domingo, 9 de enero de 2011

Opiniones (de gente importante) con las que coincidimos

            Alberto Fernández Liria es uno de nuestros maestros. Su escrito Conceptos sustantivo y pragmático de la enfermedad mental. Implicaciones clínicas, en el libro Hechos y valores en psiquiatría, editado por Baca y Lázaro, es absolutamente fundamental y merece ser trabajado con detenimiento (como hemos hecho en distintos seminarios para residentes). Sus dos libros, escritos junto a Beatriz Rodríguez Vega, titulados La práctica de la psicoterapia y Habilidades de entrevista para psicoterapeutas, estudiados en el contexto del Máster en Psicoterapia Integradora de la Universidad de Alcalá, han marcado también en un grado importante nuestro quehacer profesional. Queremos en esta entrada recoger una entrevista realizada a Alberto por Salvador López Arnal y publicada en junio de 2008 en la revista digital Rebelión, titulada “A la sombra de las revoluciones conservadoras la salud mental se ha convertido en un mercado de la industria farmacéutica".  Consideramos que tiene un indudable interés y la reproducimos a continuación:
            Psiquiatra, coordinador de Salud Mental del Área 3 de Madrid y Jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Príncipe de Asturias, profesor asociado de la Universidad de Alcalá y director del Master de Psicoterapia de la Universidad de Alcalá, Alberto Fernández Liria ha escrito numerosos trabajos en revistas científicas sobre psicoterapia, rehabilitación psicosocial, intervención en situaciones de catástrofe y violencia y la trasformación de los servicios de atención a la salud mental. Es autor de diversos libros entre los que aquí destacamos: La práctica de la psicoterapia: la construcción de narrativas terapéuticas, Desclée de Brouwer, 2001 (junto a Beatriz Rodríguez Vega); Habilidades de entrevista para psicoterapeutas. Desclée de Brouwer, 2002 (también junto a Rodríguez Vega) e Intervención en crisis, 2001 (con la misma coautora).
Dicen que Alberto Fernández Liria se hizo psiquiatra para aliviar el sufrimiento humano allá donde se produjese. Quizá por ello un día se fue a la exYugoslavia donde fue herido por una ráfaga de fusil.
No sé si es impertinente que manifieste aquí que hacía tiempo que no me sentía tan conmovido por una entrevista. Tanto da que esté en la cuarta o en la quinta relectura. Sigo con el alma en vilo. Sé bien que todo él mérito es de Alberto Fernández Liria, pero, déjenme robarle un 1%, sólo un significativo 1%, y que se lo dedique a mi hijo Daniel López Martínez. Estoy seguro, como diría Gil de Biedma (Jaime, por supuesto), que no puede hacernos ningún daño y que, además, a Alberto no le importa en absoluto. Gracias.
¿Tiene algún uso sensato y no hiriente el término “locura”? ¿Existen límites delimitados o zonas de penumbra acotadas entre racionalidad y locura?
El término “locura” tiene varios inconvenientes. Uno es que se consideraba estigmatizante. Probablemente, hoy, “locura” puede tener hasta connotaciones positivas cosa que no ocurre con términos como “psicosis” o “enfermedad mental”. El otro inconveniente es, precisamente, que “locura” puede significar casi cualquier cosa, con lo que es un término poco adecuado cuando necesitamos ser precisos. Y para atender en condiciones a las personas que sufren trastornos mentales, necesitamos ser precisos.
En cuanto a los límites entre los trastornos mentales y la salud mental, como los límites entre la enfermedad y la salud en general, desde luego no son netos porque las sociedades definen en función de muchos factores lo que van a considerar “enfermedad” y lo que no. De hecho la definición de estos límites, y por tanto de los de la actuación de los profesionales de la salud mental, es una de las tareas que habrán de acometerse en el siglo XXI. Pero, en esta polémica, los límites entre la salud y el trastorno mental no se corresponden con los la racionalidad y la locura porque el trastorno mental sólo en muy contadas ocasiones se traduce en una pérdida de la razón.
¿Cómo puede definirse la enfermedad mental? ¿Por qué “mental”? ¿Qué es aquí la mente?
Podríamos preguntarnos también que no es la mente o que es lo no mental. En realidad la distinción cartesiana entre res extensa y res cogitans, entre mente y cuerpo, lo que ha hecho es ponernos las cosas mucho más difíciles a la hora de entender no sólo las alteraciones de la salud mental, sino al ser humano y a los seres vivos en general.
Decía Kraepelin, el que suele considerarse fundador de la psiquiatría moderna, que las enfermedades mentales son enfermedades que tienen síntomas mentales (independientemente de cual sea su causa). Un delirium, un estado confusional agudo, es un trastornos mental aunque su causa sea una intoxicación, una alteración metabólica o un traumatismo. A principios del siglo XX, Kraepelin no creyó necesario explicar en su tratado a qué se refería el término “mental”.
Hoy el significado del término nos parece mucho menos evidente. Los seres vivos lo son en la medida en la que son capaces de tomar noticia del ambiente en el que viven y de actuar sobre él de acuerdo con lo que perciben, para mantener su existencia. La experiencia de los seres vivos de un determinado nivel (por ejemplo un animal) resulta de la acción conjunta de los seres vivos de un nivel inferior (en ese caso, sus células) que constituyen su soma y orienta una acción en la que el organismo de nivel superior interacciona como una unidad con su ambiente. La mente sería el proceso por el que se organiza esa acción unitaria del organismo.
Lo que caracteriza al hombre como animal es el hecho de que se desenvuelve en un ambiente que – en palabras del biólogo español Faustino Cordón – es un ambiente “trabado por la palabra”. Dicho de otro modo, el ambiente de un hombre son los otros hombres, con los que se relaciona a través de su conducta específica, el lenguaje. Por consiguiente, su relación con el medio se da necesariamente (o al menos en lo que tiene de específicamente humano) a través del lenguaje. Vivimos una realidad construida en los términos que el lenguaje nos permite y nos impone. De algún modo vivimos las historias que nos contamos. Y llamamos mente a ese escenario en el que aparecen los pensamientos, las intenciones, las emociones y las narrativas que los organizan de modo que podemos reconocernos como nosotros mismos y reconocer a los demás y al mundo en el que habitamos, dándoles un sentido.
Entonces, ¿cuándo podemos hablar propiamente de trastornos mentales?
Como psicoterapeuta me sirve pensar que hablamos de trastornos mentales en dos tipos de situaciones. En primer lugar cuando las narrativas con las que damos sentido a nuestra existencia no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles, como sucede con las de un paciente esquizofrénico que considera que los demás pueden leerle el pensamiento, que las ideas que le vienen a la cabeza han sido puestas allí por otro o que cree saber a ciencia cierta las intenciones de los demás. Es lo que sucede con los cuadros que llamamos psicóticos. En segundo lugar cuando dominan narrativas que producen un sufrimiento evitable, como las del paciente hipocondriaco, que no puede vivir sin la certeza de que alguna de sus sensaciones corporales no es signo de una enfermedad maligna. Son lo que se han llamado trastornos neuróticos.
