jueves, 12 de diciembre de 2024

Reseña de "Crónica de una sociedad intoxicada" de Joan-Ramon Laporte (Revista de la AEN)

Recientemente escribimos una reseña sobre el estupendo libro "Crónica de una sociedad intoxicada", de Joan-Ramon Laporte, que se ha publicado en el último número de la Revista de la AEN. La reproducimos a continuación:



 “De por qué prescribimos y tomamos cada vez más medicamentos innecesarios, caros y peligrosos


Aunque ya Antonio Machado dejó dicho que la verdad es la verdad, ya la diga Agamenón o su porquero, lo cierto es que, cuando la verdad no es evidente (o hay intereses en que no lo sea) un punto importante a tener en cuenta es quién enuncia dicha verdad. En esta reseña nos vamos a ocupar del libro “Crónica de una sociedad intoxicada” de Joan-Ramon Laporte. Y responderemos nuestra duda inicial diciendo que el Dr.Laporte fue catedrático de Terapéutica y Farmacología clínica en la Universidad Autónoma de Barcelona y jefe del servicio de farmacología clínica del Hospital Vall d`Hebron de Barcelona. Estos cargos no aseguran que su discurso deba ser creído sin más, pero sí demuestran que no estamos ante un aficionado a las teorías de la conspiración ni ante un pseudodivulgador del montón. Otro detalle de suma importancia para conocer la figura del autor de este libro, antes de entrar a valorar el mismo, es su absoluta ausencia de conflictos de interés respecto a la influencia de la industria  farmacéutica. Influencia que, por desgracia, es casi omnipresente en nuestro sistema sanitario (y que afecta a muchísimos profesionales sanitarios, incluidos no pocos catedráticos, a diferencia del Dr. Laporte).

Entrando en materia, esta obra dibuja un recorrido magistral desde los inicios de la moderna farmacoterapia hasta los peores efectos del desarrollo de la misma. Cuenta cómo, de forma progresiva, el descubrimiento y comercialización de nuevos fármacos ha ido teniendo cada vez menos de ciencia al servicio de la humanidad y más de negocio al servicio de los accionistas. Se describe la idea básica del fármaco como “bala mágica”, es decir, como aquella molécula que incide directamente en el receptor deseado para provocar una acción que cura el trastorno de que se trate; idea que, aunque ampliamente extendida, está totalmente fuera de la realidad: la inmensa mayoría de los fármacos que usamos actúan en multitud de receptores, provocando cascadas de efectos, gran parte de los cuales son desconocidos aún en el momento de la comercialización y que no dejan de ser potencialmente peligrosos.

Los fármacos son desarrollados casi en su totalidad por empresas privadas con ánimo de lucro, aunque con una amplia base de trabajo previo básico en organismos públicos tales como universidades o con estudios posteriores en los que colaboran sistemas sanitarios públicos. Sin embargo, es flagrante la dejadez de funciones de las administraciones sanitarias, que dejan que sean las propias empresas fabricantes las que elaboren los estudios encargados de probar la eficacia y seguridad de los fármacos. Estudios que luego serán valorados por organismos reguladores públicos, pero financiados en gran parte por dichas  empresas farmacéuticas, que en no pocas ocasiones contratan con suculentos salarios a antiguos responsables de estos organismos reguladores, tales como la Agencia Europea del Medicamento o la FDA americana.

El libro señala también casos flagrantes de manipulación de resultados de estudios científicos, para conseguir que las conclusiones transmitan el mensaje que interesa a la empresa que financia el estudio, ya sea por modificación a posteriori del protocolo del estudio, por el uso y abuso de variables subrogadas sin clara repercusión clínica o, por poner solo algunos ejemplos, mediante ocultación de datos poco favorables al resultado deseado, y muchas veces con la colaboración de profesionales de supuesto prestigio que prestan su nombre como autores de artículos científicos que no son sino propaganda.

