Psiquiatría y postpsiquiatría para un mundo en crisis (social, económica y climática)
Jose García-Valdecasas Campelo, Amaia Vispe Astola, Miguel Hernández González.
Resumen: Revisamos los enfoques críticos hacia la psiquiatría biologicista hegemónica, conocidos genéricamente como “postpsiquiatría”, sus orígenes y características principales, sin perder de vista su diversidad, lejos de poder considerarse un movimiento único y homogéneo. Nos detenemos en los puntos que nuestro grupo considera fundamentales de la postpsiquiatría, a nivel filosófico, clínico, ético y político. En relación con el aspecto social del enfoque bio-psico-social que todos decimos aceptar, nos detendremos en un breve análisis de nuestra sociedad capitalista y de sus consecuencias sobre las personas que atendemos, sobre nosotras mismas y, por último, sobre el mismísimo equilibrio climático del planeta y el riesgo que eso supone para todos.
Palabras clave: postpsiquiatría, industria farmacéutica, cambio social, capitalismo, cambio climático.
Introducción
Nos proponemos en este trabajo hablar acerca de la “postpsiquiatría”, en tanto parece ser un movimiento u orientación (o vaya usted a saber qué cosa), de la que se habla cada vez más y que, en algunos colectivos profesionales, está teniendo un ímpetu creciente planteándose la posibilidad de que eso conlleve cambios en nuestro trabajo tal como lo conocemos, tanto a nivel teórico como práctico. Vamos a ver cómo se nos da.
Lo primero a tener en cuenta al hablar de postpsiquiatría, si se quiere empezar por el principio, es saber a qué “psiquiatría” nos referimos, porque ya ese primer término no está carente de ambigüedad. La psiquiatría aquí referida es, obviamente, la considerada “oficial” o “académica”, la mayoritaria en nuestros entornos: una psiquiatría que gusta de definirse como biológica pero que suele limitarse a una neuroquímica simplona y que algunas, no sin cierta maldad, tildamos de biocomercial. Evidentemente, no todos los psiquiatras (y aquí nos permitirán que, por comodidad para la exposición, se sientan incluidos todos los profesionales, ya sean enfermeras, médicos, trabajadores sociales, psicólogos, auxiliares, etc.) practican este tipo de psiquiatría y, además, muchos de los que lo hacen son por otra parte excelentes profesionales. Pero al hablar de esta psiquiatría hegemónica en las últimas décadas sí acotamos lo que viene siendo el modelo tanto teórico como práctico de psiquiatría que se desarrolla en nuestra cultura en este momento histórico: una disciplina médica, empeñada en que se reconozca el estatus biológico de los trastornos que trata, entregada a la industria farmacéutica (en cuanto a investigación científica, promoción de trastornos y marketing de fármacos mucho menos eficaces y seguros de lo que nos han vendido), y con clara tendencia al autoritarismo y el paternalismo, cuando no directamente a la coerción desmedida. Frente a esta psiquiatría, que todos conocemos y la mayoría hemos practicado en algún momento u otro, surgió la postpsiquiatría.
Al hablar de postpsiquiatría, es necesaria también una aclaración conceptual previa. No hay una postpsiquiatría sino muchas y, además, poco definidas y no claramente diferenciadas. Intentaremos en este trabajo explicar qué es la postpsiquiatría para nosotras, pero hay otros muchos posicionamientos críticos a la psiquiatría mayoritaria y no raramente enfrentados entre sí por disputas no menores. Nos ha gustado en ocasiones recurrir a la metáfora de la trinchera, desde donde las tropas críticas postpsiquiátricas se enfrentan a la psiquiatría hegemónica en desigual combate. Pues bien, nos tememos que la trinchera, por momentos, llega a estar casi en situación de guerra civil. Otra aclaración más: se suele usar con frecuencia el término de “psiquiatría crítica” en nuestra opinión casi como sinónimo de postpsiquiatría y no vemos problema en intercambiar uno y otro.
Orígenes
Entrando ya en materia, se podría poner una fecha de origen para la postpsiquiatría en 2001, cuando Bracken y Thomas publican en el British Medical Journal el artículo titulado en castellano: “Postpsiquiatría: un nuevo rumbo para la salud mental” (1). Por supuesto, este trabajo no surge de la nada, pero sí recoge una serie de hilos que todavía no se habían entrelazado y crea con ellos algo nuevo. Y, además, hasta donde sabemos, le da el nombre al nuevo movimiento que propugna. Este artículo apunta ya varias líneas maestras de la corriente crítica que ellos comienzan a llamar “postpsiquiatría”. Por un lado, su ubicación explícita en una posición filosófica postmoderna, por contraposición a los grandes relatos de la modernidad que aspiraban a dar explicaciones verdaderas y completas. Es decir, valora los discursos y las narraciones sin obsesionarse por su valor de verdad o corrección, respetando y relativizando las diferencias, tanto entre diferentes orientaciones psiquiátricas como, por supuesto, reconociendo las propias experiencias y explicaciones de las personas atendidas, en cuanto portadoras también de narraciones potencialmente útiles y siempre respetables. Este reconocimiento explícito de la posición filosófica de la que se parte es extraño en nuestro entorno profesional, cada vez más tristemente tecnificado y negligente de los postulados filosóficos en los que se basa y de las consecuencias de los mismos (por ejemplo, un modelo biologicista estricto que explicase toda conducta por la neuroquímica cerebral y todo trastorno por alteraciones en dicha neuroquímica dejaría fuera de juego cualquier noción de responsabilidad sobre los propios actos de las personas diagnosticadas, conclusión difícil de aceptar si queremos seguir creyendo en el libre albedrío). Bracken y Thomas plantean en este artículo fundacional otros puntos básicos, como son la importancia de los contextos, ya sean políticos, culturales o sociales, sin negar a su vez la importancia de lo biológico pero rechazando su hegemonía; defienden una orientación ética más que tecnológica; y rechazan las prácticas coercitivas, rechazo que ahora es más que explícito incluso desde ámbitos profesionales pero que en aquel 2001 sonaba sin duda poco común, viniendo de dos profesionales.
Este artículo nos marcó, por ser la primera vez que entramos en contacto con una crítica clara de muchas de las cosas que ya nos incomodaban en nuestro trabajo diario y que tal vez no habíamos sabido explicarnos ni a nosotras mismas.
Hay un trabajo posterior escrito también por Bracken y Thomas, junto a otros 27 autores, que fue publicado en el British Journal of Psichiatry en 2012, una década tras el primero, que se titula en castellano “La psiquiatría más allá del paradigma actual” (2). Es interesante porque en él ya no se emplea el término “postpsiquiatría”, pero la crítica hacia la psiquiatría oficial es feroz y por su flanco más débil: presenta un amplio conjunto de trabajos guiados por los estándares de la medicina basada en la evidencia que demuestran que la eficacia de los tratamientos psiquiátricos es mucho menor y los datos de seguridad y tolerancia mucho más preocupantes de lo que habíamos creído (o habíamos dejado que nos contaran).
