viernes, 10 de junio de 2011

El caso Schreber

Hemos recomendado ya varias veces el libro de José María Álvarez La invención de las enfermedades mentales (y lo seguiremos recomendando, porque es absolutamente imprescindible). Dedicamos esta entrada a uno de sus capítulos, consagrado al análisis del famoso caso Schreber. Creemos que dicho capítulo es magistral y nuestra entrada pretende ser sólo un humilde resumen del mismo. Todo el mérito del texto es de José María Álvarez (el demérito, si lo hubiera, sería nuestro por no haber sabido efectuar bien tal labor de resumen).

Escribe Sigmund Freud una carta a Jung el 22 de abril de 1910, donde queda recogido: “[...] al igual que al maravilloso Schreber, al cual deberían haber nombrado profesor de psiquiatría y director de un centro psiquiátrico”. El Dr. Paul Schreber relata su locura en Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, obra que es analizada por Freud en su ensayo Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente (1911) y posteriormente por Jacques Lacan en El Seminario Libro III: Las Psicosis (1955-1956), así como en el artículo “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” (1959). Las enseñanzas del caso Schreber han sido varias veces estudiadas y explicadas por José María Álvarez, con indiscutible acierto y brillantez. Un ejemplo de este trabajo se encuentra en su libro La invención de las enfermedades mentales, y tampoco deja de mencionarse a Schreber en uno de sus más recientes trabajos: Estudios sobre la psicosis.
            Como señala Álvarez, el examen de los Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, de Daniel Paul Schreber, supone entrar en un “mundo milagroso” en el que se asienta su drama personal. Estamos ante un relato intenso y escalofriante de la locura desde dentro, que detalla prácticamente el conjunto de la psicopatología psicótica, las coyunturas precipitantes de las crisis, el dramático desmoronamiento de su universo subjetivo y las conquistas estabilizadoras conseguidas gracias a su trabajo delirante. Freud admiró los vastos conocimientos de Schreber, se fascinó con su consistencia argumental, con su capacidad de penetración, de conceptualización y de transmisión de los procesos psicológicos sobre los que germina y se desarrolla la psicosis. Freud dejó dicho, poniendo en relación sus propias consideraciones con el sistema delirante de Paul Schreber: “Queda para el futuro decidir si la teoría contiene más delirio del que yo quisiera, o el delirio más verdad de lo que otros hallan hoy creíble”.
            Siguiendo a Álvarez, Schreber nació en Leipzig el 25 de julio de 1842, en el seno de una familia burguesa e intelectual. Cursó estudios de Derecho e ingresó en la carrera judicial, ascendiendo progresivamente por los cargos de secretario judicial, juez pasante, juez asesor, juez suplente, etc. Destinado en su ciudad natal en 1869, se instaló en el domicilio familiar con su madre y sus hermanos pequeños, habiendo fallecido su padre cuando tenía diecinueve años, tras pasar su última década aislado en casa, escribiendo, tras un traumatismo craneoencefálico accidental. Schreber convivió con ellos hasta 1878, año en el que contrajo matrimonio. En esos nueve años en la casa familiar se doctoró en Derecho, obtuvo el diploma de Estado y consiguió el nombramiento de “Juez con categoría de consejero en la Corte de apelación” de Leipzig. En 1879 Schreber y su esposa se instalaron en Chemnitz, donde había sido destinado en el Tribunal de gran instancia. Su buen hacer jurídico y su capacidad de oratoria lo propulsaron, cinco años después, a la candidatura para las elecciones al Reichstag por la Unión de conservadores y nacional-liberales. La campaña fue dura e intensa y, como señala Álvarez, dejó secuelas indelebles en el prometedor candidato conservador. Schreber contaba cuarenta y dos años cuando fue derrotado por una amplia mayoría que prefirió al candidato socialista.
