En esta entrada, aprovechando que estamos en época estival y esto se lee poco, vamos a permitirnos incluir un trabajo que uno de nosotros ha realizado para las asignaturas de Estética y Teoría del Arte I y II de la carrera de Filosofía que, con gran paciencia y abnegado apoyo familiar, está intentando acabar de una maldita vez. Se trata de un análisis estético (sin duda pretencioso y además muy largo) de la novela Rayuela, del eterno Cortázar. Por si gustan.
De la existencia como búsqueda, de la búsqueda como arte: pasos en Rayuela
ÍNDICE
·
Introducción
·
El contexto
o Acerca del autor
o Acerca del lector
·
Presupuestos
del análisis:
o Estética de la recepción
o Interpretación y hermenéutica
o Metafísica y patafísica
·
La forma:
o Tablero de Rayuela: juegos, elecciones, destino
o Lenguaje y estructura de la obra
o Análisis modal desde el atractor de Lorenz
·
El contenido:
o Resumen de la obra y lectura personal
o Análisis modal desde el atractor de Lorenz
o Notas fragmentarias que deben ser incluidas
·
Palabras
finales
·
Bibliografía
INTRODUCCIÓN
El presente escrito es, ante todo, un trabajo llevado
a cabo en el contexto del estudio del Grado en Filosofía, concretamente en las
asignaturas de Estética y Teoría del Arte I y II. Tales asignaturas plantean la
posibilidad de evaluación por medio de un pequeño ensayo que lleve a cabo un
análisis estético de alguna obra de arte (o temas relacionados con el mismo de
alguna manera). En mi caso, ha sido la novela Rayuela, de Julio Cortázar, la obra escogida (1).
El motivo de la elección es, aparentemente, sencillo.
Se trata de una novela que ha ejercido sobre mí una indudable fascinación desde
la primera vez que la leí. Tras terminar esa primera lectura, inicié sin
interrupción una segunda y, posteriormente, una tercera y una cuarta. Las dos
últimas han estado relacionadas con sendos trabajos que he tenido que realizar
sobre la obra, ambos de forma voluntaria, es decir, escogiendo como tema del
trabajo en cuestión esta novela, y no cualquier otra cosa.
El segundo trabajo es, evidentemente, éste que está
usted leyendo en este momento, amable lector. El primero era un breve ensayo
que relacionaba Rayuela con el
enfoque narrativo en psicoterapia y que tuve que realizar como trabajo final de
un master en psicoterapia integradora. Era a la vez un resumen y una cierta
lectura personal de Rayuela, y
aparecerá en este escrito en la sección sobre el contenido de la obra, como
posteriormente veremos.
El enfoque que vertebra este análisis es, desde
luego, el de una estética de la recepción.
En la ineludible tensión, de la que no dejaremos de hacer algunos comentarios a
lo largo del ensayo, entre universalidad
y subjetividad, tomamos partido sin
duda por una lectura subjetiva, anclada en y proyectada hacia, las propias
coordenadas biográficas y de personalidad del lector que encuentra en cada
lectura aquello que previamente va buscando, descubriendo tanto de sí mismo en
la obra como de ésta en sí mismo. Creo que es difícil leer Rayuela desde otros parámetros, ya desde la nota inicial, aunque
sin duda no deja de ser éste un argumento un tanto tramposo, porque he escogido
Rayuela, y no cualquier otra
manifestación artística, precisamente por la posibilidad que me brinda de tal
lectura subjetiva. Es decir, la naturaleza de la obra condiciona que el enfoque
haya de ser subjetivo, pero en realidad también el enfoque es subjetivo porque
se ha usado esta obra y no otra. Una cierta manera de querer afirmar la
subjetividad, desde una lectura indudablemente postmoderna y - pisando sobre
las huellas del trabajo original mencionado - narrativa, escogiendo el campo,
el equipo y el árbitro. Podría tal vez afirmarse también una estética de la
recepción analizando el Moisés de Miguel Ángel, pero sería un tanto más
complicado.
