificultades, pasando de un enfoque de riesgo, a otro enfoque basado en el desafío y en las potencialidades. Desde las premisas de la resiliencia, el proceso de ayuda debe poner el acento en los recursos y habilidades de las personas, más que en los problemas y en las causas de estos. En primer lugar porque hay evidencia acerca de que si preguntamos y nos focalizamos en rastrear problemas, no solo aparecerán sino que constituirán un escollo para avanzar hacia lo mejor; pero si preguntamos por fortalezas e historias de éxito, estas también aparecerán y terminarán convirtiéndose en el motor del cambio que se moverá también en esa misma dirección positiva y apreciativa (Coperrider y Whitney, 2005). En segundo lugar porque se asume que los fenómenos son multicausales, así que difícilmente podemos determinar qué es causa y qué es efecto, de tal manera que los fenómenos de riesgo y los de protección se encuentra mutuamente influidos, lo que requiere que se ponga énfasis en la interacción entre las distintas dimensiones que están presentes (Infante, 2001). 

La apuesta decidida por focalizarse en las experiencias de éxito, en las habilidades y recursos como la mejor manera de desafiar la adversidad es, sin lugar a dudas, la aportación más determinante realizada a la intervención social desde esta visión apreciativa, colaborativa y reflexiva propia del enfoque de la resiliencia. 

Hoy en día sabemos que la resiliencia se construye “entretejiendo” factores afectivos, comunitarios y verbales (Manciaux, 2003; Cyrulnik, 2002). Afectivos porque se requiere la presencia de los “otros” significativos que nos proporcionan vínculos seguros. Comunitarios porque se necesita una comunidad que responda de forma acogedora ante el sufrimiento y reconozca la aportación positiva que los procesos resilientes tienen para la sociedad. Y verbales porque las personas resilientes son capaces de darle un sentido a la su experiencia, abordándola como un desafió y una oportunidad. Los estudios sobre resiliencia señalan que este factor verbal es clave en el abordaje de la adversidad, convirtiéndose en el hilo, en la lana que entreteje la identidad, las relaciones y la calidad de vida (Cyrulnik, 2002). Por lo que, desde este enfoque, la acción social, educativa y psicológica (sobre todo aquella que se desarrolla en contextos de vulnerabilidad y riesgo), debe asumir que una de sus tareas fundamentales será ayudar a las personas a encontrar las palabras que les permitan dar un sentido a sus historias vitales. 

Los seres humanos somos contadores de historias, historias que dan un sentido de continuidad a nuestras vidas (White y Epston, 1993), una coherencia, una imagen reconocible y aceptable, en definitiva, una identidad. 

Hay historias vitales limitadoras que matan la esperanza e historias liberadoras que alientan la resiliencia, todos los relatos caben y lo importante es que se puede ayudar a la persona a transitar desde el victimismo y la vergüenza a la autoría y el orgullo. Ahora bien, hay que tener en cuenta que el sentido de la experiencia es socialmente construido (Gergen, 2006a), por lo que no será suficiente con ayudar a de-construir los relatos internos, sino además debemos ayudar a cambiar los relatos sociales que limitan la competencia y el poder de las personas. Para Cyrulnik (2009), no atender a las interpretaciones que el entorno social hace de las personas que viven la adversidad, que pueden manifestarse en forma de rechazo, paternalismo o estigmatización, supone no protegerlos del “segundo golpe”, agravando su sufrimiento. 

En definitiva, para promover resiliencia debemos trabajar el marco narrativo personal, comunitario y cultural, pero ¿cómo hacerlo desde la intervención social? Actualmente, el enfoque narrativo (White, 2002; White y Epston, 1993) se convierte en una alternativa interesante y viable porque ofrece claves sobre cómo mantener conversaciones liberadoras con los individuos y los grupos. Este enfoque posmoderno sobre el ser humano y su manera de entender y relacionarse con el mundo, supone un giro en relación con otros enfoques cognitivos y modernistas (Gergen y Warhuus, 2001). Observemos algunas diferencias que tienen implicaciones no sólo terapeúticas, sino también sociales y educativas. 