            Al día siguiente de las elecciones, extenuado, partió en compañía de su joven esposa en dirección al Sonneberg, donde esperaba recuperarse pronto del malestar que le aquejaba. Tras cuarenta días de estancia sin hallar alivio volvió a Leipzig para ingresar en la clínica universitaria del neurólogo y neuroanatomista Prof. Dr. Paul Flechsig. Según cuenta el mismo Schreber en su libro, su primera crisis “se declaró durante el otoño de 1884, pero me curé completamente a finales de 1885, de modo que el 1º de enero de 1886 pude retomar mis funciones de presidente del tribunal de Primera Instancia de Leipzig [...]”. En el historial clínico queda recogido que en el asilo de Sonneberg se trató a Schreber con distintas drogas (morfina, hidrato de cloral y bromuro), pero no mejoró. Intentó suicidarse dos veces en dicho asilo. En el momento del ingreso en la clínica universitaria dirigida por Flechsig persistían sus ideas hipocondríacas y su humor depresivo, con un nuevo intento de suicidio. Diagnosticada inicialmente por Flechsig la dolencia como “grave hipocondría”, han surgido las discrepancias posteriormente entre distintos autores a la hora de establecer si esa primera crisis constituye el inicio clínico de la psicosis, o bien un mero episodio depresivo con síntomas hipocondríacos. Las desavenencias debidas al diagnóstico en esta crisis se deben, como señala Álvarez, a los escasos y taquigráficos datos contenidos en la historia clínica, así como a la diferenciación que el propio Schreber estableció con respecto a su gran locura de 1893: “La primera enfermedad evolucionó sin que sobreviniera ningún episodio con implicaciones sobrenaturales”. En este primer internamiento, efectivamente, no se aprecia una fenomenología ostensiblemente xenopática, es decir, un automatismo mental en cualquiera de sus presentaciones, ni tampoco se deja entrever con claridad la matriz paranoica de la relación de Schreber con su Otro, en el sentido de haber emergido ya la figura de un perseguidor. Ahora bien, sí aparecen una serie de fenómenos sutiles que conciernen al desmembramiento de la imagen del cuerpo (expresados en sus súplicas de hacerse fotografiar, en su convicción de una irreal pérdida de peso, respecto a la que asegura haber sido mentido), así como el pasaje al acto suicida y su insistencia en la incurabilidad y la inminencia de la muerte subjetiva, que parecen contener ya el germen de certeza que tomará una consistencia irreductible en su segunda crisis. Precisamente esas respuestas de Schreber ante sus fenómenos hipocondríacos y seudomelancólicos lleva a Álvarez a considerar que esa primera crisis supuso su debut clínico en la psicosis. Que no hubiera “implicaciones sobrenaturales” nada objeta a ello, pues es sobradamente sabido que la psicosis puede haberse puesto en marcha aunque el delirio no se haya aún constituido. Recuperado de la crisis, dice el mismo Schreber: “pasé con mi esposa ocho años de felicidad en todo sentido, ocho años llenos de honores, oscurecidos solamente cada tanto por la frustración de la esperanza que teníamos de ver bendecida nuestra unión con el nacimiento de un hijo”. Su carrera profesional siguió una progresión inusual, siendo nombrado en 1889 Präsident del Landesgericht de Freiberg, en Sajonia. Finalmente, en 1893 el Ministro de Justicia le anunció su inminente nombramiento de Presidente de una de las Cámaras en la Corte Suprema del Land de Dresde, la instancia judicial más alta del país. Schreber tenía cincuenta y un años.
            Tras el anuncio de tal nominación tuvo Schreber algunos sueños a los que no quiso dar más importancia, pero que no olvidó: “A veces soñaba que recomenzaba mi enfermedad de los nervios, y lógicamente en sueños me sentía tan desdichado como feliz una vez despierto, cuando me daba cuenta que todo no había sido sino un sueño. Un día sin embargo, una mañana -todavía no me había levantado (no sé si estaba dormido o ya despierto)- tuve una sensación que, cuando volví a pensar en ella totalmente despierto, me perturbó de la manera más extraña. Era la idea de que, a pesar de todo, sería algo muy hermoso el hecho de ser una mujer en el momento en que es penetrada por el hombre. Era una idea tan extraña a toda mi naturaleza que, si se me hubiera ocurrido en estado plenamente consciente, la habría rechazado con indignación. Teniendo en cuenta las cosas que viví desde ese momento, no puedo descartar la posibilidad de que haya actuado una influencia exterior que me impuso esa representación”. Contemplando su experiencia posterior, resulta inevitable engarzar todo cuanto Schreber vivió en adelante con esa fantasía hipnopómpica, matriz primordial de todos sus desarrollos delirantes y de todas sus vivencias xenopáticas. El 1º de octubre de 1893 asume las funciones de su nuevo cargo, viéndose inmerso en un trabajo desbordante. Comienza por padecer insomnio, acompañado por un “fenómeno notable” de tipo intrusivo, e inmediatamente el trastorno cobró “un carácter amenazador”. Tal fenómeno consistió en que, a lo largo de varias noches de insomnio, escuchaba un crujido que se repetía a intervalos más o menos largos. Tras oír el ruido “infinitas veces”, Schreber se da cuenta “de manera indiscutible que eran efecto de milagros divinos”. Tras consultar con el Dr. Flechsig, se lleva a cabo una cura de sueño que no tiene el efecto deseado, ingresando posteriormente en la clínica de aquél. Manifiesta ideas hipocondríacas, de persecución, alucinaciones... Permanece varios días insomne, con intensos pensamientos de muerte y realiza un nuevo intento de suicidio. Está en la clínica seis meses, siendo visitado regularmente por su esposa. A los tres meses de ingreso, la mujer emprende un viaje de varios días y, a partir de entonces, Schreber trata de evitar sus visitas, pues los cambios radicales que se producen en su entorno alcanzan tan importantes dimensiones que su mujer, como el resto de los mortales, dejó de ser quien había sido para convertirse en una “de esas formas humanas enviadas allí por milagro”, una “imagen humana construida a la ligera”, manifestaciones “de choques con fuerzas sobrenaturales”, “y sobre todo de una conexión de nervios que el profesor Flechsig había establecido en mí, de modo que él hablaba por medio de mis nervios sin estar personalmente presente. También a partir de ese momento sentí que las intenciones del profesor Flechsig para conmigo no eran puras”. Ese es el instante en que arranca la edificación del delirio schreberiano. Una vez que emergieron los dos elementos básicos e imprescindibles para edificar el delirio -la certeza de ser objeto de manipulación en su cuerpo y en su pensamiento, y la localización del Otro malvado-, Schreber apostó por el trabajo de edificar un delirio explicativo y a la postre estabilizador. Tras los seis meses y una vez que Flechsig lo consideró incurable, fue trasladado en junio de 1894 al manicomio de Sonnenstein, donde pasó ocho años. En los primeros informes consta el estado delirante y alucinatorio en el momento del ingreso: se consideraba muerto, que su cuerpo era objeto de manipulaciones que lo habían transformado en mujer. Progresivamente, el delirio fue adquiriendo un carácter místico y religioso: estaba en continua relación con Dios, oía “música celestial”, tenía “visiones milagrosas”, el mundo había sufrido una transformación, exigía que se restaurase la “paz de Dios”, etc. Dice Schreber: “Durante el primer año de mi internación en Sonnenstein, los milagros eran de un carácter tan inquietante que constantemente estaba preocupado por mi vida, por mi salud o por mi razón”.