Pero el primer criterio –“no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles”-, ¿no es un criterio de difícil concreción? ¿Cómo podemos saber, sin error o desvarío, que las narrativas de tal o cual sujeto no son compartibles y que no son útiles para la cooperación con sus conciudadanos si el sujeto no corrobora esa intuición nuestra?
En la práctica no es muy difícil ponernos de acuerdo en que un sujeto delira (tiene creencias que, además de no ser compartibles ocupan un lugar central en la organización de su modo de situarse en el mundo) o tiene alucinaciones (percibe cosas que los demás no percibimos), como, en la práctica, tampoco es difícil ponernos de acuerdo en que una u otra cosa están teniendo consecuencias no deseables para él o para los demás en la convivencia con otros. Pero, desde luego, no hay un criterio duro. En último término hablamos de alguien que está excluido de un mínimo consenso que consideramos necesario. Respecto al otro criterio, tampoco hay un criterio duro para determinar cuando un sufrimiento es evitable. Por eso hay una discusión sobre los límites entre los trastornos mentales llamados “comunes2 y la normalidad.
¿Por qué cree que la ciudadanía tiene, digamos, tanto interés en estos temas? ¿Por qué los medios de inculcación de ideas, temas e informaciones suelen cultivar con tan poco pudor estas temáticas?
La importancia que la salud mental ha tenido en el debate social ha sufrido variaciones muy importantes a lo largo del siglo XX. Así, por ejemplo, la introducción del psicoanálisis supuso una auténtica conmoción en los inicios del siglo veinte, las aportaciones de los psiquiatras culturalistas fueron best sellers en los cincuenta, y la voluntad de descifrar el tipo de cuestionamiento de los usos sociales, que encerraba la locura, lo fue en los sesenta y setenta de la mano de los llamados antipsiquiatras, de los reformadores de la psiquiatría o de Michael Foucault y sus secuelas.
En los años ochenta las referencias a la salud o los trastornos mentales fuera de los ámbitos especializados pasaron e ser meramente marginales. A la sombra de las grandes revoluciones conservadoras, la atención a la salud mental dejó de ser considerada un desafío para el Estado del Bienestar o una fuente de inspiración para el pensamiento crítico para ser contemplada únicamente como un potencial mercado en el que la industria podría realizar beneficios.
El pensamiento psiquiátrico y la actividad de los psiquiatras se supeditaron entonces, sobre todo, a este fin. La salud mental dejó de ser pensada como un logro difícilmente construido con el esfuerzo de las personas y las comunidades, para ser considerada un estado natural sólo amenazado por alteraciones bioquímicas del funcionamiento cerebral que se esperaba que el desarrollo paralelo de las neurociencias pudiera explicar e incluso fotografiar gracias a los también impresionantes avances de las técnicas de neuroimagen.
Los psiquiatras pasamos a ser prescriptores de fármacos, y, en todo caso, testigos y voceros de las bondades de los remedios que se disputaban el nuevo mercado.
Hablaba usted de Michael Foucault y sus secuelas. ¿Qué secuelas son esas? ¿No tiene usted acaso buena opinión de las intervenciones teóricas de Foucault en este ámbito?
No, no quiero decir eso. He sido un lector apasionado de Foucault. Textos como El nacimiento de la clínica o Historia de la locura en la época clásica han sido importantísimos en mi formación. Si tuviera algún reparo respecto a la obra de Foucault, no sería, desde luego, en sus contribuciones a éste área.
Decía lo de las secuelas, sin ánimo peyorativo, para referirme a autores como Robert Castel. De Castel también aprendí muchas cosas. Castel, como Foucault, a mi modo de ver ha sabido mostrar magistralmente como los gestos cotidianos de la atención a la salud mental reflejan los mecanismos del poder en las sociedades contemporáneas. El problema en todo caso es que una cosa es que los reflejen y otra que jueguen un papel importante en sustentarlos. Sinceramente creo que el papel de la psiquiatría y la atención a la salud mental en eso es bastante marginal. Y que, en buena parte, el entusiasmo con que algunos psiquiatras pretendidamente progresistas acogieron la idea tuvo que ver con que, aunque fuera en el reverso tenebroso, nos confería a nosotros una importancia que resultaba un consuelo frente a la modestia que nos impone día a día la realidad de la clínica. A mi me parece que al lado de la escuela, la televisión, la familia, la policía o la cárcel, la psiquiatría resulta bastante prescindible para el mantenimiento del orden.
Y esa perspectiva de la que hablaba sigue siendo hegemónica…
Aunque esta perspectiva instaurada en los ochenta siga siendo hegemónica, hoy, tenemos datos suficientes para sostener que ha resultado ser un fracaso: los remedios que se suponía que iban a ser cada vez más específicos para trastornos cada vez más precisamente definidos, han resultado ser todo menos específicos. Recuérdese que los ISRS, los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (cuyo paradigma es el Prozac), pretendían haberse convertido en la “bala de plata” que actuaba contra lo que se suponía que era la alteración específica de la depresión, frente a la inespecificidad de los antiguos – y tan baratos – antidepresivos tricíclicos. Hoy, los ISRS son el tratamiento farmacológico de primera elección de la depresión, pero también del trastorno de angustia, de la ansiedad generalizada, del trastorno obsesivo compulsivo, de los trastornos de la personalidad, de los trastornos del control de impulsos y de otros muchos. Si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos, los síntomas psicóticos de los trastornos mentales orgánicos y otros, quizás podíamos pensar que, aunque sólo fuera en consideración de lo que podemos aprender de nuestro trabajo como clínicos prescriptores necesitaríamos articular nuestras clasificaciones – o, mucho mejor, pensar en la salud mental y los trastornos mentales – sobre nuevas bases.
En los últimos años se han producido algunas señales de que existe una nueva preocupación social por la salud mental y sus alteraciones al menos en lo que solemos llamar el mundo desarrollado. Sin hacer mención a la proliferación de instrumentos de autoayuda que pretenden responder a la necesidad subjetivamente experimentada por multitudes de preservar su salud mental. Si atendemos sólo a las manifestaciones institucionales encontramos que la salud y los trastornos mentales han vuelto a ser motivo de preocupación política al menos en Europa. Desde la Organización Mundial de la Salud, la Comisón Europea y el Consejo de Europa se han promovido nuevos e importantes documentos con directrices, en base a algunos de los cuales se han firmado en Helsinki acuerdos en los que se han comprometido los ministros de sanidad de la Unión.
