domingo, 14 de octubre de 2012

El delirio como saber, trabajo y cura



El delirio era para Jaspers el fenómeno central de la locura; para Henry Ey, el tema central de la psicopatología y clínica psiquiátrica. Para el psicoanálisis, como hemos visto detenidamente en entradas previas (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí o aquí), fenómeno secundario que viene a restañar la brecha por donde emerge lo Real en la psicosis, debido a la forclusión del significante fundamental para sostener el orden simbólico. Fenómeno secundario, pues, pero de vital importancia para el psicótico que sea capaz de trabajarlo, y ésa será su responsabilidad, para lograr una estabilización en su psicosis.

Nos acercaremos a este tema de tanta importancia a través de un resumen de las páginas de El saber delirante, de Fernando Colina, el cual es, y citamos palabras de José María Álvarez y Juan de la Peña Esbrí en su trabajo Sobre el Delirio, su función y sus usos en el tratamiento de la psicosis: “con diferencia el mejor libro sobre la materia publicado en las últimas décadas”. Por supuesto creemos que, más allá de este resumen nuestro, la lectura de la obra completa es imprescindible. Fernando Colina es, como hemos dicho repetidamente, uno de nuestros puntos de referencia a nivel teórico en estas cuestiones y no queremos dejar de recomendar también una más que interesante entrevista que se le ha hecho recientemente y que pueden leer, por ejemplo, en el blog Tertulias con Platón.

El trabajo de Colina no elude la cuestión de la definición del delirio, pero es consciente de la dificultad de semejante tarea. Lejos de definiciones presuntamente científicas y ateóricas como brinda el DSM, y que fueron ya hace unos años deconstruidas brillantemente por Manfred Spitzer en su artículo On Defining Delusions, se detiene en lo que llama la primera tentación, consistente en enumerar no aquello que probablemente contiene el concepto, sino lo que creemos con seguridad que no es. Desde esta óptica, pues, sabemos que el delirio no es simplemente un error, ni una ilusión, ni una mentira, ni una idea fanática ni tampoco un dogma. Y, no obstante, el delirio también puede ser todas estas cosas, pero complicadas con el añadido de otro límite particular del conocimiento que tiene algo que ver con una suerte de fe psicótica. La primera referencia tradicional suele aludir a la etimología de la palabra, proveniente de delirare, salirse fuera del surco en relación con el arado y con la razón, que poco aporta, como señala Colina, al conocimiento del término. Las definiciones académicas clásicas, de carácter fenomenológico, reposan en cuatro propiedades descriptivas: la convicción delirante, que hace referencia al carácter de incorregible e irreductible; la falsedad de la idea delirante, su ruptura con la realidad; la apreciación de que el delirio se desvía de la norma cultural impidiendo el llamado lazo social del psicótico; y, por último, el carácter autorreferencial del contenido delirante. Estas cuatro propiedades, además de dejar a cubierto la entraña del delirio, adolecen de claras carencias. En cuanto a la convicción, es difícil precisar la ruptura y la continuidad entre las ideas terminantes y las delirantes, entre el convencimiento categórico pero normal y la convicción morbosa. En referencia a la ruptura con la realidad, son infinidad las ideas imaginarias, supersticiosas, sobrevaloradas o extravagantes que, sin mantener más vínculo con la realidad que la que pueda soportar cualquier idea delirante, no reconocemos nunca como delirio en sentido estricto. Así como también se han puesto de relieve los aciertos reales del delirio. La pérdida del lazo social como consecuencia del delirio también es cuestionable, ya que muchas ocurrencias, interpretaciones o sospechas delirantes pueden mostrarse como un vínculo eficaz entre las gentes. Por último, la autorreferencialidad del contenido delirante es manifiesta, sabemos que el delirante siempre es un personaje aludido, siempre afectado y concernido. Pero tampoco este rasgo parece muy específico, pues todos estamos expuestos a referirnos con gran facilidad un buen pedazo de realidad, sin traspasar por ello el círculo de la vanidad y la fatuidad necia para caer de golpe en el delirio. En definitiva, ni reuniendo un pensamiento las cuatro propiedades descritas existe la seguridad suficiente para considerarlo delirante. Colina plantea que la definición más precisa del delirio que cabe proponer es al mismo tiempo la menos ambiciosa y la más cauta, limitándose a precisar que delirante es el pensamiento que nos permite reconocer a los psicóticos o, dicho de otro modo, el pensamiento singular que surge cuando se ha enajenado la identidad.

