sábado, 29 de octubre de 2011

¿Antidepresivos deprimentes?

Del tema del título nos encargaremos más tarde. Primero, queríamos comentar varios asuntos que creemos importantes y que nos han llegado a través de la página de la plataforma No gracias, de obligada consulta.

La Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (SEMFyC), la Sociedad Española de Calidad Asistencial (SECA) y la Federación de Asociaciones de Enfermería Comunitaria y Atención Primaria (FAECAP) han elaborado un escrito reclamando a las autoridades competentes que completen el famoso Real Decreto de prescripción por principio activo con las normas necesarias para asegurar la isoapariencia de los fármacos con principios activos idénticos. Ello evitaría la confusión de los pacientes ante múltiples aspectos tanto de cajas como de medicaciones, que además pueden ir cambiando con cada receta. Dicho documento fue recogido primero en el blog de Rafa Bravo y lo pueden leer aquí.

Señalaremos que, no obstante, nos parece un poco hipócrita tanta preocupación por parte de algunos profesionales de la medicina y de la industria farmacéutica por este tema, cuando no veían el mismo problema en cambiar risperdal por arketin o, más recientemente, zyprexa por arenbil... Y también, ante la crítica reiterada al decreto, desde distintos ámbitos, centrada en por qué prescribir por principio activo si ahora la marca vale lo mismo que el genérico, nos gustaría recordar que si las marcas han bajado el precio ha sido exclusivamente por efecto de este Real Decreto. Mucho nos tememos, pesimistas como somos, que la intensa campaña de desprestigio de los medicamentos genéricos llevada a cabo por la industria y muchos de sus médicos, desembocará en un cambio a la prescripción de moléculas con patente en vigor (paliperidona por risperidona, xeplion por risperdal consta, por ejemplo) con lo cual, no sólo el ahorro será escaso, sino que además someteremos a los pacientes nuevamente a fármacos menos estudiados y con menor experiencia de uso.

También en la página de No Gracias tuvimos conocimiento de un artículo escrito por Luis Carlos Silva, investigador titular y profesor del Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana, así como profesor de la Escuela Nacional de Salud Pública de Cuba y Profesor Colaborador Asociado de la Escuela Nacional de Sanidad de España. En dicho artículo, el Dr. Silva hace un terrorífico recorrido por la historia del antidiabético Avandia, del laboratorio GSK, finalmente retirado del mercado después de que fuera relacionado con aumentos en la mortalidad que tardaron mucho más de lo debido en ser conocidos (por decirlo suavemente, en el artículo lo leerán mucho más clarito...). El trabajo se titula: La industria farmacéutica y los obstáculos para el flujo oportuno de información: consecuencias para la salud pública. Lo pueden leer  aquí.

Y ahora, vamos a entrar en nuestro tema de hoy, que fundamentalmente resume una entrada del genial blog Mad in America, de Robert Whitaker. Por él, tuvimos conocimiento de varios trabajos recientes sobre un concepto del que no habíamos oído hablar antes: la disforia tardía. Digamos antes de nada, que se trata de trabajos psiquiátricos escritos desde una perspectiva claramente biologicista. Vaya esto por delante para dejar claro que no estamos ante autores que teorizan acerca de la invención del constructo depresión tal y como lo usamos actualmente (teoría con las que, por otra parte, estamos en líneas generales bastante de acuerdo). Nada pues de psicoanálisis hablando de faltas neuróticas lanzadas al auto y heteroetiquetado como identidades depresivas desde las que acceder a diversos tipos de beneficios secundarios. Nada tampoco de antipsiquiatría hablando del consuelo psiquiátrico del paciente sufriente individual para no dejar que se pueda plantear ningún tipo de causa social de su malestar y le vaya a dar por intentar cambiar dicha sociedad. Nada de eso. En esta entrada recogemos opiniones de investigadores que se centran estrictamente en los mecanismo bioquímicos de los fármacos que prescribimos, y que cada vez más gente toma, y de sus posibles consecuencias.

Como señala Whitaker, en los años 90 el psiquiatra italiano Giovanni Fava, editor de Psycotherapy and Psychosomatics, ya se ocupó del tema, señalando cómo los psicofármacos actuaban a nivel cerebral modificando la homeostasis previa. Los antidepresivos ISRS, por ejemplo, actúan inhibiendo la recaptación de serotonina por la neurona presináptica, lo que conlleva un aumento de dicho neurotransmisor en la hendidura sináptica. Pero,a  la vez, el organismo intenta compensar dicho efecto, lo que lleva a una regulación que implica que la neurona presináptica coloca menos serotonina en la hendidura y la postsináptica disminuye la cantidad de receptores de serotonina disponibles. Otro investigador que ha abordado este tema es Rif El-Mallakh, autor de un reciente artículo en el que afirma que "hay indicios de que, en algunos individuos, el uso persistente de antidepresivos puede ser pro-depresivo". Rif El-Mallakh afirma que a principios de los años 90, el 10-15% de los pacientes con depresión mayor presentaban depresión resistente al tratamiento. Sin embargo, estudios de 2006 hablan ya de casi un 40% de pacientes con depresión resistente. Este autor recuerda que dichos años fueron los del boom en la prescripción de ISRS.

Comentaremos, por nuestra parte, que cada vez es más frecuente ver pacientes que llevan años y años en tratamiento antidepresivo. Las guías clínicas y diversos estudios (con aún más diversos conflictos de interés) inciden cada vez más en el riesgo de recidiva, en la necesidad de mantenimientos a largo plazo (¿de por vida?), o afirman supuestas neurotoxicidades que los antidepresivos vendrían a remediar (aunque distintos autores, anteriores a los años 70 y 80 del pasado siglo XX, catalogaban la depresión como un trastorno episódico que tendía a la curación... y eso que no contaban con nuestro seguro y eficaz arsenal terapéutico). Y tenemos miles (¿millones?) de personas en todo el mundo en tratamiento con psicofármacos antidepresivos durante lustros o décadas sin que haya estudios claros que midan sus efectos más allá de unos meses o poco más... Un tanto arriesgado desde el punto de vista científico, ¿no creen?

Pero volvamos al brillante trabajo de revisión de Whitaker, que continúa señalando cómo El-Mallakh defiende que el uso crónico de antidepresivos puede inducir procesos que son lo opuesto a lo que la medicación originalmente producía, por el mecanismo de compensación que Fava describió y que llamó "oppositional tolerance" (¿tolerancia opuesta?). Ello provocaría un empeoramiento de la enfermedad que podría no ser reversible. Este mismo mecanismo de "tolerancia opuesta" se ha hipotetizado que podría estar en la base de la discinesia tardía causada por neurolépticos. En el caso de los antidepresivos, la hipótesis sería que los pacientes, tras el tratamiento prolongado, terminan en un estado de depleción serotoninérgica.