Laporte señala lo absurdo de este sistema, en el que el proveedor es el encargado de llevar a cabo las pruebas del producto que ha de evaluarse, con condenas económicas por ocultación de datos de efectos secundarios potencialmente graves, sin que tales multas hayan supuesto cifras de importancia en las cuentas de resultados de estas empresas y sin que ningún directivo de las empresas que conscientemente ocultaron datos que provocaron la muerte y enfermedad de personas haya dado con sus huesos en la cárcel. Laporte hace referencia al caso famoso de la rosiglitazona (1,2), antidiabético comercializado por GSK, empresa que tuvo que pagar 3.000 millones de dólares, reconociendo “haber retenido información sobre efectos adversos de rosiglitazona y haber difundido informaciones no comprobadas sobre su eficacia terapéutica”. El fármaco se retiró en 2010 y un funcionario de la FDA estimó que debía haber causado entre 40.000 y 200.000 casos de infarto de miocardio o ictus desde 1999. Otro ejemplo en esta línea que relata Laporte, para entender la gravedad de las prácticas de estas empresas y la ausencia de consecuencias reales para ellas, es el del fármaco rofecoxib, de Merck, un analgésico que acabó retirado del mercado en 2004 (3). Investigaciones demostraron que la empresa conocía desde hacía años el riesgo de infarto de miocardio y que había intimidado y perseguido judicialmente a los científicos que habían puesto en duda la seguridad del fármaco. Según los cálculos de un evaluador de la FDA, el rofecoxib provocó entre 1999 y 2004 entre 88.000 y 140.000 casos de infarto de miocardio, casi la mitad con resultado de muerte, solo en EEUU. Estudios posteriores demostraron que también habría causado un número ligeramente inferior de casos de ictus, insuficiencia renal y arritmias cardíacas graves.

Se trata de dos ejemplos gravísimos que ponen de manifiesto toda una forma de funcionar: empresas privadas fabrican sus productos, que son evaluados por ellas mismas y con resultados muchas veces cuestionables que son revisados por agencias reguladoras cuya financiación depende de esas empresas y cuyos altos cargos son tentados con frecuencia con grandes salarios por parte de dichas empresas, en una política lamentable de puertas giratorias.

Otro tema en el que se detiene Laporte, de especial interés para profesionales y usuarios de la salud mental, es la más que cuestionable eficacia de los fármacos antidepresivos, señalando también cómo diversos estudios fueron manipulados por las empresas farmacéuticas que los financiaban para ocultar datos de efectos secundarios potencialmente graves, como el suicidio (4,5). Se ha demostrado el fraude cometido en la redacción de varios artículos científicos sobre antidepresivos y su supuesta seguridad y eficacia, pero las revistas médicas no han retirado estos estudios y siguen estando disponibles en la red en la actualidad. Lamentable complicidad más fácil de entender cuando se sabe que dichas revistas son también financiadas en gran parte por la industria farmacéutica. Se defiende habitualmente como vía a seguir la medicina basada en pruebas, pero dichas pruebas son sistemáticamente manipuladas, llegando a los prescriptores conclusiones parciales y sesgadas.

Se detiene Laporte en varios casos concretos de fármacos que se han demostrado no solo ineficaces en las indicaciones para las que han sido promocionados, sino muchas veces peligrosos, como el caso paradigmático del fentanilo y toda la epidemia de opioides que afecta EEUU y amenaza con llegar hasta nosotros. También el uso y abuso de fármacos para el dolor de espalda, con muy escasos resultados, o el sinsentido de tratar el supuesto exceso de colesterol, cuyo umbral va disminuyendo hasta conseguir crear más y más supuestos pacientes que no se beneficiarán en absoluto de tal tratamiento.

Laporte señala la exagerada cantidad de fármacos que consumimos, cada vez en mayores cantidades, dosis y polifarmacia. Ello lleva muchas veces a cascadas terapéuticas, donde se añade un fármaco para combatir efectos secundarios causados por el anterior, acabando con pautas de cinco o más fármacos, lo que dispara el riesgo de efectos secundarios o interacciones muchas veces desconocidas.

Toda esta situación no deja de ser como es por una serie de decisiones políticas, que posibilitan que sea la propia industria la que realiza los estudios sobre la eficacia y riesgos de sus fármacos, que marca una duración de las patentes desproporcionada, que deja vía libre a la captura de los reguladores o a la promoción de sus productos mediante sobornos apenas disimulados a médicos prescriptores, autoridades académicas o asociaciones profesionales o de pacientes. Haremos aquí un inciso, dado que esta reseña se publica en la Revista de la AEN, para señalar que nuestra asociación es ya desde hace años independiente de la industria farmacéutica, lo cual, aunque nos obliga a ser austeros en el buen sentido de la palabra, nos convierte en un agente más fiable a la hora de informar y opinar sobre todos estos temas. No está de más enorgullecerse de ello y, a la vez, lamentar que no haya más asociaciones profesionales que opten por el mismo camino.