A lo largo de esa primera década del siglo XXI fuimos viendo aparecer distintas líneas críticas con la psiquiatría tal como la conocíamos y practicábamos. Por supuesto, seguían resistiendo orientaciones psicoanalíticas y sistémicas, que rechazaban el paradigma biologicista pero tal vez no tanto sus prácticas habituales a nivel de medicación o coerción entendida de un modo más o menos paternalista. Pero surgían nuevas voces. En 2003 Iván de la Mata y Alberto Ortiz, dos de los autores más respetables de la psiquiatría crítica en este país, publicaban un artículo en la Revista de la AEN titulado sencillamente “Industria farmacéutica y Psiquiatría” (3), poniendo negro sobre blanco la influencia de la industria sobre los profesionales de la psiquiatría y denunciando una situación que, cierto es decirlo, ha mejorado de forma muy escasa.
No queremos aburrirles con una descripción extensa de toda la bibliografía que surgió en aquellos años, pero sí mencionar algunos textos más que fueron creando una masa crítica de reflexiones y evidencias que a su vez fue dando forma a la psiquiatría crítica o postpsiquiatría en este país y en otros: Robert Whitaker, periodista, publica en 2002 “Mad in America” (4), libro donde cuestiona la eficacia, seguridad y ética de las intervenciones psiquiátricas; el mismo autor escribe “Anatomía de una epidemia” (5), sobre la exagerada proliferación de trastornos mentales con posterioridad a la generalización del uso de psicofármacos, cada vez más extendidos; Joanna Moncrieff, psiquiatra inglesa, escribe varios libros (“El mito de la cura química” (6), “Hablando claro” (7), etc.) en los que expone su defensa del planteamiento de que los psicofármacos no curan desequilibrios químicos previos (que nadie ha demostrado que existan en los diferentes trastornos) sino que, en base a sus efectos neuroquímicos, provocan estados mentales alterados que pueden tener efectos beneficiosos en el contexto del trastorno del paciente (o puede que no, evidentemente). Defiende Moncrieff el paso de un modelo centrado en la enfermedad (que se supone causada por tal alteración en la neurotransmisión) a un modelo centrado en el fármaco (que provoca una determinada alteración que puede resultarnos terapéutica según el estado del paciente); investigadores como Harrow (8) o Wunderink (9) encuentran resultados que demuestran que grupos de pacientes psicóticos sin medicación a largo plazo presentan mejores datos de recuperación funcional que los grupos de pacientes medicados y que ni siquiera estos están más libres de síntomas; el psiquiatra inglés Ben Goldacre publica “Bad Pharma” (10), sobre la intolerable manipulación llevada a cabo por la industria farmacéutica para controlar y tergiversar los resultados de la investigación científica, así como la formación de los profesionales, cuando no su soborno apenas disimulado, para engordar cada vez más las prescripciones y con ellas sus cuentas de resultados... Podríamos aún seguir más, mencionar a David Healey (11), Marta Carmona (12), John Read (13), Richard Bentall (14), Alberto Fernández Liria (15), Marino Pérez (16), Héctor González (17), Manuel Desviat (18), Beatriz Rodríguez Vega (19), Mikel Valverde (20), José Inchauspe (21), Emilio Pol Yanguas (22)...
Puntos fundamentales (para nosotras)
En nuestro país hubo una auténtica explosión de blogs, artículos, charlas informales, ponencias, etc., a lo largo de esta década que acaba, con distintas visiones más o menos postpsiquiátricas. Nosotras mismas empezamos nuestro blog en 2010 (23) y publicamos nuestro libro un poco como recopilación de todo lo reflexionado en 2018 (24). Creemos que ahora es buen momento para mirar atrás y recapitular, antes de ver hacia dónde debemos ahora encaminarnos. Lo que nos lleva de nuevo al tema: ¿qué es la postpsiquiatría? Recordando siempre que nos referimos a lo que es para nosotras y que otros autores darían visiones más o menos diferentes, vamos a atrevernos a señalar sus puntos claves:
Posición filosófica postmoderna, como rechazo a los grandes metarrelatos que aspiraban a explicarlo todo, ya sean, por ejemplo, el cristianismo, el marxismo, el psicoanálisis, el biologicismo, etc. No se rechazan esas ideas pero tampoco se acepta su estatuto de verdad como obvio o evidente, siendo valoradas en lo que de útil o significativo puedan tener para distintos individuos o grupos humanos, pero en ningún caso como modelos verdaderos de cómo es el ser humano o la sociedad que forma.
La postpsiquiatría diferenciaría entre un discurso científico psiquiátrico que configura un determinado saber, una disciplina y, por otro lado, un dispositivo que ejerce determinado poder, desde un enfoque ético y político determinado. Siguiendo un enfoque postmoderno, nuestra postpsiquiatría marcaría una clara diferencia entre saber científico y saber narrativo y, a partir de ahí, creemos que se puede afirmar que la psiquiatría posee un saber que es esencialmente narrativo, aunque pretenda presentarse como científico. Lo que a su vez provoca determinadas consecuencias a la hora de la aplicación práctica de la disciplina, tanto sobre personas individuales como influyendo en la configuración de la misma sociedad en la que funciona. En nuestra cultura, no es el mismo poder el que se reconoce a una discurso científico que a uno narrativo. Tal vez si se revelara que el verdadero estatuto del saber psiquiátrico no es el de la ciencia, no sería tan grande el poder del que dispondría a la hora de ejercer sus funciones de control social, de las que no dejaremos de hablar luego.
Continuando con la explicitación de nuestras coordenadas filosóficas, en la irresoluble controversia entre determinismo y libertad, creemos necesario abrazar la idea del libre albedrío, (incluso aunque pudiera no ser más que una ilusión) por ser imprescindible para articular una ética que permita sociedades que puedan llamarse humanas.
Defensa radical de puntos de vista feministas como ineludibles y, como veremos más tarde con algún detalle, un ecologismo imprescindible para la supervivencia de la especia humana en el planeta a medio plazo. Planteamos también, y es importante explicitarlo, una visión de la identidad de género como construcción cultural -como tantas otras-.
No es posible minusvalorar la carga de subjetividad que implica el encuentro psiquiátrico. Consideramos imposible la pretensión de objetivar síntomas y signos para llegar a un pretendido diagnóstico ateórico. El diagnóstico estará siempre condicionado por el bagaje previo del profesional, la situación de la persona atendida y el contexto que los entrelaza. No hay tal cosa como una analítica o una prueba de imagen que nos dé un diagnóstico de certeza. Esto, evidentemente, tiene sus implicaciones en cuanto a la inherente relatividad de cualquier clasificación de trastornos mentales, independientemente de su antigüedad o actualidad. Como dijo alguien, un líquido turbio no se aclara cambiándolo de recipiente. El vocabulario psicopatológico, aunque tan querido por muchos, incluidas nosotras mismas, no es sino un mecanismo más de control sobre el otro, al arrogarnos la capacidad de nombrar lo que le ocurre, por mucho que no hagamos otra cosa que juegos de manos al llamar “hipotimia” a la tristeza o “alucinación acústica verbal” a las voces.