Desde los enfoques más cognitivistas y modernistas que guían la acción social, el lenguaje refleja la realidad. Las palabras son por tanto réplicas de la misma y la historia narrada es la única posible. Es por ello que profesionalmente dedicamos tiempo a: 

1. Comprender de forma exacta y lo más objetiva posible el problema. 

2. Buscar las causas que lo han provocado, explorando el interior de las personas, su mente individual. 

3. Darle un nombre a la causa del problema, eligiéndolo de entre el amplio número de términos diagnósticos que las ciencias sociales ponen a disposición de los expertos. 

4. Comunicar al cliente, desde la autoridad que le otorga la cultura a los técnicos, qué le ocurre y cómo se debe abordar el tratamiento. 

5. Iniciar el proceso de intervención con el objetivo de eliminar la causa y ayudar a avanzar hacia la identidad de un individuo coherente y autónomo y autorrealizado. 

6. El éxito del proceso de intervención dependerá de la habilidad del técnico para sustituir la historia de la persona por la historia del experto. 

En definitiva, desde esta perspectiva la clave de la intervención psicosocial estará en detectar con precisión la causa subyacente o raíz del problema. Ahora bien, esas causas están previamente determinadas desde un grupo cultural al que se le supone autoridad y experiencia contrastada para decirle a los “otros” qué les ocurre y cómo deben solucionar dicho problema para que sus vidas funcionen adecuadamente. Entendemos que esta visión de las personas y de la intervención psicosocial, puede tener consecuencias nefastas (Gergen, 2006a), en primer lugar porque se proporciona a las personas una lección de inferioridad, aprendiendo a devaluar su propio lenguaje y sus conocimientos a favor de la visión de los expertos, reduciendo su protagonismo y autoría. En segundo lugar porque ubica el problema en el interior de la persona, negando el papel de la cultura en la vida de la gente. Y en tercer lugar 
porque defiende que la única forma de abordar las dificultades es fortaleciendo al individuo, que debe superar en solitario toda una serie de requisitos (determinados objetivamente desde el conocimiento científico) para lograr construir una vida significativa y feliz. 

Desde las perspectivas posmodernas y en concreto desde el enfoque narrativo, se asume que el significado no es un producto directo de la realidad, sino que las personas la construyen a medida que le otorgan significado. Por tanto, el lenguaje no refleja la realidad, ni el relato elegido para explicarla es el único posible, existiendo otras historias alternativas a las que se puede acudir para dar sentido a la experiencia. Ahora bien, la estructura narrativa elegida como dominante conforma la identidad de las personas, por lo que piensan, perciben, sueñan y toman decisiones de acuerdo con esas estructuras; de tal manera que no solo describen nuestras vidas, también las prescriben (Gergen y Kaye, 1996). Las historias dominantes están fundamentadas en las “verdades normalizadoras” de la cultura (White y Epston, 1993) ya que, como señala Pakman, “todo proceso de comunicación y por tanto del uso del lenguaje, no es ajeno a intereses políticos, económicos, ideológicos y sociales ...” (Packman, 1996:18). El enfoque narrativo anima a las personas a ser desleales con los discursos dominantes de la cultura que les roban la autoría y el protagonismo, que les dirigen la vida para que se conformen con la historia saturada de problemas, y les desaniman al hacerles creer que no es posible crear una relatos alternativos que cuestionen el orden social establecido. Así por ejemplo, Newman y Holzman (1999) ayudan a que sus clientes se conviertan en activistas políticos y a que recuperen el control sobre los acontecimientos que están influyendo negativamente en sus vidas; White y Epston (1993) realizan una terapia comprometida con retar el orden dominante; o se acompaña en la lucha contra la opresión femenina o contra los estereotipos de género (Ussher, 1991; Watson y Williams, 1992). 

Es por ello que cuando se interviene desde el enfoque narrativo, profesionalmente se dedica tiempo a: 

1. Escuchar la historia dominante (saturada de problemas) que conforma la identidad de la persona. 

2. Situar el significado de la historia en un marco relacional y social, que surge a través de las conversaciones que mantenemos con los demás. No es un significado construido en el interior de la mente individual, sino colectivamente, pues son los “otros” los que nos ayudan a darles un sentido, nos indican los marcos desde donde interpretar y decidir lo adecuado o inadecuado de nuestras historias (Gergen, 1994). 