En relación a la cuestión de la clasificación, Colina recuerda que la primera tentación catalogadora se fijó en el contenido del delirio, siendo los temas genéricos la persecución, el perjuicio, la culpa, los celos, el amor y la divinización. Pero si se observan los contenidos desde una perspectiva más amplia, encontramos, en clave delirante, todos los grandes asuntos de la Humanidad. En estos temas delirantes encontramos las grandes cuestiones de la vida, del poder, de la palabra, del deseo y de la muerte: lo divino y lo originario, la catástrofe y el fin del mundo, la pluralidad de mundos, la hostilidad universal, la animalidad, la redención, el mesianismo, la culpa, el enemigo y la persecución, lo masculino y lo femenino, el amor, la pasión y los celos. De estos alimentos, celestiales y terrenales, se nutren la filosofía, la religión, los mitos, la antropología, los teólogos y también, a tenor de lo dicho, los psicóticos. Tras lo que les pareció una prolífica acumulación de contenidos, los psicopatólogos optaron por prestar atención al mecanismo psicológico que, según se presume, los elabora y da cuerpo. Se habló así de delirios interpretativos, imaginativos, alucinatorios y reivindicativos (o pasionales). Un tercer procedimiento clasificatorio ordena los delirios en referencia a la estructura clínica que habitan. El delirio paranoide sería propio de la esquizofrenia y el paranoico correspondería a los llamados delirios crónicos o paranoias. Hay delirios muy desestructurados, cargados de sintomatología negativa, ricos en fenómenos elementales y síntomas primarios, que afectan globalmente a la razón y que parecen poseer intrínsecamente un soplo deficitario. Frente a estos delirios paranoides, encontramos formas delirantes bien organizadas, mejor ordenadas y sistematizadas que las otras, que ocupan sólo parcialmente el intelecto del paranoico, abogando el delirante en estos casos concienzudamente a favor de su delirio. Existe una tercera opción, que es la hipotética estructura parafrénica, que presenta una contribución delirante muy generosa e imaginativa, pero coherente, bien ordenada y sistematizada. Un cuarto lugar quedaría ocupado por la psicosis melancólica, difícil de ubicar con las demás, tal vez por elegir los humores para mostrar su fuerza devastadora. Otra diferenciación de los delirios es aquélla que los separa en ideas deliroides e ideas delirantes primarias. Tradicionalmente, el delirio melancólico se considera “comprensible” al estar sus contenidos en lógica conexión con el estado de ánimo y los entendemos casi por empatía. Las ideas delirantes estrictas, por su parte, nacerían absurdas y del vacío, “incomprensibles” para nosotros al no disponer de un soporte vivencial del que las podamos deducir y comparar. Otra clasificación se podría hacer atendiendo a la ruptura del lenguaje provocado por el desencadenamiento de la psicosis, pudiendo distinguir dos bloques de manifestaciones delirantes: uno vinculado al significante y otro al significado. El primero da cuenta de la sopa de letras en que se puede convertir el lenguaje del esquizofrénico durante la crisis. El estallido psicótico viene a producir fragmentos del soporte material de la palabra, el significante, cuyo resultado son los síntomas que habitualmente denominamos primarios y conforman el automatismo mental que describió Clérambault. Frente a estos fenómenos disolutivos de la estructura hablada del paciente, el psicótico reacciona con un esfuerzo interpretativo que configura el delirio de significado, una respuesta del sujeto delirante, una defensa del síntoma a favor de la integridad del delirante. Un último lugar en estas propuestas clasificatorias quedaría ocupado por cierta forma de ideas delirantes no psicóticas que aparecen en las demencias orgánicas. Para Colina, serían experiencias delirantes que poco o nada tendrían que ver con el delirio, por su escasa elaboración, su mínimo trabajo y sus circunstancias demenciales.

Dedica también Colina unas palabras a la angustia. En el neurótico, sería algo semejante al miedo a la finitud y la decepción del deseo, a la contingencia de la vida, al absurdo, a lo que podría no existir, a lo que carece de fundamento, incluso a la condición incompleta e imperfecta de los seres amados. Y, sobre todo, el miedo a la agresión que comporta la satisfacción, pues el placer, edípicamente hablando, siempre posee una connotación de triunfo sobre alguien que indudablemente acabará vengándose y privándonos de su amor. El psicótico, en cambio, parece vivir en otro mundo, fuera de los males del deseo y de sus estrategias de placer, ya sean histéricas, fóbicas u obsesivas. Ajeno por lo tanto a los beneficios y contrariedades de la represión. Teme la escisión y el rompimiento. Disociación que en el esquizofrénico se manifiesta como temor de fragmentación, de influencia, de invasión o difusión de su pensamiento, mientras que en el paranoico sus apariencias serán preferentemente como temor de persecución y perjuicio. En el melancólico se elabora un temor a la soledad y a la pérdida de objeto. Resulta imposible pensar en la psicosis sin presencia de angustia. Es difícil ser psicótico sin gritar y, a pesar de que el psicótico extraiga de su angustia una suerte de verdad reveladora, de verdad plena, no sujeta a las vacilaciones del lenguaje, la angustia no desaparece jamás. En la neurosis reconocemos la angustia familiar de la castración, es decir, la pérdida, la soledad, la culpa, la muerte o el castigo, pero en el psicótico siempre refulge un “más allá” primitivo e irreductible, originario. No es, por lo tanto, del orden del dolor, de la falta de amor, de la humillación, de lo imperdonable o del fin de los días. O no es sólo eso, aunque eso también esté presente. Habría una fractura inefable del lenguaje, siendo la angustia psicótica, en su momento más esencial, la angustia del automatismo y de su subordinado racional, el delirio.

Como ya comentamos en entradas previas, Colina señala también la importancia fundamental de los fenómenos elementales, recogidos en el automatismo mental de Clérambault. En el momento del automatismo, el significante adquiere un papel irremplazable. Cuando el psicótico traspasa el umbral de no retorno y la psicosis se desencadena, lo primero que salta por los aires es la asociación, aparentemente inseparable y lejos de toda posibilidad de dislocación, entre significante y significado. El lenguaje queda en suspenso, al menos parcialmente, sobre el hueco amenazador abierto en la realidad por su ausencia, mientras que lo más esquelético e inerte de la palabra adquiere una autonomía inesperada. Un tiroteo de letras y sonidos alcanza en ese momento la conciencia del psicótico. Aparecen los síntomas “anideicos”, “sutiles” y “atemáticos”. Sujeto a la invasión de caracteres que, al no encontrar representaciones que transportar, raspan mudos o rebotan en ecos desconcertantes, el psicótico se encuentra con que su pensamiento se vuelve sonoro y doloroso. Las palabras se sonorizan o responden mediante ecos internos porque ya no aciertan a encadenarse en el discurso o pierden en el camino el significado que vehiculan para acabar tropezando consigo mismas. El psicótico deja de ser voz para convertirse en eco: de los demás y de sí mismo. A veces, estos hechos suceden tan tempranamente en la evolución de la psicosis, que no llegamos a percibir la presencia del automatismo y sólo podemos llegar a sospechar que su aparatoso entramado estuvo presente en el pasado, pero que en la actualidad sus manifestaciones han quedado integradas en el delirio. Sin embargo, por mucha prioridad que se conceda a los síntomas del automatismo, hay casos en los que cabe sospechar que nunca sucedieron. Las psicosis propiamente delirantes tienden a polarizarse entre las esquizofrénicas, de sintomatología significante experimentada y notoria, y paranoicas, donde o bien el automatismo sucedió sin dejar rastro clínico, por su liviandad o su precocidad preclínica, o bien no ha llegado a aparecer nunca, si fuera cierto que en estos casos el lenguaje sólo se ha derrumbado en la esfera del sentido, sin afectar a su vástago mecánico. Se tiende a asimilar la esquizofrenia con el delirio de significante y con el automatismo, del mismo modo que lo hace la paranoia con el delirio de significado y con la ausencia de los llamados síntomas automáticos aunque, como dice Colina, podemos pensar que la paranoia sufrió de automatismo, quizá de modo imperceptible y subclínico, pero suficientemente activo para poner en marcha el delirio. El modelo explicativo mantiene así su eficacia, al menos desde el punto de vista heurístico, sin demostración empírica posible.

