El delirio era para Jaspers el fenómeno central
de la locura; para Henry Ey, el tema central de la psicopatología y clínica
psiquiátrica. Para el psicoanálisis, como hemos visto detenidamente en entradas
previas (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí o aquí), fenómeno secundario que viene a restañar la brecha
por donde emerge lo Real en la psicosis, debido a la forclusión del
significante fundamental para sostener el orden simbólico. Fenómeno secundario,
pues, pero de vital importancia para el psicótico que sea capaz de trabajarlo,
y ésa será su responsabilidad, para lograr una estabilización en su psicosis.
Nos acercaremos a este tema de tanta
importancia a través de un resumen de las páginas de El saber delirante, de Fernando Colina, el cual es, y citamos
palabras de José María Álvarez y Juan de la Peña Esbrí en su trabajo Sobre el Delirio, su función y sus usos en
el tratamiento de la psicosis: “con diferencia el mejor libro sobre la
materia publicado en las últimas décadas”. Por supuesto creemos que, más allá
de este resumen nuestro, la lectura de la obra completa es imprescindible.
Fernando Colina es, como hemos dicho repetidamente, uno de nuestros puntos de
referencia a nivel teórico en estas cuestiones y no queremos dejar de
recomendar también una más que interesante entrevista que se le ha hecho
recientemente y que pueden leer, por ejemplo, en el blog Tertulias con Platón.
El trabajo de Colina no elude la cuestión de la
definición del delirio, pero es consciente de la dificultad de semejante tarea.
Lejos de definiciones presuntamente científicas y ateóricas como brinda el DSM,
y que fueron ya hace unos años deconstruidas brillantemente por Manfred Spitzer
en su artículo On Defining Delusions,
se detiene en lo que llama la primera tentación, consistente en enumerar no
aquello que probablemente contiene el concepto, sino lo que creemos con
seguridad que no es. Desde esta óptica, pues, sabemos que el delirio no es
simplemente un error, ni una ilusión, ni una mentira, ni una idea fanática ni tampoco
un dogma. Y, no obstante, el delirio también puede ser todas estas cosas, pero
complicadas con el añadido de otro límite particular del conocimiento que tiene
algo que ver con una suerte de fe psicótica. La primera referencia tradicional
suele aludir a la etimología de la palabra, proveniente de delirare, salirse fuera del surco en relación con el arado y con la
razón, que poco aporta, como señala Colina, al conocimiento del término. Las
definiciones académicas clásicas, de carácter fenomenológico, reposan en cuatro
propiedades descriptivas: la convicción delirante, que hace referencia al
carácter de incorregible e irreductible; la falsedad de la idea delirante, su
ruptura con la realidad; la apreciación de que el delirio se desvía de la norma
cultural impidiendo el llamado lazo social del psicótico; y, por último, el
carácter autorreferencial del contenido delirante. Estas cuatro propiedades,
además de dejar a cubierto la entraña del delirio, adolecen de claras
carencias. En cuanto a la convicción, es difícil precisar la ruptura y la
continuidad entre las ideas terminantes y las delirantes, entre el
convencimiento categórico pero normal y la convicción morbosa. En referencia a
la ruptura con la realidad, son infinidad las ideas imaginarias, supersticiosas,
sobrevaloradas o extravagantes que, sin mantener más vínculo con la realidad
que la que pueda soportar cualquier idea delirante, no reconocemos nunca como
delirio en sentido estricto. Así como también se han puesto de relieve los
aciertos reales del delirio. La pérdida del lazo social como consecuencia del
delirio también es cuestionable, ya que muchas ocurrencias, interpretaciones o
sospechas delirantes pueden mostrarse como un vínculo eficaz entre las gentes.
Por último, la autorreferencialidad del contenido delirante es manifiesta,
sabemos que el delirante siempre es un personaje aludido, siempre afectado y
concernido. Pero tampoco este rasgo parece muy específico, pues todos estamos
expuestos a referirnos con gran facilidad un buen pedazo de realidad, sin
traspasar por ello el círculo de la vanidad y la fatuidad necia para caer de
golpe en el delirio. En definitiva, ni reuniendo un pensamiento las cuatro
propiedades descritas existe la seguridad suficiente para considerarlo
delirante. Colina plantea que la definición más precisa del delirio que cabe
proponer es al mismo tiempo la menos ambiciosa y la más cauta, limitándose a
precisar que delirante es el pensamiento que nos permite reconocer a los
psicóticos o, dicho de otro modo, el pensamiento
singular que surge cuando se ha enajenado la identidad.