El-Mallakh concluye su artículo afirmando que un estado depresivo crónico y resistente al tratamiento puede ocurrir en individuos expuestos a antidepresivos ISRS durante períodos prolongados de tiempo. Este estado crónico depresivo es denominado "disforia tardía".

Siguiendo la entrada de Robert Whitaker, hemos visto también un artículo publicado en Neurochemistry International (no dirán que el nombre no suena a científico y biológico, ¿eh?), en el cual se recoge una investigación en ratas sobre el efecto del tratamiento y retirada de ISRS (en concreto, citalopram). Los resultados indican que, tras 17 días de tratamiento, la cantidad de serotonina se había reducido un 60% en 9 áreas del cerebro de las ratas, como parte de la compensación del organismo ante el fármaco, produciéndose una disminución clara en la síntesis de serotonina. Por otra parte, tras la retirada del fármaco, se describen importante fluctuaciones en el metabolismo de la serotonina: la síntesis aumenta ligeramente pero, al no haber ya bloqueo a la recaptación, la cantidad de neurotransmisor en la hendidura sináptica disminuye. Estas fluctuaciones tras la retirada coinciden además con cambios observados en la conducta de los animales, consistentes en una reactividad aumentada al sonido (lo que ponen en relación los autores con el síndrome de retirada observado en humanos, con irritabilidad, ansiedad, malestar, etc.).

Otro artículo también comentado por Whitaker añade otro punto de vista. Si El-Mallakh avisa del riesgo de desarrollar disforia tardía por el mantenimiento durante largo tiempo de la medicación antidepresiva, Andrews y colaboradores se preguntan qué ocurre al interrumpir el tratamiento en lo referente al riesgo de recaída. Andrews lleva a cabo un metaanálisis de estudios sobre antidepresivos, diferenciando dos grupos. En el primero, los pacientes que originalmente respondieron a placebo y luego estuvieron en seguimiento también con placebo. En el segundo, pacientes que originalmente respondieron a un antidepresivo y que luego fueron seguidos con placebo. Evidentemente, la asignación original a placebo o medicación era aleatoria, no en base a las características clínicas del cuadro. El resultado, en un metaanálisis de 46 estudios, fue que el grupo que nunca había tomado antidepresivo recaía en un 24,7% y el grupo que sí había tomado y le había sido retirado luego, recaía en un 44,6%.

El final del análisis de Whitaker es demoledor: tomar el antidepresivo durante largo tiempo (hablamos fundamentalmente de inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina) puede inducir, por el fenómeno de tolerancia opuesta, un síndrome de disforia tardía, como defiende El-Mallakh. Pero tomarlo y luego interrumpirlo aumenta casi al doble las posibilidades de recaída por comparación con las que habría si no se hubiera hecho un tratamiento psicofarmacológico de ese tipo, como señala Andrews. Si, además, ponemos en relación estos datos con la evidencia que se va acumulando acerca de que los antidepresivos no son más eficaces que el placebo excepto en casos de depresión severa, el asunto se vuelve, en nuestra opinión, bastante preocupante.

En relación a este último punto, hace poco nos encontramos con un nuevo metaanálisis que estudia la eficacia de los antidepresivos respecto del placebo (otros anteriores, pueden consultarnos en esta entrada). Se trata de un trabajo publicado en The Journal of American Medical Association, que concluye que las ventajas del tratamiento antidepresivo frente al placebo aparecen en las depresiones severas, pero son mínimas o no existen en las depresiones leves o moderadas.

Resumiendo:

Cada vez más estudios y metaanálisis independientes encuentran que los antidepresivos no son más eficaces que el placebo en depresión, excepto en las más severas. Y, dado el argumento fácil de muchos profesionales de "yo veo que los pacientes mejoran", hay que señalar que estos trabajos no dicen que los antidepresivos no funcionan. Lo que dicen es que funcionan igual que el placebo. Pero sin efectos secundarios ni costes, claro.

Distintos trabajos, que hemos dejado enlazados a lo largo de la entrada, hablan del riesgo del consumo de antidepresivos (aparte de sus ya conocidos, pero muchas veces minusvalorados, efectos secundarios) en lo referente a la aparición de cuadros depresivos crónicos y resistentes, como consecuencia del tratamiento a largo plazo, o bien de aumento en la frecuencia de recaídas con la interrupción del tratamiento, una vez que el paciente ya lo ha tomado.

Entonces, ¿qué hacer? Si prescribimos un antidepresivo y lo retiramos, el paciente puede recaer. Si no lo retiramos, puede cronificarse... A no ser que lo que hagamos sea no prescribir un antidepresivo. No mandarlo en todos esos casos de depresiones leves o moderadas, de distimias, de trastornos inespecíficos de ansiedad, de personalidad, de duelos o problemas vitales... Cuadros todos ellos donde parece dudosa la evidencia de que realmente sirvan para algo.

Y también, ante el argumento de que los pacientes vienen con sus quejas y algo hay que hacer, igual deberíamos recordar que la primera regla en medicina era primum non nocere. Lo primero, no dañar. Si no tenemos fármacos razonablemente útiles y realmente seguros para todas las depresiones no severas (es decir, para todo lo que no sea melancolía, la cual es relativamente poco frecuente), entonces no habrá que usar fármacos de utilidad dudosa y seguridad cuestionable (por no hablar hoy del coste que, la verdad, nos parece secundario ante la preocupante información que parece desprenderse de los artículos que hemos comentado). Habrá que devolver a esos pacientes la responsabilidad en sus vidas y no buscar depresión donde hay malestar. O bien, habrá que aprender y aplicar psicoterapias de apoyo, allí donde sean necesarias y puedan ser útiles, siempre dentro de las posibilidades de nuestro sistema público de salud (cada vez más limitadas, es cierto, pero imagínense si sólo la mitad de todo el coste anual de los ISRS en este país se destinara a implementar recursos de psicoterapia breve de apoyo -breve como sinónimo de no cronificadora-).

En fin, que nos ponemos a soñar despiertos. Se nos critica a veces por parte de algunos amigos (y de muchos que no lo son) por hablar de psicoanálisis o antipsiquiatría. Hoy no dirán que la entrada no recoge planteamientos y trabajos dentro de la más estricta ortodoxia biologicista: todo neuronas, neurotransmisores y metaanálisis. Incluso unas cuantas ratas drogadas para medir la serotonina en condiciones. Pura ciencia. Y conste que reconocemos (y siempre lo hemos hecho) la ausencia de cientificidad del psicoanálisis. Pero, visto lo visto, no nos parece que andar prescribiendo antidepresivos a personas tristes o ansiosas, sin criterios reales de depresión grave, tenga tampoco mucha base científica.

