jueves, 27 de enero de 2011

La psicosis única: Bartolomé Llopis

            Nos proponemos hacer referencia en la presente entrada al concepto de síndrome axil de la psicosis, tal como fue desarrollado por Bartolomé Llopis, defensor a ultranza del concepto de psicosis única, cuya importancia y presencia ha florecido y decaído alternativamente a lo largo de la evolución histórica de la psiquiatría y la psicopatología. Seguiremos para ello el texto La psicosis única. Escritos escogidos, que recopila diversos trabajos de este autor. Llopis defiende que el problema crucial de la psiquiatría es la cuestión de si los síntomas psíquicos son producidos y configurados en cada caso por una determinada causa patogenética o si no representan más que posibilidades de reacción preexistentes, que pueden ponerse de manifiesto por diversas causas. Este autor negó la especificidad de los verdaderos síntomas psíquicos y contribuyó a resucitar la teoría de la psicosis única (o unitaria, traducción que prefieren otros autores). En palabras de Llopis, al hablar de psicosis única se quiere expresar que los síntomas psíquicos son siempre los mismos en las más diversas enfermedades, que el cerebro, de cuya afección directa o indirecta dependen siempre aquellos síntomas, tiene las mismas respuestas para todas las agresiones, como los demás órganos. Además, entre todas estas respuestas hay una continuidad, una transición insensible, de manera que los diversos cuadros psicóticos no representan más que grados diversos de intensidad del mismo trastorno fundamental.

            Comentando algunos antecedentes históricos de la tesis de la psicosis única, Esquirol señala: “La locura puede afectar sucesiva y alternativamente todas estas formas: la manía, la monomanía y la demencia se reemplazan, se complican en el curso de una misma enfermedad, de un mismo individuo”. Para él, manía, monomanía y demencia no son entidades nosológicas sino sólo formas, es decir, síndromes, y además cabe una transición de unas a otras. En este sentido, puede considerarse a Esquirol como uno de los primeros representantes en los tiempos modernos de la tesis de la psicosis única. Al hablar de las causas de la locura, dice que su etiología es tan numerosa como variada. Pero la consideración etiológica es fundamental para la delimitación de las entidades nosológicas. Si la locura obedece a causas tan numerosas como variadas, es porque no se trata de una entidad nosológica, sino de un síndrome. De otro modo, tendría que haber tantas locuras como factores etiológicos. Esquirol afirmaba que la locura, en singular, se puede producir por las más diversas causas y puede manifestarse también en las más diversas formas. Según Llopis, podría expresarse el pensamiento de Esquirol diciendo que la psicosis es un síndrome común a muchas enfermedades y que este síndrome puede adoptar o pasar sucesivamente por formas diversas, o también que la locura es un síndrome básico o fundamental, divisible en síndromes subordinados. Georget defendió el criterio de que la enfermedad mental era una enfermedad cerebral idiopática con una gran variedad de manifestaciones, que no serían, sin embargo, enfermedades independientes. Decía: “Puede verse una serie de tipos intermedios, lo que garantiza que hay una transición imperceptible entre una y otra forma de enfermedad mental”. Neumann dice en su tratado publicado en 1859: “No podemos creer en un progreso real de la psiquiatría hasta que se haya tomado la decisión general de arrojar por la borda todas las clasificaciones”. También: “Sólo hay una clase de perturbación mental y la llamamos locura”. Según la opinión de este autor, no se dan formas ningunas de perturbación psíquica, sino sólo estadios de un solo y el mismo proceso patológico. Neumann supo reconocer y destacar claramente la diferencia entre las manifestaciones aisladas sintomáticas y los complejos de manifestaciones, por una parte, y los verdaderos procesos patológicos, por otra. Llamó “elementos” a aquellas manifestaciones aisladas, en oposición a las auténticas enfermedades, a las que calificó como “procesos”. Señaló: “El verdadero diagnóstico no tiene nada que ver con la  nomenclatura; aquél es conocimiento del caso individual; ésta es producto de la abstracción, y ciertamente de una abstracción basada en analogías prematuras”. La idea de la psicosis única alcanzó su máximo esplendor bajo la influencia de Griesinger, quien comienza su tratado publicado en 1861 afirmando que la locura no es, en sí misma, más que un síntoma, y que este síntoma no puede ser provocado más que por una afección del cerebro. Respecto a las clasificaciones, dice: “El establecimiento de los diversos grupos de enfermedades mentales sólo puede realizarse desde un punto de vista sintomatológico” y “sólo desde éste puede justificarse su existencia”.

            Según Llopis, el ocaso del concepto de la psicosis única parece comenzar realmente con los trabajos de Hoffmann (1861) y Snell (1865) que rompen con lo que consideran el dogma de la naturaleza exclusivamente secundaria de la paranoia, describiendo la “monomanía como forma primaria de trastorno psíquico”. Griesinger aceptó una “paranoia primaria” y Westphal, en 1876, hizo su clásica descripción de la enfermedad, acentuando la anormalidad de las representaciones y considerando a los trastornos afectivos como accesorios o carentes de importancia. Se inició así un proceso que derrumbó, al menos momentáneamente, el concepto de que las ideas delirantes son siempre secundarias a trastornos afectivos, concepto que era uno de los más recios pilares de la teoría de la psicosis única. De todas maneras, el golpe decisivo contra la psicosis única fue asestado por la formidable labor nosográfica de Kraepelin que, por otra parte, tuvo como predecesor a Kahlbaum. Kraepelin sentó el principio etiológico-sintomatológico, según el cual a cada causa de enfermedad debe corresponder una determinada sintomatología psíquica. No se trata, sin embargo, de que a cada proceso patológico corresponda un determinado cuadro de estado. Las diferencias sintomatológicas correspondientes a las distintas enfermedades son mucho más finas, mucho más difícilmente perceptibles que las existentes entre los diversos cuadros de estado (melancolía, manía, estupor, delirios, paranoia...). Las diferencias entre estos últimos son tan evidentes que su separación no ha ofrecido nunca grandes obstáculos. En cambio, el hallazgo de síntomas psíquicos específicos para los diversos procesos patológicos es una tarea erizada de dificultades. No se puede hacer directamente, sin tener en cuenta los procesos patológicos, una clasificación de los síntomas psíquicos importantes. Según Kraepelin, los síndromes naturales, es decir, aquellos que podemos diferenciar de un modo directo y espontáneo, son accesorios para el reconocimiento de las entidades nosológicas, mientras que pequeños síntomas, accesorios dentro del síndrome total en el que aparecen, pueden ser fundamentales para el diagnóstico de la enfermedad causal. Admite además que la diferencia de los procesos patológicos suele resaltar con la máxima claridad en el curso de la enfermedad. Dice: “Precisamente por eso, la consideración del curso y de la terminación de las enfermedades psíquicas me parece de extraordinaria importancia para su delimitación”. Con Kraepelin, llega a su punto culminante la sistemática psiquiátrica basada en la especificidad de los síntomas psíquicos y se derrumba totalmente la concepción de la psicosis única, gravemente minada ya por la sustracción de su base afectiva a la paranoia.

            Posteriormente, el principio etiológico-sintomatológico de Kraepelin fue sometido a múltiples ataques. Como señala Llopis, tras el derrumbamiento de la tesis de la psicosis única, aparecieron cuatro corrientes ideológicas que convergían hacia la resurrección de esa tesis: el reconocimiento de la inespecificidad de los síntomas psíquicos (Hoche, Bonhoeffer, Specht, Hartmann, Bumke, etc.); la aplicación de los puntos de vista evolutivos al estudio de las afecciones del sistema nervioso (Jackson, Monakow, Janet, Ey, etc.); la superación de la psicología atomística por la consideración unitaria de la vida psíquica (psicología de la totalidad, psicología de la forma, etc.); y la superación también de la vieja doctrina de las localizaciones cerebrales de las funciones psíquicas por puntos de vista que acentúan especialmente la importancia de la actividad conjunta de todo el cerebro (Flourens, Lahsley, Goldstein, etc.). Es común a todas estas corrientes una tendencia sintética, unificadora, que se opone abiertamente al impulso analizador, especificador y diferencial propio de todos los intentos de clasificación. Tras este recorrido, queda claro que desde el comienzo de la psiquiatría científica se han adoptado dos actitudes frente al problema de los trastornos psíquicos: una sintética, que reúne los síntomas en la gran unidad de la llamada psicosis única, la cual representa la misma respuesta, aunque con distintos grados de intensidad, a las más variadas agresiones; otra analítica, que descompone y distribuye los síntomas en múltiples psicosis específicamente determinadas por las diversas causas patógenas. Ambas tendencias se han combatido, en ocasiones con ardor, aunque como dice Jaspers, “en lugar de combatirse, podrían complementarse”. Llopis argumenta que realmente no hay entre las dos tesis ninguna incompatibilidad. Ni la necesaria clasificación de las enfermedades mentales puede destruir la unidad fluyente de las perturbaciones psíquicas ni tampoco el reconocimiento de esta unidad significa ningún obstáculo para la nosología psiquiátrica. Las enfermedades llamadas mentales provocan una alteración de la actividad mental, que puede tener diversos grados de intensidad. Al conjunto de estos trastornos es a lo que se ha llamado “psicosis única”, y Llopis, para evitar confusiones, ha propuesto llamar “síndrome axil común a todas las psicosis”. Los diversos grados de este síndrome axil no son patognomónicos de ninguna enfermedad, pero pueden orientar hacia la posible enfermedad causal, sobre todo si tenemos en cuenta también sus variaciones temporales, es decir, el curso de la psicosis.

            Pasando a lo que Llopis llama sus conceptos propios sobre la psicosis única, es necesario aclarar a lo que se refiere con síndromes del estado y del contenido de la conciencia. Considera a la Conciencia como la capacidad de conocer, y conocer es siempre establecer distinciones o diferenciaciones. Conocer una cosa es distinguirla, separarla de lo que no es ella misma. No hay ningún acto psíquico que no sea un acto de conocimiento. La conciencia y la actividad psíquica son, pues, conceptos sinónimos. Llama estado de la conciencia a su grado de claridad o lucidez, que se expresa por la mayor o menor capacidad de conocer. Contenido de la conciencia es todo aquello que es conocido (notado, sentido, percibido, aprehendido) por la conciencia. Contenidos patológicos de la conciencia no pueden ser más que aquéllos que reflejen la situación anormal del propio organismo, es decir, en general aquellos contenidos suministrados no por los sentidos externos, sino por la sensibilidad interna, por la cenestesia. En cambio, los estados patológicos de la conciencia corresponden tanto a estímulos externos como internos. Los contenidos patológicos de la conciencia no pueden considerarse en verdad como trastornos psíquicos. En ellos la conciencia se limita a tomar conocimiento de un trastorno del organismo.

            Ahora bien, el hecho de que los síndromes del contenido de la conciencia no sean trastornos psíquicos en sí, no quiere decir que carezcan de una extraordinaria importancia en la configuración de los cuadros psicóticos, es decir, de lo que Llopis llama síndromes del cuadro psíquico. Los enfermos mentales no expresan de un modo inmediato ni los contenidos puros, es decir, las sensaciones, los materiales plásticos que se ofrecen a la actividad de su conciencia, ni tampoco esta misma actividad; lo que expresan son las obras que con aquellos materiales construye su conciencia. En tales obras o cuadros psicóticos se integran, pues, tanto los trastornos del contenido como los de la actividad psíquica o estado de la conciencia. La circunstancia de que también estas obras se sigan calificando como contenidos (contenidos psicóticos) no debe inducirnos a confusiones. Los cuadros psicóticos no son, en efecto, más que contenidos psíquicos, pero contenidos psíquicos en los cuales ha impreso su sello el trastorno del estado de la conciencia. Para que un contenido pueda designarse como psicótico es preciso que ponga de manifiesto la existencia de un trastorno del estado de la conciencia. Los síndromes del cuadro psíquico son las manifestaciones psicóticas tal como se ofrecen a una observación empírica. Ahora bien, si consideramos la esencia de toda perturbación psíquica como una proyección en el mundo exterior de vivencias provocadas por estímulos internos, podemos formularnos las siguientes preguntas: ¿Cuál es el grado o la intensidad de la proyección? ¿Qué es lo que se proyecta? De este modo se descompone el cuadro psicótico en sus dos factores constitutivos: el síndrome del estado y el síndrome del contenido de la conciencia. La transformación de los contenidos patológicos o primarios (síndromes del contenido de la conciencia) en contenidos psicóticos o secundarios (síndromes del cuadro psíquico) se realiza, pues, bajo la acción de los verdaderos y únicos trastornos de la actividad psíquica, que son los que llamamos síndromes del estado de la conciencia. Esta acción metamorfótica del trastorno psíquico sobre los contenidos de la conciencia parece estar regulada por dos principios fundamentales: principio del “como si” o de la metáfora y principio de la introversión.