            A principios de 1895 se produce un cambio de posición subjetiva. Schreber, que hasta entonces había luchado intensamente para rechazar ser mudado en mujer, accede a la reconciliación con ese destino sacrificador que su Otro divino le imponía para saciar su goce. Este cambio de posición le conduciría ulteriormente a la estabilización. Tan pronto como varía su política respecto a Dios, recupera sus antiguos hábitos. Todo el proceso se encaminaba sin más trabas por su parte hacia la feminización, pero una feminización definitivamente aceptada: no hay más solución que “hacerse a la idea de ser transformado en mujer”, con vistas a ser fecundado por los rayos divinos y procrear una nueva raza. Esta salida paulatina del período más estuporoso y más propiamente esquizofrénico inmediato al desencadenamiento de su segunda gran crisis psicótica es temporalmente coincidente y lógicamente consustancial al trabajo de formación del delirio, materializado y vertebrado esencialmente en la planificación y posterior redacción de sus Sucesos memorables de un enfermo de los nervios.
            Dos son, a primera vista, los temas esenciales del delirio de Schreber: un delirio megalomaníaco de redención y un delirio de transformación en mujer, por este orden. Es cierto que éstas son las dos ramas temáticas que orquestan el conjunto del delirio. Pero, como señala Álvarez, la lectura atenta de la obre de Schreber conduce a considerar provisionalmente, siguiendo la interpretación de Freud, que el delirio primario no es otro que la transformación en mujer y que sólo posteriormente se añadió a éste el delirio de redención universal. El delirio de mudanza en mujer (eviración o emasculación) queda así ensartado a aquella representación hipnopómpica que asaltó a Paul Schreber en los momentos de incubación de la psicosis, antes incluso de la sobrecarga de trabajo tras su nombramiento en Dresde. Ese fantasma determinó todo cuanto ulteriormente brotó en la creación delirante, hasta el punto de que el delirio no es otra cosa que una traslación al plano real de lo que en origen había sido el fantasma rudimentario del sujeto. Sería posible articular el conjunto de las manifestaciones psicóticas de cariz hipocondríaco y depresivo que precedieron a la gestación definitiva del delirio con la irrupción en estado de duermevela de ese fantasma, tan contrario a su moral personal, por el que sería muy hermoso ser una mujer sometida al acoplamiento sexual. En otros términos, el Otro le exige su transformación en mujer para doblegarlo a su goce inveterado. Ese es su axioma o su certeza delirante y la matriz de su goce y de su calvario. Una vez que dicho fantasma irrumpió en la conciencia de Schreber, su existencia no volvería a ser jamás la misma, su identidad se desgarró por completo y su pequeño mundo se transformó en un universo milagroso cuyo carácter amenazador se revela en cada uno de los fenómenos narrados en su libro. Esa identidad desgarrada sólo lograría su reunificación mediante el delirio, pues en éste se coloca como único y exclusivo objeto del goce divino; en ese sentido, como tantos otros psicóticos, Schreber encontró una salida al momento esquizofrénico inicial mediante una paranoidización.
            A finales de 1895: “[...] indudablemente ya había tomado conciencia de que, lo quisiera o no, la eviración era un imperativo absoluto del orden del Universo y, procurando un compromiso razonable, no me quedaba otra solución que hacerme a la idea de ser transformado en mujer. La consecuencia de la eviración debía ser nada menos que mi fecundación por los rayos divinos para generar una nueva raza de hombres”. Así, casi dos años después del desencadenamiento de su gran psicosis, Schreber había logrado variar su frontal oposición inicial a ser mudado en mujer y se había reconciliado con ese imperativo por ser acorde al orden del Universo. La idea delirante primigenia de transformación en mujer y las ideas delirantes sobreañadidas de redención mantienen entre sí al menos dos nexos genéricos. El primero, señalado por Freud, perfila una posición común de Schreber respecto a ambas, en la medida en que éste se sitúa como objeto de goce del Otro divino; en otros términos, tanto las ideas delirantes de la mudanza en mujer como el vínculo privilegiado con Dios, “están enlazadas en su sistema mediante la actitud femenina frente a Dios”. El segundo, desatendido por Freud posiblemente debido a su insistencia en la posible causalidad homosexual, sitúa a Schreber desde el principio frente a la problemática de la filiación y la paternidad, tratadas delirantemente en su metamorfosis sexual destinada a procrear “una nueva raza hecha de hombres de espíritu Schreber”, y, en caso de no darse la fecundación, su propio nombre se inmortalizaría.