Y a lo peor, es hasta más peligroso. 


viernes, 21 de octubre de 2011

La forclusión y la emergencia de lo Real

            Dedicaremos esta entrada a poner en relación la cuestión de la forclusión, que ya hemos tratado en varias entradas previas, y la llamada emergencia de lo Real, como expresión de la invasión de la psicosis, de los fenómenos elementales y alucinatorios, previos a cualquier trabajo delirante.

            Comenzaremos siguiendo a Francisco Estévez en un muy recomendable trabajo sobre el tema: El fenómeno elemental, publicado como capítulo del libro Psicopatología de los síntomas psicóticos, de Díez Patricio y Luque Luque. En dicho trabajo, se detiene en la cuestión de la forclusión del significante del Nombre-del-Padre, como hipótesis lacaniana para explicar la causalidad de la psicosis. Para abordar esto, hay que entender que ser padre es diferente a ser madre. La relación con la madre viene determinada por la naturaleza, pero la relación con el padre es un efecto de la cultura. La madre existe, el padre ha de hacerse existir. Esta verdad la expresa el aforismo latino, citado por Freud, mater certissima, pater incertum est. La función paterna está todavía más separada del soporte que otorga el genitor biológico que la función propia de la madre. Como señala Estévez, el Nombre-del-Padre se instaura como un símbolo que opera en calidad de tercero en la relación madre-hijo, estableciendo entre ambos la separación mínima que evite una simbiosis mortífera, preservando al hijo de ser tomado, o dejado caer, como un simple objeto del goce materno. Esta interferencia paterna es una función simbólica que va más allá de la figura del padre familiar, no siendo éste más que el soporte imaginario sobre el que se apoya la cultura para producir el efecto necesario. En ausencia del padre familiar, otro hombre real o fantaseado puede sostener esa función simbólica imprescindible, carente de la cual el sujeto se ve abocado a la psicosis. Al nombre que da cuenta de dicha operación Lacan lo llama significante del Nombre-del-Padre.

            Este significante puede faltar porque jamás haya sido inscrito por el sujeto. Puede suceder tal cosa cuando el goce materno es tan devorador que no deja resquicio para que entre ella y su producto (hijo) habite un tercero (padre), con lo que el hijo se ve irreversiblemente imposibilitado de incorporarse a la dimensión simbólica del lenguaje, cuya primera manifestación es la ley y, entre todas, una: la ley de la prohibición del incesto. En cierto modo, como sigue diciendo Estévez, en la psicosis se produce el máximo incesto, aunque no sea carnal, porque falta la ley y la distancia entre la mujer y su objeto. Sin embargo, ese significante que el sujeto no ha incorporado no deja por ello de existir, ya que pertenece a la cultura, y el sujeto, en ocasiones cruciales de su vida, puede encontrarse con él, produciéndose entonces su derrumbe, en forma de desencadenamiento. O puede preservarse de ese encuentro con lo cual evita la enfermedad explícita. Lo que no será posible evitar es el agujero real que deja para siempre la no inscripción de ese significante. Esa falta dificultará para siempre la relación del sujeto con el lenguaje, pudiendo sólo hacer remiendos con ella.

            Se puede concebir, como plantea Lacan y cita Estévez, una particularidad de la posición subjetiva por la cual en el momento de la apelación al Nombre-del-Padre por parte del sujeto, para realizar la operación limitadora del deseo materno, se encuentre con que aquél no responda por la inexistencia absoluta del significante apelado. Ese vacío se denomina Verwerfung (rechazo). Como dijo Lacan: “La Verwerfung será pues considerada por nosotros como forclusión del significante. En el punto donde [...] es apelado el Nombre-del-Padre, puede, pues, responder en el Otro un puro y simple agujero, el cual por la carencia del efecto metafórico provocará un agujero correspondiente en el lugar de la significación fálica”. En ese agujero donde se espera el Nombre-del-Padre que no está aparecen en su lugar las manifestaciones particulares del síntoma psicótico.

            Citaremos también algunas líneas de Fernando Colina en su magistral trabajo El saber delirante, a propósito de señalar algunos aspectos de lo mencionado: "En el momento del desencadenamiento de la psicosis, el psicótico se ve sacudido por un mundo callado y sordo que ha perdido su condición hablante. Repentinamente, y sin poder ni siquiera cuestionarse por la causa de tan inhumano desenlace, el “elemento lenguaje” deja de ser el ambiente en el que respira su vida mental. Si algo nos ayuda a entender los avatares del psicótico, de ese ser exiliado en una vida nueva de estrambótica identidad, es la consideración del mundo como una cosa inerte, misteriosa, pulsional y muda, que sólo se vuelve vividora para el hombre cuando queda recubierta por la palabra y cosida con un hilo verbal. Gracias a que el “elemento lenguaje” tapiza el mundo y le mantiene humanizado para nosotros, cuando salimos a las cosas nos las encontramos ya predispuestas para ser nombradas y habladas. En caso contrario, conforme le sucede al psicótico, las cosas se tornan cosa. Cosa enigmática, misteriosa, amenazante y, sobre todo, invasora. La realidad, si esto sucede, se funde con el psicótico mismo hasta provocar una gravidez tan densa que su identidad se fragmenta, disocia y desmorona bajo los efectos de una combinación insólita de carencia e intensidad. [...] el psicótico deja de ser recibido por el lenguaje. La hospitalidad de la palabra ya no trabaja a su favor, por lo que pronto, sin el amparo de una atmósfera verbal, nos lo encontraremos condenado a padecer ruidos ininteligibles y más tarde a sufrir el griterío chillón de los enemigos. El lenguaje deja de ser un fluido rebelde pero acogedor [...]. El psicótico puede hablar pero ya no habla el lenguaje común y general, tan sólo pronuncia una lengua nueva que no le sirve para pacificar la realidad ni le acuna en compañía de los demás".