            El principio del “como si” o de la metáfora explica que las sensaciones somáticas producidas por estímulos internos, normales o patológicos, no pueden analizarse y describirse si no es comparándolas con impresiones sensoriales provocadas por causas externas. Los enfermos de pelagra, por ejemplo, describen sus dolores y parestesias: “como si me corrieran culebrillas... como si me mordiera un perro... como si estuviera ardiendo...”. Son imágenes, metáforas del mundo externo con las que los enfermos expresan sus extrañan impresiones internas. Lo mismo sucede con aquellas anomalías internas, más difusas, que percibimos como sentimientos o afectos: “noto una sensación de inquietud, como si me amenazase un peligro...”. El sentimiento despierta siempre imágenes del mundo exterior adecuadas a la situación afectiva. Las impresiones cenestésicas van siempre ligadas a representaciones del mundo externo. Estas representaciones o imágenes surgen automáticamente, despertadas por las impresiones internas, y sirven a los sujetos normales para describir metafóricamente, a través de la expresión “como si”, la cualidad particular de aquellas impresiones. Pero tales sujetos no confunden la sensación con la imagen, lo interno con lo externo, la realidad con la metáfora.

            Por otra parte, el principio de introversión se explica desde el punto de vista de que todo trastorno psíquico consiste en una disminución de la capacidad de conocer, en un descenso del nivel de conciencia. Conforme se va produciendo este descenso, los enfermos van perdiendo contacto con el mundo exterior y sumergiéndose en su propio mundo interno. Abandonan poco a poco el mundo objetivo, común a todos, y se encierran cada vez más en su mundo subjetivo, individual. Como simultáneamente a esta introversión se va perdiendo la capacidad de conocer, de establecer diferencias, resultará que paralelamente a la pérdida del contacto con el mundo exterior, se irán borrando los límites entre las sensaciones y las representaciones, lo interno y lo externo, lo subjetivo y lo objetivo, la realidad y la metáfora. Los enfermos pierden la conciencia de la significación metafórica y lo que antes, en la vivencia del “como si”, vivían correctamente como una metáfora, lo viven ahora como una realidad.

            La duda es la gran conquista del hombre porque implica el conocimiento del yo, es decir, la diferenciación entre un yo y un mundo, o entre un mundo interno y uno externo. Cuando decae la conciencia humana por la fatiga, en el sueño, o por la enfermedad en la psicosis, pierde el hombre el privilegio de la duda y se hunde en una seguridad inconmovible. Esta seguridad es tanto más lamentable cuanto que, debido al principio de introversión, los contenidos que se ofrecen a la conciencia son cada vez menos imágenes objetivas del mundo externo y cada vez más imágenes creadas por la propia fantasía bajo la influencia de estímulos internos. Se tiende a proyectar en el mundo externo, a vivir como si fueran realidades objetivas, toda clase de fantasías subjetivas. Cree Llopis que sólo los diferentes grados de semejante proyección (la cual no expresa, en definitiva, más que una desorientación auto y alopsíquica, una incapacidad de discriminar entre lo dado objetivamente en el mundo externo y lo dado sólo en el propio yo) pueden explicarnos las transiciones puramente cuantitativas entre los diferentes síndromes del estado de la conciencia, no obstante sus aparentes divergencias cualitativas.

            Desde su punto de vista, las neurosis no pueden considerarse más que como síndromes del contenido de la conciencia. No se trata en ellas de verdaderas alteraciones de la actividad psíquica, sino de estados afectivos, entre los que ocupa un lugar especialmente destacado la angustia. Tales estados afectivos no son más que la expresión subjetiva de alteraciones somáticas y el hecho de que el trastorno somático fundamental carezca de una clara expresión objetiva no quiere decir que no exista. El hecho de que los trastornos afectivos despierten, en función de la vivencia del “como si” representaciones o recuerdos (anécdotas biográficas) induce fácilmente al error de confundir la consecuencia con la causa. En cuanto a los síndromes afectivos, son considerados síndromes del contenido de la conciencia que no implican ninguna perturbación de la actividad psíquica. Sin embargo, los viejos partidarios de la psicosis única consideran la melancolía y la manía como estadios de aquella psicosis. Esta contradicción aparente se explica por el proceso de introversión de la conciencia. Al iniciarse dicho proceso, la conciencia se torna menos intelectual y más afectiva, dominando entonces los contenidos afectivos sobre todos los demás posibles contenidos de la conciencia. Cuanto más avanza el proceso psicótico más intensa será la introversión y mayor predominio adquirirán los contenidos afectivos, pero como se pone en marcha simultáneamente el mecanismo de la proyección, los afectos se revisten cada vez más de aparente objetividad, se cubren cada vez más de una trama de supuestos acontecimientos externos, de tal modo que tales supuestos acontecimientos (ideas paranoicas, alucinaciones...) adquieren la hegemonía en el cuadro psicótico, mientras que los afectos, realmente primarios y fundamentales, se esfuman casi hasta reducirse, en apariencia, a meras consecuencias reactivas. De este modo, aunque los síndromes afectivos pueden persistir a través de todos los estados de la psicosis, sólo podrán manifestarse con evidencia en el estadio inicial. Conviene subrayar que la melancolía y la manía son contenidos psíquicos y, por lo tanto, no son auténticos estadios de la psicosis y mucho menos estadios sucesivos. Lo que ocurre es que en el primer estadio de la psicosis es en el que se revela con mayor claridad la situación afectiva, sea cual fuere, del paciente, pudiendo suceder  que ésta no sea ni triste ni alegre, sino indiferente, lo que se debería posiblemente a la pobreza o carencia de estímulos cenestésicos.

            Refiriéndose a los síndromes paranoicos, ya dentro de la normalidad psíquica hay una tendencia a proyectar los propios afectos en el mundo exterior, es decir, a desfigurar la imagen real del mundo a favor de la propia situación afectiva. Para que esta proyección se haga más intensa se requiere un descenso patológico del nivel de la conciencia. En las ideas obsesivas más graves, la proyección afectiva tropieza todavía con un conocimiento de la realidad, con una actitud crítica de la conciencia, que puede rechazar por objetivamente injustificadas o absurdas las ocurrencias o representaciones despertadas por el afecto. Sin embargo, en las ideas paranoicas, la proyección es más intensa y ya no se pone en duda la justificación externa de tales ocurrencias, que se viven como si fueran el significado exacto de la realidad exterior. Lo típico de las ideas paranoicas consiste en que la proyección del estado subjetivo, sin llegar a modificar la imagen sensorial del mundo externo, le da una significación peculiar en relación con el yo. Se ha perdido la conciencia del azar y todo se vive como si estuviera animado por determinados designios, que pueden ser favorables u hostiles, según sea el estado afectivo del sujeto. El afecto es el que el da la fuerza y la dirección a las ideas paranoicas, resultando un factor constitutivo esencial de toda idea de esta naturaleza. Pero el afecto no basta, debiendo añadirse un descenso del nivel de la conciencia para que las vivencias despertadas por el afecto se proyecten en el mundo externo, es decir, para que se vivan como si estuvieran justificadas no por la realidad interior, sino por la realidad exterior. La vieja discusión sobre el origen primariamente afectivo o intelectual de la paranoia estaría mal planteada, ya que ambos trastornos (el del contenido y el del estado de la conciencia) son igualmente indispensables para la génesis de la paranoia.

            Acerca de los síndromes alucinatorios, Llopis insiste en el hecho de que todos los fenómenos psicopatológicos, aun los más dispares, pueden explicarse por sólo variaciones cuantitativas de un trastorno fundamental único. Atribuye de esta manera el paso de las ideas paranoicas a las alucinaciones, es decir, de los trastornos del pensamiento a los trastornos de la percepción, por la simple disminución progresiva de la capacidad de conocer. Los pensamientos y las percepciones son rendimientos de una única función, que es la capacidad de conocer. Las percepciones son conocimientos de la simple presencia física de las cosas mientras que los pensamientos son conocimientos del sentido o de la significación trascendente de tales cosas. De esta manera, los trastornos del pensamiento y de la percepción no son cualitativamente distintos, sino sólo modos de expresión de los distintos grados de intensidad de un trastorno fundamental único.

            Por otra parte, este autor defiende también la analogía entre la psicosis y el sueño, señalando que el proceso de introversión, la pérdida de contacto con el mundo externo, para sumergirse en el interno, es un fenómeno común a la locura y al sueño. La conciencia o capacidad de conocer no puede alterarse más que en un sentido: en el de la disminución de sus rendimientos. Lo mismo da que esta alteración sea provocada por factores patológicos anormales que por la acción normal de la fatiga fisiológica. El síndrome axil común a todas las psicosis o la serie de estados psíquicos constitutivos de la psicosis única, no es, pues, otra cosa que la misma sucesión de estados de conciencia por la que pasamos en la transición de la vigilia al sueño.

            Ya que todo cuadro psicótico puede descomponerse en un síndrome del estado y otro del contenido de la conciencia, hay que plantearse qué relación existe entre cada una de estas dos clases de síndromes y las enfermedades que los producen. Los síndromes del contenido de la conciencia no son más que las manifestaciones subjetivas de las enfermedades, dependiendo por tanto de los lugares sensibles del soma que hayan sido atacados por la enfermedad. Se refiere aquí a la afección de los diversos receptores o sistemas sensoriales, tanto en el cerebro mismo como en cualquier lugar del organismo. En cambio, los síndromes del estado de la conciencia corresponden a grados diversos de disminución de la capacidad de conocer, y esta capacidad depende de la actividad conjunta del cerebro. Su causa habrá que buscarla en aquellas noxas patógenas que afecten a la función unitaria y global del cerebro. Los síndromes del estado de la conciencia corresponden a los grados diversos de lo que Jackson llamaba “disolución uniforme del sistema nervioso”, en la que todo el sistema se halla bajo las mismas influencias perniciosas, aunque las partes más recientes, que corresponden a los rendimientos más elevados, “cedan” en primer lugar y se produzca una regresión progresiva y homogénea hacia niveles funcionales inferiores. Los descensos a niveles cada vez más bajos de actividad funcional del sistema nervioso no traducen una localización distinta dentro de éste, sino sólo una intensidad distinta, un distinto grado de “nocividad” de la noxa patógena. En resumen: los síndromes del contenido de la conciencia dependen de la especial afinidad localizatoria de la noxa patógena con respecto a las diversas partes del organismo, mientras que los síndromes del estado de la conciencia dependen del grado de nocividad psíquica de aquella noxa. Por este diferente origen, entre los síndromes del estado de la conciencia no existen más que diferencias cuantitativas que permiten su ordenación en una serie continua (la psicosis única o el síndrome axil común a todas las psicosis), mientras que en los síndromes del contenido de la conciencia se dan diferencias cualitativas, ya que pueden afectarse distintas cualidades sensoriales. Dentro de la inespecificidad general de estos síndromes, los del contenido de la conciencia tienen mayor valor en el diagnóstico diferencial. Ambos síndromes señalan, al menos dentro de ciertos límites, determinadas tendencias de los procesos morbosos causales, y de tales tendencias es la afinidad localizatoria mucho más constante y característica que la nocividad psíquica. El valor diagnóstico aumenta extraordinariamente si se tiene en cuenta la combinación de ambos síndromes en el que hemos llamado síndrome del cuadro psíquico. En tales síntomas se trata de unidades de un orden más elevado, que por guardar una doble relación con el proceso orgánico causal, servirán mucho mejor para determinarlo. Unidades de un orden todavía más elevado que los síndromes del cuadro psíquico son los cursos psicóticos. Estos expresan la sucesión, es decir, la suma en el tiempo de aquellos cuadros. Traducen no sólo la nocividad y la localización del proceso sino también sus variaciones temporales.