Algunos gobiernos, como el británico o los escandinavos, han incrementado los fondos dedicados a la atención a la salud mental y han diversificado el tipo de recursos dedicados a ella de un modo muy significativo, tanto en lo que se refiere a la atención a los trastornos graves como a los trastornos comunes.
La prestigiosa revista médica The Lancet, ha dedicado una serie de artículos haciéndose eco de todo lo anterior y proponiendo vías de actuación a través de una serie de artículos redactados por un llamado Lancet Global Mental Health Group, que reúne a 38 expertos internacionales en el tema que se hacen eco del aforismo de la OMS de “no hay salud sin salud mental”.
Pero de estas informaciones apenas hay noticias en los media…
Los medios de comunicación de masas apenas se han hecho eco de estos movimientos. En los medios, en este momento, lo que aparecen son o secciones de autoayuda o noticias en las que el trastorno metal es tratado de modo absolutamente truculento, sobre la idea absolutamente falsa de que los enfermos mentales son peligrosos (los enfermos mentales graves cometen, en realidad, menos delitos violentos que los ciudadanos que no lo son) o de que los delincuentes de cuyos actos queremos distanciarnos son enfermos mentales, en lugar de simplemente malvados. Probablemente porque aceptar que la maldad existe en nuestra especia y en nuestra cultura, y buscarle una explicación, es más incómodo que atribuir sus efectos a causas que no tienen nada que ver con nosotros.
Déjeme hacerle algunas preguntas sobre lo que acaba de señalar. Las dos primeras. Decía usted que si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos y otros quizás podíamos pensar que necesitaríamos articular nuestras clasificaciones, o pensar en la salud mental y los trastornos mentales, sobre nuevas bases. ¿Sugiere usted entonces que los antipsicóticos no son efectivos para la diversidad de casos tratados con ellos?
En absoluto. Precisamente lo que sabemos –y por eso los utilizamos – es que son eficaces. No dudo de la eficacia de los fármacos, sino de la utilidad de las clasificaciones. Entiendo que las enfermedades no son, como creían a finales del siglo XVII los primeros protopsiquiatras que fueron enviados por el directorio revolucionario a hacerse cargo de los hospitales de París, entidades existentes en la naturaleza cuya diversidad se iba a manifestar ante sus ojos, mediante la observación, como la diversidad de las especies vegetales se había desplegado ante los ojos de Linneo. Las enfermedades (todas, no sólo ni especialmente las mentales) son constructos que nos sirven para predecir el efecto que pueden tener las actuaciones de los médicos u otros sanadores sobre determinadas formas de malestar para los que una sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre el rol de enfermo
¿Y sobre qué nuevas bases deberíamos pensar entonces los trastornos mentales?
Precisamente sobre esa. Sobre su utilidad para guiar las actividades de sanación. La medicina (como la arquitectura o la ingeniería) no es una ciencia, sino una tecnología (Aunque como toda tecnología pretenda tener un fundamento científico). Y su objetivo no es producir conocimiento sino producir un bien social (en este caso la salud.
Llamamos enfermedad a un estado —involuntario e indeseable— que produce un malestar frente al que una sociedad está dispuesta a articular un procedimiento que incluye exención de obligaciones, provisión de cuidados especiales y actividades de sanación (en nuestra cultura, médicas) encaminadas a resolverlo o paliarlo.
Desde esta perspectiva, la determinación de qué condiciones van a ser consideradas como enfermedad y cuales no, corresponde a cada sociedad. Por eso hay sociedades en las que determinadas condiciones que en otras son consideradas normales (y, a veces, incluso deseables) son consideradas enfermedades.
La delimitación entre la enfermedad en general y lo que no lo es depende, según esto, de una decisión que sería mejor entendida como política o, en todo caso, cultural que como resultado de una investigación científico-natural.
La distinción entre enfermedades diferentes adquiere sentido en la medida en que sirve para poner en marcha distintos procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con los espantos, y qué hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil, o ek ti’ol. Nuestras familias y nuestros médicos saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con la varicela, y qué hacer con el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico. Por eso, aunque tengan el mismo agente causal, la varicela y el herpes zoster son enfermedades diferentes.
Según este modo de ver las cosas, podríamos decir que en nuestra cultura las enfermedades son constructos referidos a condiciones en las que un individuo experimenta un malestar, sobre el que existe un consenso en la idea de que debe ponerse en marcha un procedimiento que incluye la intervención del sistema sanitario, y que permiten hacer predicciones sobre las actuaciones de los médicos.
No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la naturaleza esperando a encarnarse en enfermos. No hay nada más allá de los enfermos. Es la acción de los médicos —y los resultados que se espera emanen de ella— la que distingue unas enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en términos de aquel sujeto que padece un malestar ante el que los médicos indicarían un procedimiento de tratamiento o cuidados.
Si aceptamos esta hipótesis, lo lógico será construir nuestra nosología mirando más a los condicionantes de la intervención que a la observación de los síntomas.
Puede precisar un poco. A qué se refiere con esta última afirmación.
No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han extraviado menos su rumbo que la psiquiatría. Los cánceres de mama no se clasifican por la dureza o la proximidad a la areola del tumor. Se clasifican en grado I o grado n según lo que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos. Y esa clasificación permite determinar cuál es el protocolo que va a aplicarse a un paciente dado y qué cabe esperar que suceda con él (qué parece más probable a la vista de lo sucedido con otros pacientes similares). El pragmatismo de los cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento de la intervención a los síntomas, más que de los síntomas a la intervención.
En psiquiatría sucede hoy exactamente lo contrario. Poseídos por lo que a mi me gusta llamar la ilusión de Pinel (uno de estos prtotopsiquiatras a los que me refería antes) los psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis) dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿la industria farmacéutica, quizás?) encontrará después remedios apropiados. Los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los remedios más específicos (antes señalábamos el caso de los antidepresivos ISRS) han resultado aplicables para cuadros que no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Y esto no ha sucedido sólo con los psicofármacos. Es bien conocido el caso de Cristopher Fairburn, quien para proporcionarse una intervención placebo manualizada con que comparar la terapia cognitivo-conductual de la bulimia nervosa decidió utilizar el manual de terapia interpersonal de Klerman para el tratamiento de la depresión. Lo que sucedió fue que, aunque la terapia cognitivo-conductual producía mejores resultados al terminar las 18 sesiones de tratamiento, los resultados a 6 y 12 meses de las pacientes que habían recibido terapia interpersonal (que seguían mejorando después de terminada la terapia) eran incluso mejores. De este modo, Fairburn descubrió (que no inventó) la terapia interpersonal de la bulimia nerviosa. Algo parecido había pasado antes con un antidepresivo como la clorimipramina.