Siguiendo siempre a Colina, hay que decir que, pese a la apoteosis racional del delirio, el escenario principal de la psicosis es el cuerpo. Los fenómenos elementales no son sólo vocales o lumínicos, sino también corporales. El lenguaje del cuerpo es expresivo en las neurosis, mientras el cuerpo se encuentra inscrito en el lenguaje y la palabra le transita y le recubre de una segunda piel. En la esquizofrenia, en cambio, el cuerpo se vuelve opaco y empieza a hablar su propio lenguaje: el intraducible idioma delirante que, a fin de cuentas, es un lenguaje corporal antes que cualquier otra cosa. En el cuerpo del esquizofrénico, un universo de sensaciones extrañas, a menudo indefinibles, se agolpa: distorsiones, deformaciones, negaciones corporales, fenómenos cenestésicos anormales, hipocondrías enajenantes, posesiones e influencias físicas, disociaciones, simbiosis con otros cuerpos o con lo extracorpóreo, agresiones canibalescas, parasitaciones imaginarias, impresiones dismórficas, pericia alienada de los sentidos, malentendido de las mucosas.

Plantea Colina que, aunque denominamos alucinaciones a una cosa y delirios a otra, en el fondo el cuerpo común es el delirio, cuyo discurso es de contenido sensorial -o imaginario, si se prefiere este término- en el caso de la alucinación, y conceptual, principalmente, cuando aludimos al delirio. El delirante, menos que nadie, no puede prescindir de la temática perceptiva, pues piensa desde el cuerpo, frotando las palabras sobre la piel y los sentidos de un modo primitivo. Ese valor sensorial del pensamiento psicótico es el que vuelve indisociables la alucinación y el delirio.

Se ha insistido demasiado en medir el pensamiento delirante desde el modelo de la lógica formal. Y, enjuiciado desde ese ideal de las ciencias exactas, no es extraño que haya aparecido siempre a la manera de una desviación imperfecta de la norma. Pero la lógica que rige el delirio es otra lógica, ni formal ni informal, que ha sido reconocida por el psicoanálisis como lógica del síntoma. El síntoma, interpretado desde sus estrategias racionales de conocimiento, de defensa y de ocultación, es el instrumento intelectivo que mejor puede dar cuenta de la razón delirante. Colina se muestra pesimista ante la posibilidad de aislar unidades narrativas en el texto delirante (deliremas) que puedan ser interpretadas independientemente, así como tampoco cabe aplicar al delirio el modelo onírico. El delirio no es traducción de nada ni es traducible a otro idioma. El delirio se agota en sí mismo, en su propia estrategia racional, de modo semejante a una respuesta ciega que llega terriblemente antes que la pregunta. El delirante antes que preguntar supone. Las expresiones “tú ya sabes” o “vosotros sabéis” preludian a menudo cualquier intento de diálogo y agostan su curiosidad. La lógica del síntoma lleva a enjuiciar el delirio como un compromiso constructivo del sujeto, es decir, no sólo como un déficit, que lo es, sino también como una respuesta creativa del psicótico. Colina defiende que no estamos únicamente ante restos defectuosos del pensamiento, peladuras desprendidas de una función alterada y destruida, o frente a la liberación de estratos inferiores del psiquismo que imponen su arcaica razón a las capas más elevadas del raciocinio (como afirman las tesis inspiradas en modelos jacksonianos). Al contrario, el delirio es también el resultado de un esfuerzo creativo del psicótico, quien a través del “trabajo delirante”, “novela delirante” o “momentos fecundos del delirio”, va edificando su propio domicilio racional por encima de las experiencias pasivas, parásitas o automáticas que han invadido su espacio mental. En palabras de Freud: “el delirio es un intento de restablecimiento y reconstrucción”. Desde el punto de vista terapéutico, una consecuencia de esta lógica del síntoma sería la consideración de proponer al psicótico el delirio más que reprimirlo, ofreciéndonos paradójicamente a enseñarle a delirar. Actitud que aunque no la llevemos a cabo -y no tanto por no sentir su importancia, sino por la imposibilidad de realizarla- nos viene a recordar al menos la necesidad de no oponernos frontalmente al delirio y respetarle como una ortopedia a menudo crucial para algunos seres humanos. Por otra parte, hay que atender al sufrimiento que revela todo síntoma, pero sin descuidar la satisfacción que implícitamente imprime. No es concebible el delirio sin que aparezca pronto el alarde de la omnipotencia. Una jactancia que se superpone sobre la otra gran idea del delirio, la que hace referencia a la magnitud del perjuicio padecido. Ya dice un conocido aforismo psicopatológico: “Mejor perseguido que solo”. Y desde el lado de la megalomanía, la solicitada presencia del otro no sólo viene servida por la persecución, sino también por la impresión de autorreferencia que rodea sin descanso al psicótico. Junto a la omnipotencia, pues, la alusión. La lógica interna del delirio incluye desconocer completamente la generosa indiferencia de los demás. La lógica del síntoma se ordena en torno a estas tres exigencias discursivas indesplazables: la construcción en la destrucción, la satisfacción omnipotente en el perjuicio y la autorreferencia en la soledad.