            Las, como siempre, inspiradoras y poéticas palabras de Colina nos proporcionan una cierta visión de la psicosis, de la psicosis incipiente, por usar el término que empleó Conrad en referencia a la esquizofrenia. La estructura psicótica se constituye a partir del mecanismo de la forclusión. El sujeto, enfrentado a la castración en su paso por el Edipo, no reprime ni deniega, no será neurótico ni perverso. En lugar de ello, forcluye. Se produce, en concreto, una forclusión del significante del Nombre del Padre, lo que da lugar a una no inscripción de dicho significante en el inconsciente. La forclusión es, pues, la carencia de ese significante fundamental, encargado de mantener el orden simbólico, de proporcionar un orden en el mundo real. Este orden simbólico supone una ley, una cierta nominación de las cosas. Usando la imagen que sugiere Colina, el lenguaje tapiza las cosas, todas las cosas. El ser humano, desde sus orígenes como especie o individuo busca el conocimiento porque no tolera la incertidumbre. Lo extraño, lo siniestro, lo real en fin, debe ser anulado, tapado. Y es el orden simbólico que proporciona el lenguaje quien se ocupa de esta función. El lenguaje, los nombres especialmente, son colocados encima de cada cosa, para proporcionar la imprescindible ilusión de que todo es familiar, de que todo se conoce, de que no hay nada que sea inexplicable o, aún peor, inefable. Pero hete aquí que, en un sujeto determinado, dicho orden simbólico sujetado por el lenguaje tiene un auténtico agujero en el lugar del significante fundamental, una falla en la estructura. Si se produce un “llamado” a dicho significante, como vimos claramente en el relato clínico de Schreber proporcionado por José María Álvarez, tal carencia pondrá de manifiesto la estructura psicótica hasta entonces más o menos silente. El orden simbólico muestra su carencia y su debilidad, el lenguaje ya no cubre con su pátina tranquilizadora el mundo, comienzan a aparecer cosas que no pueden ser nombradas, lo siniestro se abre paso, las vivencias inefables inician su invasión, la emergencia de lo Real provoca la angustia psicótica, terrible e incomprensible. Los fenómenos elementales, anideicos como señaló Clérambault, hacen su aparición, en una atmósfera preñada de desastre. Las alucinaciones retornan hacia el sujeto. En su texto clásico La esquizofrenia incipiente, Conrad describió el inicio de la psicosis, tomando como ejemplo la esquizofrenia, y llamó trema a toda esta fase inicial de inundación fenomenológica, lenta y callada o bien brusca y explosiva, muchas veces imparable.

            Tras el inicio de la psicosis, cuando la psicosis ya es vieja, como dijo el psiquiatra de la Enfermería Especial de la Prefectura de Policía de París, aparece el delirio. La brecha en el orden simbólico por donde ha penetrado lo Real, amenazando con inundar al sujeto, es aquel lugar donde el lenguaje, los nombres, ya no recubren el mundo como si fueran una capa protectora. El delirio surge, se debe trabajar, para tapar tal brecha. El trabajo delirante es un esfuerzo, responsabilidad del sujeto, para poner nombre donde falta, para reparar en lo posible ese orden simbólico dañado. Una suerte de cicatriz que, sin ínfulas de pretender curar, permita al sujeto seguir viviendo en el mundo, poder vivir en un mundo que sea habitable. El delirio pone de nuevo nombres encima de las cosas, aparecen así chips, ondas de radio, máquinas extraterrestres, maleficios sobrenaturales, influencias divinas y demoníacas... De repente, el mundo vuelve a tener sentido y se calma la angustia. Es, eso sí, un sentido nuevo y necesariamente individual, nunca más se vivirá en el mundo común, pero se puede vivir en este mundo nuevo, si el trabajo delirante es bien realizado y la psicosis se compensa. La brecha puede quedar tapada si el delirante, como decimos, trabaja bien. Se puede señalar que tal remedio es temporal, que otra crisis siempre amenaza en el horizonte, como nos enseñó Schreber, como nos enseñan tantos psicóticos a los que tratamos y con los que tratamos. De todas maneras, es cierto que tal remedio delirante en los psicóticos puede ser temporal, pero ¿acaso la misma vida de cualquier neurótico con sus avatares, con su deriva metonímica del deseo revelando sin quererlo la falta, consustancial e inevitable, es otra cosa que estricta y absurdamente temporal?


sábado, 15 de octubre de 2011

Las tácticas de poder de Jesucristo

Jay Haley es un genio. Empezamos con una afirmación categórica, porque realmente nos parece indiscutible la importancia de este autor en el desarrollo de nuestras profesiones y disciplinas. Nos parece especialmente recomendable su libro “Las tácticas de poder de Jesucristo”, que recoge un conjunto de pequeños ensayos, uno de los cuales, acerca del psicoanálisis, ya motivó una entrada previa. Otro de ellos se corresponde con el título general de la obra, y es precisamente lo que anuncia: un análisis de las tácticas que, según Haley, empleó Jesucristo en su vida política hasta el momento de su muerte. Haley emplea el concepto de “juego” como, si lo hemos entendido bien, aquellas maniobras o tácticas para ganar poder en una determinada relación o sistema, poder que viene a significar el ser capaz de predecir las conductas ajenas e influir en ellas. Para Haley, Jesucristo fue un estratega brillante que murió fruto de un error de cálculo.

A continuación, resumiremos, de forma no textual, el citado capítulo que da título a nuestra entrada:

En este capítulo, Haley señala la importancia de las innovaciones de Jesús como organizador y líder. Estamos hablando de un individuo que ideó por sí solo la estrategia de una organización, el cristianismo, la cual derrocó al Imperio Romano y conservó un poder absoluto sobre la población del mundo occidental durante cientos de años. Una de los innovaciones fundamentales de Jesús es la idea de luchar por el poder organizando a los desposeídos y a los pobres. Durante siglos esta idea no se valoró y los pobres no suponían una amenaza contra el sistema establecido pero, tras Jesús, han existido multitud de hombres que han dedicado sus vidas a sublevarlos y organizarlos.

Jesús estaba solo y era desconocido cuando surgió a la vida pública. Formó un movimiento y se constituyó en líder religioso de un pueblo que ya estaba ligado a una institución religiosa, el judaísmo, con todas sus reglas, cuyos líderes poseían las armas del poder estatal y operaban con un cuerpo de leyes obligatorias que controlaban a cada individuo desde el nacimiento hasta la muerte. Los conservadores ricos y los romanos ocupantes exterminaban sin piedad a los revolucionarios y se oponían a cualquier movimiento que perturbase el status quo de una colonia pacífica. Jesús también contaba con factores a su favor: el pueblo se sentía explotado y estaba descontento; la estructura de poder no estaba unificada, existiendo fricciones entre las clases pudientes y los sacerdotes, dentro de la jerarquía sacerdotal y entre el poder de Roma y el local; también Jesús se vio favorecido por la existencia de un mito sobre un Mesías que con su llegada aliviaría mágicamente todas las dificultades del pueblo. Entró en la vida pública en un momento en que existía la creencia compartida de que podía llegar un hombre y cambiarlo todo.