En relación a la cuestión de la clasificación,
Colina recuerda que la primera tentación catalogadora se fijó en el contenido
del delirio, siendo los temas genéricos la persecución, el perjuicio, la culpa,
los celos, el amor y la divinización. Pero si se observan los contenidos desde
una perspectiva más amplia, encontramos, en clave delirante, todos los grandes
asuntos de la Humanidad. En estos temas delirantes encontramos las grandes
cuestiones de la vida, del poder, de la palabra, del deseo y de la muerte: lo
divino y lo originario, la catástrofe y el fin del mundo, la pluralidad de
mundos, la hostilidad universal, la animalidad, la redención, el mesianismo, la
culpa, el enemigo y la persecución, lo masculino y lo femenino, el amor, la
pasión y los celos. De estos alimentos, celestiales y terrenales, se nutren la
filosofía, la religión, los mitos, la antropología, los teólogos y también, a
tenor de lo dicho, los psicóticos. Tras lo que les pareció una prolífica
acumulación de contenidos, los psicopatólogos optaron por prestar atención al
mecanismo psicológico que, según se presume, los elabora y da cuerpo. Se habló
así de delirios interpretativos, imaginativos, alucinatorios y reivindicativos
(o pasionales). Un tercer procedimiento clasificatorio ordena los delirios en
referencia a la estructura clínica que habitan. El delirio paranoide sería propio de la esquizofrenia y el paranoico correspondería a los llamados
delirios crónicos o paranoias. Hay delirios muy desestructurados, cargados de
sintomatología negativa, ricos en fenómenos elementales y síntomas primarios,
que afectan globalmente a la razón y que parecen poseer intrínsecamente un
soplo deficitario. Frente a estos delirios paranoides, encontramos formas
delirantes bien organizadas, mejor ordenadas y sistematizadas que las otras,
que ocupan sólo parcialmente el intelecto del paranoico, abogando el delirante
en estos casos concienzudamente a favor de su delirio. Existe una tercera
opción, que es la hipotética estructura parafrénica,
que presenta una contribución delirante muy generosa e imaginativa, pero
coherente, bien ordenada y sistematizada. Un cuarto lugar quedaría ocupado por
la psicosis melancólica, difícil de
ubicar con las demás, tal vez por elegir los humores para mostrar su fuerza
devastadora. Otra diferenciación de los delirios es aquélla que los separa en ideas deliroides e ideas delirantes primarias. Tradicionalmente, el delirio
melancólico se considera “comprensible” al estar sus contenidos en lógica
conexión con el estado de ánimo y los entendemos casi por empatía. Las ideas
delirantes estrictas, por su parte, nacerían absurdas y del vacío,
“incomprensibles” para nosotros al no disponer de un soporte vivencial del que
las podamos deducir y comparar. Otra clasificación se podría hacer atendiendo a
la ruptura del lenguaje provocado por el desencadenamiento de la psicosis,
pudiendo distinguir dos bloques de manifestaciones delirantes: uno vinculado al
significante y otro al significado. El primero da cuenta de la
sopa de letras en que se puede convertir el lenguaje del esquizofrénico durante
la crisis. El estallido psicótico viene a producir fragmentos del soporte
material de la palabra, el significante, cuyo resultado son los síntomas que
habitualmente denominamos primarios y conforman el automatismo mental que
describió Clérambault. Frente a estos fenómenos disolutivos de la estructura
hablada del paciente, el psicótico reacciona con un esfuerzo interpretativo que
configura el delirio de significado, una respuesta del sujeto delirante, una
defensa del síntoma a favor de la integridad del delirante. Un último lugar en
estas propuestas clasificatorias quedaría ocupado por cierta forma de ideas
delirantes no psicóticas que aparecen en las demencias orgánicas. Para Colina,
serían experiencias delirantes que poco o nada tendrían que ver con el delirio,
por su escasa elaboración, su mínimo trabajo
y sus circunstancias demenciales.