Se ha planteado también lo que la postpsiquiatría implicaría a nivel de cambio de paradigma en el sentido de Kuhn, como crítica feroz del actual paradigma biologicista (siempre bien apoyado por la psicología cognitivo-conductual con la que tan buena pareja ha hecho durante todo el baile) y posterior entrada en una fase de ciencia inmadura de la que surgiera un nuevo paradigma aún por concretar pero, en cualquier caso, de clara índole social.
Para nosotras la postpsiquiatría implica también un acercamiento a los trastornos psiquiátricos como malestares difícilmente catalogables o diferenciables entre sí (intentamos evitar los eternos, fútiles y aburridísimos debates entre neurótico vs. psicótico, esquizofrénico vs. paranoico o bipolar vs. esquizoafectivo, a los que en otro tiempo jugamos con pasión y siempre con nula utilidad para el paciente), pero estos trastornos serían claramente existentes como manifestaciones de sufrimiento y descontrol en muchas de las personas que atendemos. Nuestro planteamiento postpsiquiátrico implicaría un trabajo diagnóstico imprescindible, ya que no es igual la problemática que sufre una persona con síntomas que llevan a un diagnóstico de “esquizofrenia” que la que sufre otra persona que es catalogada como “trastorno de inestabilidad emocional de la personalidad”, por poner un ejemplo. No queremos hacer un ranking de malestares, pero en cualquier caso se trata de problemas y sufrimientos distintos que requieren abordajes diferentes. Un diagnóstico se hace imprescindible en cuanto a dilucidar “psicosis sí” o “psicosis no” y, también es crucial, para diferenciar lo que es agudo de lo que es crónico, y no tomar en cualquier caso lo primero por lo segundo. Por decirlo claramente: diferenciar si la persona que atendemos está o no loca y si lo está pero deja de estarlo o permanece en ese estado. Diagnósticos más allá de ese punto son no solo difíciles sino probablemente apenas útiles.
Un punto básico para nuestra postpsiquiatría y para la mayoría de enfoques psiquiátricos críticos en este país o en otros es la denuncia de la connivencia entre industria farmacéutica y profesionales sanitarios. La industria busca, como no puede ser de otra manera en el sistema económico en que vivimos (y sufrimos) su beneficio en términos de lucro. Y esta búsqueda ha llevado, y está ampliamente documentado, a copar la mayor parte de la investigación psiquiátrica actual, diseñando los estudios a su antojo, manipulando datos o conclusiones, ocultado los resultados negativos, comprando autores de supuesto prestigio para que pongan su nombre en los trabajos realizados por empresas pagadas por el laboratorio, etc. Junto a esto, se ha desplegado una ingente campaña de marketing incesante para influir en los profesionales, bien sobornados mediante viajes supuestamente formativos, comidas y cenas en restaurantes de postín y pagos de tres o cuatro cifras por leer una presentación de diapositivas facilitada por la empresa anunciadora a unos cuantos colegas. Y eso, sin entrar en cosas difícilmente confesables que vio uno de joven y aún se oyen de cuando en cuando por ahí... La industria, a través de su influencia bien engrasada económicamente en las asociaciones profesionales o de usuarios o familiares, así como en empleados de las agencias reguladoras que luego pasan a trabajar para alguno de los laboratorios que supuestamente controlaban (como hizo también algún que otro ministro), deja sentir su mano en la redacción de las clasificaciones oficiales de trastornos mentales, de distintas guías clínicas o la aprobación de nuevos y caros psicofármacos que nada aportan en términos de eficacia o tolerancia frente a los antiguos, más conocidos (y, por tanto, más seguros) y usualmente más baratos... En fin, es un tema que hemos tratado hasta la extenuación (24) y en el que no han dejado de producirse ciertos avances, como la posición de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, algunas de sus asociaciones autonómicas o la Asociación Canaria de Rehabilitación Psicosocial, por poner unos ejemplos, de celebrar sus eventos sin patrocinio farmacéutico.
Otra característica importante de la orientación postpsiquiátrica, al menos en alguna de sus formas, es el decidido posicionamiento a favor de la medicina basada en la evidencia (sin dejar de ser conscientes también de sus limitaciones). Lejos de una postura radical antipsicofármacos, creemos básico dejar que los estudios hablen aunque, por desgracia, su voz esté muy empañada por la ingente cantidad de estudios con resultados negativos no publicados que podrían modificar sensiblemente la valoración de estos fármacos o la más que denunciada manipulación de muchos de los resultados finales expuestos. Pese a ello, hay multitud de estudios que la postpsiquiatría intenta divulgar sobre efectos secundarios de psicofármacos que deben ser adecuadamente considerados a la hora de establecer un balance riesgo-beneficio: posible atrofia cerebral por antipsicóticos a largo plazo (25), síndrome de abstinencia grave por retirada de antidepresivos (26), disfunción sexual por antidepresivos potencialmente no reversible (27), etc., etc. También son abundantes los estudios que cuestionan las supuestas eficacias de los fármacos que prescribimos: ausencia de eficacia clara de antipsicóticos a largo plazo (28), dudas más que justificadas sobre si los antidepresivos son superiores al placebo en algún caso (29), etc. Denunciamos no el uso de los psicofármacos, sino su abuso, con dosis y en indicaciones muchas veces fuera de ficha técnica, con politerapias cada vez más frecuentes, con una inadecuada impresión de inocuidad que para nada corresponde con los efectos potencialmente dañinos que estos fármacos, sobre todo a dosis altas o por tiempos prolongados, pueden provocar.
La postpsiquiatría muestra desde sus inicios una atención primordial a las voces y derechos de los afectados en primera persona por trastornos y malestares psíquicos, resaltando la importancia de las leyes de autonomía del paciente y los consentimientos informados a la hora de tomar decisiones sobre tratamientos y demás, no siempre respetados en nuestro entorno. Un punto de fricción entre distintos enfoque críticos es la pertinencia o no de los internamientos involuntarios con autorización judicial en caso de crisis aguda. Nosotras defendemos que, en tanto no existan otros recursos mejores, por el momento no es posible prescindir de estos ingresos involuntarios en unidades de agudos, en momentos de descompensación con posible riesgo para el paciente. Otro punto importante es el rechazo a la pretendida relación que desde algunos enfoques biologicistas se establece entre maldad y locura, pretendiendo diagnosticar al asesino múltiple de turno de alguna psicopatología y olvidando que la psicosis es una categoría clínica y la maldad una categoría ética, y para nada van asociadas de forma necesaria. Como solemos decir, si el asesino múltiple necesariamente es un enfermo mental, ¿lo es el que da la orden de llevar a cabo asesinatos múltiples? ¿lo es quien vota al líder político que luego da la orden?