3. Deconstruir las verdades normalizadoras de la cultura que matan la diversidad y que dan o quitan poder en función de un único modelo de individuo y sociedad. Ayudando a desarrollo no tanto un yo autónomo como un yo relacional (2006b), situándolo en una posición de interdependencia con los otros. 

4. Promover la construcción de una relación participativa, donde el diálogo y la negociación permite que las personas asuman la autoría de sus vidas y amplíen las posibilidades de elección. 

5. Acompañar en la búsqueda de formas útiles de re-narrar la historia dominante para trascenderla y lograr que emerjan historias liberadoras, relatos más ricos y esperanzadores que contribuyan a recomponer de nuevo la satisfacción y la calidad de vida. 

6. El éxito del proceso de intervención dependerá de la utilidad de la nueva historia para hacer avanzar a las personas hacia la vida soñada, que ha decidido elegir entre otras muchas posibles. 

En definitiva, desde el enfoque narrativo la intervención psicosocial debería centrarse en propiciar conversaciones que favorezcan relatos e historias liberadoras. Ahora bien, ¿qué caracteriza esas conversaciones? 


CONVERSACIONES EXTERNALIZADORAS 

En muchas ocasiones, la identidad de las personas que nos piden ayuda está dominada por una narración “saturada de problemas” (White y Epston, 1993). Son historias atormentadas, confusas, desgraciadas que descalifican, paralizan, niegan o limitan la identidad, el bienestar y el sentido de la eficacia. 

“Casi siempre es la historia difícil, desconcertante, dolorosa o iracunda de una vida o de una relación ya arruinadas. Para muchos se trata de una historia de hechos calamitosos que conspiran contra su sensación de bienestar, de autosatisfacción, de eficacia. Para otros, la historia suele aludir a fuerzas invisibles y misteriosas que se introducen en las organizadas secuencias de la vida para perturbar y destruir. Y para algunos es como si, en su ilusión de saber cómo es, cómo debería ser el mundo, hubieran tropezado con dificultades para las que su relato preferido no los había preparado,” (Gergen y Kaye, 1996: 199).

Pero, aunque saturadas de problemas, son también historias únicas, genuinas, muy valiosas, que nos las ofrecen, permitiéndonos que “toquemos sus vidas”. Ante este honor, lo menos que se puede hacer es dedicar tiempo a escucharlas con atención, ofreciéndoles un escenario en el que las personas sientan reconocimiento, protagonismo y autoría (Anderson, 1999; Anderson y Goolishian, 1996). Supone prestarles atención desde una actitud crédula (no me preocupa la verdad de la narración, me preocupa su utilidad para la vida de las personas), de curiosidad genuina (me ofrece una historia de la que nada sé pero que me fascina, me dejo atrapar por el relato) y de responsabilidad (porque deposita en mí una fe en que puedo ayudarle a recuperar el control de su vida). Supone establecer una relación de experto a experto, donde como señala Andersen (1987, 1994) el técnico gobierne no desde la jerarquía sino desde la hetarquía, es decir no de arriba a abajo sino “a través de ...”, de forma igualitaria. 
Desde el enfoque de la narrativa, una vez narrada la historia “saturada de problemas”, el desafío es lograr promover la externalización separando la identidad de la persona del problema. Externalizar supone identificarlo y “sacarlo fuera”, porque “el problema es el problema, las personas no son el problema” (White, Epston y Lovoti, 1993). Cuando nos relacionamos externalizando, ayudamos a quitarle poder a las etiquetas patologizantes y al diagnóstico experto que normalmente se marca “a fuego” en la identidad de las gentes: “Somos una familia disfuncional”; “Tengo una personalidad dependiente”; y a validar los intentos genuinos que hacen las personas para resolver sus problemas. 