Tanta fe expone el delirante en sus creencias que, aunque dudemos de la realidad de su propuesta, no podemos hacerlo de la imperiosa urgencia de la que nace. Una opinión tan firme tiene que responder a una necesidad igualmente intensa, y esa tensión nos hace desentendernos del error inflexible de su creencia para dejarnos llevar por el desamparo verdadero de donde parte. Algo nos inclina desde ese momento a dar la razón al delirante, obligándonos a comprender. Dado que no nace de la demostración, sino de la realidad del dolor, la verdad aquí es más empática que probatoria. Aunque nos distraiga con su delirio, el delirante sólo nos habla verdaderamente de su soledad. Soledad que nos obliga a creerle porque nos embarga. Si algo verdadero tiene el delirio es ese ansia de verdad y sentido que le acompaña. Anhelo que no tiene otro origen que el agónico afán del propio sujeto psicótico por recuperarse y reconstruir el edificio mental derrumbado. Lacan ha insistido, como recuerda Colina, que el síntoma y en especial la angustia, es lo que no miente. Y no lo hace porque su aparición pone de manifiesto los engaños del inconsciente. Diga lo que diga el delirante, la existencia del delirio basta para persuadirnos de que el psicótico ya no puede ocultar su estupor, pues su fracaso interior ha sido puesto en evidencia por el delirio. Freud, por su parte, estaba convencido de que los enfermos mentales, al haberse apartado de la realidad exterior, podían descubrir cosas de la realidad interior que de otro modo permanecerían inaccesibles para nosotros. Como señala Colina, esta posibilidad reveladora de la locura constituye un estereotipo que recorre la historia del pensamiento.

El delirio tiene diferentes destinos, a los que calificamos de favorables cuando se disponen en el polo opuesto de la disgregación psíquica y de la convicción implacable. Existen una serie de estrategias para distanciarse del delirio que se conocen, en un sentido amplio, bajo la categoría de “crítica del delirio”. Las primeras son las que Colina llama opciones lúdicas, las menos críticas, que se refieren a todas las formas de juego con que es barajado el delirio: ironizar, matizar, exhibir, hacerse el loco más o menos seductoramente... Con estas opciones, el psicótico logra mantener activo el delirio y, a la vez, distanciarse relativamente de él. Suponen un proceso evolutivo saludable. El psicótico aprendió primero a delirar, es decir, a recoger las irrupciones pasivas de significantes y de sentido para transformarlas paulatinamente en elaboraciones subjetivas beneficiosas y efectivas. En un segundo momento, tuvo que aprender a vivir con su obra, integrando el delirio en el discurso, sin sufrir demasiado ante este segundo tormento con que la ingrata incomodidad de los síntomas amenaza su vida social y su equilibrio, siempre al borde del hundimiento irrecuperable.

Otros modos de moderar el delirio son la localización o la temporalización. En el primer caso, el delirante se muestra capaz de seleccionar los momentos que considera oportunos para expresar sus ideas delirantes, o elige los interlocutores a los que confiárselas. Esta localización la consideramos provechosa y, en la práctica, nos sirve frecuentemente de objetivo en la dirección del tratamiento. La temporalización se basa en la posibilidad de poder aplazar en el tiempo las metas que defiende en su delirio, como el ejemplo clásico de Schreber. Por otra parte, la crítica del delirio en sentido estricto es la que se desprende de las propias palabras del psicótico cuando juzga, por ejemplo, su pensamiento de “invenciones” o incluso cuando habla de “delirios producidos por su enfermedad”. En tales casos, aun dando por supuesta la sinceridad del enfermo, debemos considerar con cuidado el alcance de su juicio, preguntándonos incluso si el delirante cree realmente en su delirio, pues a lo mejor su convicción es de una índole particular que poco tiene que ver con una convicción nuestra equivalente. Quizá crea más en las palabras que en la experiencia que anuncian, y también más en la necesidad de creer que en la creencia misma. Dijo Freud que los delirantes creen en su delirio como creen en sí mismos, subrayando la necesidad incuestionable de su creencia, pero también entendiendo el delirio como la idea proveniente de una identidad frágil en la que poco se puede creer. Su renuncia al delirio es muy sui generis, dado que no anula realmente el pensamiento. El psicótico puede reconocer con franqueza que delira sin retractarse por ello, sin dejar de delirar. Es capaz de compatibilizar la duda sobre algo con el convencimiento absoluto sobre lo mismo. Puede afirmar que delira y seguir delirando.

Entendemos poco, y probablemente mal, acerca de cómo se inicia e instaura un delirio, pero aún conocemos peor el modo de su desaparición. Como dijo Henri Ey, “el hecho primordial es que el delirio de un momento tiende a convertirse en el delirio de una existencia”, dejando claro lo difícil que es volver de la experiencia psicótica. Quizá la única crítica real del delirio consista en su ocultación espontánea, en cierto ocaso tranquilo y silencioso que aleja el delirio de la representación, pero que no lo elimina del todo, aunque le permite retraerse porque su indispensable necesidad ha desaparecido. La serenidad callada de esta retirada nos recuerda nuestra obligación de ser respetuosos con el silencio del delirante. Si ya no cuenta su delirio es porque no quiere o porque no puede, dado que éste ha retrocedido. Debemos evitar la agresión, pero no sólo la manifiesta, sino también esa violencia más disfrazada que puede desvelarse cuando alegremente diagnosticamos de delirio enmascarado o enquistado a lo que es simple decoro, sencilla somnolencia del delirio. A veces, tras esa designación, escondemos en nuestro ánimo el equivalente de una imputación, de un ansia normalizadora, de una desconfianza morbosa o de una dirección de conciencia rigorista, antes que un intento de precisión clínica.