Jesús apareció en público como un profeta religioso, de pobreza evidente. El Estado y la jerarquía sacerdotal estaban acostumbrados a la crítica dentro del marco profético, de modo que un hombre podía hacerse escuchar sin ser exterminado de inmediato. Durante toda su vida pública, Jesús se las ingenió para despertar atención como una autoridad que aportaba ideas nuevas, al mismo tiempo que presentaba lo que decía como ortodoxia estricta. Para ello empleaba dos recursos: insistía en que no sugería ningún cambio y luego proponía el cambio y, en segundo lugar, insistía en que sus ideas no se desviaban de la religión establecida sino que eran una expresión más verdadera de la misma. De esta manera, definía su acción como ortodoxa mientras provocaba los cambios necesarios para lograr una posición de poder. Jesús proponía a la vez el conformismo y el cambio, en ocasiones se presentaba como defensor de la Ley establecida y, a continuación, proponía importantes revisiones de la misma. Pidiendo la aceptación de la Ley, Jesús desarmaba a la oposición. Luego, mediante una reestructuración de la misma, se igualaba en poder y autoridad a la institución religiosa del Estado.

Consiguió darse a conocer también creándose una reputación como curador. El secreto del oficio de curar consiste en hacer vibrar una profunda cuerda en la fantasía de la gente. Las leyendas surgen con rapidez y va existiendo más fe en la cura, con lo que ésta es más eficaz cada vez. Otra táctica para hacerse famoso, aunque peligrosa, es atacar a oponentes poderosos. Jesús agredió verbalmente a los líderes religiosos y atacó físicamente a esa jerarquía cuando castigó a los mercaderes del templo.

Jesús, a diferencia de los profetas tradicionales, no era un hombre solitario alejado de la sociedad, sino que comenzó su carrera pública escogiendo hombres dispuestos a unírsele, es decir, creó una organización. Jesús exigió, como los líderes de otros movimientos masivos harían después de él, que sus seguidores abandonaran todo vínculo, incluyendo a su familia. Utilizaba la persecución exterior como táctica para lograr la cohesión de su grupo y la amenaza del infierno en la otra vida si no le seguían.

Jesús fue el primer líder que presentó un programa para reunir adeptos entre los pobres, afirmando que éstos merecían el poder más que ningún otro grupo social. Prometió a sus seguidores un paraíso en algún vago futuro, como muchos líderes de masas harían después. Haley recoge la cita de Hoffer: “En todas las épocas los hombres lucharon desesperadamente por hermosas ciudades aún no construidas y jardines todavía no sembrados”. Jesús afirmaba que no hablaba por sí mismo, sino que sólo expresaba la voluntad de su padre celestial. Se presentaba como mero instrumento de esa voluntad pero, eso sí, el único capaz de interpretarla.

Según Haley, una persona adquiere poder cuando tiene la posibilidad de determinar lo que ocurrirá. Las tácticas de poder se refieren a las maniobras utilizadas por alguien para influir y obtener control sobre el mundo social y aumentar la posibilidad de predecir. Jesús desarrolla la llamada táctica del vencido: “Al que te hiere en una mejilla ofrécele la otra”. Pero no se le da la mejilla al enemigo para que vuelva a golpear sino para imposibilitarle de hacerlo. No se puede vencer a un oponente desvalido porque si se le ataca y no devuelve los golpes es inevitable sentir culpa y exasperación y dudar de quién es realmente el vencedor. Esta táctica tiene sus riesgos y ocasiona muchas muertes entre sus seguidores. Sin embargo, Jesús no utilizaba con sus oponentes la resistencia pasiva; respondía siempre con una pregunta o con un ataque.

En cuanto a sus últimos días, Jesús insistió en ir a Jerusalén a que lo arrestaran, al parecer sabiendo incluso que sería traicionado. Fue juzgado y condenado a muerte por el Sanedrín y enviado al gobernador de Roma para ser ejecutado, pero Pilatos se negó por no hallar evidencias de que hubiera infringido la ley romana. Se dirigió al pueblo y éste pidió la absolución de Barrabás y la muerte de Jesús. La conducta de Jesús en todo este trance permite varias interpretaciones:

  • Era realmente el Mesías y debía realizar la profecía de ser ejecutado, sacrificándose por los pecados del mundo.

  • Se volvió loco y creyó que era el Mesías y debía morir.

  • O bien, no tenía intención de morir pero deseaba ser arrestado como parte de su lucha contra el sistema.

Haley afirma que, dada la conducta de Jesús tras el arresto, sólo la última interpretación parece cierta. Después de permitir o planear su arresto, hizo que resultara casi imposible condenarlo y ejecutarlo. No afirmó ser el Mesías ni se opuso a la ley romana. No se comportó de modo provocativo, no maldijo a los escribas y fariseos, no se defendió ni afirmó su autoridad. Cuando le preguntaron si era el Mesías, sólo respondió ambiguamente “tú lo has dicho”, que no es lo mismo que decir “sí, lo soy”. Al no haber testigos ni declaraciones de culpabilidad claras, no era posible según la estricta ley judía condenarlo a  muerte, pero el Sanedrín infringió sus propias reglas. No podía ser ejecutado sin la autorización de Pilatos, y con él, Jesús mantuvo la misma actitud. No había criticado directamente a Roma, por lo que no se le podía condenar legalmente, pero el gobernador no quería indisponerse con el clero. Imposibilitando la ejecución, Jesús provocaba una disputa entre Pilatos y los sacerdotes. Aquél recurrió al pueblo y dejó la decisión de la muerte de Jesús en sus manos.

Las posibilidades de Jesús ante el arresto, dentro de sus hipotéticos cálculos, serían las siguientes:

  • El Sanedrín, por falta de pruebas, se ve obligado a dejarlo libre, con lo que Jesús triunfa.

  • El Sanedrín lo condena sin pruebas, lo lleva ante el gobernador que no tiene otro remedio que liberarlo, demostrando la impotencia de la jerarquía religiosa ante Jesús.

  • Si Pilatos dejaba la decisión en manos del pueblo, Jesús podría ser liberado como un líder triunfante.

  • O bien, el Sanedrín podría condenarlo ilegalmente, Pilatos volverse a la multitud y ésta pedir su muerte.

Esta última posibilidad, la que parecía más remota y, tal vez, con la que menos contaba Jesús, fue la que se hizo realidad.