Podemos congratularnos de tales descubrimientos. Pero, aunque nos sirvan para atender mejor a nuestros pacientes, lo que en definitiva muestran es que en nuestro trabajo como clasificadores no ha respondido a nuestras expectativas. Tendremos que plantearnos que enseñanzas podemos extraer de ello.
Entonces usted cree que la investigación se ha visto dirigida por este prejuicio.
La investigación en el terreno de la psicofarmacología se ha visto relativamente encorsetada por este prejuicio. En el terreno de las intervenciones psicosociales los efectos están siendo devastadores. Guiados por esa idea se pretende organizar la investigación sobre la eficacia de las intervenciones psicosociales (y, posteriormente, establecer su indicación y su pago) a partir de las categorías delimitadas por los flamantes nuevos sistemas consensuados de clasificación. Las diversas listas de psicoterapias empíricamente validadas que han reunido diversos grupos (entre los que destaca la Asociación Americana de Psicología) están configuradas de este modo, y tienen como epígrafes diversas categorías del DSM bajo las que figuran listados de intervenciones que generalmente comienzan con la expresión terapia cognitivo-conductual o terapia interpersonal y acaban con el nombre de la categoría o de una subcategoría.
Hasta que los grupos encabezados por Beck y Klerman (a cuya orientación aluden estos prefijos), decidieron, a finales de los años 70, someter su trabajo a la prueba del ensayo clínico aleatorizado, había un consenso entre los psicoterapeutas acerca de que las categorías diagnósticas, tal y como las dibujaban las clasificaciones, no eran una guía útil para el trabajo práctico con los pacientes. Hoy se han propuesto múltiples sistemas de constructos que sí lo son, y que han conseguido, muchas veces a través de un trabajo finísimo de investigación, dotarse de un respaldo empírico. Pero la falta de correspondencia entre estos sistemas y las clasificaciones al uso hace difícil que este trabajo pueda pasar el filtro que la comunidad psiquiátrica neopineliana se está organizando para imponer, bajo la bandera de la medicina basada en pruebas, a toda información que pueda llegar a sus miembros.
Que las enfermedades son constructos, decía usted, formas de malestar para los que la sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre un rol de enfermo. ¿No es esa visión muy idealista, muy sociologista? ¿No olvida usted en demasía la determinación de lo real? No se trata de defender que nuestras teorías son calcos de la realidad pero de ahí a afirmar que la enfermedad es un constructo… Jacques Bouveresse enfermará si le lee y le aseguro que no construirá su enfermedad. ¿No hay ahí un salto epistemológico excesivo? Por otra parte, ¿qué sociedad es esa que acuerda tal cosa?
No creo que sea ni idealista ni sociologista, porque las construcciones sociales no se producen sobre el vacío. Por seguir con su ejemplo, lo que puede sucederle a Jacques Bouveresse (espero que no) o a cualquier otro, es que la emoción de indignación a la que le mueva un texto ofensivo se traduzca en una estimulación muy importante de su sistema autonómico que incluso puede a llegar a alterar de modo irreversible el funcionamiento o la estructura de alguna de las células que constituyen su soma (A esto Faustino Cordón lo llama enfermar de arriba abajo; enfermaríamos en cambio de abajo arriba cuando el mal funcionamiento de algunas células – por la acción de un tóxico, por ejemplo, impide que realicen su necesaria contribución al surgimiento de nuestro organismo animal). Ahora bien, si decimos que esto es “ponerse enfermo” (y no “endemoniarse”, “sentir que uno está en desacuerdo” o simplemente “encenderse de santa indignación”) es porque existe un consenso en llamar a eso enfermedad. Si esto es así a Bouveresse le darán la baja, entenderán que no acuda a una conferencia que tenía programada para hoy, su mamá le llevará a la cama caldito y recortables y le prescribirán un tratamiento parte del cual pagaremos entre todos con nuestros impuestos.
Usted es presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría? ¿Qué es la neuropsiquiatría? ¿Cuál es la situación de esta disciplina científica en nuestro país?
El nombre de la asociación es el que le pusieron sus fundadores en 1924, una brillantísima generación de psiquiatras que se consideraban discípulos de Ramón y Cajal y que hicieron aportaciones en el campo de la neurología y en el de la psiquiatría que eran dos disciplinas no bien diferenciadas. Hoy la asociación lleva el subtítulo de “Profesionales de la Salud Mental” y está constituida sobre todo por psiquiatras, psicólogos clínicos, enfermeros y otros profesionales de los que constituyen los equipos interprofesionales desde los que se realiza hoy la atención a los problemas de salud mental.
¿Y cuál es la situación de la salud mental en nuestro país? ¿Cree que se ha avanzado en los últimos años?
En los últimos treinta años hemos pasado de un sistema que contemplaba el manicomio como una alternativa de atención para los trastornos mentales graves y la desatención o una caricatura de atención para los trastornos mentales comunes (como la ansiedad y la depresión), a unos sistemas basados en redes complejas de atención que integran múltiples dispositivos como centros de salud mental, unidades de hospitalización en los hospitales generales, hospitales de día, centros de rehabilitación psicosocial, centros de día, comunidades terapéuticas, alternativas de alojamiento protegido o formas de atención domiciliaria… En definitiva se están ensayando alternativas que son nuevas. Y, desde luego, están surgiendo nuevos problemas…
En general, existe un acuerdo entre las comunidades autónomas (que son las que tienen las competencias en la atención sanitaria) y con los organismos europeos sobre cuál es el modelo de atención que conviene desarrollar. Ese es el acuerdo que reflejan los documentos europeos a los que antes hacía referencia y el que se plasma en la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud, que se aprobó en el 2006. El problema es que el grado de desarrollo de los distintos elementos del modelo es muy diferente en unas y otras comunidades autónomas y que, de hecho, existen importantes desigualdades en los recursos dedicados a la atención a las personas con trastornos mentales y en las prestaciones que éstos reciben en unas y otras comunidades.
Creo que el modelo basado en la atención comunitaria es, sin duda preferible al modelo institucional y coercitivo que le precedió. A pesar de que, como le decía, con este se han generado problemas nuevos entre los que la psiquiatrización o psicologización de los problemas de la vida cotidiana y la ilusión de que el malestar corriente puede ser objeto de tratamiento en lugar de estímulo para actuar sobre el entorno, no es el menor. Como tampoco lo es el que la mejora de la salud se contemple sobre todo como una oportunidad para desarrollar un mercado y sus objetivos puedan acabar supeditándose al propósito principal de servir para realizar beneficios. O el de que, en países como el nuestro el logro del objetivo de mantener en la comunidad a las personas con trastornos mentales graves se haga a costa del esfuerzo de unas familias que cada vez responden menos a ese modelo de familia tradicional que aunaba los recursos de tres generaciones en un esfuerzo colectivo del que todos se beneficiaban.