            Sin embargo, sólo en casos muy excepcionales podemos formular con absoluta seguridad un diagnóstico teniendo en cuenta exclusivamente las manifestaciones psíquicas de la enfermedad. En muchas enfermedades, especialmente en aquéllas que sirven de base a las llamadas psicosis endógenas, nuestra incapacidad para descubrir síntomas somáticos objetivos nos fuerza a diagnosticar sólo por la sintomatología psíquica. Es seguro que nos damos por satisfechos multitud de veces con diagnósticos erróneos. Nos detendremos, por último, en las reflexiones que lleva a cabo Llopis acerca de la esquizofrenia. Considera que bajo ese rótulo no se sigue presentando más que un síndrome o, mejor, una serie de síndromes psicopatológicos sin bases somáticas determinadas. El día que puedan determinarse tales fundamentos somáticos probablemente se disolverá el concepto nosológico de esquizofrenia en una multitud de enfermedades heterogéneas. No debemos olvidar que estos síndromes son esencialmente inespecíficos y pueden presentarse no sólo en enfermedades endógenas sino también exógenas, en enfermedades de bases somáticas inaccesibles a nuestros medios de investigación y también en otras bien conocidas y perfectamente diagnosticables. El diagnóstico de esquizofrenia es siempre el reconocimiento de nuestra incapacidad para descubrir la enfermedad orgánica fundamental; es como disimular nuestra ignorancia bajo una etiqueta. Muchas veces no somos individualmente responsables de semejante incapacidad, porque esta depende del estado de nuestra ciencia; pero otras muchas veces sí, porque se formula el diagnóstico sin agotar la exploración psicopatológica del enfermo, porque se da una significación específica a la sintomatología mental, porque se atribuye a un síndrome psíquico el valor de una entidad nosológica.


viernes, 21 de enero de 2011

Avances médicos con intereses ocultos (EL PAÍS dixit)

Hace ya algún tiempo leímos en el diario EL PAÍS un artículo escrito por la Defensora del lector Milagros Pérez Oliva. Es ésta una sección semanal del periódico, que recoge críticas o sugerencias de los lectores sobre el mismo diario. Reconocemos que nos gusta leerla habitualmente y la que recogemos ahora en esta entrada nos impresionó como sin duda os hará a vosotros si llegáis hasta el final (ya sabemos que las entradas son largas, qué le vamos a hacer…). Aunque por desgracia y como hemos dicho otras veces, nos impresionó pero no nos sorprendió… Andamos ya curados de espantos…

Tenemos en la recámara entradas pendientes de publicación sobre la psicosis única de Bartolomé Llopis, sobre la ética en la filosofía estoica y su relación con el psicoanálisis lacaniano o sobre la definición conceptual de delirio, desde un análisis deconstructivo de la misma según los parámetros del DSM-IV… Y os juramos que es verdad.

Pero recordamos un antiguo chiste de Mafalda, en la que se le veía a ella (¿o sería Miguelito?) preguntando a un obrero que trabajaba en un agujero en el suelo: ¿busca usted la felicidad? Y él respondía: No, cariño, un escape de gas… Mafalda (definitivamente, era ella) se alejaba pensando: como siempre, lo urgente no deja tiempo para lo importante. Y eso nos pasa a nosotros, que cierta asfixia que venimos sintiendo por la presencia constante de la industria farmacéutica y sus adláteres en nuestro entorno laboral nos hace sentir la necesidad de entradas como ésta, aunque las otras quedarían mucho más chulas (de todas maneras, acabarán cayendo si no nos hackean antes la página del blog…).

Y a continuación, el artículo de Mercedes Pérez Oliva, que vale mucho la pena:

Con frecuencia llegan a las redacciones estudios y datos aparentemente rigurosos y fiables que, sin embargo, pueden inducir a engaño a los lectores o esconder intereses publicitarios o comerciales. Descubrirlos y evitarlos es un deber del periodismo riguroso. Quienes, siendo médicos o pacientes, han de lidiar con el dolor crónico, debieron sentir un gran alivio al leer que "en el último Congreso Europeo del Dolor, celebrado en Lisboa, se presentó tapentadol (...), el primer analgésico que aparece en 25 años de una nueva generación que marcará un antes y un después", y que "los expertos aseguraron en Lisboa que se inicia una nueva era en el manejo difícil del dolor agudo y crónico". Lo afirmaba Mayka Sánchez, colaboradora de EL PAÍS para temas de salud, en el reportaje "El dolor como quinto signo vital", publicado el 22 de diciembre en Sociedad. En el mismo se describía una situación lamentable: "A pesar de que nueve millones de españoles sufren dolor crónico, sólo el 10% de los facultativos de atención primaria emplean escalas de medición para su mejor abordaje terapéutico, un problema que provoca que hasta en la mitad de los casos, ese dolor pueda llegar a ser un síntoma mal tratado". La conclusión era clara: la mayoría de los médicos no actúan correctamente y la mayoría de los pacientes están mal tratados. Para paliar esa situación había surgido la Plataforma sin Dolor, una iniciativa cuyo objetivo era "sensibilizar" a los médicos y a la sociedad de que "con los avances de la medicina, el dolor puede y debe controlarse".

Varios médicos llamaron a la Defensora para quejarse de que se diera tan mala imagen de su trabajo sin citar el origen de la estadística. Pero uno de ellos, Enrique Gavilán, de Plasencia, observó algo más: "He estado buscando en la principal base de datos de estudios científicos, la librería PubMed de Estados Unidos, he analizado los estudios que se han publicado sobre este nuevo medicamento y, créame, los resultados muestran que no es muy superior al placebo y en todo caso es muy similar en cuanto a eficacia respecto de otros de los que hay mucha más experiencia clínica y cuyo precio, sospecho, será muy inferior". En su escrito a la Defensora pide que investigue si se trata de un caso de publicidad encubierta y conflicto de intereses.

Mayka Sánchez aclara que los datos están extraídos de la Guía de Buena Práctica Clínica en Dolor y que su valoración del tapentadol se basa en las declaraciones que hizo Anthony Dickenson, uno de los especialistas que ha participado en los ensayos clínicos, en el congreso de la Asociación Europa para el Estudio del Dolor, celebrado en Lisboa, al que ella asistió. El fármaco, dice, está avalado por "177 artículos, publicados en revistas y congresos internacionales", todos ellos dotados de "un comité editorial y científico que vela por la veracidad, objetividad y calidad de los trabajos presentados".Para Mayka Sánchez, la sospecha de publicidad encubierta a la que se refiere el doctor Gavilán "es una opinión muy subjetiva y sin base en el texto publicado", ya que, dice, se limita a hablar de una de las moléculas presentadas en Lisboa, sin mencionar su nombre comercial. A la Defensora, esta explicación no le parece suficiente. Todos los estudios sobre nuevos fármacos, incluidos los que cita Mayka Sánchez sobre el tapentadol, están financiados por los laboratorios productores y a veces también los congresos en los que se presentan. Sobre los sesgos en la investigación clínica y la publicación de sus resultados existe una amplia literatura científica. La labor de un periodista es verificar la información y evitar los sesgos de parte que pueda contener.

¿Estaba justificado presentar este fármaco como un medicamento que marca "un antes y un después" o "una nueva era" en el tratamiento del dolor? Para aclararlo he consultado a los catedráticos Xavier Carner, presidente del Comité de Evaluación de Medicamentos de la Agencia Española del Medicamento, y a Rafael Maldonado, investigador de la Universidad Pompeu Fabra que trabaja para los Institutos Nacionales de Salud de EE UU. Ninguno de los dos considera que el fármaco sea una gran novedad. Ni siquiera el laboratorio que lo produce va tan lejos como Mayka Sánchez. En la nota de prensa con que lo presentó en junio afirma que "muestra una eficacia comparable a los opioides clásicos" aunque ofrece "un perfil de tolerabilidad más favorable". Y tampoco es una novedad: tiene el mismo mecanismo de acción que el tramadol, del mismo laboratorio.

Pero no hay sólo un problema de exageración. La forma en que se presenta la información justifica las sospechas del doctor Gavilán, pues se disimula que todo el contenido procede de una única fuente, y se omite revelar que esa fuente es, en última instancia, el laboratorio productor del fármaco. Cita a la Fundación Grünenthal como impulsora de la Plataforma sin Dolor, pero no aclara que ésta pertenece al laboratorio Grünenthal Pharma, especializado en terapias analgésicas, que es quien financia la plataforma y la campaña de medición del dolor. El reportaje tampoco aclara que el fármaco que presenta como revolucionario pertenece a ese laboratorio. Sólo los lectores que ya conozcan a ese laboratorio pueden adivinar la relación.

La información sigue peligrosamente el esquema de las nuevas estrategias que la industria farmacéutica emplea para promover la prescripción de sus fármacos, una vez erradicados los escandalosos incentivos con que premiaban a los médicos. De hecho, los médicos no son ya el único objetivo de los departamentos de mercadotecnia de los laboratorios. Ahora tratan de influir sobre la prescripción a través de los propios pacientes. Esa estrategia consiste en hacer emerger (a veces incluso crear) un problema de salud, movilizando a especialistas de prestigio y si es posible, pacientes, con el objetivo de "sensibilizar" sobre el problema para el cual tienen la solución.

Dada la suspicacia con que es recibida la información procedente de la industria, ésta se ha visto obligada a buscar formas indirectas y de mayor autoridad para vehicular su actividad. Para ello han creado fundaciones y plataformas teóricamente independientes y sin ánimo de lucro, integradas por académicos y especialistas, pero financiadas por la propia industria.

Todo ello está presente en este caso. El reportaje comienza describiendo el grave problema del dolor, basado en estudios financiados por la industria; presenta a continuación a la plataforma que va a luchar contra esta lacra, sin decir que está promovida y financiada por el laboratorio, y acaba informando de un fármaco que presenta como revolucionario, sin decir que es del mismo laboratorio.  Para mayor abundamiento, el titular del reportaje coincide con el eslogan central de la campaña financiada por Grünenthal. Y ni siquiera es una información novedosa, pues la propia Mayka Sánchez había publicado tres meses antes el mismo tema en El País Semanal. Lo único nuevo era la referencia al fármaco. El reportaje cita el congreso de Lisboa pero no menciona que Mayka Sánchez viajo a la capital lusa invitada por el laboratorio. El Libro de Estilo de EL PAÍS establece al respecto: "El periódico, como norma general, no acepta invitaciones para elaborar informaciones. Las excepciones habrán de autorizarse expresamente por la Dirección. En las informaciones hechas tras aceptar una invitación, se hará constar que el viaje ha sido patrocinado".

Sobre todo ello, la subdirectora responsable de Sociedad, Berna González Harbour, afirma: "El periódico es cada día el objetivo de una ingente marea de informes y estudios, muchos de ellos de parte, cargados de conclusiones a primera vista interesantes pero que pierden su legitimidad en cuanto se comprueba el interés de su propio promotor. Nuestra tarea es analizar, distinguir y someter todo ello al máximo escrutinio, y filtrar y publicar sólo aquello que está verdaderamente contrastado y que es de interés objetivo para nuestros lectores. Los controles no han funcionado en este caso y pedimos disculpas. Ese artículo es un ejemplo de lo que no debemos hacer".