            Schreber desarrolla todo un sistema teológico-psicológico mediante los conceptos de “nervios”, “beatitud” o “bienaventuranza”, “jerarquía divina”, “propiedades de Dios” y “orden del Universo”. El alma del hombre está contenida en los nervios, de cuya excitabilidad depende la vida espiritual de los hombres. Dios es sólo nervio, infinito y eterno; sus nervios pueden transformarse en todas y cada una de las cosas del mundo, y en esas funciones se les denomina “rayos”. Ese Dios es débil: no sólo no aprende de la experiencia, sino que a veces es ridículo, sucumbe asimismo a la atracción de los nervios de algunos humanos muy dotados, y sobre todo es un Dios sediento de goce. Un vínculo íntimo une a Dios con el cielo estrellado y el Sol. Desde la creación del universo y antes de producirse su cataclismo, Dios no solía intervenir en el gobierno del mundo, máxime cuando el hecho de establecer cualquier “conexión nerviosa” con algún viviente podía amenazarlo en su propia existencia. De acuerdo con el orden del universo, Dios se mantenía a una distancia inconmensurable y limitaba su trato básicamente a los cadáveres. Toda vez que un ser humano fallecía, su alma sufría un proceso de purificación en cuyo transcurso aprendía la lengua divina; esa lengua, a la que las “voces” llamaban “lengua fundamental” consistía en un alemán algo anticuado aunque lleno de expresividad que se caracterizaba por una gran riqueza de eufemismos. Las almas purificadas de toda contaminación terrena accedían a la bienaventuranza o beatitud, forma de goce ininterrumpido vinculado con la contemplación de Dios; dichas almas perdían paulatinamente su autoconciencia y se mezclaban en las antecámaras o “vestíbulos del cielo”. Por encima de estos vestíbulos planeaba Dios mismo, “que para distinguirse de esos “Reinos Divinos anteriores” era designado con el nombre de “Reinos Divinos posteriores”. Los Reinos Divinos posteriores estaban sometidos (y lo siguen estando) a una bipartición singular, a consecuencia de la cual podría distinguirse un Dios inferior (Ariman) y un Dios superior (Ormuzd)”. Así las cosas, el conjunto del orden del Universo se manifestaba como una “construcción prodigiosa”. Sin embargo, una crisis sacudió esta maravillosa construcción, y Schreber se vio inmerso inevitablemente en tal cataclismo: “Ahora bien, en esta “construcción prodigiosa” se produjo recientemente una falla que presenta una relación muy estrecha con mi destino personal. [...] Para comenzar debo notar a propósito de la génesis de toda la historia, que sus primitivos orígenes se remontan muy atrás, tal vez al siglo XVIII. El partido que se jugó en torno a los nombres de Flechsig y de Schreber (probablemente estos apellidos no especificaran a ningún individuo particular de esas familias) se remonta pues a hace más de un siglo; el concepto de asesinato del alma iba a desempeñar en él un papel primordial”. Schreber no elucida con precisión el origen del asesinato del alma ni localiza tampoco a su instigador original, pero el papel de Flechsig se le muestra incuestionable y, tras éste, se insinúa la mano negra del propio Dios. Una conjura se urdió ente Flechsig y ciertas entidades procedentes de los Reinos Divinos anteriores contra el linaje de los Schreber, “sin duda para evitar a este linaje toda posteridad, o por lo menos negarle la elección de ciertas profesiones que, como la de especialista en enfermedades de los nervios, habrían podido conducir a relaciones más íntimas con Dios. [...] Los conjurados [...] lograron calmar sus eventuales escrúpulos, y de este modo establecieron conexiones nerviosas en miembros de la familia Schreber en momentos en que su espíritu estaba distraído, [...]. Y fue así que desde el comienzo no se pudo reprimir con firmeza este tipo de intentos inspirados por la ambición y el deseo de dominación, intentos cuyas consecuencias muy bien pudieron conducir al asesinato del alma -suponiendo que haya habido algo de este tipo-; o en otros términos, conducir a que un alma sea entregada a otra alma, la cual se atribuiría así una vida terrestre más larga, se apropiaría de los esfuerzos intelectuales de la víctima e incluso se aseguraría una especie de inmortalidad o cualquier otra ventaja que uno pudiera imaginar”.