Planteamos un rechazo a categorías diagnósticas como el TDAH, que conceptualiza a niños con problemas y sufrimientos indudables como personas con cerebros supuestamente alterados que requieren de forma indefinida medicamentos que para nada han demostrado su eficacia a largo plazo y cuyos efectos secundarios pueden ser preocupantes. No digamos ya trastornos como el TDAH del adulto (que vimos nacer ante nuestros ojos no hace tantos años), o la famosa ansiedad social, que cambió el nombre de la timidez con sustanciosos beneficios para los dueños de la paroxetina del momento, o cómo se baja el umbral de otros trastornos hasta acabar diagnosticando de bipolar a cualquier persona que pasa algunos días más acelerado de lo debido sin prestar la menor atención a si sus circunstancias no podrían explicárnoslo de manera más fácil...
En los años transcurridos desde la aparición de estos movimientos postpsiquiátricos, en sus variadas formas, sin duda se ha avanzado. Ha sido objeto de debate en varios parlamentos autonómicos la cuestión de las sujeciones físicas a personas con problemas de salud mental, exigiéndose auditorías y protocolos que delimiten y, sería la meta última, ignoramos si alcanzable, prohíban esa práctica. Cada vez más profesionales son conscientes de la no inocuidad de los psicofármacos que prescribimos y se preocupan por los potenciales efectos secundarios graves sobre todo a largo plazo que pueden aparecer. Ya no es en absoluto raro ver en congresos y jornadas de salud mental a personas diagnosticadas como voces en primera persona que desde las mesas de ponentes o desde el público hacen valer su voz, su experiencia, su sufrimiento y su opinión, en terrenos antes totalmente vedados. También va aumentando la aparición de eventos formativos que son realizados con independencia de la industria farmacéutica, tanto en salud mental como en otras especialidades. Les aseguro que cuando empezamos nuestra vida profesional, hace unos veinte años, cualquier cuestión de las mencionadas era casi impensable. Por poner un último ejemplo, que creemos de especial interés, hace un tiempo se planteó un pequeño debate en una red social acerca de un artículo titulado: “¿Hay lugar para el consentimiento informado en los tratamientos de las personas con psicosis? Una reflexión sobre el tratamiento de las psicosis” (30). El asunto no es baladí: una larga tradición en psiquiatría, aún mucho más vigente de lo que debería, defiende que el paciente debe hacer lo que se le diga “por su bien” y que no ha lugar a que pueda negarse a un determinado tratamiento farmacológico o de otro tipo. Un ex-usuario de la psiquiatría dijo que el hecho de que se planteara tal título como una pregunta era -no recuerdo el término exacto que empleó- ofensivo e inaceptable. Lo que muestra al mismo tiempo cuánto hemos avanzado y cuánto nos falta aún.
Cuando reflexionamos sobre estos avances, parece sencillo caer en la ilusión del progreso, de la inevitabilidad de esa postpsiquiatría que acabará con paternalismos, iatrogenias y corrupciones diversas. Sin embargo, como dejó establecido Newton en su tercera ley, a cada acción siempre se opone una reacción igual pero de sentido contrario. Y eso ha ocurrido también en nuestro asunto. Cada vez son más frecuentes declaraciones y artículos de supuestos expertos cuestionando las críticas que desde distintos ámbitos se realizan por los riesgos del uso de antipsicóticos a largo plazo o por la escasa eficacia de los antidepresivos, pretendiendo restar credibilidad a la voz de profesionales críticos, o negando voz y voto a personas diagnosticadas que intentan hacer valer sus razones. No obstante, no queremos dejar de insistir en que la postpsiquiatría es variada y no deja de tener en su seno enfrentamientos por visiones diferentes. Por poner solo un ejemplo, las jornadas de la Asociación Madrileña de Salud Mental tienen cada vez más presencia de activistas de la salud mental en primera persona, que enfocan muchas veces los debates hacia la cuestión de la psiquiatría como dispositivo opresor y señalando una semejanza entre las luchas por los derechos civiles de personas racializadas o LGTBI con la que llevan a cabo las personas diagnosticadas por la psiquiatría. Nosotras no compartimos esta visión, considerando que una persona de color o con una orientación homosexual no experimenta sufrimiento alguno si está en una sociedad tolerante y respetuosa con las diferencias y las minorías. Por el contrario, en nuestra experiencia, personas que experimentan lo que llamamos síntomas psicóticos sufren con frecuencia (no siempre, por supuesto) un intenso malestar a causa de esas experiencias con independencia de que luego la psiquiatría como instrumento de control social venga a añadir más dolor y opresión (o, en algunos casos, aliviar el sufrimiento, que de todo hay). Por otra parte, corrientes de psiquiatría crítica en Gran Bretaña celebran sus eventos sin participación de activistas en primera persona y están ahora con una intensa campaña de denuncia de la gravedad de los síndromes de retirada de antidepresivos, tan minusvalorados en la clínica habitual como en las guías clínicas al uso. Distintos enfoques críticos, no siempre bien avenidos.
El sistema psiquiátrico actual, contra el que pretendió alzarse la postpsiquiatría intentando rescatar todo lo positivo y acabar con todo lo negativo, sigue colaborando con los manejos señalados de la industria farmacéutica y persiste negligentemente en sus vicios y errores: paternalismo desaforado hacia los pacientes, que muchas veces no son tratados como adultos con sus derechos sino como ciudadanos de segunda; medicalización de todo lo que pasa por la puerta de la consulta, sin saber redirigir lo que con frecuencia son problemáticas sociales al ámbito social donde puedan ser susceptibles de solución, en vez de enfocarlas en un ámbito individual donde no harán otra cosa que cronificarse, etc., etc.
Control social y statu quo
Este es otro aspecto importante a destacar: parte de las críticas que hace la postpsiquiatría, o al menos algunos de los autores que con ella nos identificamos, se centra en la evidente función de la psiquiatría como instrumento de control social. La psiquiatría plantea una relación entre psiquiatra y paciente que es básicamente de dos tipos: el paciente es un “loco” sobre el que se ejerce un dominio que pretende controlar su conducta (con el encierro en el asilo clásico o con el tratamiento tranquilizador dispensado en las consultas modernas), o bien el paciente es un “cuerdo” preso de ansiedades y depresiones diversas, sobre el que se ejerce un dominio diferente, buscando su consuelo, su anestesia, su resignación, evitando así que malestares muchas veces de causa social sean vistos como tales, aplacándolos hacia expresiones exclusivamente individuales. Desde nuestro punto de vista, la tecnología de poder clásica de “control del loco” que con tan gran acierto describió Foucault (31,32) se ha visto en las últimas décadas acompañada de la tecnología de poder de “consuelo del triste y el ansioso”, desviando todo un caudal de malestar social a cauces de tranquilización individuales (ya sea con psicoterapias o fármacos de diversos tipos).
