jueves, 21 de mayo de 2015

¿En qué aspectos se manifiesta la relación de la industria farmacéutica con la Psiquiatría y sus profesionales?


Recientemente, uno de nosotros participó en un grupo de una asociación profesional importante de este país acerca de la relevancia de los conflictos de interés entre la industria farmacéutica y dicha asociación, y cómo se debería manejar dicha cuestión en el futuro. En el momento de publicar esta entrada, el grupo aún no ha hechos públicas sus conclusiones, o tal vez ya el equipo de gobierno de la asociación está debatiendo las mismas. Cuando sepamos algo más del asunto, si llegamos a saberlo como esperamos, lo comentaremos. Mientras tanto, queríamos publicar un texto que preparamos para dicho grupo de estudio, intentando responder a la pregunta que hemos usado como título:

¿En qué aspectos se manifiesta la relación de la industria farmacéutica con la Psiquiatría y sus profesionales?

Si son fieles lectores de nuestro blog, reconocerán que el texto que hoy traemos es una versión de uno que ya publicamos en estas páginas. Aún así, consideramos de interés traerlo de nuevo, porque tiene algunos cambios sobre la primera versión y porque ahora incluye una muy completa bibliografía sobre el tema, que consideramos de indudable interés.

Si están un poco hartos de que sigamos con el tema de las relaciones entre profesionales e industria y su inherente déficit ético, no se imaginan lo hartos que estamos nosotros de tener que estar con lo mismo. Pero como nos parece que el problema está aún lejos de ser solucionado, pues habrá que continuar en la trinchera. Citando a los clásicos: "Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo". 

Para intentar ser más útiles, hemos enlazado cada artículo o libro de la bibliografía a su correspondiente referencia o, cuando estaba disponible, al trabajo completo citado. 

Y ya sin más dilaciones, nuestro texto:



Hay recientes traducciones al castellano de obras importantes que abordan este tema, con abundante documentación sobre la situación que denuncian (1, 2). Por nuestra parte y con fines didácticos, porque el solapamiento es evidente, hemos decidido acotar una serie de apartados en los que se puede desglosar la influencia de la industria farmacéutica sobre la Psiquiatría en la actualidad:

  • Clasificaciones psiquiátricas.
  • Investigación.
  • Desarrollo de nuevos fármacos.
  • Marketing directo.


Estos cuatro apartados implican y confluyen en el hecho de que la mayor parte de la formación que reciben los profesionales está influida por la industria farmacéutica, que crea así el saber oficial de la disciplina. Por otra parte, la influencia de la industria actúa también sobre la sociedad en general, desde estos cuatro apartados o cualquier otra división que hagamos, y contribuye a establecer un saber popular sobre la salud mental que tiende a conceptualizar cualquier malestar vital como trastorno mental y cualquier trastorno mental como disfunción biológica subsidiaria de tratamientos farmacológicos, habitualmente publicitados como eficaces y seguros, pese a la cada vez mayor cantidad de estudios que cuestionan tanto eficacia (3, 4, 5, 6, 7, 8, 9) como seguridad (3, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16). Curiosamente, este saber popular es compartido por muchos profesionales, aunque carece de pruebas en todos sus niveles.

Se podría hacer referencia a un quinto apartado en relación con el gasto farmacéutico que resulta aumentado más allá de lo razonable por la influencia de la industria en aspectos como la visión negativa sobre fármacos genéricos y/o antiguos frente a fármacos nuevos que no han demostrado ser mejores ni más seguros que los previamente existentes (17), aunque sí han sido menos estudiados evidentemente, o bien aumentos de la prescripción en relación con la medicalización de procesos no morbosos en sí, o disminución de umbrales diagnósticos, etc. Sin embargo, consideramos que la influencia de la industria es negativa y debe evitarse en base a los cuatro puntos que vamos a desarrollar, con independencia de que ello suponga mayor gasto (como de hecho sucede) o mayor ahorro.

Pero vayamos ya con los cuatro apartados en que hemos escogido dividir el tema, insistiendo en que se podrían hacer otras divisiones (18, 19):



Clasificaciones en Psiquiatría


La industria influye de forma clara en la clasificación de las enfermedades mentales y, por lo tanto, en la medicalización de condiciones que no merecerían posiblemente el apelativo de “enfermedades”. Para la redacción de los actuales manuales clasificatorios, DSM y CIE, los paneles de expertos se reunían y decidían qué trastornos entraban a formar parte de la clasificación y de qué manera lo hacían (20), sin que se hagan públicas en dichos manuales las referencias bibliográficas en las que se apoya la creación de cada categoría. Ambos manuales constituyen un caso sorprendente de publicación científica que no aporta referencia bibliográfica alguna, aunque luego se constituyen a sí mismos como las referencias bibliográficas fundamentales de la disciplina.