También es importante quitarnos la venda de los ojos y, más allá de comentarios simplones sobre “qué haríamos si la industria no investigara” (cuando gran parte de la investigación básica en que se basan los fármacos patentados viene de organismos públicos como universidades, etc.), debemos ser conscientes de lo que este negocio (porque no hay otra manera mejor de llamarlo) supone en términos de vida y muerte. Lejos quedaron los tiempos en que científicos se negaban a patentar medicamentos o vacunas, queriendo que toda la humanidad se pudiera beneficiar de sus descubrimientos. Por poner un ejemplo claro, hoy en día hay empresas con niveles obscenos de beneficios que poseen (porque los estados lo permiten con sus legislaciones, no lo olvidemos) las patentes de fármacos antirretrovirales indispensables para mantener con vida y salud a millones de personas afectas de infección por VIH. Estas empresas y sus directivos eligen mantener precios elevados, muy por encima de su coste de producción, a pesar de que ello impide a poblaciones de países en vías de desarrollo el acceso a estos fármacos. Y cuando dichos países deciden saltarse las patentes y fabricar genéricos de estas moléculas, estas empresas lo denuncian para evitarlo, sabiendo que condenan a muerte a cientos de miles de personas. Lo que ocurre es que, por alguna razón que se nos escapa, a esto no lo llamamos terrorismo.

Tampoco debemos olvidar que el hecho de que la situación actual obedezca a una serie de decisiones políticas implica que puede ser modificada. Como nos enseñó uno de nuestros maestros hace ya años, es vital entender la diferencia entre una rata en un laberinto, que tiene un problema, y una mosca en una botella cerrada, que sufre una desgracia. Es decir, todo el entramado que tan acertadamente describe Laporte es el resultado de una serie de decisiones políticas que, como tales, pueden ser modificadas. No pretendemos decir con esto que tal cambio sea sencillo, que para nada lo es, pero no es imposible. Si algo nos enseñó la pandemia de Covid-19, y no fue enseñanza pequeña, es que para bien o para mal el poder del Estado, cuando quiere, es capaz de pasar por encima de legislaciones, ciudadanos y empresas. Imagínense todo ese poder enfocado en mejorar las cosas: en una industria farmacéutica pública sin ánimo de lucro, en estudios científicos honestos que permitieran conocer de verdad eficacias y riesgos, en llegar a usar solo los fármacos necesarios y por el tiempo necesario, y con precios asequibles para llegar donde hicieran falta. En fin, somos conscientes de que este escenario es muy poco probable, pero para aventurar cualquier posible solución es básico conocer bien el problema planteado y, para ello, una obra como “Crónica de una sociedad intoxicada” del Dr. Laporte se convierte en un elemento clave de conocimiento de la situación.

No queremos terminar sin señalar también la valentía que traslucen todas y cada una de las páginas de este libro, escritas además con una claridad que las hace completamente asequibles a cualquier persona interesada en conocer más sobre un asunto de tanta importancia. La palabra es valentía, porque cuando alguien desvela hechos tan graves y con tal abundancia de datos y pruebas, sabe que se expone a críticas de no pocos actores interesados en que nada de esto cambie para mantener sus beneficios y su estatus profesional. Está claro que al Dr. Laporte no le faltan ni el conocimiento ni el valor para hacérnoslo llegar. No olvidemos que una sociedad bien informada es una sociedad que, al menos, podrá intentar sanar los males que sufre.


Bibliografía:

1. Tanne, J.H. GSK hid heart risks of diabetes drug, claims committee. BMJ 2010; 340; 444-45.

2. Rosen, C.F. Revisiting the rosiglitazone story - Lessons learned. N Engl J Med 2010; 363: 803-06.

3. Prozzi, G.R. El retiro del rofecoxib: una historia para reflexionar. Rev Arg Anest 2004; 62, 5: 327-328.

4. Aursnes, I, Tvete, I.F., Gaasemyr, J, Natvig, B. Suicide attempts in clinical trials with paroxetine randomised against placebo. BMC Med 2005; 3:14.

5. Healy, D. The antidepressant tale: figures signifying nothing? Adv Psychiatr Treatment 2006; 12:320-28.