Dedica también Colina unas palabras a la
angustia. En el neurótico, sería algo semejante al miedo a la finitud y la
decepción del deseo, a la contingencia de la vida, al absurdo, a lo que podría
no existir, a lo que carece de fundamento, incluso a la condición incompleta e
imperfecta de los seres amados. Y, sobre todo, el miedo a la agresión que
comporta la satisfacción, pues el placer, edípicamente hablando, siempre posee
una connotación de triunfo sobre alguien que indudablemente acabará vengándose
y privándonos de su amor. El psicótico, en cambio, parece vivir en otro mundo,
fuera de los males del deseo y de sus estrategias de placer, ya sean
histéricas, fóbicas u obsesivas. Ajeno por lo tanto a los beneficios y
contrariedades de la represión. Teme la escisión y el rompimiento. Disociación
que en el esquizofrénico se manifiesta como temor de fragmentación, de
influencia, de invasión o difusión de su pensamiento, mientras que en el
paranoico sus apariencias serán preferentemente como temor de persecución y
perjuicio. En el melancólico se elabora un temor a la soledad y a la pérdida de
objeto. Resulta imposible pensar en la psicosis sin presencia de angustia. Es
difícil ser psicótico sin gritar y, a pesar de que el psicótico extraiga de su
angustia una suerte de verdad reveladora, de verdad plena, no sujeta a las
vacilaciones del lenguaje, la angustia no desaparece jamás. En la neurosis
reconocemos la angustia familiar de la castración, es decir, la pérdida, la
soledad, la culpa, la muerte o el castigo, pero en el psicótico siempre refulge
un “más allá” primitivo e irreductible, originario. No es, por lo tanto, del
orden del dolor, de la falta de amor, de la humillación, de lo imperdonable o
del fin de los días. O no es sólo eso, aunque eso también esté presente. Habría
una fractura inefable del lenguaje, siendo la angustia psicótica, en su momento
más esencial, la angustia del automatismo y de su subordinado racional, el
delirio.
Como ya comentamos en entradas previas, Colina
señala también la importancia fundamental de los fenómenos elementales,
recogidos en el automatismo mental de Clérambault. En el momento del
automatismo, el significante adquiere un papel irremplazable. Cuando el
psicótico traspasa el umbral de no retorno y la psicosis se desencadena, lo
primero que salta por los aires es la asociación, aparentemente inseparable y
lejos de toda posibilidad de dislocación, entre significante y significado. El
lenguaje queda en suspenso, al menos parcialmente, sobre el hueco amenazador
abierto en la realidad por su ausencia, mientras que lo más esquelético e
inerte de la palabra adquiere una autonomía inesperada. Un tiroteo de letras y
sonidos alcanza en ese momento la conciencia del psicótico. Aparecen los
síntomas “anideicos”, “sutiles” y “atemáticos”. Sujeto a la invasión de
caracteres que, al no encontrar representaciones que transportar, raspan mudos
o rebotan en ecos desconcertantes, el psicótico se encuentra con que su
pensamiento se vuelve sonoro y doloroso. Las palabras se sonorizan o responden
mediante ecos internos porque ya no aciertan a encadenarse en el discurso o pierden
en el camino el significado que vehiculan para acabar tropezando consigo
mismas. El psicótico deja de ser voz para convertirse en eco: de los demás y de
sí mismo. A veces, estos hechos suceden tan tempranamente en la evolución de la
psicosis, que no llegamos a percibir la presencia del automatismo y sólo
podemos llegar a sospechar que su aparatoso entramado estuvo presente en el
pasado, pero que en la actualidad sus manifestaciones han quedado integradas en
el delirio. Sin embargo, por mucha prioridad que se conceda a los síntomas del
automatismo, hay casos en los que cabe sospechar que nunca sucedieron. Las
psicosis propiamente delirantes tienden a polarizarse entre las
esquizofrénicas, de sintomatología significante experimentada y notoria, y paranoicas,
donde o bien el automatismo sucedió sin dejar rastro clínico, por su liviandad
o su precocidad preclínica, o bien no ha llegado a aparecer nunca, si fuera
cierto que en estos casos el lenguaje sólo se ha derrumbado en la esfera del
sentido, sin afectar a su vástago mecánico. Se tiende a asimilar la
esquizofrenia con el delirio de significante y con el automatismo, del mismo
modo que lo hace la paranoia con el delirio de significado y con la ausencia de
los llamados síntomas automáticos aunque, como dice Colina, podemos pensar que
la paranoia sufrió de automatismo, quizá de modo imperceptible y subclínico,
pero suficientemente activo para poner en marcha el delirio. El modelo
explicativo mantiene así su eficacia, al menos desde el punto de vista heurístico,
sin demostración empírica posible.