Este entramado que la psiquiatría dominante forma con y en la cultura de nuestro tiempo, como dispositivo de control social en los diversos aspectos que hemos comentado, acaba colaborando, en nuestra opinión, al mantenimiento del statu quo sociopolítico. El malestar originado en lo social se trata solo en lo individual (o familiar a lo sumo), con tratamientos farmacológicos y terapias psicológicas que terminan por conducir a un cierto adormecimiento. Aunque esta descripción de la psiquiatría no deja de ser una generalización, se nos plantea siempre la pregunta de si, con un dispositivo semejante, hubiera habido manera de tomar la Bastilla o asaltar el Palacio de Invierno, en busca de un mundo mejor (con éxito o sin él, porque eso ya es otra cuestión).
Esta psiquiatrización y psicologización del malestar vital cobra especial virulencia contra las mujeres: en nuestra cultura, aún claramente machista a pesar del esfuerzo de muchos por hacer ver que el machismo está superado (lo cual es la mejor manera de asegurarse de que nunca lo llegue a estar), son las mujeres quienes con más frecuencia son catalogadas de depresivas, neuróticas, trastornos de personalidad, etc. Y ello ante dificultades vitales muy frecuentemente mayores a las de los varones: más paro, menores sueldos, mucha más carga como cuidadoras familiares, muchísimas más posibilidades de ser víctimas de acosos, abusos o agresiones, etc.... Estamos configurando un contexto donde cualquier dolor consustancial a la vida (que, a veces, duele mucho) parece requerir un profesional y un remedio, del tipo que sea. Un contexto socio-cultural marcado, no tanto por una escasa tolerancia a la frustración, como suele decirse desde círculos profesionales ante la demanda imparable de atención psiquiátrica o psicológica, sino más bien por un engaño masivo que lleva a la gente a pensar que su malestar debe ser atendido desde un enfoque médico, con el consiguiente beneficio económico de las empresas farmacéuticas que venden sus productos y de algunos profesionales que ven acrecentado su supuesto prestigio y su importancia social. Gentes destrozadas por una crisis económica que no han provocado pero que sufren, mientras los individuos que sí la provocaron no la sufren en absoluto, gentes que han perdido o van a perder sus empleos, sus casas, sin dinero suficiente para vivir con dignidad, sin expectativas de mejoría para ellos mismos o sus hijos... Gentes que son encaminadas a servicios de salud mental, a contar sus penas a profesionales que no pueden hacer otra cosa que intentar adormecer tanto dolor a base de medicamentos o escuchas, un adormecimiento que, aunque alivie momentáneamente, lo que provoca es que no se busque la solución donde se originó el problema: en un orden social injusto, un desigual reparto de la riqueza, una distribución surrealista de la carga impositiva, en definitiva, en un sistema montado para que los ricos y poderosos lo sean cada vez más, mientras las clases bajas y los que se esfuerzan en creerse clase media, estemos cada vez más hundidos y más aterrados de perder lo que todavía nos queda… En este contexto, todo ese dolor e indignación es encaminado hacia enfoques individuales que promueven la anestesia y la resignación, en vez de hacia un enfoque social, en busca de unirse a tantas personas que sufren, que sufrimos, por los mismos males y las mismas injusticias. La psiquiatría influye en la cultura colaborando a crear un dispositivo de control social y mantenimiento del orden establecido, frente al que solo cabe intentar luchar, asumir la propia responsabilidad y creer en la propia libertad, desarrollando lo que podríamos denominar, por anacrónico que suene, una auténtica conciencia de clase, que nos lleve a darnos cuenta de que no estamos solos en nuestro dolor, que somos muchos, y que tenemos un poder que ni imaginamos si nos unimos. Aunque para eso haya que salir de las consultas y marchar juntos por las calles.
Se podría decir que nos salimos del campo psiquiátrico y entramos en el político, y no seremos nosotras quienes discutamos esa observación. Entre la psiquiatrización de todo malestar y el abandono de las personas que sufren, tenemos que buscar, que crear, un lugar para los cuidados, aunque tal vez sea ya un lugar fuera de la psiquiatría, tal vez mucho más como tarea ética y política de la sociedad entera.
El capitalismo y sus trampas
Nuestro trabajo diario con personas que sufren por causa de malestares o trastornos mentales (o como queramos decirlo) intenta estar enfocado en la rehabilitación y recuperación psicosocial de dichas personas. “Rehabilitación” o “recuperación” porque nuestro trabajo es conseguir que las personas que atendemos recuperen en el mayor grado posible su funcionalidad, afectada por distintos malestares o trastornos. “Psicosocial” porque hay una parte “psíquica” del asunto, en la que nosotras somos expertas: trabajamos con la persona sus pensamientos, emociones, su voluntad, intentando que la mejora en esos ámbitos ayude en dicha rehabilitación. Pero hay un aspecto “social”. El paciente debe rehabilitarse, recuperarse (entendiendo “recuperación psicosocial” como un trabajo con personas que están resistiendo los efectos de narrativas reduccionistas, dando sentido de delante hacia atrás a historias que articulen un hilo coherente de lo que les ha pasado), no solo a nivel psíquico, sino también a nivel social, es decir, debe rehabilitarse para poder estar bien integrado en la sociedad. Pero habrá que preguntarse en qué clase de sociedad queremos ayudarle a integrarse y si esa sociedad colabora o no en dicha integración. En nuestro famoso enfoque bio-psico-social parece que siempre dejamos a un lado el aspecto social. Pero nosotras queremos detenernos ahora en él.
Señalaremos primero que creemos indiscutible que el ser humano es, como decía Aristóteles, un animal social. Sin sociedad (y, por tanto, cultura) no hay humanidad como tal. Somos seres independientes y libres (o así queremos creerlo), pero no podemos vivir sin sociedad, como tampoco podemos vivir sin oxígeno, por muy independientes y libres que seamos. Hay pensadores que han visto la Tierra como una nave espacial en camino por el cosmos y a la humanidad como sus pasajeros, compañeros en un viaje sin final. Nosotras preferimos la metáfora de la sociedad humana en sentido amplio como un barco. Un enorme barco repleto de camarotes y donde les seres humanos, la humanidad toda, somos a la vez tripulantes y pasaje. Ninguno podemos sobrevivir sin los demás. La psiquiatría, en esta imagen, sería uno de los camarotes atendido por los profesionales para resolver problemas (a veces crearlos) de otras de las personas que nos acompañan en el barco. Parte del trabajo de esta psiquiatría sería tapar el descontento con los que en ese momento estén a cargo del timón o la sala de máquinas, lo que puede ser un problema si el rumbo es equivocado.