Observando su vida y sus actos, independientemente de su mensaje religioso, es indudable que Jesús, como dirigente de hombres, fue un innovador extraordinario.


sábado, 8 de octubre de 2011

Genética y enfermedad mental: una relación no tan clara

La psiquiatría actual, en su mayor parte, presume de ser biológica. Seguidora de un paradigma biológico (bio-comercial, decimos algunos), que no es en realidad tal, sino más bien neuroquímico y neurogenético. La vida mental humana, sana o enferma, se reduce, pues, a una cuestión de receptores sinápticos, neurotransmisores y genes que los determinan. Y es esta cuestión de la relación entre los hallazgos genéticos y las (llamadas) enfermedades mentales de lo que intentaremos hablar en esta entrada.

Digamos antes de nada que nosotros no creemos en entes inmateriales (alma, espíritu o como queramos llamarlos) como gobernantes o directores del cuerpo material. El ser humano es materia y nada más (ni nada menos) y no tenemos noticia de que nadie haya demostrado otra cosa. Luego esa materia, a nivel corporal y, concretamente, cerebral, puede tener como propiedad emegente lo mental, pero que no dejaría de ser una mera manifestación de lo físico. Como recurrente analogía, citaremos otra vez el ejemplo de la Tierra y la gravedad. Ésta es una propiedad plenamente material y física, aunque no se encuentra su esencia cavando en la tierra ni se explica la misma por la composición geológica del planeta.

El ser humano, material pues, se construye a partir de un código genético. Dicho código, diferente para cada individuo (excepto en los casos de gemelos monocigóticos), proporciona las instrucciones para la síntesis proteica a través de la cual el organismo posee una serie de características. No sólo referentes al aspecto físico o composición orgánica, sino a predisposiciones a diferentes eventos vitales (considerados morbosos o no) y, como decían ya los antiguos, un cierto temperamento. Como opinará probablemente cualquier persona que haya tenido hijos, cada bebé tiene una cierta forma de ser desde el minuto uno del nacimiento (y posiblemente también antes). Y conste que no pretendemos restar ni un ápice de importancia a factores como la educación, la crianza o las relaciones familiares. Precisamente porque creemos que estos factores son a su vez determinantes en el desarrollo de la persona es por lo que los gemelos idénticos (iguales genéticamente al 100%), luego no son iguales al 100% ni físicamente ni, si se nos permite la palabra, psíquicamente. Por ejemplo, los estudios más defensores del papel genético de la esquizofrenia no llegan a una concordancia del 50% para gemelos monocigóticos.

Así pues, tenemos una carga genética que determina una serie de características a nivel físico y, posiblemente, psíquico, entendidas como temperamento. Ya que, en nuestra opinión, dicho temperamento basal nada tiene que ver con almas o espíritus inmateriales, sino con la organización corporal y cerebral de ese organismo, ordenada por su estrucutra genética. Luego vendrá la vida, a hacer y deshacer, pero siempre sobre la base de lo que es dado ya en el nacimiento.

El paradigma biológico en Psiquiatría defiende una causalidad biológica para las enfermedades mentales (la defiende, pero aún no la ha encontrado, salvo que recurra a la trampa habitual de mezclar enfermedades neurológicas con psiquiátricas y cite la demencia, el Parkinson o la neurosífilis...). Y, en muchos casos, se busca dicha causalidad a nivel de hallazgos genéticos en poblaciones de pacientes (ya que los neurotransmisores ya no dan más de sí y no hay forma de mantener la hipótesis dopaminérgica si pensamos en la clozapina o la hipótesis serotoninérgica si ha caducado al patente del Prozac y hay que promocionar los duales...). Es decir, parece que el pensamiento psiquiátrico biológico viene a ser: demostremos un origen genético de tal enfermedad y habremos demostrado la causalidad biológica, y por lo tanto la existencia, de dicha enfermedad biológica.

El argumento vendría a ser así:

1.- Tenemos pacientes a los que diagnosticamos la enfermedad mental X.

2.- Estudiamos su código genético en comparación con pacientes con otras enfermedades y con controles (ya saben que todos, todos, todos, los estudios científicos actuales en psiquiatría son tan metodológicamente correctos como esto).

3.- Encontramos que hay un gen, o un grupo de ellos, que se asocia con los pacientes y no con los grupos controles (también sería importante que dicha asociación existiera en un porcentaje amplio de pacientes, para no dar pábulo a estudios vergonzosos como éste).

4.- Por lo tanto, la enfermedad está causada genéticamente, es de naturaleza biológica, y quien defienda lo contrario es un antipsiquiatra sin redención.

El problema es que este argumento, desde el punto de vista lógico, es tramposo.

Y la trampa está en que en niguno de sus pasos se ha demostrado que la entidad X sea realmente una enfermedad. Porque tal demostración es imposible, ya que los genes son entidades biológicas, pero las enfermedades son constructos socioculturales (basados o no en determinadas características biológicas). Desde un punto de vista epistemológico, no puede demostrarse que algo sea una enfermedad porque tenga o deje de tener un origen genético.

El concepto de enfermedad es sumamente problemático y ya alguna vez hablamos acerca de ello. En líneas generales, se podría aceptar que enfermedad sería aquella condición biológica que ocasiona una disminución en la calidad o cantidad de vida, o diversos tipos de molestias, dolores, malestares o repercusiones. Por ejemplo, el sarampión es una enfermedad, porque ocasiona unos síntomas, un riesgo de complicaciones y se debe a un agente infeccioso. Y por parte de muchos psiquiatras infantiles (curioso doble significado, por cierto), el TDAH es una enfermedad, porque ocasiona unos síntomas, un riesgo de complicaciones y se debe a una predisposición genética.

Pero esta analogía también es tramposa, porque el sarampión produce síntomas objetivables con independencia del contexto sociocultural, como fiebre, erupción cutánea, etc. Mientras que el conjunto de síntomas que llamamos TDAH se consideran enfermedad en los manuales de psiquiatría de 2011, pero no están recogidos en ningún apartado de manuales de psiquiatría de los años 70, como el de Ajuriaguerra o el Compendio de Psiquiatría de Kaplan de 1975. Es decir, el TDAH se conceptualiza como enfermedad por una determinada cultura (y, como todo en la vida, en base a determinados intereses, conscientes e inconscientes, por parte de los múltiples agentes involucrados), pero tal conceptualización es una condición a priori no demostrada por medio de ningún dato objetivo (como serían la fiebre o las lesiones cutáneas en el sarampión). Cuando éramos pequeños disfrutábamos leyendo las aventuras de Zipi y Zape, que eran dos niños muy traviesos que hacían la vida imposible a sus padres y maestros. Hoy en día los dos tendrían un diagnóstico de TDAH, un certificado de discapacidad y un tratamiento crónico con psicoestimulantes y posiblemente neurolépticos.