Que un psicótico cuente libremente su delirio, incluso que lo haga con avidez, es algo que nos parece un comportamiento consecuente. En cambio, parece que reaccionamos con cierta incomodidad si el psicótico esconde y calla su delirio voluntariamente, sospechando a veces que con esa actitud aumenta su gravedad, y no nos inclinamos tanto a creer que se trata de un apagamiento beneficioso del delirio, sino de una ocultación deliberada que revela insinceridad, con lo que añadimos una consideración moral a la valoración psicopatológica. Ya dijo Kierkegaard: “Si un hombre fuese lo bastante sensato para poder ocultar su locura, podría enloquecer al mundo entero”. Sin embargo, son muchas las razones que pueden llevar al psicótico a callarse: por un creciente bienestar, un alcanzado equilibrio que le permite y aconseja callar por pudor y temor. Menos veces podemos sospechar que calla para mantener a raya al curioso y atraer al indiferente. Pues no por irracional el delirio deja de ser un recurso de seducción conveniente. Por otra parte, el móvil más importante para esconder el delirio tiene que ver con la competencia del psicótico para esgrimir con buen sentido el interruptor insustituible del secreto. El delirante debe recuperar lo antes posible su capacidad para guardar sus pensamientos y evitar la transparencia, el eco y la resonancia divulgadora que provoca su rota identidad. En el caso del psicótico, nos encontramos ante una exigencia de opacidad destinada a neutralizar esa profusión con que todos los secretos se le vuelven públicos. Nuestra mayor hospitalidad, nuestra actitud más terapéutica, incluso nuestro superior saber, puede tener algo que ver con respaldar el callado hermetismo con que puede resolver su relación con el delirio.

Fue Kant quien, decidido a poner un límite a nuestro conocimiento, habló de la cosa en sí para referirse no a nada esencial, sino a todo lo que, tras la realidad, permanecía excluido absolutamente de nuestra representación. El mismo esfuerzo ilustrado que regulaba la razón y establecía sus fronteras humanas, abría simultáneamente las puertas a un mundo oscuro, desconocido y romántico que iba a proporcionar al hombre una duplicidad nueva, una herida más intensa y divisoria: claridad, precisión y finitud por un lado, frente a oscuridad, pulsión e infinitud por el otro. Hegel levantó acta de que la cosa en sí no podía ser patrimonio exclusivo de la realidad exterior al igual que sucedía en Kant: “Al intelecto -dijo- habría que reconocerle por lo menos la dignidad de una cosa en sí”. Schopenhauer la extendió a los aledaños del deseo: “El acto de voluntad es sin duda el fenómeno más próximo y más preciso de la cosa en sí”. La cosa en sí iba ampliando su territorio al tiempo que adquiría vida y entraba en ebullición. Un espacio nuevo se entreabría y agrietaba, poniéndose al alcance del hombre moderno. En sus proximidades se alojarán lo divino, lo sagrado, lo pulsional, la alienación, la repetición, la gloria e incluso una suerte de hastío desesperado, elementos que antes permanecían cercanos a los dominios de la religión o a los enclaves morales, desde donde se juzgaba y medía el ejercicio moderado o destemplado de las pasiones. Va a ofrecer un saber nuevo e insondable que va tomando cuerpo: “Sólo desde la oscuridad de lo que carece de entendimiento nacen los pensamientos más profundos”, en palabras de Schelling. El delirio es tenido entre ellos.

Dice Nietzsche: “La piedra es más piedra que antes”, haciéndonos ver que la realidad se ha vuelto demasiado real para nosotros, tanto que difícilmente vamos a poder soportarla. La cosa en sí ya no es simplemente reconocible en una frontera inerte y más o menos mistérica, sino que es semejante a una amenaza intangible e indecible que nos rodea por dentro y por fuera, como una piedra incandescente de la que emana constantemente un aluvión psicótico. La psicosis late en todos nosotros y está presta a doblarnos la espalda en cuanto una vacilación del lenguaje impida a la representación contener el empuje de su negror, de su muda erupción. Así que se abra una grieta, un mundo árido y estéril se cierne sobre nosotros, irrumpe la angustia y al hombre le crece una nueva razón: el delirio, que brota como un defecto en la intermediación del lenguaje, como un cortocircuito directo entre lo impensable y el sentido.

La evolución del concepto llevó a la noción freudiana de pulsión y, en especial, la pulsión de muerte en tanto que matriz nuclear de todas las pulsiones, representa el límite del conocimiento y también el origen desencajado y huraño de las psicosis. Con otro término, el de Real, lo acoge y enmarca Lacan más tarde, elevándolo a la categoría de registro, de instancia del psiquismo que ya no responde fácilmente a la separación entre consciente e inconsciente. O la pulsión se domestica en deseo o el sujeto queda sometido a las fuerzas de la psicosis. O lo Real es frenado por la palabra o la realidad queda avasallada por unas tensiones que la vuelven irreconocible obligando al sujeto a desplegar el delirio a modo de un último recurso para recibirla o al menos, hasta donde sea posible, remendarla y humanizarla. Donde no llega la metáfora del deseo lo va a intentar el delirio convertido en metáfora de una catástrofe. Cuando el paño hablado de cualquiera de nosotros se descorre insuficientemente sobre el otro y el mundo, entonces la cosa en sí, que es una suerte de cráter que negrea y acongoja de un modo irresistible, exige que un apósito racional nuevo, que no es otra cosa que el delirio, venga a sofocar el fuego de una lava que transforma en cosas y escoria cuanto toca vivo.

En relación a la cuestión del poder, sigue Colina afirmando que seguramente la identidad, es decir, el reconocimiento propio, sea una expresión del poder. Y el delirio no sea por su parte nada más que un sucedáneo decisivo de la identidad en el que hay que creer. Al aforismo freudiano, ya comentado, que nos señala que el delirante cree en el delirio como cree en sí mismo, habría que añadir que cree en el delirio como cree en el poder, si es que no son lo mismo. Pues el poder nos presta reconocimiento, nos hace individuos, es decir, sujetos dignos de libertad. Propietarios y señores del nombre de cada cual. El psicótico, en cuanto que fracasado en la esgrima del poder, es una máscara tambaleante a la búsqueda de una fe -el delirio- que le sirva de arma y de correaje. Sólo en el delirio encuentra la diferencia suficiente para distinguirse de los demás. De este modo, en el pedestal de ese poder delirante, que difícilmente le permitirá una vida agradable en sociedad, al menos consigue un dominio imaginario sobre su entorno.

Hasta aquí nuestro intento de resumen de las palabras de Fernando Colina en El saber delirante. No dejen de leer el libro original, porque les aseguramos que es un texto de los que marcan un antes y un después en la visión de la locura.




miércoles, 3 de octubre de 2012

Bibliografía inquietante que ningún visitador comercial te pondrá delante...