Dejemos de momento a un lado la metáfora, luego volveremos a ella. Nuestra sociedad, en la que vivimos y en la que tenemos que desempeñar nuestra función rehabilitadora, es una sociedad capitalista de principios del siglo XXI, lo que implica determinadas características en la teoría y determinados trucos en la práctica (33, 34). Las características teóricas suponen un marco donde prima la iniciativa privada, donde -supuestamente- los emprendedores que arriesgan y se esfuerzan más son los que más ganan y donde puedes llegar donde quieras si te empeñas (ergo, si no llegas a ningún sitio relevante, la culpa parece ser tuya). La teoría capitalista supone que el empresario invierte un capital (una buena pregunta sería cuál es el origen de ese capital) y contrata a una serie de trabajadores a los que paga un salario por su trabajo. Pero para obtener un beneficio sin trabajar (porque no perdamos de vista que el capitalista no trabaja, sino que invierte) necesita pagar a los obreros menos del valor real de su trabajo expresado en las mercancías elaboradas (porque si les pagara justo lo que vale su trabajo de elaboración entonces no habría plusvalía, es decir, beneficio). Sin entrar en muchos detalles, otra de las claves del sistema es que de esa plusvalía obtenida debe reinvertirse una parte para conseguir mayor productividad... He aquí el sagrado concepto del crecimiento, obsesión y destino buscado por toda nuestra política económica de las últimas décadas. El problema es que, como señalan cada vez más economistas, el crecimiento indefinido es imposible. Tal vez no económicamente imposible, pero sí desde luego físicamente imposible. Un crecimiento infinito no es posible en un planeta con recursos finitos. Y esta idea, que parece algo que entendería sin mayor problema una niña de seis años, no consigue influir en el pensamiento de nuestros políticos y de los grandes poderes financieros que los teledirigen. El capitalismo ha prosperado en los últimos dos siglos gracias al uso y abuso de combustibles fósiles, cuyo pico de extracción probablemente ya se haya alcanzado y estén en fase de caída en cuanto a su producción (35). Gracias también, por otro lado, a la explotación de mano de obra barata en cada país y, cuando en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se consiguió mejorar las condiciones de todas las personas que formaban parte de esa mano de obra con el establecimiento del estado del bienestar, se pasó a partir de los años 80 y cada vez más durante todo el proceso de globalización a buscar mano de obra aún más barata en países en vías de desarrollo, explotando a los pobres de allí a la vez que volvía de nuevo pobres a las gentes de aquí. El capitalismo ha progresado también gracias al hundimiento del comunismo soviético, como si el fracaso de uno supusiese el éxito del otro. La crítica hacia el sistema capitalista no debe caer, en nuestra opinión, en defensa alguna del sistema soviético: aquello eran dictaduras sin respeto por los derechos civiles, pero de la misma manera que lo es la China actual, la España del genocida Francisco Franco, el Chile del asesino Pinochet o la Arabia Saudí amiga de nuestros reyes, todos ellos regímenes despreciables bien adscritos al capitalismo y fieles aliados de países ejemplos de libertad como Estados Unidos o los que forman la Unión Europea.
El capitalismo funciona provocando una desigualdad extrema en la sociedad (36). Porcentajes menores del 5 o a veces del 1% de la población poseen más del 50% de la riqueza en los países de nuestro entorno, mientras que el 40% de la población tendría casi el otro 50% de la riqueza. A la otra mitad de la población ya no le queda nada. Y esta desigualdad, como indican muchos estudios, solo se redujo en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial por los efectos de la misma, mientras que desde los 80 y el comienzo del auge del neoliberalismo económico, no cesa de aumentar. En estas últimas décadas, incluyendo la crisis terrible que se inició en 2008 y que diez años después no parece claro si ha terminado o si ya va a volver a empezar, los ricos lo son cada vez más, la clase media está cada vez más cerca de abajo que de arriba y los pobres -cuyo número no cesa de aumentar- son cada vez más pobres. En estas décadas ha triunfado el dogma neoliberal (37): privatizaciones masivas de servicios públicos, desregulación intensa del sector privado, impuestos cada vez menores para los ricos y las grandes empresas, puertas giratorias constantes entre responsables públicos y cargos electos hacia las empresas que se supone debían controlar.
Además, el capitalismo se construye sobre una serie de trampas en la práctica. Se supone que vivimos en sociedades donde prima el mérito, donde uno llega hasta donde le lleva su esfuerzo. Pero esto para nada es así. Nosotros somos profesionales sanitarios porque nuestras familias tenían dinero para mantenernos sin trabajar durante todos los años de carrera. ¿Que luego fue nuestro esfuerzo lo que nos permitió aprobar y especializarnos? Claro que sí. Pero si nuestras madres hubieran limpiado escaleras y nuestros padres hubieran estado en paro, nosotros habríamos tenido que empezar a trabajar bastante antes de los 25 y hoy podríamos estar currando por mucho menos de 1.000 euros al mes o directamente en paro mientras mucho listo achacaría nuestra posición social a nuestra falta de esfuerzo. El principal dato que indica los resultados académicos de una persona es el estatus socioeconómico de sus padres. No nos digan que eso cuadra mucho con una sociedad que se dice basada en el mérito. Pregunten por ahí con qué frecuencia los padres y madres de los jueces o de los médicos trabajan en la limpieza o en la construcción. Y no decimos que no haya casos, por supuesto, pero calculemos la proporción. La única forma de crear una sociedad cuyas desigualdades se basaran exclusivamente en el mérito y el esfuerzo, si eso fuera lo que quisiéramos, sería abolir la herencia. Pero los partidos que más dicen creer en el mérito propio, menos impuestos quieren cargar a las sucesiones. Como luego la sanidad y la educación públicas van sobradas de dinero...
El capitalismo pone en el centro el trabajo, el esfuerzo y, de ahí, se supone que uno obtiene una recompensa en forma de dinero con el que vivir o que reinvertir. Pero nuestras sociedades capitalistas solo funcionan -si es que a esto le podemos llamar funcionar- porque hay una enorme cantidad de trabajo de cuidados que se hace gratis, fuera del mercado y sin la cual el sistema se derrumbaría sobre sí mismo. El cuidado dado a los niños pequeños, a las personas ancianas, a los enfermos o a las personas dependientes es en gran medida suministrado de forma gratuita por familiares o amigos, pero -casi siempre- por mujeres, que son vistas como personas no activas laboralmente porque no ganan un sueldo, ya que la enorme cantidad de trabajo que llevan a cabo se realiza sin pago, sin descansos, sin vacaciones, sin reconocimiento. Para que luego haya quien diga que nuestra sociedad ya no es machista: el capitalismo necesita imprescindiblemente el machismo estructural y el patriarcado que lo articula para liberar al género masculino de todo este trabajo de cuidados y mandarlo a producir a las fábricas y las empresas.
