Uno de los profesionales que admiramos, compañero en este difuso campo de la salud mental o la psiquiatría/psicología críticas de este país, es Mikel Valverde, psicólogo clínico. Es autor de varios artículos que hemos reseñado en entradas previas (aquí, aquí o aquí), así como de varias traducciones de trabajos más que importantes (aquí). Nos ha hecho llegar hace poco una nueva traducción a un texto escrito por Alastair Morgan y Anne Felton, que colaboramos a difundir por creer del máximo interés.
Del Compromiso Constructivo a la Recuperación Coercitiva
Alastair Morgan & Anne Felton[1]
Hace ya muchos años que las personas que experimentan
directamente el sufrimiento mental solicitan una mayor implicación en los
servicios de salud mental, en su propio tratamiento y, en última instancia, en
sus propias vidas. Se trata, en parte, de una respuesta desde la experiencia de
ser diagnosticado con un trastorno mental y ser usuario de los servicios de
salud mental, una experiencia que se extiende a todos los ámbitos de la vida y
es potencialmente debilitadora. En las prácticas de salud mental predomina hoy
en día una perspectiva de Recuperación,[2]
que defiende un camino de esperanza, crecimiento, auto-adaptación y nuevas
oportunidades, y proporciona una oportunidad real para que las personas tomen decisiones
sobre sus propias vidas, y supone todo un desafío a la influencia controladora
de los servicios de salud mental.
Se está dando un énfasis creciente sobre la recuperación,
tanto en las políticas de Salud Mental como en la literatura técnica (Department
of Health[3]
[DH], 2004, 2006). Esta perspectiva obliga a los profesionales a ver en las
personas algo más que “pacientes”, y reconocer el resto de los muchos otros roles
que juegan en la sociedad, al objetivo de ayudarles a conseguir sus propias
metas. Según Repper y Perkins (2009) el apoyo a la recuperación significa dar
prioridad a la persona, a sus deseos, y objetivos. Es necesario tener en cuenta
la relación entre la salud y los factores sociales, y el significado que tiene para
las personas el poder elegir y mantener el control sobre su propia vida. Las
políticas sanitarias de estos últimos años se han hecho eco de esta postura y
animan a los servicios de salud mental a trabajar en partenariado con las
personas que utilizan sus servicios (DH, 2000, 2001, 2005). Sin embargo, estamos
asistiendo a una paradoja fundamental dentro del mismo núcleo de la asistencia
contemporánea en salud mental. En una época en que los principios de la recuperación,
basada en la elección y el respeto, son primordiales en la prestación de
servicios, se está dando un énfasis creciente en la coerción. ¿Por qué está la
coerción en auge si la recuperación se ha integrado como seña de identidad en los
servicios?
Podemos asegurar objetivamente que nuestro sistema de
salud mental es más coercitivo debido a los cambios provocados por la Mental
Health Act[4]
de 2007, con la introducción del Supervised Community Treatment - Tratamiento
Comunitario Supervisado. El Tratamiento Comunitario Supervisado se presentó en
Inglaterra y Gales el 3 de noviembre de 2008. En virtud del poder que se le otorga,
ciertas personas retenidas, basándose en determinados artículos de la Mental
Health Act, pueden ser remitidas a este Tratamiento Comunitario, es decir, puestas
bajo tratamiento obligatorio, y que contiene las reglas que han de acatar,
incluyendo la toma de su medicación (Lawton-Smith, 2010). Las últimas cifras de
la Comisión de Calidad Asistencial detallan que, en el período entre noviembre
de 2008 y marzo de 2011, se habían usado un total de 10.171 órdenes de
tratamiento comunitario (OTC), aunque el 41 por ciento ya habían sido revocado antes
de publicarse el informe (Health and
Social Care Information Centre, 2011). El número total de personas sujetas
a coerción formal bajo la Mental Health Act en Inglaterra y Gales aumentó en un
5 por ciento entre 2010-2011 (Health and
Social Care Information Centre, 2011).
En este capítulo nos centraremos en un discurso
actualmente en boga, que intenta justificar esta coerción creciente aplicada a un
grupo concreto de personas, denominadas de "puerta giratoria". Se
trata de personas con un diagnóstico de enfermedad mental grave (a menudo
psicosis), con antecedentes de múltiples ingresos hospitalarios, que plantean
problemas para implicarse en la terapia, y que muestran vulnerabilidad social
(incluyendo vivienda precaria y uso de drogas). Este es supuestamente el grupo diana
de las OTC (ver Churchill, Owen, Singh y Hotopf, 2007). Es también el mismo grupo
que estuvo en el punto de mira de la agenda de recuperación que se puso en
marcha a finales de los 90, con el objetivo de comprometer de forma
constructiva a las personas que previamente se habían desvinculado de los
servicios (Sainsbury Centre for Mental Health [SCMH], 1998). Su agenda, basada
en el compromiso constructivo, empezaba por asumir que eran los servicios los
que debían cambiar para poder ofertar una perspectiva más incluyente y socialmente
orientada a la recuperación. En este capítulo defenderemos la opinión de que,
para un grupo definido como personas “con problemas para comprometerse”, el
acento en el compromiso constructivo, que considera un equilibrio entre los derechos
y responsabilidades mutuas, está siendo reemplazado rápidamente por una agenda
de recuperación coercitiva que concibe la coerción como el primer paso en el
camino hacia la recuperación (Davidson & Roe, 2007; Priebe et al, 2009;
Molodynski, Rugkása y Burns, 2010).