Hasta aquí el artículo, la negrita es nuestra, el arrepentimiento y las disculpas son del periódico y la necesidad de reflexionar, creemos, es de todos...



sábado, 15 de enero de 2011

Acerca de la (deprimente) eficacia de los antidepresivos

En el libro La invención de trastornos mentales, varias veces recomendado en este blog, González Pardo y Pérez Álvarez proporcionan el dato de que hacia 1980 la depresión era un trastorno infrecuente, que afectaba de 50 a 100 personas por millón, mientras que estimaciones de la década que acabamos de dejar atrás, la sitúan en torno a 100.000 personas por millón. Si creemos (y decimos creemos porque dadas las pruebas existentes parece efectivamente una cuestión de fe), como se dice desde ciertos sectores de la profesión, que estamos ante una enfermedad cerebral causada por desequilibrios en la neurotransmisión, habría que preguntarse qué ha pasado en el cerebro humano en estas tres décadas para que donde antes había un depresivo, ahora haya 1000. Se nos responderá, sin duda, que lo que ocurre es que antes se infradiagnosticaba. O sea, que antes (en 1980, no en el siglo XVII, es decir, hace relativamente poco porque al menos uno de los autores del blog recuerda ese año) teníamos 999 personas sin diagnosticar de depresión por cada 1000 enfermos que tenemos hoy, las cuales no recibían tratamiento mientras que ahora sí se benefician de él. Ello nos llevaría a la conclusión de que la gente era mucho más infeliz o que incluso se suicidaban más en 1980 que en 2010 pero no nos parece que haya datos que sugieran semejante cosa (vale, admitimos que la movida madrileña, los chistes de Morán y Naranjito pudieron ser equivalentes depresivos, pero aún así, las cuentas no nos salen...).

Y además estos datos son más llamativos si tenemos en cuenta que es en la década de los 80 cuando empiezan a comercializarse los nuevos (y caros) antidepresivos, con el ejemplo paradigmático del Prozac. En Medicina hemos visto cómo la aparición de los antibióticos provoca una disminución de las cifras de morbilidad y mortalidad por procesos infecciosos. O cómo la aparición y desarrollo de los antirretrovirales han conseguido aumentar muchísimo la esperanza de vida en los pacientes con VIH. O cómo el desarrollo de los tuberculostáticos convirtió la tuberculosis en una enfermedad muy poco frecuente. Pero resulta que la aparición de los nuevos (y caros) antidepresivos, supuestamente eficaces y bien tolerados (y, por si no lo hemos mencionado, caros) no sólo no consiguen reducir las cifras de depresión, sino que éstas aumentan 1000 veces... Hay que reconocer que la depresión, para ser una enfermedad biológica de naturaleza neuroquímica, se comporta más bien como un índice de ventas propulsado hasta el infinito para mayor gloria y beneficio de alguna afortunada empresa (¿y por qué se nos habrá ocurrido esta comparación?).

Y tras estos comentarios, querríamos detenernos en la cuestión de la eficacia de los antidepresivos que prescribimos (y que tanta gente toma). Hoy en día, creemos, impera la norma no escrita del "a lo mejor algo ayuda". Y lo señalamos porque nosotros también la hemos usado: "es un duelo reciente, pero le mando el antidepresivo porque a lo mejor algo ayuda", "le han echado del curro, pero le mando el antidepresivo porque a lo mejor algo ayuda", "sus padres se han separado, pero le mando el antidepresivo porque a lo mejor algo ayuda"... Para cada dificultad vital, prescribimos (y reconocemos el plural) algún antidepresivo, muchas veces minusvalorando efectos secundarios muy molestos como mareos, somnolencia, temblores, náuseas, disfunción sexual más que frecuente... Y minusvalorando también efectos secundarios muy raros pero muy graves, como el síndrome serotoninérgico...

Por no hablar de cómo creamos el rol de enfermo en gente que sufre por dificultades de la vida que ninguna pastilla solucionará y que, en vez de tener que sacarse las castañas del fuego y buscar sus propios recursos y el apoyo en su entorno, sale de nuestras consultas con el mensaje de que no tiene que trabajar, de que su familia tiene que aguantarse si quiere estar todo el día sin hacer nada y de que tiene que esperar tranquilito, sin tomar ninguna decisión, hasta que en unas semanas, la pastilla le anime... Y si no le anima, le mandamos otra... Y si no le anima, se las cambiamos por otras dos y le añadimos lamotrigina... Y si no le anima y nos cae bien, le metemos aripiprazol, que también es barato e inocuo... Y si nos cae mal, entonces decimos que es usted un histérico y que busca refugio en la psiquiatría, pero no le quitamos ninguno de los fármacos... 

Tal vez exageramos,  pero la base real es tan real...

Porque si los antidepresivos en cuestión curaran eficazmente todo aquello que llamamos depresión, y además sin efectos secundarios de importancia, sería maravilloso (nosotros mismos los tomaríamos sin dudar). Pero, ¿y si resultara que no son eficaces en la mayor parte de lo que llamamos depresión pero sí tienen sus efectos secundarios? Y eso por no hablar hoy de los precios...

Se dirá que los psiquiatras tenemos múltiples estudios que demuestran la eficacia de los antidepresivos (y por favor, que nadie nos diga que no cree en los estudios pero que ha probado los fármacos y le funcionan, como si no existiese el efecto placebo ni el sesgo del observador, que nos parece estar oyendo a la vecina jurando que su detergente lava más limpio y que lo sabe porque lo ha probado). 

Un trabajo publicado en el New England Journal of Medicine encuentra que, de 74 estudios registrados por la FDA americana acerca de la eficacia de distintos antidepresivos, el 31% (incluyendo 3.449 participantes) no fueron publicados. Se publicaron 37 estudios con resultados positivos para el fármaco analizado y sólo uno con resultado positivo no se publicó. Por el contrario, de los estudios con resultados negativos o cuestionables, 3 se publicaron, 22 no fueron publicados y 11 se publicaron de tal manera que en opinión de los autores, inducían a percibir un resultado positivo. En la literatura publicada, el 94% de los ensayos fueron positivos, mientras que los análisis de la FDA mostraban sólo un 51% de resultados positivos. Metaanálisis separados de los datos de la FDA y de las publicaciones muestran que el incremento en el tamaño del efecto oscila entre un 11% y un 69% para cada fármaco individualmente, siendo del 32 % para el total.

La revista PLoS Medicine publicó un metaanálisis en 2008 para estudiar la relación entre la severidad inicial de la depresión y la eficacia de la medicación antidepresiva, a partir de datos suministrados por la FDA de ensayos clínicos facilitados por la industria farmacéutica para conseguir la aprobación de la indicación antidepresiva de fluoxetina, venlafaxina, nefazodona y paroxetina. Los datos procedían tanto de estudios publicados como no publicados. El metaanálisis incluyó 5 ensayos clínicos con fluoxetina, 6 con venlafaxina, 8 con nefazodona y 16 con paroxetina, lo que supuso un total de 5.133 pacientes, de los que 3.292 fueron asignados aleatoriamente a recibir medicación y 1.841 a placebo. Los autores, analizados los datos, concluyeron que no había diferencia estadísticamente significativa en la respuesta antidepresiva entre los grupos con placebo y los grupos con cualquiera de los cuatro antidepresivos estudiados. Todos los grupos mejoraron, pero sin diferencia estadísticamente significativa entre principio activo y placebo, excepto en los casos más severos de las depresiones graves, donde sí apareció un efecto que colocó a los antidepresivos ligeramente por delante.

Un metaanálisis publicado en el British Journal of Psychiatry concluye que los estudios analizados muestran que es improbable que haya una ventaja clínica significativa para los antidepresivos respecto del placebo en pacientes con depresión menor.

Un artículo del British Medical Journal recoge un metaanálisis sobre estudios publicado y no publicados de reboxetina. La conclusión es que la reboxetina es un antidepresivo ineficaz y potencialmente dañino, afirmando que las pruebas (traducción correcta de evidences) publicadas están afectadas por un sesgo de publicación.

Un estudio publicado en la revista de la Asociación Médica Canadiense sobre paroxetina, analizando estudios publicados y no publicados de tratamiento de depresión en adultos, concluye que en depresión mayor moderada a severa, la paroxetina no fue superior a placebo en términos de efectividad.

Hay algún otro trabajo en la misma línea pero creemos que es bastante por hoy. No queremos deprimir al personal ni deprimirnos nosotros (no sea que alguien nos recete un antidepresivo porque a lo mejor algo ayuda...).