Y, según el paradigma médico, la enfermedad debe ser una condición biológica. Es decir, un proceso biológico con una causa biológica. O llegaríamos a absurdos tales como considerar la pobreza o la exclusión social, tan dañinas por otra parte, como enfermedades (o bien a considerar enfermedades constructos tales como el oposicionismo o la antisocialidad...). Pero, evidentemente, no toda condición biológico con causa biológica (genética o no) es una enfermedad. El hecho biológico es objeto de la ciencia natural, pero el acto de definir un hecho biológico como enfermedad o no, es un acto cultural, objeto por tanto de las ciencias sociales.

En este orden de cosas, el razonamiento desde los puestos de la psiquiatría biológica es que, si encuentan la causa genética del TDAH (cosa que no se ha hecho, aunque algunos lo vayan anunciando antes de tiempo) o de cualquer otra enfermedad mental (cosa que tampoco se ha hecho), ello demostraría de hecho la existencia de dicha enfermedad.

Pero este razonamiento es mentira.

Porque encontrar la causa genética de algo no demuestra en absoluto que ese algo sea una enfermedad.

Ser pelirrojo implica poseer determinado patrón genético y se hereda de forma clara. Pero ser pelirrojo no es una enfermedad.

El código genético implica una determinada configuración en el organismo humano. A lo mejor, implica que si cambia una base en el DNA, se sintetizará la hemoglobina con un aminoácido diferente y los glóbulos rojos tendrán una forma distinta que provocará su rotura en los vasos, con la consiguiente anemia falciforme. Está determinada genéticamente. Pero que sea una enfermedad no viene demostrado por su causa genética sino por el hecho clínico de que la cifra de hemogobina disminuye y ello supone una serie de síntomas y riesgos físicos.

El código genético implica una determinada configuración en el organismo humano. A lo mejor, implica un temperamento más exaltado e inquieto, más tendencia a la distraibilidad (por no hablar del sin duda clave papel que la educación del niño y sus circunstancias sociales y familiares juegan en todo ello). Pero si encontramos un gen o varios que determinan ese temperamento, ello en absoluto demuestra que tal temperamento sea una enfermedad, Es nuestra cultura la que escoge que los niños deben estar quietos y atendiendo para no ser considerados enfermos (pero no demasiado, o les consideraremso depresivos). Y para lograr esa socialización, por otra parte imprescindible en el ser humano, se escoge la desrresponsabilización de todos: niños, padres, maestros y sanitarios... Mal camino, nos parece. La semana pasada, la ministra de Sanidad nos obsequió con la noticia de que uno de cada cinco niños y adolescentes de este país era un enfermo mental necesitado de tratamiento. Entendemos que la campaña por la creación de la especialidad de psiquiatría infantil está en su apogeo pero aún así, tal noticia, sin datos de ningún estudio epidemiológico que la avale ni remotamente, nos parece no sólo falsa y absurda, sino directamente dañina para la opinión pública y la sociedad que poco a poco (o mucho a mucho) vamos creando entre todos. Conseguiremos acabar con el estigma de la enfermedad mental sólo al precio de ser todos enfermos y estar ya todos bajo tratamiento.

Pero volvamos al tema de hoy, que el cabreo nos hace dispersarnos...

Hay hechos biológicos de origen no genético que se consideran enfermedades, como el sarampión.

Hay hechos biológicos de origen genético que se consideran enfermedades, como la anemia falciforme.

Hay condiciones genéticas que son consideradas enfermedades, como la corea de Huntington.

Hay condiciones genéticas que no son consideradas enfermedaes, como el hecho de ser pelirrojo.

Una cosa es que un determinado evento sea de origen genético, lo cual sólo puede ser cierto o falso, y otra cosa es que tal evento sea considerado una enfermedad, lo cual está sujeto a opinión y a cambio, según la evolución de una determinada cultura. Por ejemplo, hoy en día mucha gente defiende la no consideración del síndrome de Down como una enfermedad, sino como una diferencia frente al patrón común. Pero nadie discute su origen genético.

En fin, que a la hora de hacer ciencia (cosa que creemos importante, aunque luego nos acusen de antipsiquiatras) hay que saber un poquito de epistemología y diferenciar niveles. Porque si no, identificamos genética con enfermedad y podemos acabar medicando a los pelirrojos por considerarles enfermos, ya que tienen un patrón genético como causa de su diferencia...

No hace tanto tiempo que los psiquiatras considerábamos una enfermedad a la masturbación y enfermos a los homosexuales, o sea que esto del constructo de enfermedad a lo mejor no va a ser algo tan fiable como nos gustaría creer...



sábado, 1 de octubre de 2011

Habla de mí como si estuviera a tu lado


Juan Gervás es una figura de referencia en ciertos ámbitos médicos de este país. Colaborador de la plataforma No Gracias y del Equipo Cesca, entre otras muchas actividades, es un incansable luchador por la medicina basada en el (buen) trato al paciente, la formación científica libre de humos industriales y la ética profesional. No tenemos (aún) el gusto de conocerle en persona, pero hemos leído distintos trabajos y opiniones suyas y nos parece un maestro de cómo debería ser la práctica de la medicina. Recientemente ha llegado a nuestras manos un artículo que escribe Gervás junto a Mercedes Pérez Fernández y que será publicado en la revista Norte de Salud Mental próximamente. Se títula El enfermo mental espera respeto del profesional. Varios ejemplos, y nos ha parecido sencillamente admirable.

Recomendamos sin duda su lectura, que encontraréis en el siguiente enlace. Pero no nos resistimos a transcribir algunas de sus palabras:

El enfermo mental es persona con todos los derechos legales y morales. Merece por ello el máximo respeto. Su enfermedad es sólo una característica, no su esencia.

Pero los enfermos mentales son sobre todo enfermos; es decir, personas frágiles, personas que se sienten amenazadas en sus expectativas vitales, personas desvalidas, personas doloridas, personas desconcertadas, personas confundidas, personas perplejas.

El enfermo mental puede llegar a perder su "humanidad", como en algunos manicomios, o en otros lugares de encierro, pero también en la calle, cuando se convierte en vagabundo y corre peligro de muerte (de ser asesinado en nombre de ideologías de extrema derecha, o de simple orgía de violencia). Pero el paciente siempre es humano, siempre merece el trato cortés. Cortesía no implica distancia, y muchas veces el "usted" es mucho más democrático que el "tú". Preguntarle al paciente cómo quiere ser llamado no cuesta nada: Don Pepe, José, Sr. García, Pepito,... ¿tanto cuesta dar ese gusto, hacerle ver al paciente que sigue mereciendo un trato digno y cortés? Lo cortés no quita lo valiente, dice el refrán, y lo cortés no impide el buen trabajo clínico. Las cosas se pueden pedir por favor con más persuasión que si se "mandan".