Exploraremos tres áreas en este discurso sobre la
recuperación coercitiva; un discurso sobre el riesgo, un discurso asociado a “tratar
presionando” que explora los diferentes usos y significados de la coerción, y
un discurso que defiende que las órdenes de tratamiento comunitario son
éticamente justificables. Sostenemos que este creciente cuerpo de literatura inclina
demasiado la balanza hacia la coerción, y que necesitamos volver a una auténtica
práctica dirigida a la recuperación, basada en un compromiso constructivo sobre
la capacidad de elegir y el respeto.
Antes de comenzar a explorar estas tres áreas, es
importante definir algunos de los términos básicos que estamos usando. Para
empezar, es importante intentar describir los temas centrales de un enfoque de
recuperación. Tal como lo han observado muchos autores, el concepto de
recuperación en la asistencia en salud mental a menudo es difuso y oculta una serie
de desacuerdos y discrepancias (Social Care Institute for Excellence, 2007;
Davidson y Roe, 2007; Pilgrim, 2008; Stickley y Wright, 2011). Pilgrim (2008) ha
resumido esta confusión conceptual poniendo de relieve tres conceptos de
recuperación en la literatura. En primer lugar, está el concepto de
recuperación del "tratamiento biomédico”. Hace hincapié en la importancia
de la medicación para la recuperación, y define la recuperación en sintonía con
la conciencia de enfermedad y a la
acogida al tratamiento médico. Pilgrim (2008, p. 296) lo considera "vino
viejo en odres nuevos". En segundo lugar, existe un concepto de
recuperación que tiene que ver con el desarrollo de un repertorio de habilidades
sociales y recursos que servirán de apoyo frente a los efectos del sufrimiento,
permitiendo que la persona pueda vivir una vida lo más plena posible. Se hace
hincapié en el aumento del bienestar. Es el enfoque asumido por la agenda del
compromiso constructivo (SCMH de 1998, Pilgrim, 2008). Por último, hay un modelo
más basado en los derechos individuales, para el que la recuperación supone
liberarse de la coacción, del etiquetado y de la anulación producida por el
diagnóstico psiquiátrico y la discriminación social. Este concepto de
recuperación está estrechamente ligado a un discurso centrado en la supervivencia
a los perjuicios causados por la psiquiatría, y a crear sentido a la
experiencia personal (Turner-Crowson y Wallcraft, 2002; Crossley, 2006;
Pilgrim, 2008). Evidentemente, como reconoce Pilgrim, son muchos los conflictos
posibles entre estos tres conceptos de recuperación y, no habiendo una
definición clara, podríamos preguntarnos si la recuperación es un concepto útil
en salud mental.
Sin dejar de reconocer esta conceptualización confusa y
conflictiva, Stickley y Wright (2011) han tratado de recapitular algunos temas
centrales para definir la recuperación, mediante un examen sistemático de la
literatura técnica. Aunque aceptan que no hay una definición universal de la
recuperación, articulan algunos prerrequisitos procedentes de la literatura que
podrían considerarse como los componentes fundamentales de cualquier perspectiva
sobre la recuperación. Estos componentes centrales son, en primer lugar, un énfasis
en trabajar de un modo que respete la posibilidad de elegir y fomente la
esperanza, dentro de un contexto general denominado como “filosofía
humanista". En segundo lugar, el hincapié en reconocer como esencial el
testimonio o la narrativa personal de la experiencia del sufrimiento mental. En
tercer lugar, la relevancia primordial de que las personas desarrollen significado
basándose en su sufrimiento mental. En cuarto lugar, está la importancia de una
“ocupación plena de sentido” (Stickley y Wright, 2011, p. 253). Los autores reconocen
las tensiones que se producen en el difícil equilibrio entre el riesgo y el trabajo
orientado a la recuperación, que quedan patentes en su revisión de la literatura.
Ya tenemos un marco de trabajo sobre la recuperación que da
cuenta de su significado diverso, y, no obstante, identifica sus componentes
constituyentes básicos. ¿Qué ocurre con la coerción? ¿Existe una definición
consensuada de coerción? Anderson (2011) escribe que la coerción se hace presente
siempre que se identifique una forma concreta por la que un agente (o
estructura) obliga a otro a hacer algo en contra de su voluntad. De este modo,
la coerción suele implicar siempre una violación de los derechos individuales. Anderson
(2011) destaca dos elementos éticos de la coerción. En primer lugar, el
cuestionamiento ético de quién ejerce la coerción y los medios que utiliza. En
segundo lugar, la figura del coartado y cómo las personas bajo coerción pueden
responder a la misma. Estos dos elementos se enmarcan dentro de un debate ético
más amplio relacionado con la justificación de la coerción. Además, estas
justificaciones suelen ser dobles; se basan en una justificación paternalista a
la hora de violar el principio de autonomía en base a un bien superior (pensemos
en la obligación de llevar puestos los cinturones de seguridad en los coches) o
en la falta de capacidad para decidir de la persona a la que se anula su autonomía
en beneficio de su propio interés.