Siguiendo siempre a Colina, hay que decir que,
pese a la apoteosis racional del delirio, el escenario principal de la psicosis
es el cuerpo. Los fenómenos elementales no son sólo vocales o lumínicos, sino
también corporales. El lenguaje del cuerpo es expresivo en las neurosis,
mientras el cuerpo se encuentra inscrito en el lenguaje y la palabra le
transita y le recubre de una segunda piel. En la esquizofrenia, en cambio, el
cuerpo se vuelve opaco y empieza a hablar su propio lenguaje: el intraducible
idioma delirante que, a fin de cuentas, es un lenguaje corporal antes que
cualquier otra cosa. En el cuerpo del esquizofrénico, un universo de
sensaciones extrañas, a menudo indefinibles, se agolpa: distorsiones, deformaciones,
negaciones corporales, fenómenos cenestésicos anormales, hipocondrías
enajenantes, posesiones e influencias físicas, disociaciones, simbiosis con
otros cuerpos o con lo extracorpóreo, agresiones canibalescas, parasitaciones
imaginarias, impresiones dismórficas, pericia alienada de los sentidos,
malentendido de las mucosas.
Plantea Colina que, aunque denominamos
alucinaciones a una cosa y delirios a otra, en el fondo el cuerpo común es el
delirio, cuyo discurso es de contenido sensorial -o imaginario, si se prefiere
este término- en el caso de la alucinación, y conceptual, principalmente,
cuando aludimos al delirio. El delirante, menos que nadie, no puede prescindir
de la temática perceptiva, pues piensa desde el cuerpo, frotando las palabras
sobre la piel y los sentidos de un modo primitivo. Ese valor sensorial del
pensamiento psicótico es el que vuelve indisociables la alucinación y el
delirio.
Se ha insistido demasiado en medir el
pensamiento delirante desde el modelo de la lógica formal. Y, enjuiciado desde
ese ideal de las ciencias exactas, no es extraño que haya aparecido siempre a
la manera de una desviación imperfecta de la norma. Pero la lógica que rige el
delirio es otra lógica, ni formal ni informal, que ha sido reconocida por el
psicoanálisis como lógica del síntoma. El síntoma, interpretado desde sus
estrategias racionales de conocimiento, de defensa y de ocultación, es el
instrumento intelectivo que mejor puede dar cuenta de la razón delirante.