Externalizar requiere cambios en la gramática profunda, requiere cambios en la forma en que nos comunicamos (White, 1994; Payne, 2002): “Parece que la desgana se ha apoderado de ti”; “el apoyo y el cariño desaparece en esta familia cuando aparecen las peleas”; “la agresividad te hace olvidar lo que quieres a tu madre”, “la desconfianza logra apartarte de tu pareja”, etc. Los beneficios de la externalización en la calidad de vida de las personas son diversos, así, externalizar reduce los conflictos acerca de quién es el responsable y la sensación de fracaso, reconoce los intentos de las personas para resolverlo, favorece la cooperación, se abordan los problemas de forma más desenfada y eficaz, promueve autoría, etc. Cuando las personas logran separarse del problema, no solo se identifica cómo funciona, cuáles son sus tácticas y sus aliados; sino además permite recuperar relatos acerca de cómo es la vida de la persona al margen del problema, se visibilizan sus habilidades, recursos y competencias, fortaleciéndola de esa forma para abordar con éxito la adversidad. Pero sobre todo la externalización ayuda a asumir la autoría, ayuda a que las personas se sientan capaces de intervenir en sus vidas y en sus relaciones. 

Para externalizar se deben realizar preguntas que ayuden no tanto a obtener información, como a que las personas aclaren el relato, buscando que se genere experiencia. Hay que dedicar tiempo a descubrir cómo logra el problema derrotar los intentos de la persona por “sacudírselo”, con que aliados cuenta y por tanto, con que otros problemas aparece, en definitiva se debe dedicar tiempo a hablar acerca del efecto que tiene en problema en la vida y las relaciones de las personas: ¿Crees que la desgana te quiere?; ¿crees que es injusto que la desesperación les obligue a pelearse y a dejar de ser una familia? ¿Crees que a la agresividad le gusta verte como te peleas con tu madre? ¿Qué opinas acerca de lo que el problema quiere hacerle a tu vida?; ¿cómo consigue obligarte hacer cosas que no te gustan? En estos momentos interesa además que la persona relate cómo está contribuyendo a la supervivencia y al fortalecimiento del problema: ¿Cuando te ataca la frustración como sueles reaccionar, intentas defenderte, te distraes con otras cosas, te dejas llevar? También por la influencia de la cultura y las normas sociales hegemónicas que culpabilizan, y reducen la búsqueda de recursos creativos, inusuales, extraños pero útiles para la superación del problema: ¿Cómo puede una mujer conservar su trabajo y disfrutar de él, sin que se le considere una madre negligente?, ¿cómo han logrado hacerle creer que su rebeldía y coraje es propio de personas desagradecidas? ¿a quién le interesa que usted siga siendo una “esclava” de los demás?. 

Externalizar el problema permite darle voz a la parte sana de las personas, a la parte que ha logrado mantenerlo alejado, permitiendo contraponerla a la voz del problema. De ahí que es importante interesarnos acerca de qué es capaz de hacer la persona al margen del problema, en qué ocupa su tiempo, qué le gusta hacer, cuáles son sus intereses, etc., con el objetivo de “iluminar” los procesos resilientes, haciendo acceder recuerdos y experiencias positivas que la acción del problema ha logrado hacer olvidar. Rastrear los intereses y cualidades de las personas obliga a focalizarse en historias de éxito y se comienza a poner los cimientos para reestablecer la esperanza y la autoría en el cambio: (“¿les parece bien si dedicamos un poco de tiempo a conocer a Elisa al margen del problema, cuando no se encuentra bajo la influencia de la Tristeza”).

Por tanto, externalizar el problema, e identificar sus tácticas y aliados ayuda a deconstruirlo y a que la persona comience a darse cuenta que el relato saturado de problemas es uno más en el mapa, abriéndose una puerta a la posibilidad de re-narrar su identidad y recuperar el sentido de agencia personal y de autocompetencia. La externalización se logra de forma más eficaz si, una vez que conocemos cómo funciona el problema y qué planes tiene para arruinarle la vida a la gente, se le visualiza e identifica con claridad; y a modo de diagnóstico basado en el nuevo conocimiento del problema, se le da un nombre (White, Epston y Lovoti, 1993). Desde el enfoque narrativo se busca que las definiciones estén basadas en el conocimiento “popular”, teniendo como premisa básica que experimenten una sensación de agencia personal:“Los tembleques”, “El idiota”, “El Genio”; “La injusticia”; “La dominación”. 