            La transferencia inicial entre Schreber y Flechsig determinó que este último ocupara originariamente el papel de perseguidor, siendo más tarde sustituido por Dios, aunque ocasionalmente se alternaron. La psicosis de Schreber puede entenderse como una “lucha del hombre Schreber contra Dios, en la cual sale triunfador el débil humano porque tiene de su parte el orden del Universo”. La política de Dios, desde el momento de la “anexión nerviosa” que despertó su ansia de goce, estuvo destinada a la destrucción de la integridad física e intelectual de Schreber. Los nervios de Dios frecuentaban el cuerpo de Schreber, pues ahí creían encontrar “un sustituto absoluto o aproximado de la beatitud celeste que habían perdido, y que probablemente había consistido en un goce voluptuoso del mismo tipo”. Mientras Schreber se opuso al imperativo de la transformación en mujer, su cuerpo y su pensamiento fueron pasto de toda suerte de malévolos “milagros”. Como resultado del trabajo delirante, esta captura exasperante por las fauces del Otro gozador se moduló en favor del propio Schreber, “produciéndose un trastorno radical en la situación del cielo”. Schreber inventó en su delirio una divergencia insoluble entre Dios y el “orden del Universo”; amparándose en la legalidad última representada por este “orden del Universo”, por encima incluso de su Dios caprichoso, encontró nuestro paranoico una posibilidad de maniobrar respecto a la relación de captura a la que este último le sometía muy a su pesar. Esa fue su gran conquista delirante, pues en adelante dejó de resistirse a la mudanza en mujer en la medida en que esa “[...] solución de la eviración me parece la más indiscutiblemente acorde con la esencia más íntima del orden del Universo”. Después de un tiempo de comprobar la atenuación de la política destructiva de Dios, Schreber pudo cantar su triunfo: “Ha sido para mí una victoria, que por cierto no estuvo exenta de amargos sufrimientos y privaciones, el hecho de haber salido indemne de este combate desigual entre un hombre débil y solo, y el propio Dios, lo cual demuestra que el orden del Universo está de mi parte”. Esta variación sustancial en el cuadro clínico no pasó desapercibida a Freud, quien sentó las bases de una nueva concepción del delirio al definirlo esencialmente por su función; tal caracterización ha supuesto una de las más notorias divergencias de Freud y el psicoanálisis con la clínica psiquiátrica clásica, más acusadas aún respecto a la psiquiatría actual. Como dice Freud: “Y el paranoico lo reconstruye (el mundo), claro que más espléndidamente, pero al menos de tal suerte que pueda volver a vivir dentro de él. Lo edifica de nuevo mediante el trabajo de su delirio. Lo que nosotros consideramos la producción patológica, la formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción”.
            Al tiempo que se consolidaba esta mejoría sobrevenida a consecuencia del trabajo delirante, Schreber comenzó a preparar concienzuda y personalmente la apelación legal para salir del manicomio. Tras un arduo proceso, y en contra de la opinión de su médico, el Dr. Weber, consiguió abandonar Sonnenstein a finales de 1902. Se instaló provisionalmente en el domicilio de su madre en Leipzig y un año después se trasladó a Dresde junto a Sabine, su mujer, y Fridoline, una niña que su esposa había recogido del orfanato y que más tarde adoptarían. Vivieron juntos hasta finales de 1907, momento en el que se precipita la última crisis. En los años anteriores a ésta, Schreber no volvió a hablar de sus delirios, aunque las voces no lo abandonaron. El último ataque se produjo tras la muerte de su madre y el ataque de apoplejía de su esposa, siendo ya un hombre de sesenta y cinco años que había perdido su posición. Cuando murió su madre, Schreber presentó un insomnio “pasajero”; tras el ataque de su esposa, pasó algunas noches en vela, se mostraba intranquilo, temiendo una recaída, volvió a escuchar vigorosamente los “ruidos” y empeoró rápidamente. Schreber pidió nuevamente ser ingresado, pero no quiso ser tratado por Flechsig y fue llevado al asilo de Dösen. Después de la muerte de su madre, se había sumido hasta el agotamiento en abundantes cálculos relativos a los muchos legados familiares. En un testamente poco claro, había dejado tras su muerte quinientos marcos a cada una de las Asociaciones Schreber, que mantenían los ideales educativos del padre de Paul Schreber. Pero en dicho testamente sólo se mencionaba a las Sociedades que pertenecían a la Federación de Asociaciones Schreber de Leipzig, dirigida en aquellos días por Siegel. Aquellas otras sociedades que habían sido excluidas impugnaron la declaración de herederos y Siegel contraatacó virulentamente contra las Asociaciones usurpadoras, negando a sus adversarios el uso del nombre Schreber por considerar que no seguían el ideal educativo representado por dicho significante: procurar a las personas la salud, el bienestar y la felicidad mediante el cultivo del cuerpo y del espíritu. El empeño de Siegel radicó en establecer de manera tajante una separación entre “las asociaciones auténticas y las que usurpan ese nombre”. No satisfecho con su campaña de desprestigio, Siegel llevó esta disputa fratricida por la legitimidad del uso del nombre de su mentor tan lejos como le fue posible, apelando a la propia familia Schreber para que legitimara su posición. De igual modo, también las Asociaciones excluidas del legado protestaron ante los herederos. En esta envenenada atmósfera emanada de un litigio en el que se ventilaba la legitimidad del uso del nombre de su padre, Schreber se vio ineluctablemente conminado a intervenir. Era el único varón de los hermanos, doctor en Derecho y juez jubilado. Se vio obligado a redactar una declaración sobre la disputa, matizando ciertas noticias aparecidas en la prensa y desmintiendo su partidismo por algunas de las Asociaciones. Termina diciendo: “Es por ello por lo que elevo mi protesta contra la interpretación unilateral que se ha dado a mis declaraciones”.
            Menos de un mes después, ingresaba en la clínica de Dösen. Pasó allí los últimos tres años y medio de su vida, siendo visitado por su hija adoptiva y su esposa en apenas un par de ocasiones; él se negaba a que le vieran en el estado tan deplorable en que se encontraba. La historia clínica recoge referencias a una extremada inaccesibilidad; en alguna ocasión murmura “olor a cuerpo muerto, descomposición”; se ensucia con orina y heces, relacionando esto con sensaciones desagradables en el ano; como poco, diciendo que no tiene estómago y no puede digerir; acostado en la cama continuamente; de tiempo en tiempo escribe algo en su cuaderno de notas, completamente ilegible. Finalmente, la anotación del catorce de abril de 1910: “Muere con síntomas de disnea e insuficiencia cardiaca”. Entre las últimas letras que garabateó puede leerse subrayado “Unschuldig” (inocente), el mismo término con el que había plasmado su posición frente a la persecución al inicio de su delirio.