Colina se muestra pesimista ante la posibilidad de aislar unidades narrativas
en el texto delirante (deliremas) que
puedan ser interpretadas independientemente, así como tampoco cabe aplicar al
delirio el modelo onírico. El delirio no es traducción de nada ni es traducible
a otro idioma. El delirio se agota en sí mismo, en su propia estrategia
racional, de modo semejante a una respuesta ciega que llega terriblemente antes
que la pregunta. El delirante antes que preguntar supone. Las expresiones “tú
ya sabes” o “vosotros sabéis” preludian a menudo cualquier intento de diálogo y
agostan su curiosidad. La lógica del síntoma lleva a enjuiciar el delirio como
un compromiso constructivo del sujeto, es decir, no sólo como un déficit, que
lo es, sino también como una respuesta creativa del psicótico. Colina defiende
que no estamos únicamente ante restos defectuosos del pensamiento, peladuras
desprendidas de una función alterada y destruida, o frente a la liberación de
estratos inferiores del psiquismo que imponen su arcaica razón a las capas más
elevadas del raciocinio (como afirman las tesis inspiradas en modelos
jacksonianos). Al contrario, el delirio es también el resultado de un esfuerzo
creativo del psicótico, quien a través del “trabajo delirante”, “novela
delirante” o “momentos fecundos del delirio”, va edificando su propio domicilio
racional por encima de las experiencias pasivas, parásitas o automáticas que
han invadido su espacio mental. En palabras de Freud: “el delirio es un intento
de restablecimiento y reconstrucción”. Desde el punto de vista terapéutico, una
consecuencia de esta lógica del síntoma sería la consideración de proponer al
psicótico el delirio más que reprimirlo, ofreciéndonos paradójicamente a
enseñarle a delirar. Actitud que aunque no la llevemos a cabo -y no tanto por
no sentir su importancia, sino por la imposibilidad de realizarla- nos viene a
recordar al menos la necesidad de no oponernos frontalmente al delirio y
respetarle como una ortopedia a menudo crucial para algunos seres humanos. Por
otra parte, hay que atender al sufrimiento que revela todo síntoma, pero sin
descuidar la satisfacción que implícitamente imprime. No es concebible el
delirio sin que aparezca pronto el alarde de la omnipotencia. Una jactancia que
se superpone sobre la otra gran idea del delirio, la que hace referencia a la
magnitud del perjuicio padecido. Ya dice un conocido aforismo psicopatológico:
“Mejor perseguido que solo”. Y desde el lado de la megalomanía, la solicitada
presencia del otro no sólo viene servida por la persecución, sino también por
la impresión de autorreferencia que rodea sin descanso al psicótico. Junto a la
omnipotencia, pues, la alusión. La lógica interna del delirio incluye
desconocer completamente la generosa indiferencia de los demás. La lógica del
síntoma se ordena en torno a estas tres exigencias discursivas indesplazables:
la construcción en la destrucción, la satisfacción omnipotente en el perjuicio
y la autorreferencia en la soledad.
Tanta fe expone el delirante en sus creencias
que, aunque dudemos de la realidad de su propuesta, no podemos hacerlo de la
imperiosa urgencia de la que nace. Una opinión tan firme tiene que responder a
una necesidad igualmente intensa, y esa tensión nos hace desentendernos del
error inflexible de su creencia para dejarnos llevar por el desamparo verdadero
de donde parte. Algo nos inclina desde ese momento a dar la razón al delirante,
obligándonos a comprender. Dado que
no nace de la demostración, sino de la realidad del dolor, la verdad aquí es
más empática que probatoria. Aunque nos distraiga con su delirio, el delirante
sólo nos habla verdaderamente de su soledad. Soledad que nos obliga a creerle
porque nos embarga. Si algo verdadero tiene el delirio es ese ansia de verdad y
sentido que le acompaña. Anhelo que no tiene otro origen que el agónico afán
del propio sujeto psicótico por recuperarse y reconstruir el edificio mental
derrumbado. Lacan ha insistido, como recuerda Colina, que el síntoma y en
especial la angustia, es lo que no miente. Y no lo hace porque su aparición
pone de manifiesto los engaños del inconsciente. Diga lo que diga el delirante,
la existencia del delirio basta para persuadirnos de que el psicótico ya no
puede ocultar su estupor, pues su fracaso interior ha sido puesto en evidencia
por el delirio. Freud, por su parte, estaba convencido de que los enfermos
mentales, al haberse apartado de la realidad exterior, podían descubrir cosas
de la realidad interior que de otro modo permanecerían inaccesibles para
nosotros. Como señala Colina, esta posibilidad reveladora de la locura constituye
un estereotipo que recorre la historia del pensamiento.
El delirio tiene diferentes destinos, a los que
calificamos de favorables cuando se disponen en el polo opuesto de la
disgregación psíquica y de la convicción implacable. Existen una serie de
estrategias para distanciarse del delirio que se conocen, en un sentido amplio,
bajo la categoría de “crítica del delirio”. Las primeras son las que Colina
llama opciones lúdicas, las menos críticas, que se refieren a todas las formas
de juego con que es barajado el delirio: ironizar, matizar, exhibir, hacerse el
loco más o menos seductoramente... Con estas opciones, el psicótico logra
mantener activo el delirio y, a la vez, distanciarse relativamente de él.