Se ha sabido también que más de la mitad de los expertos del DSM-5 tienen conflictos de interés (21), algunos por elevadísimas cantidades de dinero, con los laboratorios que producen los fármacos indicados para cada categoría. O se ha descrito (20, 22) cómo se produjo históricamente la invención de cuadros clínicos previamente inexistentes tales como el trastorno por estrés postraumático, el TDAH o la fobia social... O bien se elevó a rango de epidemia trastornos poco frecuentes como la depresión o el trastorno bipolar... La influencia de la industria, que amplía exponencialmente sus beneficios con la aparición de nuevos trastornos o el aumento de prevalencia de los ya conocidos, es innegable en relación con los citados conflictos de interés que presentan los psiquiatras que diseñan estas entidades diagnósticas y en relación con el psiquiatra de a pie que, a través del continuo contacto con el visitador comercial de cada laboratorio, tiene cada vez más presente el nuevo trastorno.

O, y esto es cada vez más grave, influyendo a través de asociaciones de pacientes o familiares o con intervenciones directas en la población, consiguiendo que los pacientes que acuden a las consultas de salud mental vengan ya sugestionados buscando el fármaco adecuado para un desequilibrio químico que nadie ha demostrado de forma fehaciente a pesar de las varias décadas que hace que se busca.



Investigación


La industria farmacéutica lleva a cabo la mayor parte de la investigación tanto previa como posterior a la comercialización de los psicofármacos, dentro de un escenario de lamentable dejadez de funciones de las administraciones públicas. Ello trae consigo una serie de circunstancias que han sido denunciadas profusamente (1,2) sin que hasta el momento se haya solucionado satisfactoriamente dicha situación, a pesar de loables iniciativas a favor de la transparencia en la publicación de todos los ensayos clínicos. 

Entre estas circunstancias tenemos:

  • Ocultación de estudios cuyos resultados no son favorables al fármaco del laboratorio que financia dicho estudio (23).
  • Manipulación de los resultados, muy lejos de lo que sería una práctica científica honesta. Por ejemplo: con muestras demasiado pequeñas; o análisis por subgrupos hasta encontrar cualquier hallazgo significativo en algún grupo no delimitado previamente a la realización del estudio; o seguimientos demasiado cortos para detectar efectos secundarios a largo plazo; o empleo de variables subrogadas sin relevancia clínica demostrada; o comparación con dosis no equivalentes para exagerar efectos secundarios del comparador (24); o el fenómeno muy frecuente del ghostwriting (25), por el cual una compañía contratada por el laboratorio diseña, ejecuta y escribe el estudio, para que luego expertos de reconocido prestigio pongan su nombre, sin haber realizado realmente el trabajo de campo o a veces ni siquiera haber escrito ni comprobado el manuscrito; o etc., etc.


La determinante influencia de la industria en lo que se publica y con qué nivel de calidad científica se hace, lleva directamente a que los prescriptores no tengan acceso a toda la información disponible sobre los fármacos que prescriben (1). Estudios con resultados negativos no se publican, y aquellos estudios que sí se publican muchas veces no nos aportan la información suficiente ni cuentan con una metodología apropiada. Ni se investiga bastante ni llega a nosotros lo que realmente se investiga. Es asombroso cómo apenas hay estudios amplios de, por ejemplo, efectos secundarios a largo plazo (diez, veinte o más años) o bien de qué fenómenos de neuroadaptación se producen con tratamientos antipsicóticos o eutimizantes, cuando son fármacos prescritos con muchísima frecuencia de forma indefinida. Y cuando algún estudio encuentra datos de, por ejemplo, atrofia cerebral asociada a tratamiento a largo plazo con antipsicóticos (10, 13), apenas influye en nuestra práctica clínica... O cómo tenemos decenas de miles de niños medicados con estimulantes anfetamínicos o de otro tipo, así como con antipsicóticos, sin disponer de estudios que nos digan qué efecto tienen estas sustancias sobre un cerebro en formación en cinco o diez años en el futuro. Evidentemente, la culpa para nada es sólo de la industria, la cual investiga lo que le conviene, sino también de las administraciones públicas que se desentienden de sus obligaciones de control en una negligencia cuyas implicaciones sanitarias son incalculables.