domingo, 9 de enero de 2011

Opiniones (de gente importante) con las que coincidimos

            Alberto Fernández Liria es uno de nuestros maestros. Su escrito Conceptos sustantivo y pragmático de la enfermedad mental. Implicaciones clínicas, en el libro Hechos y valores en psiquiatría, editado por Baca y Lázaro, es absolutamente fundamental y merece ser trabajado con detenimiento (como hemos hecho en distintos seminarios para residentes). Sus dos libros, escritos junto a Beatriz Rodríguez Vega, titulados La práctica de la psicoterapia y Habilidades de entrevista para psicoterapeutas, estudiados en el contexto del Máster en Psicoterapia Integradora de la Universidad de Alcalá, han marcado también en un grado importante nuestro quehacer profesional. Queremos en esta entrada recoger una entrevista realizada a Alberto por Salvador López Arnal y publicada en junio de 2008 en la revista digital Rebelión, titulada “A la sombra de las revoluciones conservadoras la salud mental se ha convertido en un mercado de la industria farmacéutica".  Consideramos que tiene un indudable interés y la reproducimos a continuación:
            Psiquiatra, coordinador de Salud Mental del Área 3 de Madrid y Jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Príncipe de Asturias, profesor asociado de la Universidad de Alcalá y director del Master de Psicoterapia de la Universidad de Alcalá, Alberto Fernández Liria ha escrito numerosos trabajos en revistas científicas sobre psicoterapia, rehabilitación psicosocial, intervención en situaciones de catástrofe y violencia y la trasformación de los servicios de atención a la salud mental. Es autor de diversos libros entre los que aquí destacamos: La práctica de la psicoterapia: la construcción de narrativas terapéuticas, Desclée de Brouwer, 2001 (junto a Beatriz Rodríguez Vega); Habilidades de entrevista para psicoterapeutas. Desclée de Brouwer, 2002 (también junto a Rodríguez Vega) e Intervención en crisis, 2001 (con la misma coautora).
Dicen que Alberto Fernández Liria se hizo psiquiatra para aliviar el sufrimiento humano allá donde se produjese. Quizá por ello un día se fue a la exYugoslavia donde fue herido por una ráfaga de fusil.
No sé si es impertinente que manifieste aquí que hacía tiempo que no me sentía tan conmovido por una entrevista. Tanto da que esté en la cuarta o en la quinta relectura. Sigo con el alma en vilo. Sé bien que todo él mérito es de Alberto Fernández Liria, pero, déjenme robarle un 1%, sólo un significativo 1%, y que se lo dedique a mi hijo Daniel López Martínez. Estoy seguro, como diría Gil de Biedma (Jaime, por supuesto), que no puede hacernos ningún daño y que, además, a Alberto no le importa en absoluto. Gracias.
¿Tiene algún uso sensato y no hiriente el término “locura”? ¿Existen límites delimitados o zonas de penumbra acotadas entre racionalidad y locura?
El término “locura” tiene varios inconvenientes. Uno es que se consideraba estigmatizante. Probablemente, hoy, “locura” puede tener hasta connotaciones positivas cosa que no ocurre con términos como “psicosis” o “enfermedad mental”. El otro inconveniente es, precisamente, que “locura” puede significar casi cualquier cosa, con lo que es un término poco adecuado cuando necesitamos ser precisos. Y para atender en condiciones a las personas que sufren trastornos mentales, necesitamos ser precisos.
En cuanto a los límites entre los trastornos mentales y la salud mental, como los límites entre la enfermedad y la salud en general, desde luego no son netos porque las sociedades definen en función de muchos factores lo que van a considerar “enfermedad” y lo que no. De hecho la definición de estos límites, y por tanto de los de la actuación de los profesionales de la salud mental, es una de las tareas que habrán de acometerse en el siglo XXI. Pero, en esta polémica, los límites entre la salud y el trastorno mental no se corresponden con los la racionalidad y la locura porque el trastorno mental sólo en muy contadas ocasiones se traduce en una pérdida de la razón.
¿Cómo puede definirse la enfermedad mental? ¿Por qué “mental”? ¿Qué es aquí la mente?
Podríamos preguntarnos también que no es la mente o que es lo no mental. En realidad la distinción cartesiana entre res extensa y res cogitans, entre mente y cuerpo, lo que ha hecho es ponernos las cosas mucho más difíciles a la hora de entender no sólo las alteraciones de la salud mental, sino al ser humano y a los seres vivos en general.
Decía Kraepelin, el que suele considerarse fundador de la psiquiatría moderna, que las enfermedades mentales son enfermedades que tienen síntomas mentales (independientemente de cual sea su causa). Un delirium, un estado confusional agudo, es un trastornos mental aunque su causa sea una intoxicación, una alteración metabólica o un traumatismo. A principios del siglo XX, Kraepelin no creyó necesario explicar en su tratado a qué se refería el término “mental”.
Hoy el significado del término nos parece mucho menos evidente. Los seres vivos lo son en la medida en la que son capaces de tomar noticia del ambiente en el que viven y de actuar sobre él de acuerdo con lo que perciben, para mantener su existencia. La experiencia de los seres vivos de un determinado nivel (por ejemplo un animal) resulta de la acción conjunta de los seres vivos de un nivel inferior (en ese caso, sus células) que constituyen su soma y orienta una acción en la que el organismo de nivel superior interacciona como una unidad con su ambiente. La mente sería el proceso por el que se organiza esa acción unitaria del organismo.
Lo que caracteriza al hombre como animal es el hecho de que se desenvuelve en un ambiente que – en palabras del biólogo español Faustino Cordón – es un ambiente “trabado por la palabra”. Dicho de otro modo, el ambiente de un hombre son los otros hombres, con los que se relaciona a través de su conducta específica, el lenguaje. Por consiguiente, su relación con el medio se da necesariamente (o al menos en lo que tiene de específicamente humano) a través del lenguaje. Vivimos una realidad construida en los términos que el lenguaje nos permite y nos impone. De algún modo vivimos las historias que nos contamos. Y llamamos mente a ese escenario en el que aparecen los pensamientos, las intenciones, las emociones y las narrativas que los organizan de modo que podemos reconocernos como nosotros mismos y reconocer a los demás y al mundo en el que habitamos, dándoles un sentido.
Entonces, ¿cuándo podemos hablar propiamente de trastornos mentales?
Como psicoterapeuta me sirve pensar que hablamos de trastornos mentales en dos tipos de situaciones. En primer lugar cuando las narrativas con las que damos sentido a nuestra existencia no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles, como sucede con las de un paciente esquizofrénico que considera que los demás pueden leerle el pensamiento, que las ideas que le vienen a la cabeza han sido puestas allí por otro o que cree saber a ciencia cierta las intenciones de los demás. Es lo que sucede con los cuadros que llamamos psicóticos. En segundo lugar cuando dominan narrativas que producen un sufrimiento evitable, como las del paciente hipocondriaco, que no puede vivir sin la certeza de que alguna de sus sensaciones corporales no es signo de una enfermedad maligna. Son lo que se han llamado trastornos neuróticos.
Pero el primer criterio –“no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles”-, ¿no es un criterio de difícil concreción? ¿Cómo podemos saber, sin error o desvarío, que las narrativas de tal o cual sujeto no son compartibles y que no son útiles para la cooperación con sus conciudadanos si el sujeto no corrobora esa intuición nuestra?
En la práctica no es muy difícil ponernos de acuerdo en que un sujeto delira (tiene creencias que, además de no ser compartibles ocupan un lugar central en la organización de su modo de situarse en el mundo) o tiene alucinaciones (percibe cosas que los demás no percibimos), como, en la práctica, tampoco es difícil ponernos de acuerdo en que una u otra cosa están teniendo consecuencias no deseables para él o para los demás en la convivencia con otros. Pero, desde luego, no hay un criterio duro. En último término hablamos de alguien que está excluido de un mínimo consenso que consideramos necesario. Respecto al otro criterio, tampoco hay un criterio duro para determinar cuando un sufrimiento es evitable. Por eso hay una discusión sobre los límites entre los trastornos mentales llamados “comunes2 y la normalidad.
¿Por qué cree que la ciudadanía tiene, digamos, tanto interés en estos temas? ¿Por qué los medios de inculcación de ideas, temas e informaciones suelen cultivar con tan poco pudor estas temáticas?
La importancia que la salud mental ha tenido en el debate social ha sufrido variaciones muy importantes a lo largo del siglo XX. Así, por ejemplo, la introducción del psicoanálisis supuso una auténtica conmoción en los inicios del siglo veinte, las aportaciones de los psiquiatras culturalistas fueron best sellers en los cincuenta, y la voluntad de descifrar el tipo de cuestionamiento de los usos sociales, que encerraba la locura, lo fue en los sesenta y setenta de la mano de los llamados antipsiquiatras, de los reformadores de la psiquiatría o de Michael Foucault y sus secuelas.
En los años ochenta las referencias a la salud o los trastornos mentales fuera de los ámbitos especializados pasaron e ser meramente marginales. A la sombra de las grandes revoluciones conservadoras, la atención a la salud mental dejó de ser considerada un desafío para el Estado del Bienestar o una fuente de inspiración para el pensamiento crítico para ser contemplada únicamente como un potencial mercado en el que la industria podría realizar beneficios.
El pensamiento psiquiátrico y la actividad de los psiquiatras se supeditaron entonces, sobre todo, a este fin. La salud mental dejó de ser pensada como un logro difícilmente construido con el esfuerzo de las personas y las comunidades, para ser considerada un estado natural sólo amenazado por alteraciones bioquímicas del funcionamiento cerebral que se esperaba que el desarrollo paralelo de las neurociencias pudiera explicar e incluso fotografiar gracias a los también impresionantes avances de las técnicas de neuroimagen.
Los psiquiatras pasamos a ser prescriptores de fármacos, y, en todo caso, testigos y voceros de las bondades de los remedios que se disputaban el nuevo mercado.
Hablaba usted de Michael Foucault y sus secuelas. ¿Qué secuelas son esas? ¿No tiene usted acaso buena opinión de las intervenciones teóricas de Foucault en este ámbito?
No, no quiero decir eso. He sido un lector apasionado de Foucault. Textos como El nacimiento de la clínica o Historia de la locura en la época clásica han sido importantísimos en mi formación. Si tuviera algún reparo respecto a la obra de Foucault, no sería, desde luego, en sus contribuciones a éste área.
Decía lo de las secuelas, sin ánimo peyorativo, para referirme a autores como Robert Castel. De Castel también aprendí muchas cosas. Castel, como Foucault, a mi modo de ver ha sabido mostrar magistralmente como los gestos cotidianos de la atención a la salud mental reflejan los mecanismos del poder en las sociedades contemporáneas. El problema en todo caso es que una cosa es que los reflejen y otra que jueguen un papel importante en sustentarlos. Sinceramente creo que el papel de la psiquiatría y la atención a la salud mental en eso es bastante marginal. Y que, en buena parte, el entusiasmo con que algunos psiquiatras pretendidamente progresistas acogieron la idea tuvo que ver con que, aunque fuera en el reverso tenebroso, nos confería a nosotros una importancia que resultaba un consuelo frente a la modestia que nos impone día a día la realidad de la clínica. A mi me parece que al lado de la escuela, la televisión, la familia, la policía o la cárcel, la psiquiatría resulta bastante prescindible para el mantenimiento del orden.
Y esa perspectiva de la que hablaba sigue siendo hegemónica…
Aunque esta perspectiva instaurada en los ochenta siga siendo hegemónica, hoy, tenemos datos suficientes para sostener que ha resultado ser un fracaso: los remedios que se suponía que iban a ser cada vez más específicos para trastornos cada vez más precisamente definidos, han resultado ser todo menos específicos. Recuérdese que los ISRS, los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (cuyo paradigma es el Prozac), pretendían haberse convertido en la “bala de plata” que actuaba contra lo que se suponía que era la alteración específica de la depresión, frente a la inespecificidad de los antiguos – y tan baratos – antidepresivos tricíclicos. Hoy, los ISRS son el tratamiento farmacológico de primera elección de la depresión, pero también del trastorno de angustia, de la ansiedad generalizada, del trastorno obsesivo compulsivo, de los trastornos de la personalidad, de los trastornos del control de impulsos y de otros muchos. Si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos, los síntomas psicóticos de los trastornos mentales orgánicos y otros, quizás podíamos pensar que, aunque sólo fuera en consideración de lo que podemos aprender de nuestro trabajo como clínicos prescriptores necesitaríamos articular nuestras clasificaciones – o, mucho mejor, pensar en la salud mental y los trastornos mentales – sobre nuevas bases.
En los últimos años se han producido algunas señales de que existe una nueva preocupación social por la salud mental y sus alteraciones al menos en lo que solemos llamar el mundo desarrollado. Sin hacer mención a la proliferación de instrumentos de autoayuda que pretenden responder a la necesidad subjetivamente experimentada por multitudes de preservar su salud mental. Si atendemos sólo a las manifestaciones institucionales encontramos que la salud y los trastornos mentales han vuelto a ser motivo de preocupación política al menos en Europa. Desde la Organización Mundial de la Salud, la Comisón Europea y el Consejo de Europa se han promovido nuevos e importantes documentos con directrices, en base a algunos de los cuales se han firmado en Helsinki acuerdos en los que se han comprometido los ministros de sanidad de la Unión.