            Acercándonos a la teoría freudiana de la paranoia, es bien conocida la relación que establece en términos de causalidad entre ésta y la homosexualidad reprimida. En un primer período psicopatológico, Freud considera que la paranoia es una forma de defensa frente a una representación sexual inconciliable para el Yo, y que la estrategia de dicha defensa consiste en una proyección “hacia el mundo exterior del sumario de la causa que la representación misma establece”; en otros términos, la defensa específica de la paranoia consiste en la peculiar modalidad del retorno de lo reprimido desde el exterior. Tras una lectura minuciosa de la obra de Schreber, Freud despeja la identidad del perseguidor originario en la trama delirante, que no es otro que Flechsig, que es sustituido posteriormente por Dios. Freud plantea que la persona ahora odiada y temida a causa de su persecución es alguien que alguna vez fue amado y venerado, y que el delirio sirve sobre todo para justificar la transformación del sentimiento en el interior del enfermo. Tenemos aquí uno de los pilares de la tesis freudiana de la paranoia como defensa ante un empuje homosexual inconsciente; el otro pilar se halla en la noción de “narcisismo”. La transferencia con su médico queda situada en el origen de la formación del delirio posterior: “Un avance de libido homosexual fue entonces el ocasionamiento de esta afección; es probable que desde el comienzo su objeto fuera el médico Flechsig, y la vuelta contra esa moción libidinosa produjese el conflicto del cual se engendraron los fenómenos patológicos”. La paranoia se concibe como defensa contra una moción homosexual inconsciente y el rechazo a tal empuje homosexual se lleva a cabo, en este caso, al precio del delirio de transformación en mujer. Freud, por otra parte, desarrolla el concepto de narcisismo como estadio intermedio entre el autoerotismo y el amor objetal, lo que implica que para acceder el sujeto a un objeto de amor se toma previamente a sí mismo como objeto de amor, es decir, que se llega a la heterosexualidad pasando primeramente por una elección homosexual de objeto. Freud considera que el carácter paranoico reside en que para defenderse de una fantasía de deseo homosexual se reacciona con un delirio de persecución de esa clase.
            Como señala Álvarez, fueron Macalpine y Hunter los primeros en criticar abiertamente la tesis freudiana que atribuye un valor causal a la homosexualidad en la paranoia. Estos autores afirman: “El sesgo freudiano de la homosexualidad le había conducido a la interpretación de las angustias de castración de la enfermedad de Schreber, basadas más en ideas preconcebidas teóricas que en material real”. Para ellos, la psicosis de Schreber obedece definitivamente a la búsqueda de la procreación, pero una procreación asexualizada o delirante. Hay en la obra de Schreber un buen número de referencias articuladas a la idea delirante de transformación en mujer que conminan a considerar la procreación, la genealogía y el linaje en el lugar central del edificio delirante. Es la opinión de Álvarez que la certeza de mudanza en mujer y el tratamiento delirante de la procreación están tan íntimamente ensartados que tanto una como otro responden al mismo defecto, a la misma desorganización simbólica inductora causalmente de la psicosis. Ni la mudanza en mujer ni la procreación tienen por qué ser vinculados con la homosexualidad. Si hay un núcleo invariable a lo largo de la locura schreberiana es la problemática del goce: él es el objeto exclusivo del goce divino, el encargado de aportar a su Dios el goce que éste ha perdido. Si bien algunos paranoicos se figuran a través de la persecución homosexual ese goce del Otro, Schreber más bien lo entrevé a través de la mudanza en mujer (transexualismo). Macalpine y Hunter precisan: “La transformación en mujer no era la castración como castigo por los deseos homosexuales prohibidos, ni tampoco era el medio para lograr esos deseos. [...] Lejos de significar castración, es decir, esterilización, “desvirilización” quería decir transformación en mujer para ser fértil”.