El hecho de que la investigación recaiga en manos de la industria lleva también a que sea la industria la que marca cuáles son los temas de investigación y cuáles no... Ahí vemos, por ejemplo, cómo se conceptualiza la patología como necesariamente crónica, desapareciendo los cuadros agudos (que, por definición no requieren medicación de por vida). La psicosis aguda ha desaparecido para ser sustituida por el primer episodio psicótico (lo que augura inevitablemente una serie y se convierte en la práctica y la teoría en un diagnóstico de esquizofrenia a perpetuidad); el episodio depresivo aislado es una rareza, en un mar de trastornos depresivos recurrentes, cada vez más incapacitantes; el niño travieso o despistado es diagnosticado indudablemente de déficit de atención con hiperactividad (26); la persona normal ya no existe, poseída por mil combinaciones comórbidas de trastornos de personalidad para los que se ensayan los más creativos cócteles de psicofármacos. La investigación sobre psicoterapias queda siempre en un plano secundario, y no digamos dónde queda ya la investigación sobre los aspectos sociales del proceso de enfermar o de recuperarse...



Desarrollo de nuevos fármacos


La industria farmacéutica en la actualidad es el principal desarrollador de nuevos fármacos, también en psiquiatría. Se insiste muchas veces en el factor de innovación que la industria trae consigo. Sin embargo, al menos en psiquiatría, son muchas las voces que señalan que apenas ha habido avances farmacológicos dignos de ese nombre en las últimas décadas (3). Desmontada a nivel científico (aunque disfrutando aún de excelente salud comercial), la burbuja de los nuevos antipsicóticos (17), tras los datos de múltiples revisiones independientes (27, 28, 29) de no mayor eficacia que los antiguos y no mejor tolerancia (con efectos metabólicos posiblemente más graves que no parece claro que compensen un perfil neurológico tal vez mejor) y con datos preocupantes (aunque habitualmente ignorados) de cómo correlaciona el mayor uso de antidepresivos con aumento en las cifras globales de depresión (22) y de forma llamativa en las de depresión resistente al tratamiento (30), pues no nos parece que la evidencia acumulada apoye la tesis de que la innovación haya sido tal en nuestro campo.

Hoy en día, por desgracia, lo usual es que el gran avance farmacológico sea un cambio cosmético en una molécula previamente comercializada (y normalmente cercana a la fecha de pérdida de su patente), consiguiéndose un nuevo fármaco que no suele demostrar ni mayor eficacia, ni mejor tolerancia, ni menor coste. Aunque suele funcionar de forma excelente como producto comercial a través de campañas de marketing de indudable éxito. Los ejemplos del escitalopram, la desvenlafaxina o la paliperidona, hablan por sí solos. Otros productos nuevos como la asenapina o la agomelatina no parecen haber mejorado nada lo ya existente, aparte de aumentar el gasto farmacéutico, con la repercusión evidente en el contexto de crisis y recortes que llevamos ya años sufriendo, tanto profesionales como pacientes.

Administraciones sanitarias, como la FDA americana, la EMA europea o la AEMPS española (muy poco independientes, desde el momento que son financiadas en gran parte por la propia industria farmacéutica y con una frecuente puerta giratoria por la que empleados de estos organismos públicos acaban trabajando para los laboratorios que se supone vigilaban) son, de nuevo, las culpables últimas de esta situación. Para aprobar un nuevo fármaco se requieren dos ensayos clínicos donde demuestre su eficacia frente a placebo. Como ha denunciado vehementemente el Dr. David Healy (31), este sistema, bienintencionado en inicio, es totalmente inadecuado y a la postre, dañino. Un laboratorio puede realizar diez estudios comparativos frente a placebo en los que obtenga ocho resultados negativos para el fármaco y dos positivos, y le basta con presentar esos dos y consigue la aprobación del fármaco. Con el agravante en psiquiatría de que las escalas de eficacia pueden arrojar diferencias que sean estadísticamente significativas pero clínicamente irrelevantes. Es decir, no se compara el nuevo fármaco con alguno ya existente y en cuyo funcionamiento se pueda confiar. No se presta atención a estudios a largo plazo de efectos secundarios ni a efectos secundarios poco frecuentes (se ha calculado que para detectar un efecto adverso grave con frecuencia 1/1.000 se precisan muestras de 3.000 sujetos, y rara vez se llega a eso en un estudio precomercialización; si tal efecto adverso existe y el fármaco se da a un millón de personas, matemáticamente morirán 1.000 personas por ese efecto). Son de dolorosa actualidad las multas millonarias a las que la industria es condenada por ocultar información acerca de efectos secundarios de algunas de sus últimas innovaciones, como los casos del rofecoxib (32) o la rosiglitazona (33), con las implicaciones en términos de morbimortalidad que ello implica.



Marketing directo


Otro aspecto clave de la influencia de la industria farmacéutica en la psiquiatría es el más obvio pero no por ello el menos preocupante: el marketing. En nuestro medio no hay publicidad directa al consumidor, aunque ya consiguen las compañías farmacéuticas crear campañas indirectas a través de mensajes de concienciación por los que los médicos o ciertas asociaciones aconsejan a la opinión pública que esté alerta no vaya a ser que su timidez sea una fobia social (20), que su hijo rebelde sea un oposicionista-desafiante, o que el hecho de que esté en paro y con tres hijos no es lo que le pone triste o nervioso, sino que padece usted un trastorno ansioso-depresivo necesitado de un tratamiento cuyo precio le solucionaría sin embargo gran parte de sus problemas.