Algunos gobiernos, como el británico o los escandinavos, han incrementado los fondos dedicados a la atención a la salud mental y han diversificado el tipo de recursos dedicados a ella de un modo muy significativo, tanto en lo que se refiere a la atención a los trastornos graves como a los trastornos comunes.
La prestigiosa revista médica The Lancet, ha dedicado una serie de artículos haciéndose eco de todo lo anterior y proponiendo vías de actuación a través de una serie de artículos redactados por un llamado Lancet Global Mental Health Group, que reúne a 38 expertos internacionales en el tema que se hacen eco del aforismo de la OMS de “no hay salud sin salud mental”.
Pero de estas informaciones apenas hay noticias en los media…
Los medios de comunicación de masas apenas se han hecho eco de estos movimientos. En los medios, en este momento, lo que aparecen son o secciones de autoayuda o noticias en las que el trastorno metal es tratado de modo absolutamente truculento, sobre la idea absolutamente falsa de que los enfermos mentales son peligrosos (los enfermos mentales graves cometen, en realidad, menos delitos violentos que los ciudadanos que no lo son) o de que los delincuentes de cuyos actos queremos distanciarnos son enfermos mentales, en lugar de simplemente malvados. Probablemente porque aceptar que la maldad existe en nuestra especia y en nuestra cultura, y buscarle una explicación, es más incómodo que atribuir sus efectos a causas que no tienen nada que ver con nosotros.
Déjeme hacerle algunas preguntas sobre lo que acaba de señalar. Las dos primeras. Decía usted que si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos y otros quizás podíamos pensar que necesitaríamos articular nuestras clasificaciones, o pensar en la salud mental y los trastornos mentales, sobre nuevas bases. ¿Sugiere usted entonces que los antipsicóticos no son efectivos para la diversidad de casos tratados con ellos?
En absoluto. Precisamente lo que sabemos –y por eso los utilizamos – es que son eficaces. No dudo de la eficacia de los fármacos, sino de la utilidad de las clasificaciones. Entiendo que las enfermedades no son, como creían a finales del siglo XVII los primeros protopsiquiatras que fueron enviados por el directorio revolucionario a hacerse cargo de los hospitales de París, entidades existentes en la naturaleza cuya diversidad se iba a manifestar ante sus ojos, mediante la observación, como la diversidad de las especies vegetales se había desplegado ante los ojos de Linneo. Las enfermedades (todas, no sólo ni especialmente las mentales) son constructos que nos sirven para predecir el efecto que pueden tener las actuaciones de los médicos u otros sanadores sobre determinadas formas de malestar para los que una sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre el rol de enfermo
¿Y sobre qué nuevas bases deberíamos pensar entonces los trastornos mentales?
Precisamente sobre esa. Sobre su utilidad para guiar las actividades de sanación. La medicina (como la arquitectura o la ingeniería) no es una ciencia, sino una tecnología (Aunque como toda tecnología pretenda tener un fundamento científico). Y su objetivo no es producir conocimiento sino producir un bien social (en este caso la salud.
Llamamos enfermedad a un estado —involuntario e indeseable— que produce un malestar frente al que una sociedad está dispuesta a articular un procedimiento que incluye exención de obligaciones, provisión de cuidados especiales y actividades de sanación (en nuestra cultura, médicas) encaminadas a resolverlo o paliarlo.
Desde esta perspectiva, la determinación de qué condiciones van a ser consideradas como enfermedad y cuales no, corresponde a cada sociedad. Por eso hay sociedades en las que determinadas condiciones que en otras son consideradas normales (y, a veces, incluso deseables) son consideradas enfermedades.
La delimitación entre la enfermedad en general y lo que no lo es depende, según esto, de una decisión que sería mejor entendida como política o, en todo caso, cultural que como resultado de una investigación científico-natural.
La distinción entre enfermedades diferentes adquiere sentido en la medida en que sirve para poner en marcha distintos procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con los espantos, y qué hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil, o ek ti’ol. Nuestras familias y nuestros médicos saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con la varicela, y qué hacer con el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico. Por eso, aunque tengan el mismo agente causal, la varicela y el herpes zoster son enfermedades diferentes.
Según este modo de ver las cosas, podríamos decir que en nuestra cultura las enfermedades son constructos referidos a condiciones en las que un individuo experimenta un malestar, sobre el que existe un consenso en la idea de que debe ponerse en marcha un procedimiento que incluye la intervención del sistema sanitario, y que permiten hacer predicciones sobre las actuaciones de los médicos.
No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la naturaleza esperando a encarnarse en enfermos. No hay nada más allá de los enfermos. Es la acción de los médicos —y los resultados que se espera emanen de ella— la que distingue unas enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en términos de aquel sujeto que padece un malestar ante el que los médicos indicarían un procedimiento de tratamiento o cuidados.
Si aceptamos esta hipótesis, lo lógico será construir nuestra nosología mirando más a los condicionantes de la intervención que a la observación de los síntomas.
Puede precisar un poco. A qué se refiere con esta última afirmación.
No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han extraviado menos su rumbo que la psiquiatría. Los cánceres de mama no se clasifican por la dureza o la proximidad a la areola del tumor. Se clasifican en grado I o grado n según lo que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos. Y esa clasificación permite determinar cuál es el protocolo que va a aplicarse a un paciente dado y qué cabe esperar que suceda con él (qué parece más probable a la vista de lo sucedido con otros pacientes similares). El pragmatismo de los cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento de la intervención a los síntomas, más que de los síntomas a la intervención.
En psiquiatría sucede hoy exactamente lo contrario. Poseídos por lo que a mi me gusta llamar la ilusión de Pinel (uno de estos prtotopsiquiatras a los que me refería antes) los psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis) dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿la industria farmacéutica, quizás?) encontrará después remedios apropiados. Los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los remedios más específicos (antes señalábamos el caso de los antidepresivos ISRS) han resultado aplicables para cuadros que no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Y esto no ha sucedido sólo con los psicofármacos. Es bien conocido el caso de Cristopher Fairburn, quien para proporcionarse una intervención placebo manualizada con que comparar la terapia cognitivo-conductual de la bulimia nervosa decidió utilizar el manual de terapia interpersonal de Klerman para el tratamiento de la depresión. Lo que sucedió fue que, aunque la terapia cognitivo-conductual producía mejores resultados al terminar las 18 sesiones de tratamiento, los resultados a 6 y 12 meses de las pacientes que habían recibido terapia interpersonal (que seguían mejorando después de terminada la terapia) eran incluso mejores. De este modo, Fairburn descubrió (que no inventó) la terapia interpersonal de la bulimia nerviosa. Algo parecido había pasado antes con un antidepresivo como la clorimipramina.
Podemos congratularnos de tales descubrimientos. Pero, aunque nos sirvan para atender mejor a nuestros pacientes, lo que en definitiva muestran es que en nuestro trabajo como clasificadores no ha respondido a nuestras expectativas. Tendremos que plantearnos que enseñanzas podemos extraer de ello.
Entonces usted cree que la investigación se ha visto dirigida por este prejuicio.
La investigación en el terreno de la psicofarmacología se ha visto relativamente encorsetada por este prejuicio. En el terreno de las intervenciones psicosociales los efectos están siendo devastadores. Guiados por esa idea se pretende organizar la investigación sobre la eficacia de las intervenciones psicosociales (y, posteriormente, establecer su indicación y su pago) a partir de las categorías delimitadas por los flamantes nuevos sistemas consensuados de clasificación. Las diversas listas de psicoterapias empíricamente validadas que han reunido diversos grupos (entre los que destaca la Asociación Americana de Psicología) están configuradas de este modo, y tienen como epígrafes diversas categorías del DSM bajo las que figuran listados de intervenciones que generalmente comienzan con la expresión terapia cognitivo-conductual o terapia interpersonal y acaban con el nombre de la categoría o de una subcategoría.
Hasta que los grupos encabezados por Beck y Klerman (a cuya orientación aluden estos prefijos), decidieron, a finales de los años 70, someter su trabajo a la prueba del ensayo clínico aleatorizado, había un consenso entre los psicoterapeutas acerca de que las categorías diagnósticas, tal y como las dibujaban las clasificaciones, no eran una guía útil para el trabajo práctico con los pacientes. Hoy se han propuesto múltiples sistemas de constructos que sí lo son, y que han conseguido, muchas veces a través de un trabajo finísimo de investigación, dotarse de un respaldo empírico. Pero la falta de correspondencia entre estos sistemas y las clasificaciones al uso hace difícil que este trabajo pueda pasar el filtro que la comunidad psiquiátrica neopineliana se está organizando para imponer, bajo la bandera de la medicina basada en pruebas, a toda información que pueda llegar a sus miembros.
Que las enfermedades son constructos, decía usted, formas de malestar para los que la sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre un rol de enfermo. ¿No es esa visión muy idealista, muy sociologista? ¿No olvida usted en demasía la determinación de lo real? No se trata de defender que nuestras teorías son calcos de la realidad pero de ahí a afirmar que la enfermedad es un constructo… Jacques Bouveresse enfermará si le lee y le aseguro que no construirá su enfermedad. ¿No hay ahí un salto epistemológico excesivo? Por otra parte, ¿qué sociedad es esa que acuerda tal cosa?
No creo que sea ni idealista ni sociologista, porque las construcciones sociales no se producen sobre el vacío. Por seguir con su ejemplo, lo que puede sucederle a Jacques Bouveresse (espero que no) o a cualquier otro, es que la emoción de indignación a la que le mueva un texto ofensivo se traduzca en una estimulación muy importante de su sistema autonómico que incluso puede a llegar a alterar de modo irreversible el funcionamiento o la estructura de alguna de las células que constituyen su soma (A esto Faustino Cordón lo llama enfermar de arriba abajo; enfermaríamos en cambio de abajo arriba cuando el mal funcionamiento de algunas células – por la acción de un tóxico, por ejemplo, impide que realicen su necesaria contribución al surgimiento de nuestro organismo animal). Ahora bien, si decimos que esto es “ponerse enfermo” (y no “endemoniarse”, “sentir que uno está en desacuerdo” o simplemente “encenderse de santa indignación”) es porque existe un consenso en llamar a eso enfermedad. Si esto es así a Bouveresse le darán la baja, entenderán que no acuda a una conferencia que tenía programada para hoy, su mamá le llevará a la cama caldito y recortables y le prescribirán un tratamiento parte del cual pagaremos entre todos con nuestros impuestos.
Usted es presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría? ¿Qué es la neuropsiquiatría? ¿Cuál es la situación de esta disciplina científica en nuestro país?
El nombre de la asociación es el que le pusieron sus fundadores en 1924, una brillantísima generación de psiquiatras que se consideraban discípulos de Ramón y Cajal y que hicieron aportaciones en el campo de la neurología y en el de la psiquiatría que eran dos disciplinas no bien diferenciadas. Hoy la asociación lleva el subtítulo de “Profesionales de la Salud Mental” y está constituida sobre todo por psiquiatras, psicólogos clínicos, enfermeros y otros profesionales de los que constituyen los equipos interprofesionales desde los que se realiza hoy la atención a los problemas de salud mental.
¿Y cuál es la situación de la salud mental en nuestro país? ¿Cree que se ha avanzado en los últimos años?
En los últimos treinta años hemos pasado de un sistema que contemplaba el manicomio como una alternativa de atención para los trastornos mentales graves y la desatención o una caricatura de atención para los trastornos mentales comunes (como la ansiedad y la depresión), a unos sistemas basados en redes complejas de atención que integran múltiples dispositivos como centros de salud mental, unidades de hospitalización en los hospitales generales, hospitales de día, centros de rehabilitación psicosocial, centros de día, comunidades terapéuticas, alternativas de alojamiento protegido o formas de atención domiciliaria… En definitiva se están ensayando alternativas que son nuevas. Y, desde luego, están surgiendo nuevos problemas…
En general, existe un acuerdo entre las comunidades autónomas (que son las que tienen las competencias en la atención sanitaria) y con los organismos europeos sobre cuál es el modelo de atención que conviene desarrollar. Ese es el acuerdo que reflejan los documentos europeos a los que antes hacía referencia y el que se plasma en la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud, que se aprobó en el 2006. El problema es que el grado de desarrollo de los distintos elementos del modelo es muy diferente en unas y otras comunidades autónomas y que, de hecho, existen importantes desigualdades en los recursos dedicados a la atención a las personas con trastornos mentales y en las prestaciones que éstos reciben en unas y otras comunidades.