La literatura sobre la coerción en psiquiatría refleja
este debate filosófico, Szmukler y
Appelbaum (2008), centrándose en el acto de coerción, definen una gama de
presiones diversas que se dan en la asistencia en salud mental, algunas de las
cuales pueden considerarse coercitivas y otras no. También distinguen las amenazas
de las ofertas en las situaciones
coercitivas. Se trata de un concepto clave extraído de un influyente artículo
sobre la coerción de Robert Nozick. Nozick (1969) sostiene que en cualquier
situación coercitiva es importante identificar un punto de partida previo a la
situación de coerción. Para Nozick el punto de partida se asocia con el
"curso normal de los acontecimientos" (Nozick, 1969, p. 447). La
coerción puede desglosarse en una amenaza o en una oferta, dependiendo de la
forma en la que se comunica dentro del contexto del curso normal de los
acontecimientos. Anderson (2011) plantea el siguiente ejemplo. En un robo a
mano armada el asaltante plantea a su víctima que puede entregar sus bienes y resultar
ilesa o guardarlos y ser agredida. En el curso de los acontecimientos es normal
que disfrutemos de nuestros propios bienes sin que nadie nos moleste por lo que
la propuesta del ladrón es en realidad una amenaza, no una oferta. En cambio,
cuando un comercial le oferta a un cliente unas vacaciones gratis si contrata
un seguro, como las vacaciones gratis no forman parte del curso normal de los
acontecimientos, esto puede interpretarse como una oferta, y no como una
amenaza. Como reconoce Anderson (2011) en el segundo ejemplo la presión que se
ejerce es también importante. Pueden parecer disquisiciones abstrusas, pero más
adelante veremos cómo esta distinción entre ofertas y amenazas también se
utiliza en psiquiatría (Molodynski et al., 2010).
Szmukler y Appelbaum (2008) también señalan la diferencia
entre descripciones objetivistas y subjetivistas de la coerción. Una descripción
objetivista intentará justificar la coerción valiéndose de principios éticos, bien
sea invocando una justificación paternalista para la vulneración de derechos para
alcanzar mejores resultados, o basándose en el "mejor interés" desde
el punto de vista de la capacidad de consentir. Una descripción subjetivista explorará
la valoración de la persona que está siendo coaccionada. Existe abundante literatura
sobre la coerción percibida en psiquiatría (Lidz et al., 1995). Sin embargo, la
noción subjetivista de la coerción percibida es un arma de doble filo. Se puede
argumentar que si la persona percibe que está siendo coaccionada lo está de
hecho, independientemente de la realidad objetiva, pero también que si no la percibiera
no hay que tener en cuenta el nivel objetivo de coacción. Szmukler y Appelbaum
(2008) defienden, con sensatez, una combinación entre descripciones subjetivas
y objetivas de la coerción.
Tras esbozar un primer debate en torno a los conceptos de
recuperación y coerción, y antes de pasar a examinar los tres discursos que favorecen
el que estemos pasando de una agenda de compromiso constructivo a un marco de recuperación
coercitiva, precisamos identificar lo qué se entiende por compromiso
constructivo. El documento más importante a este respecto lo publicó en 1998 el
Centre for Mental Health[5]
(que en esa época se llamaba Sainsbury Centre for Mental Health.)[6]
En las Claves para el Compromiso[7]
(SCMH, 1998) se describe la primera versión de un proyecto para trabajar con
personas con dificultades para comprometerse con los servicios psiquiátricos, un
proyecto cuya influencia fue creciendo en la década siguiente a su publicación,
cuando se procedió a poner en marcha equipos funcionales en los servicios de
salud mental por el National Service Framework for Mental Health publicado en
1999.[8]
Aunque el documento inicialmente formaba parte de la iniciativa de crear servicios
de Tratamiento Asertivo[9]
en el Reino Unido, el enfoque que se instauraba en el mismo se extendió pronto a
toda una serie de servicios comunitarios de salud mental. Se intentó reorientar
los servicios de salud mental hacia las necesidades de los usuarios, haciendo
hincapié en la ayuda práctica, en un enfoque holístico de lo asistencial, que
no se limitaba solo al tratamiento médico, y con un enfoque de equipo intenso para
trabajar y esforzarse continuadamente, para comprometer al usuario con el
servicio (Davidson & Campbell, 2007). Con la lectura de algunos de los
primeros documentos, resulta patente que el énfasis en el compromiso partía del
reconocimiento del fracaso de los servicios de salud mental a la hora de
proporcionar una atención accesible y respetuosa para un grupo de clientes (por
ejemplo, Bryant, 2001).