CONVERSACIONES QUE SE ATREVEN A DESAFIAR AL PROBLEMA 

La terapia narrativa está sustentada en los planteamientos del construccionismo social que defiende que las ideas, los conceptos y los recuerdos están mediatizados por el lenguaje, de tal manera que no definimos el mundo que vemos, sino que vemos el mundo que definimos. De esta manera, las narraciones seleccionadas para hablar de mi identidad o de mi vida, no son más que una posibilidad entre otras muchas formas de narrar, por lo que las historias que contamos seleccionan unas experiencias y dejan fuera otras, buscando crear narrativas que sean coherentes con los relatos de la cultura en la que la persona está inmersa (“Es bueno que cada cual tome sus propias decisiones y haga las cosas a su manera”; “es un pelele porque no se impone y se sacrifica por los demás”; “es una mala madre porque prefiere que se le reconozca profesionalmente que dedicarse a cuidar de sus hijos”). 

Por muy detallista que sea la historia saturada de problema, es imposible que abarque toda la experiencia vital de las personas y colectivos con los que conversamos. Sin lugar a dudas, la experiencia vital es más rica que el discurso, siempre hay sentimientos, recuerdos, momentos, destelllos... que el relato dominante no puede abarcar. Normalmente dejamos fuera experiencias vividas que el relato dominante no sabe donde encajar porque contradicen o no tienen en cuenta los relatos dominantes en la cultura. De ahí que uno de los objetivos de las conversaciones liberadoras es hacer acceder historias y narraciones culturalmente silenciadas, ocultas, no contadas, que desafían el discurso hegemónico, sin matices, de las “verdades normalizadoras” y que se visibilicen otros relatos más ricos y optimistas (White y Epson, 1993). De ahí que se invite a las personas a indagar las excepciones o desenlaces inesperados (de Shazer, 1988, 1999), es decir en relatos extraordinarios donde el problema ha salido derrotado o se ha mantenido alejado, recuperando experiencias olvidadas pero cruciales para cuestionar las historias saturadas de problemas: ¿en algún momento has logrado mantener el problema alejado de tu vida? ¿cómo pudo resistirse a la influencia del problema en alguna ocasión? 

Las excepciones o desenlaces inesperados son una de las claves de la intervención psicosocial desde el enfoque de la narrativa, pues ayuda a las personas a construir una historia alternativa más útil de sí mismo y de sus relaciones. La historia alternativa permite a la persona o colectivos “re-escribirse” a sí misma de forma más positiva ¿cómo puede este descubrimiento afectar a tu manera de verte? Pero también ayuda a revisar la relación con otras personas ¿cómo podría este descubrimiento afectar a tu relación con...? E incluso a revisar su relación con el problema (al negarte a colaborar con el problema ¿cómo crees que se está sintiendo?). Cuanto más profundicemos en la historia alternativa, más posibilidades se abren de poder abordar con éxito la historia saturada de problemas. 


CONVERSACIONES QUE AYUDAN A SOÑAR 

Por fin, las personas que en un principio se sentían totalmente abrumadas por la adversidad, han podido sacudirse de la influencia del problema y hacer un hueco a la posibilidad de una historia alternativa más satisfactoria, encontrándose en disposición de elegir otra realidad. Es el momento de alentar los sueños, de colaborar en la construcción de futuros nuevos, de imaginar cómo será la vida sin la influencia del problema, los cambios que se producirían, los nuevos roles y relaciones que aparecerían. 