Suponen un proceso evolutivo saludable. El psicótico aprendió primero a
delirar, es decir, a recoger las irrupciones pasivas de significantes y de
sentido para transformarlas paulatinamente en elaboraciones subjetivas
beneficiosas y efectivas. En un segundo momento, tuvo que aprender a vivir con
su obra, integrando el delirio en el discurso, sin sufrir demasiado ante este
segundo tormento con que la ingrata incomodidad de los síntomas amenaza su vida
social y su equilibrio, siempre al borde del hundimiento irrecuperable.
Otros modos de moderar el delirio son la
localización o la temporalización. En el primer caso, el delirante se muestra
capaz de seleccionar los momentos que considera oportunos para expresar sus
ideas delirantes, o elige los interlocutores a los que confiárselas. Esta
localización la consideramos provechosa y, en la práctica, nos sirve
frecuentemente de objetivo en la dirección del tratamiento. La temporalización
se basa en la posibilidad de poder aplazar en el tiempo las metas que defiende
en su delirio, como el ejemplo clásico de Schreber. Por otra parte, la crítica
del delirio en sentido estricto es la que se desprende de las propias palabras
del psicótico cuando juzga, por ejemplo, su pensamiento de “invenciones” o
incluso cuando habla de “delirios producidos por su enfermedad”. En tales
casos, aun dando por supuesta la sinceridad del enfermo, debemos considerar con
cuidado el alcance de su juicio, preguntándonos incluso si el delirante cree
realmente en su delirio, pues a lo mejor su convicción es de una índole
particular que poco tiene que ver con una convicción nuestra equivalente. Quizá
crea más en las palabras que en la experiencia que anuncian, y también más en
la necesidad de creer que en la creencia misma. Dijo Freud que los delirantes
creen en su delirio como creen en sí mismos, subrayando la necesidad
incuestionable de su creencia, pero también entendiendo el delirio como la idea
proveniente de una identidad frágil en la que poco se puede creer. Su renuncia
al delirio es muy sui generis, dado
que no anula realmente el pensamiento. El psicótico puede reconocer con
franqueza que delira sin retractarse por ello, sin dejar de delirar. Es capaz
de compatibilizar la duda sobre algo con el convencimiento absoluto sobre lo
mismo. Puede afirmar que delira y seguir delirando.
Entendemos poco, y probablemente mal, acerca de
cómo se inicia e instaura un delirio, pero aún conocemos peor el modo de su
desaparición. Como dijo Henri Ey, “el hecho primordial es que el delirio de un
momento tiende a convertirse en el delirio de una existencia”, dejando claro lo
difícil que es volver de la experiencia psicótica. Quizá la única crítica real
del delirio consista en su ocultación espontánea, en cierto ocaso tranquilo y
silencioso que aleja el delirio de la representación, pero que no lo elimina
del todo, aunque le permite retraerse porque su indispensable necesidad ha
desaparecido. La serenidad callada de esta retirada nos recuerda nuestra
obligación de ser respetuosos con el silencio del delirante. Si ya no cuenta su
delirio es porque no quiere o porque no puede, dado que éste ha retrocedido.
Debemos evitar la agresión, pero no sólo la manifiesta, sino también esa
violencia más disfrazada que puede desvelarse cuando alegremente diagnosticamos
de delirio enmascarado o enquistado a lo que es simple decoro, sencilla
somnolencia del delirio. A veces, tras esa designación, escondemos en nuestro
ánimo el equivalente de una imputación, de un ansia normalizadora, de una
desconfianza morbosa o de una dirección de conciencia rigorista, antes que un
intento de precisión clínica.