Sin embargo, resultaría excesivamente revisionista argumentar
que este fue el único propósito que subyacía en la agenda del compromiso
constructivo. La propia definición de compromiso, recogida en el material
formativo del Sainsbury Centre, implica un conflicto entre una agenda del riesgo
y una agenda del apoyo asistencial. En las Claves
para el Compromiso (SCMH, 1998) se hace hincapié en que el compromiso debe
ser constructivo y no coercitivo, pero en su definición se asume la necesidad de
"seguir la pista a las personas”. En el corazón de la agenda constructiva anidaba
el viejo conflicto entre el respeto a la autonomía y la obligación de cuidar. Como
Davidson y Campbell (2007) señalan, el trasfondo del desarrollo de servicios de
tratamiento asertivo también venía marcado por un discurso sobre la seguridad
pública, y por la percepción de un aumento de los riesgos para la comunidad en
general provocado por personas con problemas de salud mental. Este trasfondo
coercitivo tuvo su reflejo en los usuarios de los servicios que reaccionaron ante
el compromiso constructivo como si fuera coercitivo en si mismo. De forma ya célebre,
MacMillan (2005, p. 6) escribió sobre el enfoque del tratamiento asertivo como
una forma de "acoso terapéutico”. Rosa (2001) escribió sobre el peligro de
que el tratamiento asertivo se convirtiera en una forma de persuadir y sobornar
a los usuarios de los servicios para que se integraran en un modelo tradicional
de cuidados médicos en salud mental.
El compromiso constructivo no era en absoluto un nirvana
ético. Sin embargo, se daba un equilibrio entre el propósito de involucrar y
trabajar de forma constructiva con las personas y, al mismo tiempo, el respeto a
sus derechos. Este equilibrio se podía mantener por la ausencia del tratamiento
obligatorio comunitario, lo que significaba que el trabajo y las negociaciones
para construir la agenda de las personas atendidas por los servicios era en sí
mismo un modelo asistencial, aunque se enmarcara en la posibilidad, siempre
presente, de un uso coercitivo de la Mental Health Act. Es interesante lo que
escribe Williamson (2004) sobre el equilibrio ético que supone respetar el
derecho de la persona a definir su propio sufrimiento mental, y tener a la vez el
derecho a estar en desacuerdo hasta un límite en el que, en ultima instancia, se
realice una lectura coercitiva de la Mental Health Act. Sin embargo, para que
haya una tensión creativa es necesario que los dados no estén trucados de
antemano. El que el usuario del servicio haga valer su derecho a no tomar
medicación, que no enmarque su sufrimiento en términos de enfermedad, que no
quiera ver al psiquiatra, no impide en absoluto otras formas distintas de trabajar
y hacer. Son estas formas de trabajar y de hacer las que se van cerrando en la
medida de que se inclina demasiado la balanza hacia un programa coercitivo, incardinado
en la cultura del riesgo en la asistencia en salud mental.
La asistencia en Salud Mental: una cultura del riesgo
Se ha
planteado la gestión del riesgo como si fuera central en las prácticas efectivas
de salud mental, en especial del Care
Programme Approach[10]
cuya política impulsa un compromiso normativo en la evaluación y gestión
habitual del riesgo (DH, 1999, 2008b). Sin embargo, la evaluación del riesgo
clínico basada solamente en el juicio del profesional ha sido criticada por
inconsistente y falta de precisión predictiva (Morgan, 2007; Witterman, 2004). Hay
datos que sugieren que las predicciones de riesgo de los profesionales de salud
mental son tan sólo ligeramente más precisas que las realizadas al azar (Doyle
y Dolan, 2002).
Básicamente, se refleja una postura positivista en la que
se observa el riesgo como un fenómeno que puede ser identificado y
cuantificado, y en la que se privilegian los cálculos estadísticos (Smith,
2004). En consecuencia, el cálculo del riesgo es tratado como un hecho
objetivo, aunque se reconoce la influencia de la subjetividad en el juicio
clínico. El debate, desde un punto de vista científico y técnico, se concentra principalmente
en la precisión de la predicción (Lupton, 1999). En la literatura de salud
mental, se manifiesta como una investigación constante en busca de las herramientas
estandarizadas más eficaces y una base de datos que mejore la evaluación del
riesgo (Royal College of Psychiatrists, 2008), partiendo de la hipótesis de que
la precisión de la predicción puede realmente ser mejorada. En lo fundamental, la
definición del riesgo como un concepto cuantificable propaga la idea de que es
posible y, por lo tanto, será alcanzada (McDonald, Waring y Harrison, 2005). El
riesgo funciona como un procedimiento para reducir la incertidumbre y mejorar
el control. Dentro de este enfoque las predicciones de riesgo de los expertos son
presentadas como un valor imparcial y objetivo (Lupton, 1999).
El contexto del riesgo
El auge
del modelo de evaluación y gestión del riesgo dentro de las políticas
gubernamentales tuvo lugar durante la desinstitucionalización, cuando se
detectaron fallas en la asistencia comunitaria, y se produjeron incidentes
violentos de cierta gravedad ocasionados por personas con problemas de salud mental,
lo que alimentó los temores del público sobre el peligro que corrían. Estas
preocupaciones se ratificaron a través de enmiendas propuestas a la Mental
Health Act (Harper, 2004), que reforzaron la asociación entre el riesgo, el
peligro, y la enfermedad mental, y planteaban la necesidad de control mediante
la contención. Se solicitó a las autoridades que desarrollaran medidas eficaces
para prever este tipo de incidentes peligrosos y se actuara en consecuencia para
reducir su incidencia, lo que consolidó la gestión del riesgo como una parte
central de la función de los servicios de salud mental (Freshwater &
Westwood, 2006).