¿Malestar corriente? ¿Qué entiende usted por malestar corriente? Por lo demás, dice usted, se contemple la mejora de la salud como una oportunidad para desarrollar un mercado y la realización de beneficios. ¿Podría concretar un poco más?
Me refiero al malestar, por ejemplo, que sigue a la muerte de un ser querido. Lo sano es experimentarlo. Precisamente lo morboso sería no sentir nada o sentir otra cosa.
En una economía de mercado como la nuestra la existencia de un malestar remediable mediante un producto que se puede vender es una oportunidad para realizar beneficios vendiendo ese producto. Y esa oportunidad es la que determina, a veces, el mayor interés prestado por la comunidad médica a determinadas enfermedades. O la idea de que puede haber, por ejemplo, una suerte de uso “cosmético” de los antidepresivos. Si alguien dice que se encuentra mejor tomando una antidepresivo ¿Por qué no vendérselo?
¿Qué mejoras introduciría usted en estos ámbitos? ¿Qué aspectos le parecen de más urgente rectificación?
Hay que pensar que el modelo por el que abogan los documentos a los que he hecho referencia, presupone el principio de que la salud mental, como la salud en general, es una responsabilidad comunitaria y es a la sociedad en su conjunto a la que le corresponde el esfuerzo primero por promoverla y prevenir su pérdida, y, luego, por atender del mejor modo posible a las personas que no han conseguido mantenerla o sufren las consecuencias de su pérdida. Es decir: nos remite, de algún modo, a una idea de estado del bienestar que está muy lejos de propuestas desrreguladoras que se han generalizado en el planeta bajo los dictados del Banco Mundial, el Fondo Monetario Intenacional u otras personificaciones del capital, y que han sido disciplinadamente ejecutadas por gobiernos que no siempre han sido conservadores (En España las políticas que fueron desarrolladas en Estados Unidos e Inglaterra por Ronald Reagan y Margaret Tatcher fueron entusiásticamente introducidas en nuestro país por los gobiernos de Felipe González). En la medida en la que el Estado del Bienestar amenaza con pasar a ser considerado como uno más de los sueños extravagantes de los sesenta, el modelo sanitario y de atención a la salud mental que era coherente con él, resultará insostenible.
Si obviamos lo anterior, hoy, podemos decir que en la mayor parte de las comunidades autónomas, el sistema tiene prácticamente todos o casi todos los elementos que debería tener. El problema fundamental es el de las dosis en las que los tiene. Berlín, con no mucho más de un millón de habitantes, tiene más de tres mil plazas de alojamiento protegido para personas con trastornos mentales graves. El área que yo dirijo en Madrid, con trescientos ochenta y cinco mil habitantes, tiene escasamente cuarenta. Tenemos una tercera parte de los psiquiatras o de los psicólogos clínicos que los países escandinavos tienen por cada cien mil habitantes y entre veinte y cuarenta veces menos de enfermeros trabajando en la comunidad que los ingleses.
Hay que asumir que atender en las condiciones que hoy sabemos que son posibles a las personas que tienen trastornos mentales es caro. Seguramente no es más caro que trasplantar hígados o caras o que poner prótesis de cadera o de rodilla. Pero es mucho menos lucido. Los avances de la cirugía ocupan las primeras planas de los periódicos. Que hoy (como ayer y como mañana) también ha visitado alguien en su casa a un esquizofrénico que, de otro modo, estaría llevando una existencia infrahumana en una institución, en la calle o en la cárcel no es noticia. Y menos en un momento en el que promulgar leyes que permiten encerrar sin ninguna garantía a seres humanos por el único delito de haber nacido en otro sitio proporciona votos.
¿Tan desaprensivos, tan inhumanos ve usted a nuestros dirigentes políticos y a los directivos de los medios de (des) información?
En absoluto. No es una cuestión de maldad de los individuos, sino de irracionalidad de un sistema económico y político.
Por lo demás, hablaba usted de visitas a casas de esquizofrénicos. También de sus visitas a nuestras casas podríamos añadir. ¿Qué tipo de vida puede llevar un esquizofrénico? ¿El término no engloba casos muy distintos?
Sabemos que muchos tipos de vida. Y que en buena medida cuál de ellos van a llevar depende de los que hagamos para atenderlos.
Y, tiene usted razón, seguramente lo que llamamos “esquizofrenias” engloba condiciones muy distintas y, con toda seguridad, las personas a las que llamamos “esquizofrénicos” son tan distintas entres sí como las personas a las que llamamos “reumáticos”.
¿Conoce algún país que quizá sea no un modelo pero sí un lugar de referencia en la forma en que trata la salud mental y los enfermos?
Nosotros deberíamos compararnos con los países de nuestro entorno inmediato. En Europa, algunos gobiernos, como el británico, han incrementado en los últimos pocos años, los fondos dedicados a la atención a la salud mental de un modo muy significativo, poniendo en marcha programas por los que han visto la luz, además de los importantes recursos que ya existían anteriormente, los equipos de tratamiento asertivo comunitario, los equipos de atención en crisis o los equipos de atención temprana. El 31 de julio de 2007, el ministro de sanidad de ese país anunciaba la puesta en marcha de los primeros equipos del plan por el que el Servicio Nacional de Salud va a dotarse de los diez mil psicoterapeutas que calculan que son necesarios para ofrecer psicoterapia como tratamiento de rutina para pacientes con ansiedad o depresión. Y, esto último, lo hacen porque, según un informe de la London School of Economics, podrán pagarlos con lo que se ahorren en pensiones si, con su trabajo, consiguen reducir de media un mes la incapacidad laboral debida a esos trastornos en el Reino Unido.
Para la psiquiatría ¿tienen algún interés las teorías y prácticas que surgen del psicoanálisis y de sus diferentes corrientes?
Históricamente, el psicoanálisis tuvo un efecto irreversible no sólo sobre el modo de contemplar la salud mental y sus alteraciones, sino en el modo en el que nuestra sociedad noroccidental se contempla a sí misma. La práctica del psicoanálisis tal y como fue concebida por Freud y como sigue siendo practicada por los psicoanalistas ortodoxos ocupa hoy, indiscutiblemente, un lugar marginal en la atención a la salud mental y a sus alteraciones. Pero muchas de sus ideas y de sus descubrimientos son la base de los modos de hacer de los clínicos que trabajamos en el sector público tanto con personas que sufren trastornos mentales comunes como con pacientes graves. Y algunos de sus desarrollos se han visto confirmados por alguno de los descubrimientos de los neurocientíficos que estudian el desarrollo, que, muy frecuentemente, han construido sus hipótesis en base a observaciones de los psicoanalistas.
¿Podría citarnos algún ejemplo de esta última consideración?