Otra trampa del capitalismo actual es aún más curiosa. Realmente vivimos en una régimen que es solo capitalista a medias. Hay capitalismo a tiempo completo para los pequeños empresarios y los trabajadores, pero las grandes fortunas, el poder financiero, la banca y las grandes empresas solo son capitalistas en lo referente a los beneficios. Para las pérdidas son comunistas, es decir, eso pasa a ser problema del Estado y de los dineros públicos. Cuando los bancos ganan dinero, es muestra del buen funcionamiento de la empresa privada y de la mano invisible del mercado (debe ser invisible porque así no vemos cómo nos quita el dinero de los bolsillos), pero cuando lo pierden, se les regalan decenas de miles de millones de euros (que se dice pronto). Pérdidas socializadas ipso facto (y si se creen eso de que había que salvar el dinero depositado por la gente en los bancos, tengan en cuenta que los depósitos se podían haber cubierto con dinero público por una cantidad sensiblemente inferior y dejar luego que se hundieran los bancos, como manda el sistema capitalista para las empresas que van mal; recuerden que nadie rescata la frutería de la esquina); si una empresa privada gestiona un hospital o unas autopistas y no dan beneficios, pues no pasa nada, se rescatan con dinero público y, luego, vuelta a privatizar. Si los bancos necesitan dinero en cantidad, se lo presta el Banco Central Europeo (con dinero público, es decir, nuestro) al 0% de interés, para que luego los bancos nos lo puedan prestar a nosotros al interés abusivo que les apetezca. Si es que no sabe uno si es que ellos son muy listos o nosotros muy tontos.
Bueno, pues todo esto que les señalamos sobre la sociedad capitalista en la que vivimos y en la que intentamos rehabilitar a nuestros pacientes (con pensiones exiguas ellos, sueldos a la baja y malos contratos nosotros, con alquileres disparados, pensiones en peligro, etc., cortesía directa del capitalismo), todo esto es un poco lo de menos. Porque el principal problema del capitalismo y algo de lo que cada vez se habla más aunque a nadie nos guste mucho detenernos a pensar en ello, es el cambio climático.
El cambio climático y sus riesgos
Les reconocemos que alguna de nosotras se reía cuando le planteamos que íbamos a ser capaces de encontrar un hilo conductor entre la postpsiquiatría y el cambio climático pero, mal que bien, hemos llegado. Puede sonar un poco extraño tratar este tema en una publicación de psiquiatría y salud mental, pero nos tememos que este es el tema que debería tocarse en cualquier artículo o jornada, en cualquier ambiente familiar o laboral, en cualquier entorno, durante la próxima década, si queremos frenar un poco el desastre que se nos viene encima (38). El sistema capitalista que hemos descrito solo es capaz de funcionar quemando salvajemente combustibles fósiles, provocando emisiones masivas de dióxido de carbono a la atmósfera, lo cual, unido a la emisión del metano originado en las masificadas explotaciones ganaderas y a la enorme pérdida de superficie forestal que realiza su función natural de captura de ese dióxido de carbono, provocan el más que demostrado efecto invernadero, por el cual estos gases impiden la disipación de parte del calor que el planeta recibe del sol, con lo que se conserva más cantidad de la debida de dicho calor. Esto trae consigo la elevación de la temperatura del planeta. Hasta ahora, aproximadamente un grado respecto a la temperatura preindustrial, con el objetivo marcado en las últimas reuniones internacionales de no superar de aquí a fin de siglo los dos grados o, aún mejor, el grado y medio. El aumento de las temperaturas es ya inevitable, pero cuanto más consigamos limitarlo, menores serán las consecuencias.
Señalaremos también que los escépticos del cambio climático no existen: la inmensa mayoría de los científicos no tiene dudas al respecto y los lobbys de la industria petrolera y otros, así como sus políticos a sueldo, tampoco son verdaderos escépticos: saben que el calentamiento es real, pero intoxican a la opinión pública con supuestas dudas para poder seguir haciendo negocio con sus reservas de petróleo o gas, indiferentes a la salud de la población y confiando en que sus inmensas fortunas les ayuden a protegerse en el mundo caótico que se avecina. No debería sonarnos demasiado paranoico: es lo mismo que hizo la industria del tabaco respecto al cáncer de pulmón y lo mismo que hace habitualmente la industria farmacéutica (recibiendo multas ridículas por ello) con efectos secundarios que oculta de sus fármacos (y si no nos creen, recuerden la rosiglitazona (39) o el rofecoxib(40)).
El aumento de temperatura solo es una de las consecuencias a que nos enfrentamos. Al ser el clima un mecanismo extraordinariamente complejo, muchos efectos son difíciles o imposibles de predecir, pero sabemos que para muchos de ellos hay un punto de umbral. Por ejemplo, está estudiado (41) que a mayor temperatura, mayor fusión del hielo de Groenlandia, el problema es que cuando se alcance una determinada cantidad de hielo fundido, este deshielo ya será imparable aunque la temperatura no siga aumentando y, si llega a producirse, traerá consigo una aumento del nivel de los océanos que puede ser de 6 o 7 metros. Eso implicaría la desaparición de la mayoría de las ciudades costeras del mundo tal como las conocemos. Que esto no vaya a ocurrir a lo mejor hasta dentro de 50, 100 o 200 años no le resta nada de gravedad. Otro ejemplo (42): el permafrost es suelo congelado que retiene ingentes cantidades de metano. Si inicia un proceso de deshielo, liberará todo este metano, gas que provoca veinte veces más efecto invernadero que el dióxido de carbono.
Son solo algunos ejemplos. Y como siempre, serán los más pobres los más afectados. Ya hay muchas zonas de África con sequías más intensas de lo que deberían ser, con lo que eso implica en términos de alimentación y supervivencia. Miles de refugiados climáticos ya se dirigen hacia Europa, buscando algo del bienestar que los europeos disfrutamos, entre otras cosas, por haber expoliado sus riquezas y haberles reducido a la esclavitud durante siglos, de la misma forma que seguimos apoyando allí gobiernos dictatoriales corruptos, mientras las materias primas como el coltán para nuestros móviles sigan llegando a occidente y podamos usar mano de obra bien barata para nuestras camisetas.
En el tema del cambio climático hay que huir a la vez de dos extremos. No se puede caer en el catastrofismo. Para empezar, porque si no conseguimos reducir sus efectos, tendremos toda la vida y la de las próximas generaciones para ser catastrofistas, no hay prisa por empezar y menos ahora, que todavía disponemos de algunos años para disminuir mucho los efectos más dañinos del calentamiento global. Pero tampoco hay que caer en el optimismo ingenuo de pensar que alguien inventará algo para quitar esos gases de la atmósfera o para enfriar el planeta. La mayoría de los científicos dudan seriamente que eso llegue a ocurrir y posiblemente cualquier tecnología que pueda ayudar será de efectos limitados (y no estará exenta de grandes riesgos) ante la magnitud del problema. A nivel tecnológico, lo más útil sería dejar de consumir ya carbón, petróleo y gas, dejar sin tocar las reservas que aún quedan y no emitir más a la atmósfera, junto a una modificación brutal de nuestros hábitos de vida, un abandono del capitalismo y de la obsesión por el crecimiento económico e ir creando una sociedad donde los objetos duren mucho más, se consuma mucho menos, se desarrolle la actividad laboral y vital mucho más a nivel local, con un transporte mucho más limitado que ahora, etc.