Douglas (1992) enfatiza la necesidad de considerar los
riesgos dentro de su situación social y política, y sugiere que las pretendidas
perspectivas objetivas respecto al riesgo son imposibles. Douglas también
afirma que el riesgo es inherentemente político, aunque rara vez se conciba de
esa manera. La agenda política se manifiesta mediante la práctica de atribuir
la culpa de determinado riesgo de peligro a ciertos grupos sociales. Por lo
tanto, el foco de la gestión del
riesgo en los servicios de salud mental tiene que considerarse en el contexto
en el que se desarrolló. La incidencia de homicidios cometidos por personas con
problemas de salud mental es escasa, entre el 5 al 10 por ciento de la
totalidad de homicidios (James, 2006; Szmukler, 2000). Incluso si es investigado
partiendo de la perspectiva de que el riesgo es cuantificable, la relación
entre enfermedad mental y violencia suministra información contradictoria y
ambigua acerca de la naturaleza de esta relación y los factores implicados
(Appelbaum, Robbins & Monahan, 2000; Douglas, Guy & Hart, 2009; Rogers
& Pilgrim, 2010). No obstante, las personas con problemas de salud mental
están sujetas a controles en función de su peligrosidad percibida, controles
que otros, que pueden suponer mayor peligro y pueden ser igualmente
"tratables" (como los conductores que beben), no padecen (Pilgrim,
2007; Szmukler y Holloway, 2000). Esto ratifica las ideas de Douglas respecto al
uso del riesgo como una manera de culpar a ciertos grupos dentro de la
sociedad. Además, Jasanoff (1999) afirma que el riesgo es un mediador entre el saber
y el poder, y propone que, de acuerdo con el constructo del poder y saber de Foucault,
el análisis del riesgo elabora un discurso que posiciona a algunos como expertos
y a otros como “mudos, irrelevantes o incompetentes” (Jasanoff, 1999, p. 137). El
saber experto en riesgos resulta más visible cuando ocurre un daño y, por lo
tanto, está asociado más con el fracaso, lo que supone la gran paradoja del
riesgo. El riesgo es más evidente cuando las cosas van mal y, por lo tanto,
cuando el saber experto ha fracasado en gestionar ese riesgo (Horlick-Jones,
2004). En este sentido, el discurso del análisis científico del riesgo favorece
la cultura de “culpar” a la asistencia sanitaria, ya que los sucesos adversos se
reflejan como fallos de la gestión del riesgo, que surgen de los problemas profesionales
para evaluar, notificar o comprender el riesgo. De acuerdo con estos argumentos
es el profesional de la salud quien tiene la capacidad para determinar los
riesgos. A los usuarios del servicio se les considera causantes del riesgo,
careciendo por lo tanto de la capacidad necesaria para participar en el proceso
de evaluación y gestión de riesgos.
La cultura del riesgo, y el poder incrustado en ella, suministran
el marco para el discurso actual respecto al trabajo con personas que tienen
dificultades para comprometerse con los servicios. Este discurso incluye una
lógica sobre la contención y el tratamiento que ha sustituido a la de la
participación y el compromiso. Un ejemplo interesante de este discurso, que se
ha vuelto muy pertinente e importante en la literatura del tratamiento asertivo,
es el debate en torno al uso de la presión y la influencia en el tratamiento en
salud mental. Prestaremos ahora nuestra atención a ese discurso.
Te recuperarás, te guste o no
Szmukler
y Appelbaum (2008) describen una serie de presiones hacia el tratamiento, como el
uso de la influencia interpersonal y la coerción. Ilustran esta gama de
presiones a través del ejemplo de una enfermera psiquiátrica comunitaria (EPC) en
contacto con una persona que rechaza su medicación. No es casualidad que el
tema del compromiso se reduzca a una cuestión de cumplimiento de la toma de medicación,
que como veremos llega a ser la única prueba de recuperación para muchos de los
que participan en este debate. Szmukler y Appelbaum (2008) describen una
jerarquía de presiones, desde la más
baja hasta la más alta, empezando por la persuasión, siguiendo con la influencia
interpersonal, incentivos, amenazas, y finalmente la coerción en toda regla. La
EPC responde al rechazo de la medicación con persuasión, si escucha las razones
y luego trata de exponer los problemas que puede conllevar la interrupción de la
medicación, avisando a la persona sobre la vuelta a pautas anteriores en torno
al uso de medicamentos. Szmukler y Appelbaum consideran esto como relativamente
no problemático. Sin embargo, el concepto de persuasión, más que educar o
negociar, parece constituir una relación de poder particular. Si vamos a la
influencia interpersonal las cosas llegan a enturbiarse. La EPC responde con
una mirada triste y decepcionada por la decisión de la persona. El incentivo
aparece cuando la EPC ofrece una entrada para un partido de fútbol si la
persona toma su medicación (una oferta no es una amenaza si recordamos el postulado
anterior de Nozick). La amenaza se manifiesta cuando la EPC dice que no va a rellenar
un formulario de solicitud de ayuda económica si la persona no se toma la medicación.