Que un psicótico cuente libremente su delirio,
incluso que lo haga con avidez, es algo que nos parece un comportamiento
consecuente. En cambio, parece que reaccionamos con cierta incomodidad si el
psicótico esconde y calla su delirio voluntariamente, sospechando a veces que
con esa actitud aumenta su gravedad, y no nos inclinamos tanto a creer que se
trata de un apagamiento beneficioso del delirio, sino de una ocultación
deliberada que revela insinceridad, con lo que añadimos una consideración moral
a la valoración psicopatológica. Ya dijo Kierkegaard: “Si un hombre fuese lo
bastante sensato para poder ocultar su locura, podría enloquecer al mundo
entero”. Sin embargo, son muchas las razones que pueden llevar al psicótico a
callarse: por un creciente bienestar, un alcanzado equilibrio que le permite y
aconseja callar por pudor y temor. Menos veces podemos sospechar que calla para
mantener a raya al curioso y atraer al indiferente. Pues no por irracional el
delirio deja de ser un recurso de seducción conveniente. Por otra parte, el
móvil más importante para esconder el delirio tiene que ver con la competencia
del psicótico para esgrimir con buen sentido el interruptor insustituible del
secreto. El delirante debe recuperar lo antes posible su capacidad para guardar
sus pensamientos y evitar la transparencia, el eco y la resonancia divulgadora
que provoca su rota identidad. En el caso del psicótico, nos encontramos ante
una exigencia de opacidad destinada a neutralizar esa profusión con que todos
los secretos se le vuelven públicos. Nuestra mayor hospitalidad, nuestra
actitud más terapéutica, incluso nuestro superior saber, puede tener algo que
ver con respaldar el callado hermetismo con que puede resolver su relación con
el delirio.
Fue Kant quien, decidido a poner un límite a
nuestro conocimiento, habló de la cosa en
sí para referirse no a nada esencial, sino a todo lo que, tras la realidad,
permanecía excluido absolutamente de nuestra representación. El mismo esfuerzo
ilustrado que regulaba la razón y establecía sus fronteras humanas, abría
simultáneamente las puertas a un mundo oscuro, desconocido y romántico que iba
a proporcionar al hombre una duplicidad nueva, una herida más intensa y
divisoria: claridad, precisión y finitud por un lado, frente a oscuridad,
pulsión e infinitud por el otro. Hegel levantó acta de que la cosa en sí no podía ser patrimonio
exclusivo de la realidad exterior al igual que sucedía en Kant: “Al intelecto
-dijo- habría que reconocerle por lo menos la dignidad de una cosa en sí”.
Schopenhauer la extendió a los aledaños del deseo: “El acto de voluntad es sin
duda el fenómeno más próximo y más preciso de la cosa en sí”. La cosa en sí iba
ampliando su territorio al tiempo que adquiría vida y entraba en ebullición. Un
espacio nuevo se entreabría y agrietaba, poniéndose al alcance del hombre
moderno. En sus proximidades se alojarán lo divino, lo sagrado, lo pulsional,
la alienación, la repetición, la gloria e incluso una suerte de hastío
desesperado, elementos que antes permanecían cercanos a los dominios de la
religión o a los enclaves morales, desde donde se juzgaba y medía el ejercicio
moderado o destemplado de las pasiones. Va a ofrecer un saber nuevo e
insondable que va tomando cuerpo: “Sólo desde la oscuridad de lo que carece de
entendimiento nacen los pensamientos más profundos”, en palabras de Schelling.
El delirio es tenido entre ellos.
Dice Nietzsche: “La piedra es más piedra que
antes”, haciéndonos ver que la realidad se ha vuelto demasiado real para
nosotros, tanto que difícilmente vamos a poder soportarla. La cosa en sí ya no
es simplemente reconocible en una frontera inerte y más o menos mistérica, sino
que es semejante a una amenaza intangible e indecible que nos rodea por dentro
y por fuera, como una piedra incandescente de la que emana constantemente un
aluvión psicótico. La psicosis late en todos nosotros y está presta a doblarnos
la espalda en cuanto una vacilación del lenguaje impida a la representación
contener el empuje de su negror, de su muda erupción. Así que se abra una
grieta, un mundo árido y estéril se cierne sobre nosotros, irrumpe la angustia
y al hombre le crece una nueva razón: el delirio, que brota como un defecto en
la intermediación del lenguaje, como un cortocircuito directo entre lo impensable
y el sentido.