Un error común es pensar que el problema del cambio climático es como el de la capa de ozono. Este último obedecía a determinados gases de los aerosoles que fueron prohibidos y sustituidos por otros, sin problemas para las industrias fabricantes ni para los consumidores. Un problema concreto con una solución concreta. Adaptando el comentario de Andreu Escrivá en su imprescindible libro sobre el cambio climático “Aún no es tarde” (43), el agujero de la capa de ozono era una alergia que se solucionó quitando de la dieta el alimento en cuestión, mientras que el cambio climático es una obesidad mórbida en un paciente diabético, cardiópata, fumador, bebedor y toxicómano, con insuficiencia respiratoria, renal y hepática, que no quiere cambiar nada de su estilo de vida ni acepta indicación médica alguna.
Entre el catastrofismo y la ingenuidad, que no valen para nada, hay otra actitud, habitual en todos nosotros, que tampoco va a ayudarnos: el mirar para otro lado, el decirnos -nosotras lo hemos hecho durante mucho tiempo- qué se le va a hacer; no podemos evitarlo; ya lo arreglarán; total, falta mucho para que se note... El cambio climático es el elefante en la habitación de la humanidad en el siglo XXI y, aunque no hablemos de él, no desaparecerá sino que se hará más grande y nos hará más daño. Pero hay un detalle importante en el que detenerse: luchar contra el cambio climático implica actividades cotidianas del día a día que son responsabilidad de todos y que debemos hacer: reciclar adecuadamente residuos, usar menos el coche o el avión, comer menos carne, gastar menos energía, etc., etc. Todo eso está muy bien, pero no nos engañemos ni nos dejemos culpabilizar: el cambio climático es culpa de toda la sociedad pero el grado de dicha culpa no es el mismo. Ustedes y nosotras tienen -tenemos- escasa responsabilidad. Nuestro papel, tanto en la creación del problema como en su solución en base a nuestra actividad diaria, es menos que mínimo. Hay cien empresas en el mundo que son responsables de la mayor parte de emisiones de gases de efecto invernadero del planeta (44). Listado de empresas que, nos atreveríamos a aventurar, coincidiría bastante con las que hacen presión con tan buenos resultados sobre nuestros representantes públicos (aunque no sabemos si a sobornar se le puede llamar “hacer presión”) y, a la vez, evaden masivamente impuestos de formas más legales o más ilegales. Es decir, que reciclar está muy bien y es imprescindible pero, dicho esto, creemos que lo principal es ser conscientes de dónde están los culpables y, por tanto, las soluciones. Esta batalla va a tener mucho de lucha política, de hacer huelgas, protestas, artículos como este, y también va a ir de votar a partidos políticos que de verdad quieran hacer algo para intervenir en este problema. Parece mentira que tengan que venir movilizaciones de adolescentes a señalarnos la importancia de no destruir el clima. Y debemos recordar que no es el planeta el que corre peligro, sino nuestra supervivencia como especie en él. Esto no es un movimiento más o menos hippie de “salvar la Tierra”, porque la Tierra seguirá existiendo aunque la temperatura llegue a 60 grados, con otra vegetación y otra fauna. Somos nosotros, los seres humanos y nuestra civilización, quienes nos jugamos la supervivencia.
El cambio climático es el principal problema de nuestra sociedad y está causado por el sistema capitalista que devora por igual materias primas, recursos naturales, hombres, mujeres y niños por un poco -o un mucho- más de beneficio.
¿Se acuerdan de la imagen del barco como sociedad humana donde estábamos todos metidos? Pues los que mandan, los que tienen el dinero, los que controlan el timón y las máquinas, están usando la madera de la cubierta para alimentar la caldera, y luego seguirán con la del casco, hasta que no podamos seguir a flote. Y su ambición e incompetencia han provocado que ya haya fuego en la bodega. Y está muy bien que nos preocupemos mucho por mejorar la psiquiatría tal como la conocemos, y la postpsiquiatría es un intento sincero, útil y necesario de crear una mejor psiquiatría para las personas que atendemos pero, por muy bonito que nos quede nuestro camarote, de nada servirá si el barco arde y se hunde. Hemos dedicado a la postpsiquiatría casi diez años de trabajo, estamos orgullosos de ello y probablemente seguiremos, pero no queremos acabar como la orquesta del Titanic, intentando hacer sonar las mejores notas de la melodía mientras el barco se iba al fondo.
La postpsiquiatría es un intento de denunciar los defectos de la psiquiatría actual para desarrollar una mejor. Pero como nos dijo una vez alguien, no habrá una psiquiatría mejor sin una sociedad mejor. Y no habrá sociedad mejor sin abandonar el capitalismo, no por ninguna nostalgia comunista prosoviética de banderas rojas, hoces y martillos, sino por un movimiento, aún solo esbozado, que esté formado por muchos hilos que den forma a un gran tapiz: los hilos del feminismo más combativo, del ecologismo imprescindible, del decrecimiento, de la sostenibilidad, de la economía colaborativa, del predominio de lo público en todo lo necesario (sanidad, educación, energía, transporte...), del fin de la desigualdad por nacimiento y no por mérito, del fin del racismo, de la explotación laboral... Y todos ellos, también ahí el hilo de la postpsiquiatría, deberían formar la red de una nueva sociedad postcapitalista en la que vivir mejor, sin duda con menos riquezas materiales, sin duda con más tiempo para disfrutar de nosotros mismos y de los nuestros, más pausa y menos prisa para cuidarnos... Es un sueño, sin duda, pero en nuestras manos está el intentarlo.
No sabemos si ha sido el artículo que esperaban, pero creemos que ha sido el artículo que necesitábamos, nosotras las primeras. Podríamos habernos limitado a hablar de nuestro libro, nunca mejor dicho, pero es que, de verdad, el mundo en que vivimos está ardiendo. Lo hace despacio, casi no se nota, y aún hay mucho tiempo para intentar apagarlo y minimizar los daños, pero mientras no hagamos nada, el fuego se irá extendiendo y lo que destruya quedará destruido para siempre. Y sobre todo, no olvidemos que lo que arde, y esto ya no es una metáfora, es el mundo. Es decir, no se podrá salir de aquí cuando el incendio empiece a quemarnos porque este aquí es todo lo que tenemos. Debemos ser conscientes del fuego y poner todos los medios para que haga el menor daño posible.
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