La coerción completa se produce cuando una evaluación según la Mental Health
Act conlleva un posible tratamiento forzoso. Szmukler y Appelbaum se muestran preocupados
por todas estas presiones y sostienen con razón, que en una relación
terapéutica se debe aspirar al uso mínimo necesario de cualquier tipo de
presión.
Sin embargo, otros han llevado este razonamiento más
lejos. Molodynski et al. (2010) esbozan la misma serie de presiones presentando
a unos hipotéticos ECP (Tom) y cliente (Debbie). Sin embargo, su conclusión es
mucho más preocupante. Escriben que
Las
interacciones de este tipo entre Tom y Debbie se producen diariamente en la
práctica clínica. Los niveles más bajos de presión pueden ser útiles y
apropiados en nuestras relaciones con los pacientes. Al fin y al cabo, la
presión está omnipresente en las relaciones humanas y es probable que sea
particularmente pertinente en las relaciones más difíciles y problemáticas. (Molodynski et al., 2010, p. 110)
Este enunciado parece más bien una forma de nihilismo
terapéutico. Si las interacciones como esta ocurren cada día, entonces deberían
ser combatidas, no aceptadas. Todo, desde la influencia interpersonal hasta la
coerción formal, es inaceptable a menos que la coerción formal esté enmarcada en
garantías jurídicas. El hecho de que las presiones sean omnipresentes en la sociedad
no las hace aceptables o éticas, y deberíamos ser todavía más escrupulosos ante
personas vulnerables y mostrar que estamos trabajando de una manera respetuosa
y sensible.
No obstante, Molodynski et al. (2010) llegan más lejos aún
al sostener que un enfoque basado en los derechos abandona a los clientes a su
suerte, y que el uso de la coacción y la influencia es consecuente con la
recuperación. Arguyen que si permitimos que las personas tomen sus propias
decisiones, sobre todo en este grupo de “pacientes de puerta giratoria",
no les estamos permitiendo mejorar sus vidas. Una vida plena y satisfactoria y
la recuperación de una enfermedad mental comienzan con coerción.
Davidson y Roe (2007, p. 467) se hacen eco de los argumentos
sobre la necesidad de asumir la responsabilidad de la propia recuperación argumentando
que“... la recuperación personal es algo que requiere un impulso activo, y hay
personas que aún tienen que asumir este reto". Escriben más tarde que hay
personas que eligen no recuperarse, y las comparan a aquellas "personas
con cáncer de pulmón que continúan fumando" (Davidson & Roe, 2007, p.
468). El reto de la recuperación lo asumirían solo quienes aceptan que tienen
una enfermedad, toman su medicación y se muestren conformes en vivir sus vidas del
modo en el que el sistema psiquiátrico piensa que deben hacerlo. Si asumen este
reto, más adelante podrán tomar decisiones y vivir una vida con sentido. Si rehúsan,
hay circunstancias en las que se les podría obligar a hacerlo por su propio
bien.
Usted se recuperará, y tenemos formas para hacer que se
recupere. Una de ellas, sobre la que se está escribiendo e investigando mucho, en
relación con la "población de puerta giratoria”, es el enfoque Dinero por Medicación (Claasen, 2007;
Priebe et al, 2009.). Classen (2007) escribe sobre un proyecto en Londres Este en
el que se dio a los clientes del tratamiento asertivo de 5 a 10 libras por cada
inyección depot recibida. Una vez más, si recordamos el argumentario de Nozick,
esto se puede considerar como una oferta, no una amenaza, ya que no se les
quita algo que ocurriría normalmente. Por supuesto, esto es ignorar el
trasfondo de relaciones de poder presente en estas cuestiones, en particular la
vulnerabilidad social de quienes están siendo manipulados cínicamente en estos
casos. Claasen (2007) acepta que esta es una forma de incentivo, y no se preocupa
excesivamente sobre el tema del consentimiento informado, y cómo podría verse comprometido
por un soborno sistemático. Escribe que "el consentimiento en cualquier
decisión de tratamiento es un tema complejo" (Claasen, 2007, p. 191). Más
tarde afirma que el soborno es simplemente un asunto que "inclina la
balanza en la toma de decisiones de una persona informada” (Claasen, 2007, p.
192). No se reconoce que tratarse con medicación antipsicótica depot tiene tantos
costes como beneficios, y Claasen escribe sobre ello como si fuera un bien
absoluto, similar al acto de dejar de fumar.
Priebe et al. (2009) escriben también sobre el proyecto Dinero por Medicación como una opción
positiva que facilita la recuperación. Aunque se preocupan por algunos
inconvenientes, su listado de inconvenientes tan solo delata su incapacidad
para entender el abuso de poder en juego. Les preocupa que la persona se vuelva
financieramente dependiente, exigiendo cada vez más dinero, que no quiera dar
por concluido el proyecto, y que despilfarre los ingresos adicionales en drogas
(Priebe et al., 2009). No hay preocupación alguna sobre lo que significa una transacción
de este tipo para las personas receptoras, y cómo se pueden sentir “aceptando” semejante
ganga. La investigación sobre las vivencias de los clientes sujetos a las
órdenes de tratamiento comunitario pone de manifiesto cómo llegan a afectar en su
propia auto-imagen y en su identidad (Gibbs, Dawson, Ansley y Mullen, 2005),
pero nada de esto parece preocupar aquí.