El marketing de la industria se hace muchas veces a través de asociaciones profesionales, o bien de pacientes o familiares que, normalmente con la mejor intención, caen en el engaño de promocionar supuestas enfermedades necesitadas de tratamiento (como ocurre por ejemplo con el TDAH) o de promocionar determinados fármacos para determinados trastornos (como ciertas campañas contra el estigma en la esquizofrenia, que no son otra cosa que elaborados y eficaces publirreportajes sobre fármacos concretos).

Pero, evidentemente, el principal marketing, al menos hasta ahora, se lleva a cabo sobre los profesionales, sobre todo pero no exclusivamente, sobre los médicos prescriptores. Amables visitadores comerciales llenan nuestros centros de trabajo, con la consiguiente pérdida del tiempo disponible para asistencia, docencia e investigación, bajo la premisa falsa de que traen información científica que en realidad no es más que propaganda, como corresponde a su rol comercial. Es habitual en esta interacción profesional-visitador la recepción de obsequios, normalmente de pequeño valor pero con escandalosas excepciones. Muchas veces mediante subterfugios que ocultan, bajo lo que parecen actividades científicas, días de vacaciones pagadas en distintas partes del país o del mundo. Es más que abundante la bibliografía que desaconseja dicha interrelación por los efectos negativos sobre la calidad de la prescripción del profesional (34, 35, 36, 37).

Aparte de que la recepción de cualquier obsequio está prohibida por ley, según la Ley del Medicamento (38), y que, desde luego, no puede ser tomada por un “regalo”. Porque no es gratis, sino que lleva aparejada una deuda que obliga, de entrada, a seguir recibiendo la visita de ese comercial que te ha traído el obsequio en cuestión (desde pequeño –o no tan pequeño- material de papelería o informático hasta caros libros de la especialidad) y a querer, más o menos inconscientemente, devolverle el favor. Así funciona el ser humano, al menos en nuestra cultura. Y si el profesional cree que no le va a influir el obsequio, debería pararse a pensar que el visitador está convencido de que sí.

Otro aspecto igualmente negativo de la interacción visitador-profesional es la exposición a la propaganda comercial presentada como si fuera información científica. Independientemente del escaso valor metodológico de muchas de las publicaciones que distribuyen o de los sesgos más o menos aparentes de los estudios, el más evidente y preocupante es el sesgo de selección: si hay veinte estudios que dicen que su fármaco no vale para nada y dos que dicen que es bueno, evidentemente el representante comercial sólo nos enseñará esos dos. Consideramos que debe ser el propio profesional, con el apoyo en lo posible de administraciones sanitarias o asociaciones profesionales, quien se busque, y se pague, su propia formación. Como hacen otros profesionales de la salud como enfermeras, psicólogos o trabajadores sociales. O el resto de profesionales de otros campos, que también deben preocuparse por estar actualizados en sus respectivos oficios. Además, en el contexto en que vivimos en que la información científica de calidad está disponible en internet a gran velocidad y de forma fácilmente accesible para cualquiera con un poco de interés, no parece imprescindible para la formación continuada de los profesionales seguir celebrando caras reuniones en hoteles de lujo. Abandonar la interacción entre profesionales e industria no sólo es posible sin perjuicio formativo alguno, sino que ha llegado a ser imprescindible para que nuestra formación continuada pueda ser independiente y de calidad, objetivo al que estamos obligados de cara a dar la mejor atención posible a nuestros pacientes.



Bibliografía:











































1 comentario:

  1. Buena reflexión pero me permito matizar algo con respecto a los sistemas de clasificación.Creo que hay que usar alguno para comunicarnos sino uno está hablado de peras y otros de bicicletas.
    El CIE10, que no es otra cosa que listas de síntomas que tienden a ocurrir juntos y con los que el paciente va al psiquiatra, es probablemente el último trabajo de la OMS con mínima interferencia de las farmaceuticas (John Cooper, com. pers. 1995). Creo que si lo usamos con rigor y con no otra función que la de tener un lenguaje compartido, ganaríamos mucho. El CIE 10 no intenta decir nada de psiquiatría transacional, es decir no es un diccionario que pueda ligar presunciones genéticas, anatomía funcional y tratamientos. Por otra parte con sus notas y exclusiones permite el uso de diagnósticos jerárquicos y explicativos. He dicho "permite" solo eso, no que los dé. Creo que nos ahorraríamos en Europa bastante confusión si usásemos el CIE 10 de esa manera prudente, en lugar del imperialista DSM..

    ResponderEliminar