La evolución del concepto llevó a la noción
freudiana de pulsión y, en especial, la pulsión de muerte en tanto que matriz
nuclear de todas las pulsiones, representa el límite del conocimiento y también
el origen desencajado y huraño de las psicosis. Con otro término, el de Real, lo acoge y enmarca Lacan más
tarde, elevándolo a la categoría de registro, de instancia del psiquismo que ya
no responde fácilmente a la separación entre consciente e inconsciente. O la
pulsión se domestica en deseo o el sujeto queda sometido a las fuerzas de la
psicosis. O lo Real es frenado por la palabra o la realidad queda avasallada
por unas tensiones que la vuelven irreconocible obligando al sujeto a desplegar
el delirio a modo de un último recurso para recibirla o al menos, hasta donde
sea posible, remendarla y humanizarla. Donde no llega la metáfora del deseo lo
va a intentar el delirio convertido en metáfora de una catástrofe. Cuando el
paño hablado de cualquiera de nosotros se descorre insuficientemente sobre el
otro y el mundo, entonces la cosa en sí, que es una suerte de cráter que negrea
y acongoja de un modo irresistible, exige que un apósito racional nuevo, que no
es otra cosa que el delirio, venga a sofocar el fuego de una lava que
transforma en cosas y escoria cuanto toca vivo.
En relación a la cuestión del poder, sigue
Colina afirmando que seguramente la identidad, es decir, el reconocimiento
propio, sea una expresión del poder. Y el delirio no sea por su parte nada más
que un sucedáneo decisivo de la identidad en el que hay que creer. Al aforismo
freudiano, ya comentado, que nos señala que el delirante cree en el delirio
como cree en sí mismo, habría que añadir que cree en el delirio como cree en el
poder, si es que no son lo mismo. Pues el poder nos presta reconocimiento, nos
hace individuos, es decir, sujetos dignos de libertad. Propietarios y señores
del nombre de cada cual. El psicótico, en cuanto que fracasado en la esgrima
del poder, es una máscara tambaleante a la búsqueda de una fe -el delirio- que
le sirva de arma y de correaje. Sólo en el delirio encuentra la diferencia
suficiente para distinguirse de los demás. De este modo, en el pedestal de ese
poder delirante, que difícilmente le permitirá una vida agradable en sociedad,
al menos consigue un dominio imaginario sobre su entorno.
Hasta aquí nuestro intento de resumen de las
palabras de Fernando Colina en El saber
delirante. No dejen de leer el libro original, porque les aseguramos que es
un texto de los que marcan un antes y un después en la visión de la locura.
Brillante exposición, y síntesis.
ResponderEliminarMe quedo sobretodo, aunque yo supiese bien que la psicosis puede desaparecer (o empezar) como un sueño, como quien enciende o apaga el interruptor de la luz, con que la locura tiende siempre a ser, a forzarse ir, por un camino solo de ida, y que sus secuelas y aberrantes excrecencias, v.gr. el delirio, suponen una costra pringosa que a duras penas deja de acompañarte nunca, de desadherirse, destrozando cualidades, vínculos y pertenencias tan importantes como puede ser por ejemplo la capacidad de trabajar (y eso sin descontar los efectos sociales, a esas inmersiones sobreprotectoras crónicas, enemigas de cualquier independencia solvente futura, nunca centradas en la autonomía sino en desconfiadas tutelas, y que acaban por ser el pan diario del universo personal de la mayor parte de los afectados por estos trastornos).
Por lo que a mí me toca, espero no haber desistido aún, reconocerme y protegido lo suficientemente temprano, optar por ese baño reconciliador con tu Yo más diáfano, el tesoro sin abuso de la intoxicación neuroléptica. Y llegar a bregar horadado pero sin renunciar a nada.
Un saludo
Hermoso tu relato.
EliminarAdmito que todo es muy complejo y que estoy dolido. A parte de expresarme horrible, no existen demasiadas certidumbres concluyentes y jode. No me ha permitido forjarme un plan coherente de vida. Tampoco sabré si la condición humana es más flexible que el mercado, o quién sigue hoy a quién. Sobre todo no desistir... Optar no es igual que atarse. La psicofarmacología es antisocial, antimaltrato. Y te reencuentra. Pero si me engancha, lo reconozco, es por lo otro. Espero mejor tecnología.
ResponderEliminar