Alentar a las personas a que sueñen la vida que desean al margen del problema es uno de los aspectos más importantes de la intervención social, pues el que las personas se visualizan triunfantes ante la adversidad tiene un efecto positivo en la acción y en el resultado final. De tal manera que el relato alternativo, la historia liberadora se asienta en las posibilidades que ofrece la imaginación, donde cualquier realidad es posible y donde se permite la realización de proposiciones provocativas (Coperrider y Whitney, 2005) que desafían el desenlace que el problema tenía pensado para la persona. Conversar acerca de los sueños ayuda además a determinar los objetivos de la intervención, a decidir de forma colaborativa que hacer para avanzar hacia el sueño, proporcionándonos indicadores de la utilidad de la intervención para la vida de las personas. 

La mayoría de las intervenciones posmodernas para conversar sobre los sueños y que se visualicen en un futuro sin problemas, hacen uso de la “pregunta milagro” (de Shazer, 1988), propiciando un diálogo donde la prioridad es crear realidades deseadas. 

“Supón que una de estas noches, mientras duermes, ocurre un Milagro, y no te enteras de que ha ocurrido porque estás dormido, y todo lo que quieres conseguir al venir a esta consulta se cumple ¿Cómo te darías cuenta que el milagro ocurrió?” (O’Hanlon y Weiner-Davis, 1990, pp.119). 

Mas que una pregunta es una secuencia de ellas que pone en marcha un proceso generativo que amplía el potencial vital de las personas, invitándolas a crear algo nuevo y mejor. Es una invitación a la creatividad, a pensar fuera de los procesos y experiencias que nos anclan en el pasado. A través de la pregunta milagro invitamos a las personas a crear lo que se quiere, primero en el plano del lenguaje para después movilizar la energía en construir el puente hacia el sueño (Coperrider y Whitney, 2005). Las posibilidades de los sueños se basan por un lado en el convencimiento de que en algún momento se ha podido vivir de ese modo (acontecimientos extraordinarios) y por otro lado en los recursos y fortalezas presentes en las personas y que surgen cuando somos capaces de conocerla al margen del problema.


CONVERSACIONES QUE RE-INTEGRAN SOCIALMENTE LA HISTORIA ALTERNATIVA 

Las narraciones son logros relacionales y se validan en el contexto social donde se debaten, pues “nuestras relaciones crean nuestro self, en lugar de que nuestro self crea las relaciones” (Gergen, 1996). Por eso, un paso importante para la construcción de narrativas liberadoras es ayudar a las personas a que revisen, identifiquen y decidan qué grupos de pertenencia van a ser invitados a acompañarles en la historia alternativa que define ahora su identidad. Esta genera nuevos roles, responsabilidades, derechos, deberes, etc. que provocan una transición social de un estatus de identidad a otro, por lo que hay que buscar que la nueva historia sea legitimada y reconocida por la comunidad. Tiene que ver con lo que White y Epston (1993) llamaron el “club de vida”, basándose en la idea de que hay personas que han tenido un papel importante en la construcción de nuestra identidad y de nuestras historias vitales; en este sentido, se anima a la personas a re-pensar acerca de los miembros de ese “club de vida”, reorganizando no solo su presencia, sino también su rango y estatus. Estos autores organizan celebraciones, dan premios en presencia de los seres queridos, diseñan “ritos de paso” que anuncian la transición de una historia a otra, etc. En estas conversaciones debemos interesarnos sobre la persona que más se alegrarían de su “triunfo” sobre el problema, la que menos se sorprendería porque siempre creyó en su fortaleza, la que más ha tenido que ver con que la habilidad o conocimiento que le ha ayudado a afrontarlo, etc. 

Así mismo, las conversaciones que ayudan a re-integrar socialmente la historia alternativa, animan a que se haga uso del nuevo conocimiento construido para ayudar a otras personas que estén pasando situaciones similares de adversidad. En este sentido, los estudios sobre las personas resilientes coinciden en identificar el altruismo como uno de los factores protectores más potentes, observándose el interés de estas personas y colectivos por buscar formas de que su experiencia pueda servir para generar bienestar comunitario (Vanistendael y Lecomte, 2002). 