Creo que el modelo basado en la atención comunitaria es, sin duda preferible al modelo institucional y coercitivo que le precedió. A pesar de que, como le decía, con este se han generado problemas nuevos entre los que la psiquiatrización o psicologización de los problemas de la vida cotidiana y la ilusión de que el malestar corriente puede ser objeto de tratamiento en lugar de estímulo para actuar sobre el entorno, no es el menor. Como tampoco lo es el que la mejora de la salud se contemple sobre todo como una oportunidad para desarrollar un mercado y sus objetivos puedan acabar supeditándose al propósito principal de servir para realizar beneficios. O el de que, en países como el nuestro el logro del objetivo de mantener en la comunidad a las personas con trastornos mentales graves se haga a costa del esfuerzo de unas familias que cada vez responden menos a ese modelo de familia tradicional que aunaba los recursos de tres generaciones en un esfuerzo colectivo del que todos se beneficiaban.
¿Malestar corriente? ¿Qué entiende usted por malestar corriente? Por lo demás, dice usted, se contemple la mejora de la salud como una oportunidad para desarrollar un mercado y la realización de beneficios. ¿Podría concretar un poco más?
Me refiero al malestar, por ejemplo, que sigue a la muerte de un ser querido. Lo sano es experimentarlo. Precisamente lo morboso sería no sentir nada o sentir otra cosa.
En una economía de mercado como la nuestra la existencia de un malestar remediable mediante un producto que se puede vender es una oportunidad para realizar beneficios vendiendo ese producto. Y esa oportunidad es la que determina, a veces, el mayor interés prestado por la comunidad médica a determinadas enfermedades. O la idea de que puede haber, por ejemplo, una suerte de uso “cosmético” de los antidepresivos. Si alguien dice que se encuentra mejor tomando una antidepresivo ¿Por qué no vendérselo?
¿Qué mejoras introduciría usted en estos ámbitos? ¿Qué aspectos le parecen de más urgente rectificación?
Hay que pensar que el modelo por el que abogan los documentos a los que he hecho referencia, presupone el principio de que la salud mental, como la salud en general, es una responsabilidad comunitaria y es a la sociedad en su conjunto a la que le corresponde el esfuerzo primero por promoverla y prevenir su pérdida, y, luego, por atender del mejor modo posible a las personas que no han conseguido mantenerla o sufren las consecuencias de su pérdida. Es decir: nos remite, de algún modo, a una idea de estado del bienestar que está muy lejos de propuestas desrreguladoras que se han generalizado en el planeta bajo los dictados del Banco Mundial, el Fondo Monetario Intenacional u otras personificaciones del capital, y que han sido disciplinadamente ejecutadas por gobiernos que no siempre han sido conservadores (En España las políticas que fueron desarrolladas en Estados Unidos e Inglaterra por Ronald Reagan y Margaret Tatcher fueron entusiásticamente introducidas en nuestro país por los gobiernos de Felipe González). En la medida en la que el Estado del Bienestar amenaza con pasar a ser considerado como uno más de los sueños extravagantes de los sesenta, el modelo sanitario y de atención a la salud mental que era coherente con él, resultará insostenible.
Si obviamos lo anterior, hoy, podemos decir que en la mayor parte de las comunidades autónomas, el sistema tiene prácticamente todos o casi todos los elementos que debería tener. El problema fundamental es el de las dosis en las que los tiene. Berlín, con no mucho más de un millón de habitantes, tiene más de tres mil plazas de alojamiento protegido para personas con trastornos mentales graves. El área que yo dirijo en Madrid, con trescientos ochenta y cinco mil habitantes, tiene escasamente cuarenta. Tenemos una tercera parte de los psiquiatras o de los psicólogos clínicos que los países escandinavos tienen por cada cien mil habitantes y entre veinte y cuarenta veces menos de enfermeros trabajando en la comunidad que los ingleses.
Hay que asumir que atender en las condiciones que hoy sabemos que son posibles a las personas que tienen trastornos mentales es caro. Seguramente no es más caro que trasplantar hígados o caras o que poner prótesis de cadera o de rodilla. Pero es mucho menos lucido. Los avances de la cirugía ocupan las primeras planas de los periódicos. Que hoy (como ayer y como mañana) también ha visitado alguien en su casa a un esquizofrénico que, de otro modo, estaría llevando una existencia infrahumana en una institución, en la calle o en la cárcel no es noticia. Y menos en un momento en el que promulgar leyes que permiten encerrar sin ninguna garantía a seres humanos por el único delito de haber nacido en otro sitio proporciona votos.
¿Tan desaprensivos, tan inhumanos ve usted a nuestros dirigentes políticos y a los directivos de los medios de (des) información?
En absoluto. No es una cuestión de maldad de los individuos, sino de irracionalidad de un sistema económico y político.
Por lo demás, hablaba usted de visitas a casas de esquizofrénicos. También de sus visitas a nuestras casas podríamos añadir. ¿Qué tipo de vida puede llevar un esquizofrénico? ¿El término no engloba casos muy distintos?
Sabemos que muchos tipos de vida. Y que en buena medida cuál de ellos van a llevar depende de los que hagamos para atenderlos.
Y, tiene usted razón, seguramente lo que llamamos “esquizofrenias” engloba condiciones muy distintas y, con toda seguridad, las personas a las que llamamos “esquizofrénicos” son tan distintas entres sí como las personas a las que llamamos “reumáticos”.
¿Conoce algún país que quizá sea no un modelo pero sí un lugar de referencia en la forma en que trata la salud mental y los enfermos?
Nosotros deberíamos compararnos con los países de nuestro entorno inmediato. En Europa, algunos gobiernos, como el británico, han incrementado en los últimos pocos años, los fondos dedicados a la atención a la salud mental de un modo muy significativo, poniendo en marcha programas por los que han visto la luz, además de los importantes recursos que ya existían anteriormente, los equipos de tratamiento asertivo comunitario, los equipos de atención en crisis o los equipos de atención temprana. El 31 de julio de 2007, el ministro de sanidad de ese país anunciaba la puesta en marcha de los primeros equipos del plan por el que el Servicio Nacional de Salud va a dotarse de los diez mil psicoterapeutas que calculan que son necesarios para ofrecer psicoterapia como tratamiento de rutina para pacientes con ansiedad o depresión. Y, esto último, lo hacen porque, según un informe de la London School of Economics, podrán pagarlos con lo que se ahorren en pensiones si, con su trabajo, consiguen reducir de media un mes la incapacidad laboral debida a esos trastornos en el Reino Unido.
Para la psiquiatría ¿tienen algún interés las teorías y prácticas que surgen del psicoanálisis y de sus diferentes corrientes?
Históricamente, el psicoanálisis tuvo un efecto irreversible no sólo sobre el modo de contemplar la salud mental y sus alteraciones, sino en el modo en el que nuestra sociedad noroccidental se contempla a sí misma. La práctica del psicoanálisis tal y como fue concebida por Freud y como sigue siendo practicada por los psicoanalistas ortodoxos ocupa hoy, indiscutiblemente, un lugar marginal en la atención a la salud mental y a sus alteraciones. Pero muchas de sus ideas y de sus descubrimientos son la base de los modos de hacer de los clínicos que trabajamos en el sector público tanto con personas que sufren trastornos mentales comunes como con pacientes graves. Y algunos de sus desarrollos se han visto confirmados por alguno de los descubrimientos de los neurocientíficos que estudian el desarrollo, que, muy frecuentemente, han construido sus hipótesis en base a observaciones de los psicoanalistas.
¿Podría citarnos algún ejemplo de esta última consideración?
El más claro es el de los psicoterapeutas infantiles que han acabado produciendo los desarrollos de lo que se ha llamado la neurobiología relacional, como Stern o Siegel (Cuyo libro sobre el desarrollo de la mente acaba de traducirse al castellano) que han podido encontrar lazos entre lo que sabemos del desarrollo y el funcionamiento del sistema nervioso central y los hallazgos de los teóricos del apego o los de los que han estudiado los efectos de las experiencias traumáticas sobre la salud mental.
¿Puede hablarse psiquiatría o sería mejor hablar de tendencias psiquiátricas? ¿Hay un paradigma dominante y aceptado en el seno de esta comunidad científica?
Puede hablarse de psiquiatría como puede hablarse de medicina o de arquitectura o de ingeniería de puentes. Hay un cuerpo de conocimientos y de prácticas sobre los que existen acuerdos y puntos de vista sobre cuestiones que nos se consideran bien resueltas o que son opinables, porque la psiquiatría, la medicina, la arquitectura o la ingeniería deben producir un producto que debe ser considerado útil y aceptable por una sociedad que no es monolítica y cuyas necesidades cambian.
Los momentos en los que la psiquiatría y la psicología eran un campo de batalla en el que se enfrentaban escuelas que partían de presupuestos incompatibles, hablaban lenguajes intraducibles y se proponían objetivos irreconciliables, pertenecen al pasado.
Ello ha tenido que ver con dos fenómenos que, a mi modo de ver merecen una valoración diferente. El primero es que ha habido una suerte de movimiento integrador que nos ha obligado a los clínicos (movidos por la insatisfacción de encontrar que los resultados conseguidos desde el dogmatismo de cualquier escuela no eran óptimos) a intentar incorporar los hallazgos de los de las otras escuelas, a cuestionar aspectos de la propia o a intentar pensar al margen de ninguna. Esto no sólo se ha dado en el interior, por ejemplo, del campo de las psicoterapias. Se ha dado, a veces en los límites con otras disciplinas, de modo que, por ejemplo, algunos de los más recientes avances de la psicoterapia han bebido en hallazgos de los neurobiólogos o los genetistas y en conversación con ellos (Y al revés). Esto – algo con lo que Freud soñaba - me parece algo muy positivo.
A la vez, la corriente dominante de la psiquiatría se embarcó en los ochenta en un especie de encarnación para la profesión del pensamiento único. Partiendo de la constatación de que la existencia de que los psiquiatras de cada escuela y de cada país unas veces utilizaban términos idénticos para designar fenómenos completamente distintos y, otras, llamaban de forma diferente a los mismas cosas, la Asociación de Psiquiatras Americanos por un lado y la Organización Mundial de la Salud por otro, se empeñaron en construir con un lenguaje común unas clasificaciones de los trastornos mentales que los definieran con criterios operativos, sin emplear para ello constructos teóricos que pudieran rechinarle a alguien y de modo que aplicando el manual, estuviéramos seguros de que cualquier psiquiatra del mundo, perteneciera a la escuela que perteneciera, iba a utilizar el mismo término ante el mismo cuadro clínico. Esto dio lugar a los manuales llamados DSM y CIE.
¿Y qué papel juegan estos manuales psiquiátricos?
Inicialmente ambos manuales pretendían servir para hacer estadísticas. Pero posteriormente, lo que debería haber sido un instrumento, se ha convertido en el organizador del pensamiento psiquiátrico cuando no en la disculpa para evitar tener que pensar. Además, las categorías diagnósticas sacralizadas por esos textos se han convertido en el eje de la actividad investigadora, construida sobre la idea de que para una de ellas debería existir un remedio específico (lo que, como comentaba antes, ha resultado aproximarse muy poco a la verdad). Pero sobre esta base se ha construido un edificio cuyo resultado práctico ha sido que el pensamiento ha sido de algún modo expropiado a los clínicos, a los que los problemas les llegan resueltos por los gestores y la industria farmacéutica que, por otro lado, dominan la formación, distribuyen los fondos de investigación y mantienen bajo control a las publicaciones, perpetuando el círculo.
¿Quiénes dice usted que dominan la formación, las publicaciones y distribuyen fondos de investigación? ¿Las corporaciones farmacéuticas? ¿Los gestores políticos? Si es así, ¿por qué se permite? ¿Dónde está la autonomía y desarrollo libre y creativo del conocimiento?
Las corporaciones farmacéuticas, los gestores políticos y las empresas que controlan el gran negocio de la producción y la publicación científica, como Thompson-Reuter, propietaria del concepto de “factor impacto” del que se valen nuestras universidades e institutos de investigación para seleccionar los investigadores.
Insistiendo sobre lo anterior. Sugiere usted entonces a los profesionales de la salud mental que arrojen los dos manuales citados -el DSM y el CIE- al archivo de los libros inútiles y/o malintencionados.
No exactamente. Y desde luego, no malintencionados. Estos instrumentos han cumplido un papel en la generación de un lenguaje común, útil para muchos propósitos (administrativos, epidemiológicos…). Pero no idóneo para otros, como el desarrollo de nuevos recursos terapéuticos
¿Queda algo de la antipsiquiatría de los años 60’ y 70’? ¿Debemos seguir reivindicando la apertura de los centros psiquiátricos, acaso su humanización? ¿Cree que se cometieron excesos, que Laing o Basaglia, por ejemplo, politizaron en exceso un campo médico?
La crítica que hicieron gentes como Laing, Cooper, Szazs, Goffman o Jervis (De quien tuve la primara noticia por una entrevista en El Viejo Topo) sirvió de motor a transformaciones que hoy son irreversibles, aunque para la psiquiatría académica estos sean hoy autores olvidados. Seguramente ha habido otros muchos factores que han contribuido a que esto sea así, pero hoy a nadie le extraña que los sistemas de atención a la salud mental puedan prescindir completamente de algo parecido a lo que fueron (Y, lamentablemente siguen siendo en algunos sitios) los manicomios. Y las intervenciones familiares en pacientes psicóticos, por poner un caso, aparecen como recomendadas en todas las guías de práctica clínica. En esto hay una deuda con esos autores como la que hay, en un campo más general, con el mayo 68 respecto a muchas de las cosas que hoy consideramos normales en nuestra sociedad. Laing fue un psiquiatra brillante que recuperó para el pensamiento psiquiátrico tradiciones fructíferas que se habían abandonado después de la guerra mundial y que supo reconocer lo creativo de algunas aportaciones nuevas. Y un buen escritor.