Los enfermos mentales merecen el respeto debido a toda persona. Son individuos con expectativas vitales, con vida interior, con sentimientos, con valores, con virtudes y vicios, con frustraciones, con esperanzas. Los enfermos mentales quieren ser amados y respetados, como todos los demás seres humanos.

Desde luego, recomendamos la lectura del artículo completo porque, especialmente para los profesionales que trabajamos con (en realidad, para) estas personas, su mensaje debería ser de obligado cumplimiento.

En la bibliografía de este artículo encontramos a su vez un documento que nos parece sumamente interesante: la Declaración de Luxor sobre los Derechos Humanos para los Enfermos Mentales, suscrita por la Federación Mundial de la Salud Mental en 1989. Recogeremos también algunas de sus palabras:

[...] los seres humanos designados públicamente o diagnosticados profesionalmente y tratados o ingresados como enfermos mentales, o afectados por una perturbación emocional, comparten, según los términos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, "la dignidad inherente" y "los derechos iguales e inalienables de los miembros de la familia humana".

Los derechos fundamentales de los seres humanos designados o diagnosticados, tratados o definidos como mental o emocionalmente enfermos o perturbados, serán idénticos a los derechos del resto de los ciudadanos. Comprenden el derecho a un tratamiento no obligatorio, digno, humano y cualificado, con acceso a la tecnología médica, psicológica y social indicada; la ausencia de discriminación en el acceso equitativo a la terapia o de su limitación injusta a causa de convicciones políticas, socio-económicas, culturales, éticas, raciales, religiosas, de sexo u orientación sexual; el derecho a la vida privada y a la confidencialidad; el derecho a la protección de la propiedad privada; el derecho a la protección de los abusos físicos y psico-sociales; el derecho a la protección contra el abandono profesional y no profesional; el derecho de cada persona a una información adecuada sobre su estado clínico. El derecho al tratamiento médico incluirá la hospitalización, el estatuto de paciente ambulatorio y el tratamiento psico-social apropiado, con la garantía de una opinión médica, ética y legal reconocida y, en los pacientes internados sin su consentimiento, el derecho a la representación imparcial, a la revisión y a la apelación.

[...] será positivo que se aplique lo mejor en interés del paciente y no en interés de la familia, la comunidad, los profesionales o el Estado. El tratamiento de las personas cuyas posibilidades de gestión personal se hayan visto mermadas por la enfermedad, incluirá una rehabilitación psico-social dirigida al restablecimiento de las aptitudes vitales y se hará cargo de sus necesidades de alojamiento, empleo, transporte, ingresos económicos, información y seguimiento después de su salida del hospital.

Como ven, un texto bastante claro. Nos parece especialmente resaltables algunos puntos:

Los derechos inalienables de todo individuo, consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas, suscrita por nuestro país, no se suspenden por razón de padecer una enfermedad mental de ningún tipo. El paciente afecto de psicosis, de esquizofrenia, de trastorno mental grave o como queramos llamarlo, mantiene todos sus derechos y nosotros debemos, como profesionales, respetarlos y hacer que sean respetados. Es cierto que los pacientes pueden ser obligados a internamientos involuntarios por razones clínicas en momentos en que su estado mental lo haga imprescindible, siempre bajo autorización judicial y por el menor tiempo posible. Pero, en caso de pacientes ambulatorios o ingresados de forma voluntaria, no tenemos absolutamente ninguna autoridad para decidir qué deben o no hacer con sus vidas. Por ejemplo: ni dónde o con quién deben vivir, ni qué actividades formativas o laborales llevar a cabo o no.

Es decir, y para que no se nos entienda mal: como profesionales sanitarios, debemos recomendarles lo que creemos más saludable en relación con su enfermedad. Pero nadie nos ha autorizado a pasar el límite de la recomendación o consejo médicos y arrogarnos un supuesto poder sobre la vida del paciente. Ni tenemos ese poder ni sería en absoluto terapéutico que lo tuviésemos. Más ejemplos: debemos recomendar al paciente que lo necesite el cumplimiento de su medicación. Y recomendar la abstinencia del consumo de tóxicos si eso le provoca, como es frecuente, problemas clínicos personales y sociales al paciente. O recomendar las vías de rehabilitación y recuperación que veamos más útiles en su caso concreto. Por supuesto que sí a todo ello. Pero, más allá de éstas y otras recomendaciones basadas en nuestra labor de tratamiento y cuidado, ¿quiénes nos creemos que somos para ordenarle a nadie, psicótico o no, cómo debe vivir su vida? ¿Tan perfectas son las nuestras para que seamos tan atrevidos? (Aunque nosotros en concreto estamos bastante contentos con nuestra vida actual, no por ello tenemos la menor idea de cómo deben vivir los demás las suyas en lo referente a sus asuntos personales).

En otro orden de cosas, también queremos comentar la insistencia de la Declaración en que nuestro servicio profesional debe enfocarse en el bien del paciente y no en el de la familia, porque algunas veces no son exactamente lo mismo. En fin, que nos da un poco de pena tener que escribir una entrada recomendando el respeto hacia el paciente, como persona que sufre. Estamos también cansados de la confusión entre juicios clínicos y juicios morales. Estamos cansados de que supuestas descripciones clínicas del paciente que atendemos sean en realidad juicios de valor, del tipo: "es un manipulador", "sólo son llamadas de atención" (el que esté libre de manipulación o de querer llamar la atención de alguien, que tire la primera piedra), y otras lindezas semejantes. Como seres humanos que somos, nos resulta inevitable realizar juicios de valor acerca de los otros. Pero no debemos mezclarlos con lo que deberían ser juicios técnicos propios de nuestra actividad profesional. Nuestra supuesta posición de autoridad no puede usarse, ni siquiera sin mala intención, para emitir lo que no son sino opiniones negativas disfrazadas de diagnósticos. Se emiten esos juicios como si el profesional supiera todo acerca de la persona que tiene delante, como si se le hubiera revelado, en virtud de una cualificación profesional que, créannos, no da para tanto, sus más ocultas motivaciones, pensamientos, deseos e intenciones. Y todo ello en base a entrevistas de veinte minutos cada tres o cuatro meses. Jugamos a adivinos y creemos a veces que sabemos todo lo que le pasa al paciente, por qué le pasa y qué debe hacer para que no le pase.

Y como decimos desde hace años, todos los profesionales deberíamos seguir la norma de hablar entre nosotros de los pacientes siempre imaginando que los tenemos al lado en ese momento. Probadlo: imaginad el rostro del paciente del que vais a hacer un comentario. Y luego imaginad sus palabras:

Habla de mí como si estuviera a tu lado.