            Siguiendo a Álvarez, una vez desmontado el artificio de la causalidad homosexual y una vez limitado el valor inusitado que algunos autores habían dado a la noción de proyección en la psicosis, pudo Lacan formular su hipótesis de una causalidad significante en la psicosis. La forclusion du Nom-du-Père (forclusión del Nombre-del-Padre) es precisamente la expresión concentrada de esa hipótesis que sitúa la causalidad de la psicosis en su relación con el significante; en ella se reúnen y articulan al mismo tiempo las dos indicaciones inconclusas de Freud: tanto el estatuto concreto de la función del padre en la psicosis, como el mecanismo específico que confecciona por completo la estructura y la lógica de la psicosis. La forclusión en sí misma es inaprehensible, transfenomenológica. Son los efectos clínicos concretos y detectables de este déficit o de esta ausencia del significante Nombre-del-Padre, capital en la arquitectura del orden simbólico por ser precisamente su “sostén” y por nombrar a la ley del deseo en tanto sexual, los que nos permiten establecer un diagnóstico estructural. Dichos efectos son tan instantáneos y tan abruptos como fácilmente reconocibles, pudiendo oscilar entre los fenómenos xenopáticos más mínimos o elementales y los más groseros o llamativos de la psicosis. El defecto simbólico de la forclusión es el agente primero que desorganiza o desanuda la estructura tripartita borromea, los tres registros de la experiencia humana que Lacan llamó lo Simbólico, lo Imaginario y lo Real. La forclusión induce así, en el desencadenamiento de la psicosis, una desorganización o “disolución imaginaria” caracterizada por lo que se ha dado en llamar la “regresión tópica al estadio del espejo” o, lo que es lo mismo pero en términos schreberianos, el “crepúsculo del mundo”. En el marco de esta disolución emergen los fenómenos de despersonalización, de transitivismo, de agresividad, es decir, el desmembramiento del esquema corporal que se extiende hasta la descomposición del conjunto del universo. Así mismo, en el registro Real, los efectos inmediatos de la forclusión se localizan en cualquiera de los posibles retornos o filtraciones de ese incesante real que, por no haber accedido jamás a la simbolización, se le presenta al sujeto en la forma de intromisiones xenopáticas, tanto en el plano del pensamiento como del cuerpo, o en cualquiera de las posibles experiencias de la certeza y de la inefabilidad. Todos estos fenómenos de disolución imaginaria y de presencia invasiva de lo Real tienen un correlato de manifestaciones propias del registro simbólico: en especial, trastornos del lenguaje (estribillos, frases interrumpidas, neologismos, etc.) o, como decía Clérambault, el “trastorno molecular del pensamiento elemental”, los trastornos relativos a la desorientación espacial y temporal, etc. Ese matema del Complejo de Edipo freudiano que es la metáfora paterna y los operadores que la componen (el Nombre-del-Padre, el deseo de la Madre, el Significado al sujeto, el Otro y el Falo) permitirán, mediante la función metafórica introducida en el lenguaje, la cristalización de la significación fálica y la inscripción definitiva del sujeto en el mundo del deseo, pues esa “significación fálica” es un grillete que tiene por función someter el deseo del hablante a la castración. Todo este proceso de la metáfora paterna, que de llevarse a término garantiza la confección de una estructura psíquica no psicótica, depende en gran medida del caso que hace la madre de la palabra del padre, de su autoridad, o dicho de otra manera, del lugar que ella reserva al Nombre-del-Padre en la promoción de la ley. De fracasar la metáfora paterna, es decir, de fracasar la simbolización del significante Nombre-del-Padre, el sujeto psicótico puede decidirse por restañar ese defecto orquestando una “metáfora delirante”; es ése precisamente uno de los recursos supletorios posibles, aunque no el único. Tal fue el laborioso camino elegido por Schreber en su particular calvario del empuje hacia la mudanza delirante en mujer, más concretamente en la mujer de Dios, con vistas a la procreación de una nueva raza de “hombres de espíritu Schreber”.
            Álvarez se pregunta en su más que brillante trabajo por los desencadenantes de las tres crisis psicóticas. Supone, y estamos de acuerdo con su pensamiento, que ninguna crisis psicótica se produce por casualidad sino por causalidad. Rastreando la fenomenología psicótica hasta el instante en el que se produjo la primera y definitiva discontinuidad de la experiencia, donde tiene lugar la intromisión de lo Real, se encuentra siempre una coyuntura estereotipada, un conjunto de elementos tan característicos como repetidos. La estructura psicótica consiste en una organización sólida y estable en la que coexisten y se articulan una serie de elementos constitutivos (Nombre-del-Padre, Deseo de la Madre, Falo, Deseo, Identificaciones, Síntomas, Pulsión y Goce, son algunos de ellos). Dichos elementos no tienen en sí mismos un valor intrínseco; por el contrario, su valor se define exclusivamente en función de las relaciones que cada uno de ellos guarda con el resto. Esta estructura asintomática o, al menos, carente de fenómenos ciertamente ostensibles, puede permanecer anudada y estable mientras no salte el resorte que reordenaría instantáneamente el conjunto de los elementos que la integran. Dado que la estructura psicótica tiene un defecto singular, bastaría que se apelara o que se hiciera comparecer a ese elemento que falta por definición y que es el responsable de su conformación genérica. En la crisis psicótica no se trataría ni de una amplificación ni de una reducción cuantitativa, sino de un reajuste tan radical, brusco y novedoso que el debutante en la psicosis queda generalmente sumido en un estado de perplejidad o de enigma de sentido. Es así como el sujeto se abisma en una nueva dimensión de la experiencia en la que no existen ni jamás existirán ya casualidades, sino que todo cuanto ocurra en su pequeño mundo estará perpetuamente sobredeterminado desde otro lugar y siempre en una trama de referencias que implacablemente le conciernen.