Este tipo de nihilismo terapéutico inclina la balanza fuera
del equilibrio entre derechos y responsabilidades, propio de la agenda del compromiso
constructivo, hacia un énfasis en la adherencia a la medicación como el
objetivo clave en salud mental, objetivo que puede alcanzarse sin tener en
cuenta la autonomía del usuario del servicio.
La extensión de la coerción en la comunidad
La
novedad más significativa en los servicios de salud mental del Reino Unido en
los últimos 10 años ha sido la aprobación legal de un aspecto del tratamiento
comunitario incorporado mediante las enmiendas a la Mental Health Act 2007. Aquellas
personas retenidas en virtud del Artículo[11]
3 u otros artículos forenses, pueden ser puestas bajo OTC, y la OTC permite que
la persona pueda ser hospitalizada, durante un período de hasta 72 horas, si no
está cumpliendo con las condiciones de su orden de tratamiento (DH, 2008a). Las
condiciones formales, que se aplican a una persona bajo OTC, son que debe estar
disponible para recibir tratamiento, aunque no pueda ser tratada a la fuerza en
la comunidad. Sin embargo, pueden aplicarse una serie de condiciones adjuntas, de
las cuales la más significativa suele ser que debe tomar la medicación prescrita,
pudiendo aplicarse a discreción del Clínico Responsable otras condiciones referentes
a la residencia de la persona y al uso de drogas ilegales (DH, 2008a).
El tratamiento comunitario supervisado se introdujo en
Inglaterra y Gales en un contexto de gran controversia, y con la oposición conjunta
de profesionales sanitarios y usuarios de servicios organizados en la Mental
Health Alliance (Mental Health Alliance, 2005). Churchill et al. (2007)
revisaron exhaustivamente las pruebas existentes respecto a la efectividad de
las OTC y no pudieron encontrarlas. Según Churchill et al. (2007) no había pruebas
de reducción en las tasas de reingreso o en disminuir la estancia hospitalaria,
y en lo referente a la medición de la satisfacción del paciente esta era
negativa para las OTC. Como dicen Burns y Dawson (2009) se plantean serias
dudas sobre la ética de un tratamiento de este tipo, cuando se implementa sin ninguna
base empírica. Esto nos lleva a concluir que el discurso de fondo sobre la
cultura del riesgo en salud mental hizo que las OTC fueran finalmente inevitables
y que se introdujeron en Inglaterra y Gales independientemente de las pruebas.
De hecho, la fascinación por las OTC ya estaba incrustada en el discurso sobre
la participación constructiva al final de la década de 1990 (DH, 1998).
Con todo, lo preocupante es la facilidad con la que las OTCs
se han convertido en una pieza consolidada e importante del arsenal de los
servicios de salud mental, pasando a ser rápidamente una parte incuestionable
de su funcionamiento actual. En una encuesta a 533 psiquiatras en Inglaterra y
Gales, la mayoría encuentra útiles las OTCs (Lawton-Smith, 2010). Esta impresión
subjetiva está respaldada por el amplio uso de las OTCs en la práctica, como hemos
señalado antes (Health and Social Care Information Centre, 2011). Sin embargo,
no debemos dejarnos engañar pensando que las fuerzas y las presiones sociales
más amplias han dejado de jugar un papel en la aplicación de dicha legislación.
Uno de los aspectos más preocupantes de la implementación de las OTCs ha sido su
reconocido el uso excesivo sobre personas negras y otras minorías étnicas (Care
Quality Commission, 2011).
Es poco probable que la aceptación de las OTCs como un
hecho natural de la práctica contemporánea en salud mental cambie a corto plazo.
En la actualidad, el programa de investigación en torno a los OTC en el Reino
Unido se centra en un ensayo controlado y aleatorizado en curso que compara las
OTCs con el alta hospitalaria temporal prevista por el Artículo 17[12]
(un permiso de ausencia temporal del hospital que puede concederse a personas
sujetas a internamiento obligatorio), un ensayo conocido como OCTET (Oxford Community Treatment Order Evaluation
Trial). Esta comparación aleatorizada pretende ser capaz de demostrar los
beneficios o no de las OTC mediante un estudio aleatorio llevado a cabo con
garantías (OCTET, 2011), pero cualesquiera que sean las ventajas que se
encuentren solo se demostrarán mediante una comparación entre dos formas de
coacción; ya sea la de las OTC o la de los permisos del Artículo 17. Como Burns
y Dawson (2009) observan, comparar la coerción comunitaria frente al
tratamiento asertivo intensivo no es ético, una vez aprobada una legislación OTC
de la que sabemos que inclina este último hacia la coerción.