El más claro es el de los psicoterapeutas infantiles que han acabado produciendo los desarrollos de lo que se ha llamado la neurobiología relacional, como Stern o Siegel (Cuyo libro sobre el desarrollo de la mente acaba de traducirse al castellano) que han podido encontrar lazos entre lo que sabemos del desarrollo y el funcionamiento del sistema nervioso central y los hallazgos de los teóricos del apego o los de los que han estudiado los efectos de las experiencias traumáticas sobre la salud mental.
¿Puede hablarse psiquiatría o sería mejor hablar de tendencias psiquiátricas? ¿Hay un paradigma dominante y aceptado en el seno de esta comunidad científica?
Puede hablarse de psiquiatría como puede hablarse de medicina o de arquitectura o de ingeniería de puentes. Hay un cuerpo de conocimientos y de prácticas sobre los que existen acuerdos y puntos de vista sobre cuestiones que nos se consideran bien resueltas o que son opinables, porque la psiquiatría, la medicina, la arquitectura o la ingeniería deben producir un producto que debe ser considerado útil y aceptable por una sociedad que no es monolítica y cuyas necesidades cambian.
Los momentos en los que la psiquiatría y la psicología eran un campo de batalla en el que se enfrentaban escuelas que partían de presupuestos incompatibles, hablaban lenguajes intraducibles y se proponían objetivos irreconciliables, pertenecen al pasado.
Ello ha tenido que ver con dos fenómenos que, a mi modo de ver merecen una valoración diferente. El primero es que ha habido una suerte de movimiento integrador que nos ha obligado a los clínicos (movidos por la insatisfacción de encontrar que los resultados conseguidos desde el dogmatismo de cualquier escuela no eran óptimos) a intentar incorporar los hallazgos de los de las otras escuelas, a cuestionar aspectos de la propia o a intentar pensar al margen de ninguna. Esto no sólo se ha dado en el interior, por ejemplo, del campo de las psicoterapias. Se ha dado, a veces en los límites con otras disciplinas, de modo que, por ejemplo, algunos de los más recientes avances de la psicoterapia han bebido en hallazgos de los neurobiólogos o los genetistas y en conversación con ellos (Y al revés). Esto – algo con lo que Freud soñaba - me parece algo muy positivo.
A la vez, la corriente dominante de la psiquiatría se embarcó en los ochenta en un especie de encarnación para la profesión del pensamiento único. Partiendo de la constatación de que la existencia de que los psiquiatras de cada escuela y de cada país unas veces utilizaban términos idénticos para designar fenómenos completamente distintos y, otras, llamaban de forma diferente a los mismas cosas, la Asociación de Psiquiatras Americanos por un lado y la Organización Mundial de la Salud por otro, se empeñaron en construir con un lenguaje común unas clasificaciones de los trastornos mentales que los definieran con criterios operativos, sin emplear para ello constructos teóricos que pudieran rechinarle a alguien y de modo que aplicando el manual, estuviéramos seguros de que cualquier psiquiatra del mundo, perteneciera a la escuela que perteneciera, iba a utilizar el mismo término ante el mismo cuadro clínico. Esto dio lugar a los manuales llamados DSM y CIE.
¿Y qué papel juegan estos manuales psiquiátricos?
Inicialmente ambos manuales pretendían servir para hacer estadísticas. Pero posteriormente, lo que debería haber sido un instrumento, se ha convertido en el organizador del pensamiento psiquiátrico cuando no en la disculpa para evitar tener que pensar. Además, las categorías diagnósticas sacralizadas por esos textos se han convertido en el eje de la actividad investigadora, construida sobre la idea de que para una de ellas debería existir un remedio específico (lo que, como comentaba antes, ha resultado aproximarse muy poco a la verdad). Pero sobre esta base se ha construido un edificio cuyo resultado práctico ha sido que el pensamiento ha sido de algún modo expropiado a los clínicos, a los que los problemas les llegan resueltos por los gestores y la industria farmacéutica que, por otro lado, dominan la formación, distribuyen los fondos de investigación y mantienen bajo control a las publicaciones, perpetuando el círculo.
¿Quiénes dice usted que dominan la formación, las publicaciones y distribuyen fondos de investigación? ¿Las corporaciones farmacéuticas? ¿Los gestores políticos? Si es así, ¿por qué se permite? ¿Dónde está la autonomía y desarrollo libre y creativo del conocimiento?
Las corporaciones farmacéuticas, los gestores políticos y las empresas que controlan el gran negocio de la producción y la publicación científica, como Thompson-Reuter, propietaria del concepto de “factor impacto” del que se valen nuestras universidades e institutos de investigación para seleccionar los investigadores.
Insistiendo sobre lo anterior. Sugiere usted entonces a los profesionales de la salud mental que arrojen los dos manuales citados -el DSM y el CIE- al archivo de los libros inútiles y/o malintencionados.
No exactamente. Y desde luego, no malintencionados. Estos instrumentos han cumplido un papel en la generación de un lenguaje común, útil para muchos propósitos (administrativos, epidemiológicos…). Pero no idóneo para otros, como el desarrollo de nuevos recursos terapéuticos
¿Queda algo de la antipsiquiatría de los años 60’ y 70’? ¿Debemos seguir reivindicando la apertura de los centros psiquiátricos, acaso su humanización? ¿Cree que se cometieron excesos, que Laing o Basaglia, por ejemplo, politizaron en exceso un campo médico?
La crítica que hicieron gentes como Laing, Cooper, Szazs, Goffman o Jervis (De quien tuve la primara noticia por una entrevista en El Viejo Topo) sirvió de motor a transformaciones que hoy son irreversibles, aunque para la psiquiatría académica estos sean hoy autores olvidados. Seguramente ha habido otros muchos factores que han contribuido a que esto sea así, pero hoy a nadie le extraña que los sistemas de atención a la salud mental puedan prescindir completamente de algo parecido a lo que fueron (Y, lamentablemente siguen siendo en algunos sitios) los manicomios. Y las intervenciones familiares en pacientes psicóticos, por poner un caso, aparecen como recomendadas en todas las guías de práctica clínica. En esto hay una deuda con esos autores como la que hay, en un campo más general, con el mayo 68 respecto a muchas de las cosas que hoy consideramos normales en nuestra sociedad. Laing fue un psiquiatra brillante que recuperó para el pensamiento psiquiátrico tradiciones fructíferas que se habían abandonado después de la guerra mundial y que supo reconocer lo creativo de algunas aportaciones nuevas. Y un buen escritor.
El caso de Basaglia y Psiquiatría Democrática en Italia es aún menos discutible. Y no me parece que lo que hicieran fuera politizar el campo de la atención a la salud. Lo que hicieron fue utilizar un instrumento político muy bien construido – la Ley 180 que prohibía los manicomios y que hoy Berlusconi ha propuesto revisar – para lograr un objetivo que no podía lograrse sin una intervención de la política.