            El instante de la crisis es el instante del “llamado” a comparecer de ese significante del Nombre-del-Padre, ese significante precisamente deficitario, ausente, en la estructura psicótica: “Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-del-Padre, verworfen, recusado (forclos), es decir, sin haber llegado nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto. Es la falta del Nombre-del-Padre en ese lugar la que, por el agujero que se abre en el significado, inicia la cascada de los retoques del significante de donde procede el desastre creciente de lo imaginario, hasta que se alcance el nivel en que significante y significado se estabilizan en la metáfora delirante”. Las circunstancias en las que se produce ese “llamado”, ese requerimiento de la presencia del significante Nombre-del-Padre, parecen poner de manifiesto siempre una coyuntura idéntica: inmerso el sujeto en una relación dual e imaginaria con un semejante apasionadamente amado u odiado, es sorprendido por la presentificación de un elemento ubicado en posición tercera respecto a esa relación dual. Este “llamado” es producido por un padre real, no en absoluto necesariamente por el padre del sujeto, por Un-padre. Aplicando este modelo aquí esbozado a las tres crisis de Schreber, encontramos que la primera sobrevino tras haber sido derrotado en la campaña electoral al Reichstag; la segunda, se precipitó tras recibir el nombramiento de Senatspräsident y asumir sus funciones; la tercera irrumpió en el marco de la disputa por la legalidad del uso del nombre del padre. Todas ellas vienen precedidas de una intensa actividad, que rematará a la postre con claros síntomas de agotamiento. En todas también se palpa un estado de tensión y rivalidad: en la primera, con Geiser, su contrincante en las elecciones, en la segunda, frente al Consejo de cinco jueces que debían ser sus subordinados, en la tercera, respecto a las asociaciones que se disputaban el nombre de su padre, especialmente contra Siegel. Tanto Geiser, como el Consejo y Siegel parecen haber servido de detonante (Un-père) en cada una de las tres crisis para efectuar ese “llamado” al significante deficitario Nombre-del-Padre. Las coyunturas en las que se precipitan dichas crisis contienen un elemento común que reclama la comparecencia de dicho significante. Bajo la forma de disputar un cargo político, o bien el ascenso a lo más alto de la jerarquía judicial, o bien del requerimiento directo para legitimar el nombre de su padre, en todas esas circunstancias Schreber experimentó ese “llamado” al Nombre-del-Padre para el que no hay más respuesta que “un puro y simple agujero”. La manifestación fenomenológica de este mecanismo intrapsíquico que es la forclusión indujo un desanudamiento de los tres registros, el defecto en el armazón simbólico del sujeto produjo un desmoronamiento del registro imaginario, a lo que se añadió, en el plano real, el desbocamiento de la pulsión y las manifestaciones xenopáticas.
            Por último, la cuestión del diagnóstico. Schreber ha sido considerado paranoico, esquizofrénico, parafrénico, psicótico maníaco-depresivo, ejemplo de psicosis única (con alteración primaria del humor, luego de la razón y acabando en un estado demencial) y otras visiones. El diagnóstico entraña, en este caso como en cualquiera y se quiera o no, una toma de posición ideológica y teórica. Como dice Álvarez, estas disparidades revelan las posiciones de salida en las que cada clínico se sitúa frente a la escucha de la locura: puede considerarse un defecto orgánico, con lo cual se aprecia deterioro donde otros ven responsabilidad y trabajo del sujeto mermado simbólicamente; puede contemplarse fraccionada en categorías clínicas independientes, o bien puede captarse en esa variedad distintas posiciones y respuestas intercambiables, decididas y conquistadas en su conjunto por quien padece y gestiona su locura; puede creerse en un determinismo etiológico y etiopatogénico del humor sobre la razón, del afecto sobre la representación, mientras que otros consideran que es un defecto originario de las representaciones el que determina mayoritariamente las afectaciones del humor. Junto a estas posiciones clínicas, hay dos vertientes epistemológicas: la primera, representada por el discurso psiquiátrico, aprehende y disuelve cada caso particular en el marco de un saber cuantitativo adquirido a través de numerosas observaciones; la segunda, representada por el psicoanálisis, se construye inversamente, elevando un caso concreto al estatuto de paradigma de una estructura clínica. Freud considera a Schreber un paranoico, centrando la esencia de su concepción de la paranoia en la entrega del sujeto a la edificación de un delirio que le procure una salida al cataclismo que supone la entrada en la psicosis, el restablecimiento delirante de la identidad atomizada y la creación de nuevos lazos que unan a ese sujeto con su Otro y con sus semejantes. Más allá de cuantos fenómenos esquizofrénicos y depresivos quieran resaltarse, Schreber es, desde tal punto de vista, un paranoico ejemplar.




3 comentarios:

  1. Enrique Hernández Reina14 de junio de 2011, 20:22

    "Tan pronto como varía su política respecto a Dios, recupera sus antiguos hábitos. Todo el proceso se encaminaba sin más trabas por su parte hacia la feminización, pero una feminización definitivamente aceptada: no hay más solución que “hacerse a la idea de ser transformado en mujer”
    ¿TRANSEXUALISMO ó "EMPUJE A LA MUJER"? Este es el problema de los que construyen un saber estadistico no basado en la psicopatologia: "el discurso psiquiátrico, aprehende y disuelve cada caso particular en el marco de un saber cuantitativo adquirido a través de numerosas observaciones".
    Es la dificultad de los que intentan protocolizar su existencia... quizas porque carecen de un SIGNIFICANTE FUNDAMENTAL. ¿Podria ser el PROTOCOLO UNA SUERTE DE SUPLENCIA FRENTE A UNA CARENCIA BASICA? ¿ES POSIBLE UNA "MEDICINA BASADA EN LA EVIDENCIA"? ¿NO ESTARIAMOS, MAS BIEN, EN UN DELIRIO (LAS "VIDENCIAS" DE SCHEREBER)?
    ¿TENDRE QUE SOMETERME YO TAMBIEN Y VARIAR MI POLITICA RESPECTO A DIOS? "¡ANTES MUERTO, QUE SENCILLO! Jajaja!

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  2. Joder, cómo está el patio. ¿Qué tal unas potentes guitarras?

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