Hoy queremos recomendar una serie de escritos de esos que no es fácil que ningún complaciente visitador comercial reparta a ningún profesional, junto con un par de bolis o alguna que otra invitación a cenar. Son trabajos polémicos, sobre todo si uno cree que está todo dicho acerca del tratamiento farmacológico de la esquizofrenia, pero precisamente por ello, creemos que vale la pena colaborar a su difusión. No decimos que sean la verdad absoluta o un recetario de obligada aplicación, pero sí que al menos deben ser conocidos y, si siembran alguna duda en nuestras teorías o nuestras prácticas, no olvidemos que son las dudas y no las certezas lo que nos puede hacer avanzar. Sobre todo si descubrimos que algunas de nuestras supuestas y repetidas certezas no parecen tener una base tan firme cuando son investigadas en vez de aceptadas sin más. Como leímos recientemente, la ciencia no es aquello que los científicos opinan, sino aquello que los científicos demuestran.

Nuestra primera recomendación de hoy no tiene que ver con la Psiquiatría, pero consideramos imprescindible, dados los tiempos que corren, dedicarle unas palabras. Si están desesperados / agobiados / preocupados / asustados con la situación económica del país y, por supuesto, la suya propia, si todavía piensan que esta crisis nos ha caído por vivir por encima de nuestras posibilidades, si aún creen que vamos a mejorar por el camino que nuestros políticos  nos llevan, no dejen de leer el libro Hay alternativas, de  Vicenç Navarro, Juan Torres López y Alberto Garzón. Lo pueden encontrar íntegro aquí.

Y voviendo a nuestro tema, gracias al imprescindible blog El rincón de Sísifo de Carlos Oropesa (de verdad, si sólo pueden seguir a una persona en twitter y quieren tener información sanitaria actualizada, ésta es la persona) tuvimos conocimiento de un informe de la Canadian Agency for Drugs and Technologies in Health cuyo objetivo era proporcionar recomendaciones para hacer un uso óptimo de los antipsicóticos atípicos relacionadas con su asociación y las estrategias de tratamiento con dosis altas en adolescentes y adultos con esquizofrenia o trastornos esquizoafectivos no controlados de forma adecuada en las dosis habituales de antipsicóticos en monoterapia. El informe parte de una revisión sistemática y un análisis de coste-efectividad, y pueden encontrar todas las referencias al mismo aquí. Vayamos a sus conclusiones, tal como las recoge Carlos Oropesa. La negrita es nuestra.


  • En pacientes que no respondan a las dosis habituales de clozapina en monoterapia, no se recomienda utilizar combinaciones de antipsicóticos en las que dicho fármaco entre a formar parte. (Justificación: la poca diferencia en términos de eficacia clínica entre la clozapina en monoterapia a dosis estándar y las asociaciones en las que ésta entra a formar parte, por lo que a cambio de nada dispararemos los costes y podremos provocar problemas de seguridad).

  • En pacientes que no respondan a las dosis habituales de un antipsicótico atípico, no se recomienda utilizar asociaciones de antipsicóticos atípicos en las que no entre a formar parte clozapina. (Justificación: los costes y los problemas de seguridad aumentan sin que haya evidencia de una mayor eficacia clínica).

  • En pacientes con esquizofrenia que no respondan de forma adecuada con las dosis habituales de un antipsicótico atípico, se recomienda utilizar dosis estándar de clozapina, en lugar de altas dosis de otros antipsicóticos atípicos. (Justificación: de nuevo, la seguridad del paciente y la falta de diferencias claras en términos de eficacia clínica).

  • En pacientes con esquizofrenia que no respondan de forma adecuada con las dosis habituales de un antipsicóticos atípico, no se recomienda utilizar altas dosis de antipsicóticos atípicos (distintos a clozapina) en lugar de las dosis estándar. (Justificación: los problemas de seguridad asociados a las altas dosis, que no son contrarrestados por una mayor eficacia clínica).


Como ven, de nuevo es posible formarse y mantenerse actualizado en nuestra disciplina sin necesidad ninguna de aceptar cenas en Budapest o en Los Ángeles mientras asistimos a grandes reuniones de expertos, todo ello bien financiado por intereses industriales que, probablemente, no publiciten mucho informes de revisión como éste. 

Otro trabajo que queremos recomendar encarecidamente es un artículo reciente escrito para la Revista de la AEN, titulado Una crítica a la teoría del déficit cognitivo de la esquizofrenia. Nos ha maravillado por lo completo de la revisión y lo valiente de la crítica. Creemos que su lectura es imprescindible para cualquiera que atienda pacientes diagnosticados de esquizofrenia. El autor es Miguel A. Valverde Eizaguirre, psicólogo clínico. También hemos encontrado un trabajo previo del mismo autor más que interesante, que pueden leer aquí.

Pero centrándonos en el artículo Una crítica a la teoría del déficit cognitivo de la esquizofrenia, queremos reseñar especialmente una recopilación de estudios que lleva a cabo el autor. Hemos buscado los trabajos a que hace referencia y los hemos enlazado (algunos de ellos completos, otros sólo los resúmenes) por ser de gran interés. Entre ellos, algunos de los estudios clásicos de la OMS sobre diferencias en el pronóstico de la esquizofrenia en países desarrollados comparados con países en vías de desarrollo o el Proyecto Soteria de Mosher, por ejemplo. Junto a dichas referencias, incluimos las conclusiones obtenidas por Miguel A. Valverde Eizaguirre. La negrita sí es nuestra. Debemos decir que hasta nosotros, que ya nos sorprendemos por poco, nos hemos quedado un poco sorprendidos de cómo hay estudios que encuentran hallazgos tan alejados de los lugares comunes que han colonizado nuestra disciplina respecto a la evolución de las personas diagnosticadas de esquizofrenia y la eficacia del tratamiento antipsicótico en dichos pacientes. Vamos a ello:


  • Un estudio del NIMH (National Institute of Mental Health) con pacientes del Warren State Hospital (Pensilvania) dados de alta entre 1946 y 1950 encontró que habían sido dados de alta antes de 1 año el 62% y que a los 3 años estaban bien integrados en la comunidad el 73%. Recordemos que el primer antipsicótico, la clorpromazina, no apareció hasta 1952. La referencia a este trabajo está en este texto.