CONVERSACIONES QUE FAVORECEN UN CONTEXTO DE SEGURIDAD Y CREATIVIDAD 

Alentar a las personas a ser desleales a las narrativas que no le están siendo útiles (Cecchin, Lane y Ray, 1992), puede ser visto como una amenaza a su identidad, construida con esfuerzo a lo largo de mucho tiempo. Por tanto, nuestra tarea fundamental es diseñar un escenario donde se sientan seguras para atreverse a narrar y renarrar su vida. Esto requiere, como ya explicamos anteriormente, una actitud atenta y crédula pero también curiosa ante la historia relatada, y una creencia genuina en que las personas no solo desean mejorar sino que se esfuerzan para ello. En este escenario no cabe apelar a la resistencia o al sabotaje (de Shazer, 1984) cuando la intervención no avanza hacia donde los profesionales entendemos que debería avanzar, y en caso de que sea así debemos asumir que la gente tiene todo el derecho del mundo a decidir si desea o no colaborar con la realización de acciones que consideran que podrían poner en peligro su identidad, la de su familia o la de su entorno. Hacer participe a la persona de cualquier decisión, apoyarnos en el significado que atribuyen a las acciones y en sus experiencias de éxito ante la adversidad, constituyen las actitudes que guían la relación terapeútica desde la narrativa y la resiliencia. Si las personas se sienten consultadas, tenidas en cuenta, reconocidas por sus intentos de buscar solución a sus problemas, probablemente la colaboración se desarrollará y permitirá el que se “atrevan” a construir historias liberadoras que desafíen las dificultades y la adversidad. 

La intervención desde este enfoque narrativo también debe ayudar a que la gente reinvente sus vidas, construya el guión, le dé fuerza a determinados personajes y oscurezca la presencia de otros; por tanto narrar y renarrar también requiere de un escenario que invite a la creatividad, al juego, que permita poner en tela de juicio lo que es común y corriente, que haga creíble lo imaginario invocando el sentido poético y estético de vida. 


CONCLUSIONES 

Las conversaciones que mantenemos con personas y colectivos que han salido triunfantes del dolor, de la adversidad y a las que se le ha dado la oportunidad de reflexionar sobre su experiencia, nos dejan claro lo que les ayuda y lo que no les ayuda: 

No les ayudan los expertos neutrales que no les reconocen sus intentos de buscar salida, confundiendo los manotazos desesperados (que cualquiera que se esté ahogando daría) con resistencias, retrocesos o mucho peor, alguna enfermedad mental. No les ayudan los diagnósticos acerca de su “identidad”, “de su self”, “de su mente individual” que les hacen sentir culpables, que no responsables, de sus problemas y sufrimientos. No les ayuda la búsqueda frustrante de las causas, que les obliguen a centrarse en la realidad del pasado, que les recuerda las batallas perdidas y les roba la fuerza para seguir “peleando” por los sueños esquivos. 

En cambio, sí les ayuda contar con expertos que colaboren con ellas en la búsqueda de posibles salidas, que reconocen que los estados mentales “patológicos” no son más que convenciones sociales. Expertos que son capaces de mostrar admiración por la sabiduría de las personas para abordar los problemas, que reconocen la diversidad que conforma su identidad, que se centran en el “para qué” más que en el “por qué”, que les ayudan a recuperar sus sueños y se focalizan en los recursos y las fortalezas presentes en los individuos y en sus relaciones. Además de ayudarles a cuestionar identidades que se han vuelto limitadores e incoherentes y a construir significados alternativos más ricos y coherentes. 

En definitiva, desde las tesis de la resiliencia y de la narrativa, la intervención psicosocial debe enfatizar el reconocimiento y comprensión de la vida de la gente a partir del poder de las palabras, de las relaciones y de la cultura. Implica asumir que las personas vivimos a través de nuestras historias y reconocer que existen “verdades normalizadoras” (White y Epson, 1993), que tienen poder para decidir las historias que debe vivir la gente, por lo que debemos apoyarles para que se atrevan a cuestionarlas y crear nuevas realidades a través del lenguaje de los sueños y de las fortalezas. Ahora bien, para incorporar este enfoque al trabajo y la intervención social, es preciso asumirlo no tanto como una técnica o metodología concreta, sino como una mirada autentica hacia el ser humano como constructor de mundos posibles. 


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