Dada la falta de pruebas sobre la efectividad de las OTCs
y los argumentos erróneos que se presentan para justificarlos, es difícil
llegar a una conclusión diferente a que su aplicación es de naturaleza estrictamente
política. Kisely y Campbell (2007) escriben que hay escasa evidencia de que las
OTCs se ocupen de las necesidades de los clientes de “puerta giratoria” y que su
implantación demuestra cómo "la política de salud sigue estando determinada
por factores políticos y sociales tanto como por la evidencia” (Kisely y
Campbell, 2007, p. 374). Aún resulta más preocupante la forma en que las OTC han
llegado a ser aceptadas como un hecho natural, y que ni siquiera son cuestionadas
por los defensores de la recuperación en salud mental. En uno de los pocos
documentos publicados que presentan una perspectiva crítica desde el paradigma
de la recuperación no contiene mención alguna a las OTC (Informe MindThink,
2007). Hoy en día es más importante que nunca poner en duda la efectividad y la
moralidad de las OTCs, y defender que algo como la recuperación no puede darse desde
la coerción comunitaria.
No existe alternativa
Al
analizar este impulso creciente hacia la coerción en la comunidad, puede argumentarse
desde un punto de vista pragmático que no hay alternativa. De hecho Gert,
Culver y Clouser (2006) defienden que el paternalismo es aceptable si no existe
otra alternativa. Sin embargo, la existencia de las OTCs no debe reemplazar
todo lo que hemos aprendido de positivo sobre el compromiso constructivo con
personas vulnerables, y al trabajar con el riesgo de manera terapéutica.
Según Douglas (1992) la forma en la que vemos el riesgo
en la sociedad contemporánea propone como una norma aceptable el evitar el
riesgo y, en consecuencia, perder libertad. Como consecuencia, actuar al margen
de esta norma y asumir riesgos deliberadamente es visto como algo anormal y
patológico. Un ejemplo de cómo puede funcionar esto en los servicios de salud
mental puede ser la respuesta dada a los usuarios del servicio que desean dejar
la medicación: ¿por qué decidir dejar la medicación y arriesgarse a la recaída?
Sin embargo, por una parte asumir riesgos puede resultar útil para apoyar la
recuperación individual y por otra cuestiona la estrecha y restrictiva conceptualización
del riesgo en los servicios de salud mental. Asumir riesgos positiva o
terapéuticamente es propio de las personas que tienen la oportunidad de poder
elegir, tomar decisiones y seguir diferentes opciones. Asumir riesgos
positivamente es un proceso que permite a la persona tomar decisiones sobre el
nivel de riesgo que está dispuesta a asumir respecto a su salud y seguridad (DH
2004). Morgan (2000) sostiene que es vital apoyar a los usuarios de los servicios
a correr riesgos y aprender de sus experiencias, aceptando que a corto plazo
puede que ciertos riesgos aumenten, en beneficio de ventajas a más largo plazo.
Se reconoce la necesidad de un enfoque más positivo y de colaboración para
trabajar con el riesgo (DH, 2004, 2007). Además, se han señalado aspectos
positivos en asumir voluntariamente riesgos como la auto-superación, el
compromiso emocional, el control y el reconocimiento social (por ejemplo,
Lupton y Tulloch, 2002; Parker & Stanworth, 2005).
Sin embargo, como hemos visto en este capítulo, para los usuarios
de los servicios de salud mental la oportunidad de tomar decisiones y asumir
riesgos está ligada a sus relaciones con los servicios de salud mental y los
profesionales que trabajan en ellos. La cultura organizacional y el miedo a que
se les considere culpables son barreras para que los profesionales apoyen a las
personas para que tomen riesgos terapéuticos (Godin, 2004) y suponen obstáculos
a la hora de promover la toma de riesgos y, en definitiva, la recuperación. Es
un reto que, sin sorpresa alguna, se enfrenta a las prácticas coercitivas que
hemos examinado. La investigación de Robertson y Collinson (2011) hace hincapié
en el proceso complejo que supone la negociación de los profesionales con los
usuarios del servicio en lo referente a la asunción de riesgos. Para los
participantes de su estudio, la influencia del contexto social y organizacional
en el grado de toma de riesgos fue significativa. Hay tensión en los
profesionales en cuanto a la gestión de su propia angustia y la toma de decisiones
respecto al nivel de riesgo positivo aceptable, y mientras se esfuerzan en encontrar
un equilibrio entre los beneficios para la persona y el mantener la seguridad ante
la incertidumbre. Es sabido que existen influencias bien conocidas en la
pretensión de gestionar el riesgo, aunque si aceptamos estas limitaciones, en
vez de buscar la oportunidad de superarlas, existe el peligro de que la
recuperación siga siendo mera retórica o incluso la justificación para seguir haciendo
lo que siempre se ha hecho, mantener el status quo, sin otra alternativa que la
coerción para la recuperación.
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[2] El texto hace referencia en todo momento a la situación en Gran Bretaña
[3] Ministerio de Salud británico
[4] Ley de Salud Mental
[9] Assertive Outreach,
literalmente “extensión asertiva” suele traducirse como tratamiento o
seguimiento asertivo.
[10] Enfoque del Programa
Asistencial.
[11] Section en la terminología legal inglesa
[12] La Section 17 de la Mental Health Act otorga al responsable clínico la
facultad de conceder un permiso temporal bajo las condiciones necesarias “en el
interés del paciente o para proteger a terceras personas” El facultativo la
puede revocar si lo estima oportuno. Si el paciente no vuelve al hospital al terminar
el permiso, o al revocarse este, puede ser detenido y hospitalizado de nuevo. (N de T)