  • Un estudio con 216 pacientes del Delaware State Hospital dados de alta entre 1948 y 1950 encontró que a los 5 años seguía fuera del hospital el 85% y que a los 6 años el 70% estaban bien integrados en la comunidad. La referencia, también aquí.

  • Un estudio sobre 87 pacientes dados de alta en 1950 del Hillside Hospital Queens New York halló que más de la mitad no recayó en los siguientes 4 años. También la misma referencia, aquí.

  • Un artículo publicado en el American Journal of Psychiatry halla que de 1.413 pacientes con un primer episodio psicótico en 1956 habían sido dados de alta antes de 18 meses el 88% de los pacientes que no tenían medicación y el 74% de los que sí tenían, llegando a la conclusión de que los pacientes tratados con fármacos tenían hospitalizaciones más largas.

  • Otro artículo del American Journal incluye un estudio del NIMH con el seguimiento a 1 año de 299 pacientes dados de alta, que habían sido aleatorizados a fármacos o a placebo durante 16 semanas. Las conclusiones fueron que no hubo diferencias entre las tres fenotiazinas ensayadas y que la única diferencia significativa entre los grupos fue que los pacientes con placebo tenían menos reingresos.

  • Un artículo del British Journal of Psychiatry recoge un estudio sobre recaídas en pacientes diagnosticados de esquizofrenia en 24 semanas tras el cambio de clorpromazina a placebo según dosis. El grupo control eran pacientes que estaban sin medicación y fueron cambiados a placebo. Los resultados muestran que, tras las 24 semanas, recayó el 7% de los pacientes en placebo, el 18% de los que tomaban menos de 300 mg/d de clorpromazina, el 47% de los que tomaban entre 300 y 500 mg/d, y el 58% de los que tomaban más de 500 mg/d.

  • Un estudio del NIMH publicado en el American Journal sobre tratamiento de esquizofrenia aguda sin fármacos en Maryland, encuentra que los pacientes tratados sin fármacos eran dados de alta antes, que las recaídas al año en el grupo sin fármacos eran el 35% mientras que en el grupo con fármacos eran el 45% y, como conclusión, defendían métodos psicosociales y mínimo tratamiento farmacológico.

  • Otro trabajo publicado en el American Journal of Psychiatry (que pueden leer completo aquí) compara dos estudios de seguimiento de 5 años (1947-1952 y 1967-1972) con pacientes del Boston Psychopatic Hospital y del Solomon Mental Health Center. El estudio I incluyó 100 pacientes elegidos aleatoriamente dados de alta en 1947, de los cuales el 45% no recayó en 5 años y el 76% vivían correctamente en la comunidad. El estudio II fue de 100 pacientes elegidos aleatoriamente entre los dados de alta en 1967, de los tratados con fármacos sólo el 31% no recayó en 5 años y su grado de dependencia era mayor, y de los tratados sin fármacos, se dio el alta a la mayoría de los pacientes y el 80% permanecían en la comunidad en los siguientes 5 años. La conclusión es que los fármacos no son indispensables para integrar en la comunidad a los pacientes psicóticos y, en cambio, pueden fomentar la dependencia a los servicios.

  • Un estudio del NIMH (completo aquí) incluyó 80 pacientes ingresados en el Agnews State Hospital con un primer episodio de esquizofrenia, aleatorizados a placebo o antipsicóticos y seguidos durante 3 años. Tras el alta, parte de los pacientes fueron cambiados a antipsicóticos y parte a placebo. Los resultados mostraron que los pacientes con antipsicóticos fueron dados de alta más rápidamente y los porcentajes de recaída en 3 años fueron los siguientes: en el grupo placebo-placebo el 8%, en el grupo antipsicóticos-placebo el 47%, en el grupo placebo-antipsicóticos el 53% y en el grupo antipsicóticos-antipsicóticos el 73%. El estudio concluye que lo que se supone habitualmente el mejor tratamiento da los peores resultados y que para muchos pacientes el tratamiento de elección no son los antipsicóticos si se está interesado en la recuperación a largo plazo.

  • En varios artículos (aquí y aquí) se recoge el trabajo de Loren Mosher en el Proyecto Soteria de tratamiento en comunidad terapéutica. En el seguimiento a 2 años, el 42% de los pacientes no tomaron antipsicóticos, el 39% lo hiciern de forma breve y el 19% lo tomaron los 2 años. Respecto a un grupo control de pacientes que seguían el tratamiento habitual, a las 6 semanas los pacientes habían disminuido sus síntomas tanto como los pacientes hospitalizados del grupo control. A los 2 años los pacientes de Soteria tuvieron menos reingresos, menor psicopatología y mejor ajuste social y personal. Otro estudio similar realizado por Ciompi lo pueden leer aquí.

  • El estudio de Vermont (aquí y aquí) incluyó 269 esquizofrénicos crónicos dados de alta a finales de los años 50 y principios de los 60. Aquéllos que vivían (168) fueron revaluados en los años 80. Los resultados indicaron que más de dos tercios se encontraban bien o muy bien, el 34% estaban en recuperación, con autonomía, actividad social y trabajo, y la mayor parte de estos dos tercios había dejado la medicación años atrás. Las conclusiones señalaron el éxito de los programas de rehabilitación y consideraron un mito el que los pacientes esquizofrénicos necesiten tomar medicación durante años, indicando que sólo a unos pocos les puede resultar útil.