En la izquierda solemos poner mucho énfasis en aspectos ambientales y solemos percibir con ojos sesgados y oídos pocos atentos los análisis que apuntan a herencias genéticas y afines. ¿Cree que hay aquí error, desenfoque, ensoñación, confusión teórica? ¿Está o no está en los genes? Para ser más concreto, ¿un esquizofrénico nace o se hace? ¿Es la sociedad la que nos enferma?
Debajo de ese sesgo hay el prejuicio según el cuál las intervenciones que podemos hacer sobre un determinado trastorno han de ser de la misma naturaleza (bioquímica o psicosocial) que su causa. Y a una cierta tradición de izquierda, nos ha sido cómodo imaginar intervenciones en el entorno social, porque es lo que estábamos haciendo con otros propósitos en otros campos, y duro aceptar la resignación que impondría suponer que las alteraciones de base eran inmodificables y venían marcadas por la naturaleza, porque parecía que uno empieza aceptando esto para las enfermedades y tiene que acabar aceptándolo para las diferencias de clase, o algo así. Pero la actitud a la que hace referencia, y este prejuicio subyacente, no son más que eso, un prejuicio, un tic de los que, de hecho, han actuado como obstáculos al pensamiento crítico.
Lo que hoy sabemos es, precisamente, que la interacción entre lo heredado y lo adquirido es sumamente compleja. En congresos y publicaciones es muy frecuente encontrar genetistas fascinados con el descubrimiento del ambiente y psicoterapeutas con el de la genética y lo heredado.
Por ponerle un ejemplo que ilustre esto: Los estudios de primates han proporcionado un modelo animal para trastorno borderline de la personalidad. En un artículo de 2005, sobre trastornos de la personalidad, el psicoanalista Glen Gabbard, considerado el principal vocero de la psicoterapia psicodinámica americana, nos resume algunos experimentos llevados a cabo con macacos Rhesus. Entre un 5 y un 10% de los macacos rhesus son propensos a la realización de piruetas peligrosas en las que se dañan gravemente y exhiben desde antes de la pubertad conductas socialmente inadmisibles por la manada que les llevan a maltratar a los monos más débiles y arriesgarse imprudentemente con los más fuertes. La presencia de este tipo de comportamientos parece estar en relación con el metabolismo de la serotonina. Se ha detectado una relación inversa entre las medidas del metabolito ácido 5-hidroxiindolacético (5-HIAA) en líquido cefalorraquideo, y la propensión a estas conductas impulsivas. Sin embargo la propensión heredada parece modificarse con las experiencias de apego: los monos criados por madres muestran consistentemente una concentración más alta de este ácido 5-hidroxiindolacético que los que se han creado entre coetáneos y sin madre. El gen del transportador de la serotonina presenta variaciones en su región promotora que dan lugar a dos alelos (variaciones) diferentes. El alelo corto confiere una menor eficiencia para la transcripción a esta región promotora, lo que se podría traducir en una disminución de la función serotoninérgica. Sin embargo, como nos cuenta Gabbard, lo que las personas que han investigado con estos monos han encontrado es que los monos con el alelo corto no presentan diferencias en su concentración de 5-HIAA con los del alelo largo si han sido criados por madres, mientras sí lo hacen si han sido criados por coetáneos. Paralelamente, los macacos con alelo corto exhiben muchas más conductas agresivas que los del alelo largo si han sido criados por coetáneos y esta diferencia no existe entre los criados por madres, que tienen ambos el mismo nivel de agresividad que los criados por coetáneos con alelo largo. Aún más llamativos son los resultados de un experimento en el que se pone al alcance de los monos una bebida alcohólica. De los monos criados por coetáneos, los monos con el alelo corto muestran una mayor propensión que los otros a consumir mayores cantidades de alcohol. Sin embargo entre los criados por madres, los monos del alelo largo consumen más alcohol que los del alelo corto, lo que parece que pondría de manifiesto que el alelo corto del gen del HTT podría determinar la presencia de patología en los monos con una experiencia de crianza subóptima mientras que podría ser adaptativo en monos con una crianza segura. Gabbard señala la importancia de estos hallazgos para la psicoterapia, ya que esta podría entenderse como una de las experiencias que modifican la expresión de los genes en la acción humana.
Pero usted está hablado de monos, de primates… ¿No habíamos hablado del ser humano y de su singularidad lingüística por ejemplo?
Bueno: nosotros somos precisamente unos primates que tienen capacidad de hablar. Primates en los que, precisamente por eso, la relación con el ambiente es aún más compleja y más sometida a mediaciones.
De acuerdo. Prosiga, si le parece, con su anterior explicación.
Por otro lado, la decodificación del genoma humano ha sido, sin duda, un importante avance de los biólogos y abrirá posibilidades de tratamiento, hasta hace poco insospechadas, para algunas enfermedades. Pero su comparación con otros genomas paralelamente descodificados (de la mosca del vinagre al chimpancé), hace insostenible la ilusión, que no hace mucho hay quien proclamaba sin vergüenza, de que, de algún modo, aquella cinta de ADN contenía el destino del organismo que surgía de la acción conjunta las células que la formaban. En un magnífico artículo publicado en 2005, el genetista Kendler criticaba algunos de estos mitos que los médicos en general y los psiquiatras y psicólogos clínicos en particular, hemos asumido acerca de la genética y, resituando en su lugar los conocimientos adquiridos en los últimos años, nos invita a volver los ojos al ambiente y, sobre todo a la relación compleja y bidireccional entre ambos. Según este trabajo, no es que aún no sepamos cuál es el gen de la esquizofrenia. Es que ya sabemos no sólo que no hay un gen de la esquizofrenia, sino que si queremos entender el papel de lo genético en la vida en general y en el enfermar en particular, tendremos que abandonar la óptica que Kendler llama preformacionista (según la cual la vida no es más que un desarrollo del contenido de los genes) y construir modelos complejos que permitan dar cuenta de la interrelación de lo heredado con el ambiente (o, mejor, con el medio). Kendler nos plantea que quizás tenga más sentido buscar un gen para algo como la “búsqueda de novedad” o la “evitación del daño”, que hoy se consideran rasgos del carácter o del temperamento, y rastrear la interacción de estos rasgos con los posibles ambientes en los que se pueda producir el desarrollo, que para una entidad como la esquizofrenia, entendida como una entidad morbosa existente en la naturaleza y que, de algún modo, se encarna en un paciente.
Déjenme preguntar con palabras y pensamientos de otros. Habla usted de ambiente, de afectos, de entornos sociales, comunitarios. ¿Cómo puede pensarse que esas condiciones intervengan en el desarrollo bioquímico de un individuo? ¿No hay, nos guste o no, de forma muy constante, independientemente de los entornos sociales y afectivos, un 1 por 100 de esquizofrénicos, por ejemplo?