El caso de Basaglia y Psiquiatría Democrática en Italia es aún menos discutible. Y no me parece que lo que hicieran fuera politizar el campo de la atención a la salud. Lo que hicieron fue utilizar un instrumento político muy bien construido – la Ley 180 que prohibía los manicomios y que hoy Berlusconi ha propuesto revisar – para lograr un objetivo que no podía lograrse sin una intervención de la política.
En la izquierda solemos poner mucho énfasis en aspectos ambientales y solemos percibir con ojos sesgados y oídos pocos atentos los análisis que apuntan a herencias genéticas y afines. ¿Cree que hay aquí error, desenfoque, ensoñación, confusión teórica? ¿Está o no está en los genes? Para ser más concreto, ¿un esquizofrénico nace o se hace? ¿Es la sociedad la que nos enferma?
Debajo de ese sesgo hay el prejuicio según el cuál las intervenciones que podemos hacer sobre un determinado trastorno han de ser de la misma naturaleza (bioquímica o psicosocial) que su causa. Y a una cierta tradición de izquierda, nos ha sido cómodo imaginar intervenciones en el entorno social, porque es lo que estábamos haciendo con otros propósitos en otros campos, y duro aceptar la resignación que impondría suponer que las alteraciones de base eran inmodificables y venían marcadas por la naturaleza, porque parecía que uno empieza aceptando esto para las enfermedades y tiene que acabar aceptándolo para las diferencias de clase, o algo así. Pero la actitud a la que hace referencia, y este prejuicio subyacente, no son más que eso, un prejuicio, un tic de los que, de hecho, han actuado como obstáculos al pensamiento crítico.
Lo que hoy sabemos es, precisamente, que la interacción entre lo heredado y lo adquirido es sumamente compleja. En congresos y publicaciones es muy frecuente encontrar genetistas fascinados con el descubrimiento del ambiente y psicoterapeutas con el de la genética y lo heredado.
Por ponerle un ejemplo que ilustre esto: Los estudios de primates han proporcionado un modelo animal para trastorno borderline de la personalidad. En un artículo de 2005, sobre trastornos de la personalidad, el psicoanalista Glen Gabbard, considerado el principal vocero de la psicoterapia psicodinámica americana, nos resume algunos experimentos llevados a cabo con macacos Rhesus. Entre un 5 y un 10% de los macacos rhesus son propensos a la realización de piruetas peligrosas en las que se dañan gravemente y exhiben desde antes de la pubertad conductas socialmente inadmisibles por la manada que les llevan a maltratar a los monos más débiles y arriesgarse imprudentemente con los más fuertes. La presencia de este tipo de comportamientos parece estar en relación con el metabolismo de la serotonina. Se ha detectado una relación inversa entre las medidas del metabolito ácido 5-hidroxiindolacético (5-HIAA) en líquido cefalorraquideo, y la propensión a estas conductas impulsivas. Sin embargo la propensión heredada parece modificarse con las experiencias de apego: los monos criados por madres muestran consistentemente una concentración más alta de este ácido 5-hidroxiindolacético que los que se han creado entre coetáneos y sin madre. El gen del transportador de la serotonina presenta variaciones en su región promotora que dan lugar a dos alelos (variaciones) diferentes. El alelo corto confiere una menor eficiencia para la transcripción a esta región promotora, lo que se podría traducir en una disminución de la función serotoninérgica. Sin embargo, como nos cuenta Gabbard, lo que las personas que han investigado con estos monos han encontrado es que los monos con el alelo corto no presentan diferencias en su concentración de 5-HIAA con los del alelo largo si han sido criados por madres, mientras sí lo hacen si han sido criados por coetáneos. Paralelamente, los macacos con alelo corto exhiben muchas más conductas agresivas que los del alelo largo si han sido criados por coetáneos y esta diferencia no existe entre los criados por madres, que tienen ambos el mismo nivel de agresividad que los criados por coetáneos con alelo largo. Aún más llamativos son los resultados de un experimento en el que se pone al alcance de los monos una bebida alcohólica. De los monos criados por coetáneos, los monos con el alelo corto muestran una mayor propensión que los otros a consumir mayores cantidades de alcohol. Sin embargo entre los criados por madres, los monos del alelo largo consumen más alcohol que los del alelo corto, lo que parece que pondría de manifiesto que el alelo corto del gen del HTT podría determinar la presencia de patología en los monos con una experiencia de crianza subóptima mientras que podría ser adaptativo en monos con una crianza segura. Gabbard señala la importancia de estos hallazgos para la psicoterapia, ya que esta podría entenderse como una de las experiencias que modifican la expresión de los genes en la acción humana.
Pero usted está hablado de monos, de primates… ¿No habíamos hablado del ser humano y de su singularidad lingüística por ejemplo?
Bueno: nosotros somos precisamente unos primates que tienen capacidad de hablar. Primates en los que, precisamente por eso, la relación con el ambiente es aún más compleja y más sometida a mediaciones.
De acuerdo. Prosiga, si le parece, con su anterior explicación.
Por otro lado, la decodificación del genoma humano ha sido, sin duda, un importante avance de los biólogos y abrirá posibilidades de tratamiento, hasta hace poco insospechadas, para algunas enfermedades. Pero su comparación con otros genomas paralelamente descodificados (de la mosca del vinagre al chimpancé), hace insostenible la ilusión, que no hace mucho hay quien proclamaba sin vergüenza, de que, de algún modo, aquella cinta de ADN contenía el destino del organismo que surgía de la acción conjunta las células que la formaban. En un magnífico artículo publicado en 2005, el genetista Kendler criticaba algunos de estos mitos que los médicos en general y los psiquiatras y psicólogos clínicos en particular, hemos asumido acerca de la genética y, resituando en su lugar los conocimientos adquiridos en los últimos años, nos invita a volver los ojos al ambiente y, sobre todo a la relación compleja y bidireccional entre ambos. Según este trabajo, no es que aún no sepamos cuál es el gen de la esquizofrenia. Es que ya sabemos no sólo que no hay un gen de la esquizofrenia, sino que si queremos entender el papel de lo genético en la vida en general y en el enfermar en particular, tendremos que abandonar la óptica que Kendler llama preformacionista (según la cual la vida no es más que un desarrollo del contenido de los genes) y construir modelos complejos que permitan dar cuenta de la interrelación de lo heredado con el ambiente (o, mejor, con el medio). Kendler nos plantea que quizás tenga más sentido buscar un gen para algo como la “búsqueda de novedad” o la “evitación del daño”, que hoy se consideran rasgos del carácter o del temperamento, y rastrear la interacción de estos rasgos con los posibles ambientes en los que se pueda producir el desarrollo, que para una entidad como la esquizofrenia, entendida como una entidad morbosa existente en la naturaleza y que, de algún modo, se encarna en un paciente.
Déjenme preguntar con palabras y pensamientos de otros. Habla usted de ambiente, de afectos, de entornos sociales, comunitarios. ¿Cómo puede pensarse que esas condiciones intervengan en el desarrollo bioquímico de un individuo? ¿No hay, nos guste o no, de forma muy constante, independientemente de los entornos sociales y afectivos, un 1 por 100 de esquizofrénicos, por ejemplo?
Porque lo que los teóricos del desarrollo a los que refería antes lo que nos han enseñado es que la experiencia modela el desarrollo del sistema nervioso central en su estructura y su funcionamiento haciendo que se expresen o no potencialidades heredadas. Probablemente las diferencias entre los entornos en los que viven los seres humanos que integran las sociedades contemporáneas no son tan importantes como para producir grandes diferencias en la cantidad de personas que desarrollan cuadros esquizofrénicos y por eso la prevalencia de este trastorno es más o menos del 1% en todos los países (Hay quien ha dicho que la esquizofrenia es el precio que ha pagado la especie humana por el desarrollo del lenguaje). Pero también sabemos que el pronóstico de la esquizofrenia (en términos de calidad de vida) es mejor en las sociedades rurales que en las urbanas. Y que en estas es diferente según cómo sean los sistemas de atención.
Le cambio de tema. ¿Por qué cree que tantos soldados (y tantos mercenarios) que intervienen en guerras, como la actual guerra de invasión de Iraq, necesitan tratamiento psiquiátrico y psicólogo? ¿Qué ocurre en sus mentes, qué pasa en sus almas?
Sabemos que determinadas experiencias que llamamos traumáticas, caracterizadas por suponer un cuestionamiento de las creencias básicas (que los demás no son malos, que el mundo es predecible…) que nos permiten afrontar la vida cotidiana pueden alterar la salud mental. También sabemos que la mayor parte de las personas que las sufren no quedan crónicamente alteradas. La metabolización de esas experiencias es más fácil para personas que las viven en entornos que pueden conferirles un sentido. Los soldados o mercenarios, cuando las sufren vuelven a entornos en los que sus experiencias son extrañas, no compartidas. Eso los hace más vulnerables. El haber descrito las entidades clínicas en las que puede traducirse esa alteración y el haberlas convertido en objeto de indemnización, paradójicamente ha hecho más visible y ha añadido un factor más para la cronificación de estos trastornos.
¿Puede curarse una enfermedad mental? ¿Cómo actúa la química en estos casos? ¿Qué cura cuando cura? ¿Por qué en algunos enfermos son eficaces ciertos fármacos y en otros en cambio se necesita probar con otros medios?
Lo que llamamos trastornos mentales comunes, como los relacionados con la ansiedad y la depresión que pueden afectar alguna vez en la vida hasta una de cada cuatro personas, remiten con o (aunque sea más lentamente) sin tratamiento. En los trastornos mentales graves, como la esquizofrenia o el trastorno bipolar, no hablamos de “curación” pero su curso, y las consecuencias que tienen sobre la vida de las personas, mejoran enormemente con el tratamiento, que, hoy, generalmente, debe incluir un componente farmacológico y un componente psicosocial.
En cuanto a por qué unas personas responden a unas medidas y otras no, lo que sabemos seguro, más allá de las ilusiones de lo que se ha llamado la medicina basada en la evidencia, es que los tratamientos no pueden ser “café para todos” y que, como me gusta repetir cuando hablo de la formación de futuros profesionales, si me dieran a elegir una sola capacidad a desarrollar por estos, elegiría la de personalizar, la de adaptar la intervención a las características particulares de cada paciente y su entorno.
¿Un enfermo mental puede llegar a vivir una vida, digamos, normalizada?
Hoy la recuperación (ese reinsertarse en la vida normalizada) es el objetivo que se considera aceptable en la atención a los trastornos mentales graves. Desde luego que la recuperación puede exigir, en los trastornos mentales graves, como norma, la atención de por vida. Pero la recuperación es posible.
¿Cuáles son las principales tareas que realiza la Asociación Nacional de Neuropsiquiatría que usted preside?
La Asociación Española de Neuropsiquiatría aunó, desde su fundación en 1924 su papel de sociedad científica con el de elemento de denuncia y lucha por la reforma del sistema de atención a la salud y la enfermedad mental. En 1977 cuando una candidatura de izquierdas (formada por los psiquiatras que habían participado en los intentos de reforma que se produjeron en condiciones a veces de extrema dureza, en los últimos años del franquismo) desplazó a los psiquiatras que la dirigieron desde después de la guerra, se convirtió en una asociación interprofesional, incorporando profesionales no psiquiatras, lo que dio lugar a que los psiquiatras desplazados, más vinculados a los medios académicos, se agruparan en otra asociación que se llama Sociedad Española de Psiquiatría. La AEN ha jugado un papel de impulsor crítico de las reformas que ha experimentado en los últimos treinta años el sistema de atención a la salud mental. Hoy, la AEN, pretende mantener esas señas de identidad originales, manteniendo una independencia tanto de la industria como de la administración. Frente a otras asociaciones profesionales se ha caracterizado por defender sobre todo el sistema de público de atención a la salud y el modelo comunitario y ha hecho especial hincapié en la importancia de las intervenciones psicosociales, la necesidad de entender la atención a la salud mental como un proceso que exige una actividad interprofesional y como un campo de enfrentamiento entre corporativismos. Y, sobre todo, pretende hacerlo manteniendo una actitud crítica. Ahora enfrenta el desafío de adaptarse a un marco europeo nuevo, en el que el papel de las asociaciones científicas va a ser importante y muy distinto al tradicional. Y ello está requiriendo no poca imaginación y esfuerzo en cuestiones como la delimitación del campo de actuación de los profesionales de la salud mental (Y por tanto de los conceptos de salud y trastorno mental), la generación de criterios para la práctica clínica, la difusión de ideas y alternativas, la colaboración con otras entidades como las asociaciones de usuarios y familiares, la protección de los derechos humanos y la lucha contra el estigma que aún sufren las personas con trastornos mentales.
Como usted sabe, en la psiquiatría española de los años cuarenta –citemos al señor Vallejo Nájera-, se diagnosticó de locura el compromiso político republicano y rojo. ¿Cómo pudo llegarse a una cosa así? ¿Cómo un científico puede defender con ahínco, y con las consecuencias conocidas, una concepción teórica de esas características? ¿Tan fuerte es la ideología, el poder político, el fanatismo fascista?
No estoy muy seguro de que el Dr Vallejo Nájera fuera exactamente un científico. Y, si me apura, le diré que ésta (por mucho que sea estúpida) no me parece de las cosas más monstruosas a las que ha dado lugar el fanatismo fascista.

            Hasta aquí, la entrevista de Salvador López Arnal a Alberto Fernández Liria, a quien manifestamos nuestra admiración y respeto.