  • La Organización Mundial de la Salud llevó a cabo un estudio en 9 países industrializados o en vías de desarrollo en 1969, con resultados de seguimiento a los 5 años. Se repitió un estudio similar en 10 países en 1978, con resultados similares. Se lleva a cabo un nuevo estudio en 1997, encontrando a los pacientes previos y comprobando que seguían según los hallazgos anteriores (aquí, aquí, aquí y aquí). Se ha realizado recientemente un estudio similar y se ha visto que ya no hay diferencia entre la evolución en unos países y otros. La mayor parte de los pacientes toman fármacos de mantenimiento (aquí). Los resultados originales: el 15,9% de los pacientes en los países en vías de desarrollo tomaban medicación de mantenimiento, mientras que era el 61% de los pacientes en países desarrollados. Pacientes en total remisión en países en vías de desarrollo eran el 62,7%, mientras que en los países desarrollados eran el 36,9%. Pacientes con fracaso en actividad social en países en vías de desarrollo eran el 15,7%, mientras que en los países desarrollados era el 41,6%. En los países en vías de desarrollo el 57% de los pacientes no recayó y el 73% trabajaban. La conclusión es que la esquizofrenia en países avanzados tiene peor pronóstico y que el tratamiento farmacológico no parece tener un papel importante para la recuperación del episodio psicótico.

  • Una revisión de 66 estudios de cambio de antipsicótico a placebo, con controles que seguían con antipsicótico (aquí). Los resultados indicaron que sobre un período de 10 meses recayeron el 16% de los pacientes que tomaban antipsicóticos y el 53% de los que tomaban placebo. Otros autores revisan los mismos estudios (aquí), encontrando que el 50% de las recaídas en el grupo cambiado a placebo ocurrieron en los 3 primeros meses. Una revisión de 28 estudios (aquí) encontró que la discontinuación abrupta del antipsicótico produce un riesgo de recaída del 50% en las primeras 30 semanas. En el primer año de cambio a placebo recaen el 54% de los pacientes. En el segundo año el riesgo es del 2%.

  • Un estudio del NIMH incluyó 64 pacientes psicóticos jóvenes, debutantes o recientes, desde 1978 a 1983, aleatorizados a un grupo con medicación y otro sin ella. Se evaluó periódicamente su situación, presentándose en el artículo los resultados del año 15 de seguimiento. Se define período de recuperación a un año sin actividad psicótica, sin recaída y con actividad social y laboral. Los resultados indican que en el grupo de pacientes medicados, se encuentran en recuperación a los 2 años el 7%, a los 4,5 años el 6%, a los 7,5 años el 12%, a los 10 años el 6% y a los 15 años el 5%. En el grupo de pacientes no medicados se encuentran en recuperación a los 2 años el 21%, a los 4,5 años el 39%, a los 7,5 años el 40%, a los 10 años el 44% y a los 15 años el 40%. A los 15 años, en el grupo de pacientes con medicación, estaba en recuperación el 5%, con mejoría aceptable el 46%, con resultado pobre el 49% y con actividad psicótica el 64%. A los 15 años, en el grupo de pacientes sin medicación, estaba en recuperación el 40%, con mejoría aceptable el 44%, con resultado pobre el 16%, con actividad psicótica el 28% y trabajando el 50%.

  • Dos artículos (aquí y aquí) recogen estudios acerca del Tratamiento Adaptado a las Necesidades finlandés, durante 5 años. Es una terapia basada en un formato individual, familiar y en red y cuando se emplean fármacos se hace de manera puntual y breve. Los resultados indicaron que el 43% de los esquizofrénicos se recuperan sin necesidad de emplear antipsicóticos y que a los 5 años se encontraban asintomáticos el 61%.

  • Otro estudio se ocupa del Tratamiento Adaptado a las Necesidades finlandés ,versión "Diálogo Abierto", con 5 años de seguimiento sobre 72 pacientes iniciales. Los resultados mostraron que se habían empleado antipsicóticos en algún momento en el 33% de los pacientes. A los 5 años estaban tomando fármacos el 17% de los pacientes, trabajando el 81%, incapacitados o inactivos el 29%, nunca habían recaído el 67% y estaban asintomáticos el 79%. La conclusión fue que los mejores resultados indican que pocos pacientes necesitan neurolépticos.


Hasta aquí la excelente recopilación de artículos y estudios llevada a cabo por Miguel A. Valverde Eizaguirre. Nos hemos limitado a buscar los trabajos disponibles en la red (algunos completos y otros en resumen) porque creemos que muchos son referencias indispensables en la cuestión del tratamiento y pronóstico de las personas diagnosticadas de esquizofrenia (como, por ejemplo, los estudios de pronóstico de la OMS, los proyectos de tratamiento tipo Soteria, o el manejo fundamentado en la psicoterapia que se lleva a cabo en Finlandia u otros lugares). Nuestro papel se ha limitado a intentar difundir estos trabajos y facilitar su consulta. 

Como decíamos al principio, no se trata de considerar estos trabajos como la verdad revelada en algún monte mítico, por la cual debamos cambiar de arriba a abajo nuestra forma de trabajar. Es cierto que hay otros trabajos que parecen indicar lo imprescindible del tratamiento farmacológico (habitualmente estudios a corto plazo centrados en las recaídas y no en la calidad de vida y/o sin grupo control y/o con interesantes conflictos de interés, pero bueno...). En cualquier caso, suponen un cúmulo de evidencias que no pueden descartarse y ser dejadas de lado sin más, sólo porque incomodan nuestras teorías y prácticas habituales. Se hace imprescindible aceptar la duda, plantearnos y cuestionarnos verdades que no hace mucho dábamos por seguras de forma acrítica y, por supuesto, deberían ser llevados a cabo estudios serios y rigurosos, independientes, sobre evolución de pacientes psicóticos a largo plazo, con y sin tratamiento farmacológico, midiendo variables de resultado que vayan más allá de que el paciente ingrese o deje de ingresar.

Y, por supuesto, es evidente el papel que la psicoterapia (por ejemplo, en el Tratamiento Adaptado a las Necesidades finlandés) puede y debe desempeñar en el abordaje de las personas con psicosis, desde el debut hasta que sea necesaria, centrada en la recuperación, lejos de visiones cronificadoras, estigmatizantes y desesperanzadas a las que muchas veces, queriendo o sin querer, los mismos profesionales contribuimos.