Porque lo que los teóricos del desarrollo a los que refería antes lo que nos han enseñado es que la experiencia modela el desarrollo del sistema nervioso central en su estructura y su funcionamiento haciendo que se expresen o no potencialidades heredadas. Probablemente las diferencias entre los entornos en los que viven los seres humanos que integran las sociedades contemporáneas no son tan importantes como para producir grandes diferencias en la cantidad de personas que desarrollan cuadros esquizofrénicos y por eso la prevalencia de este trastorno es más o menos del 1% en todos los países (Hay quien ha dicho que la esquizofrenia es el precio que ha pagado la especie humana por el desarrollo del lenguaje). Pero también sabemos que el pronóstico de la esquizofrenia (en términos de calidad de vida) es mejor en las sociedades rurales que en las urbanas. Y que en estas es diferente según cómo sean los sistemas de atención.
Le cambio de tema. ¿Por qué cree que tantos soldados (y tantos mercenarios) que intervienen en guerras, como la actual guerra de invasión de Iraq, necesitan tratamiento psiquiátrico y psicólogo? ¿Qué ocurre en sus mentes, qué pasa en sus almas?
Sabemos que determinadas experiencias que llamamos traumáticas, caracterizadas por suponer un cuestionamiento de las creencias básicas (que los demás no son malos, que el mundo es predecible…) que nos permiten afrontar la vida cotidiana pueden alterar la salud mental. También sabemos que la mayor parte de las personas que las sufren no quedan crónicamente alteradas. La metabolización de esas experiencias es más fácil para personas que las viven en entornos que pueden conferirles un sentido. Los soldados o mercenarios, cuando las sufren vuelven a entornos en los que sus experiencias son extrañas, no compartidas. Eso los hace más vulnerables. El haber descrito las entidades clínicas en las que puede traducirse esa alteración y el haberlas convertido en objeto de indemnización, paradójicamente ha hecho más visible y ha añadido un factor más para la cronificación de estos trastornos.
¿Puede curarse una enfermedad mental? ¿Cómo actúa la química en estos casos? ¿Qué cura cuando cura? ¿Por qué en algunos enfermos son eficaces ciertos fármacos y en otros en cambio se necesita probar con otros medios?
Lo que llamamos trastornos mentales comunes, como los relacionados con la ansiedad y la depresión que pueden afectar alguna vez en la vida hasta una de cada cuatro personas, remiten con o (aunque sea más lentamente) sin tratamiento. En los trastornos mentales graves, como la esquizofrenia o el trastorno bipolar, no hablamos de “curación” pero su curso, y las consecuencias que tienen sobre la vida de las personas, mejoran enormemente con el tratamiento, que, hoy, generalmente, debe incluir un componente farmacológico y un componente psicosocial.
En cuanto a por qué unas personas responden a unas medidas y otras no, lo que sabemos seguro, más allá de las ilusiones de lo que se ha llamado la medicina basada en la evidencia, es que los tratamientos no pueden ser “café para todos” y que, como me gusta repetir cuando hablo de la formación de futuros profesionales, si me dieran a elegir una sola capacidad a desarrollar por estos, elegiría la de personalizar, la de adaptar la intervención a las características particulares de cada paciente y su entorno.
¿Un enfermo mental puede llegar a vivir una vida, digamos, normalizada?
Hoy la recuperación (ese reinsertarse en la vida normalizada) es el objetivo que se considera aceptable en la atención a los trastornos mentales graves. Desde luego que la recuperación puede exigir, en los trastornos mentales graves, como norma, la atención de por vida. Pero la recuperación es posible.
¿Cuáles son las principales tareas que realiza la Asociación Nacional de Neuropsiquiatría que usted preside?
La Asociación Española de Neuropsiquiatría aunó, desde su fundación en 1924 su papel de sociedad científica con el de elemento de denuncia y lucha por la reforma del sistema de atención a la salud y la enfermedad mental. En 1977 cuando una candidatura de izquierdas (formada por los psiquiatras que habían participado en los intentos de reforma que se produjeron en condiciones a veces de extrema dureza, en los últimos años del franquismo) desplazó a los psiquiatras que la dirigieron desde después de la guerra, se convirtió en una asociación interprofesional, incorporando profesionales no psiquiatras, lo que dio lugar a que los psiquiatras desplazados, más vinculados a los medios académicos, se agruparan en otra asociación que se llama Sociedad Española de Psiquiatría. La AEN ha jugado un papel de impulsor crítico de las reformas que ha experimentado en los últimos treinta años el sistema de atención a la salud mental. Hoy, la AEN, pretende mantener esas señas de identidad originales, manteniendo una independencia tanto de la industria como de la administración. Frente a otras asociaciones profesionales se ha caracterizado por defender sobre todo el sistema de público de atención a la salud y el modelo comunitario y ha hecho especial hincapié en la importancia de las intervenciones psicosociales, la necesidad de entender la atención a la salud mental como un proceso que exige una actividad interprofesional y como un campo de enfrentamiento entre corporativismos. Y, sobre todo, pretende hacerlo manteniendo una actitud crítica. Ahora enfrenta el desafío de adaptarse a un marco europeo nuevo, en el que el papel de las asociaciones científicas va a ser importante y muy distinto al tradicional. Y ello está requiriendo no poca imaginación y esfuerzo en cuestiones como la delimitación del campo de actuación de los profesionales de la salud mental (Y por tanto de los conceptos de salud y trastorno mental), la generación de criterios para la práctica clínica, la difusión de ideas y alternativas, la colaboración con otras entidades como las asociaciones de usuarios y familiares, la protección de los derechos humanos y la lucha contra el estigma que aún sufren las personas con trastornos mentales.
Como usted sabe, en la psiquiatría española de los años cuarenta –citemos al señor Vallejo Nájera-, se diagnosticó de locura el compromiso político republicano y rojo. ¿Cómo pudo llegarse a una cosa así? ¿Cómo un científico puede defender con ahínco, y con las consecuencias conocidas, una concepción teórica de esas características? ¿Tan fuerte es la ideología, el poder político, el fanatismo fascista?
No estoy muy seguro de que el Dr Vallejo Nájera fuera exactamente un científico. Y, si me apura, le diré que ésta (por mucho que sea estúpida) no me parece de las cosas más monstruosas a las que ha dado lugar el fanatismo fascista.

            Hasta aquí, la entrevista de Salvador López Arnal a Alberto Fernández Liria, a quien manifestamos nuestra admiración y respeto.

3 comentarios:

  1. Una entrevista para releer y disfrutar haciéndolo. Me ha encantado.
    Esther.

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  2. Nos alegramos de que te guste. Es larga, pero merece la pena.

    Un abrazo.

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  3. Gracias por tu visita a nuestro blog, Laura. Enlazamos el tuyo.

    Un saludo.

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