Tras esta breve introducción, nos ocuparemos del
contexto de la novela. Primero del lado del autor, con algunas notas
biográficas sobre Julio Cortázar, desde las que dar algo de luz a su escrito y,
a continuación, del lado del lector, en este caso concreto, de mí mismo. Si
apelamos a una estética de la recepción como enfoque adecuado para entender la
novela, se hace imprescindible si no se quiere hacer el viaje por Rayuela a oscuras, el detenerse en
algunas pinceladas biográficas, personales y profesionales, del lector que
glosa la novela. Siempre sin perder de vista el suficiente pudor para evitar
convertir estas páginas en una suerte de autoanálisis
a lo Karen Horney (2), que lleve al desagradable resultado de revelar demasiado
del lector de la novela a costa de aburrir soberanamente al lector del ensayo.
Como en muchos puntos de la novela y del ensayo, buscaremos el imprescindible
equilibrio.
Continúa un capítulo acerca de los presupuestos del
análisis, en el que nos detendremos en comentar la citada estética de la
recepción, así como señalaremos unas notas sobre interpretación y hermenéutica,
que creemos de interés para entender el encuadre desde el que llevamos a cabo
el análisis de la novela. Rayuela es,
desde nuestro punto de vista, una obra con indudable tinte metafísico, en parte
irónico - patafísicamente irónico -,
y en parte arriesgadamente literal - contracción tal vez de literariamente real -. Algo de ello será
comentado también.
Seguiremos nuestro camino por Rayuela deteniéndonos en la forma. Tocaremos aquí el inevitable
tema del tablero, del juego que sólo avanza de elección en elección, aunque sin
que desaparezca nunca la duda de si un destino tramposo ha marcado los dados o
cargado de alguna manera la piedrecilla. Después, comentaremos las
características del lenguaje en Rayuela,
así como la peculiar estructura de la novela. Finalmente, nuestro análisis
formal concluirá con un intento de empleo del atractor de Lorenz para ese fin.
Aunque planteado por Claramonte (3) como herramienta de estudio y comprensión
de movimientos culturales amplios, como este autor ya ha señalado, lo creemos
utilizable a pequeño nivel en una obra en concreto o, al menos, en esta obra en
concreto: un libro que es, en palabras de Cortázar, a su manera, muchos libros.
Posteriormente, nos centraremos en el análisis del
contenido de Rayuela, lo cual sin
duda, será inevitablemente parcial, ya que sólo seremos capaces de interpretar
dicho contenido en tanto en cuanto sintonicemos con el mismo en base a nuestros
propios parámetros, variables además según en qué momento de nuestras vidas nos
acerquemos a la obra. Un resumen y lectura personal de la obra se intentará
desde estos parámetros, tocando enfoques psicoanalíticos, existenciales y
constructivistas, en una mezcla que como cualquier lector avezado puede
entender, no está exenta de importantes riesgos. Intentaremos recorrer también
esta parte del tablero sin ninguna peligrosa caída en el sinsentido o, al
menos, siendo capaces de salir más o menos airosamente del mismo. A
continuación, se volverá a emplear el atractor de Lorenz para un análisis que
en esta ocasión será del contenido. Por último, recogeremos unas notas finales,
inevitablemente fragmentarias, de apuntes que no nos hayan terminado de encajar
en el índice previamente diseñado.
Terminaremos con unas palabras finales, tal vez no
demasiado alejadas del punto de partida del ensayo aunque, como es sabido, para
volver primero hay que haber ido. Una bibliografía sin duda no del todo
aprovechada por el autor de estas líneas pondrá el punto final al presente
trabajo.
Esperemos que este pretencioso escrito les guste o,
incluso, que contribuya a abrir alguna pequeña nueva perspectiva en algún
aspecto de los múltiples que conciernen, y por los que es concernido, el ser
humano en tanto tal. Creo que no de menos trata Rayuela, o al menos eso es lo
que he logrado atisbar en ella, saltando entre casillas intentando llegar a un
cielo que no sé si es algo más que la búsqueda en sí.
Busquemos, pues.
EL CONTEXTO
Acerca del autor
Lo primero para contextualizar una obra es saber algo
de su autor. Aunque planteemos una estética de la recepción, cargada de
subjetividad, no se proyecta en el vacío. La experiencia estética de la obra
artística puede ser subjetiva, pero no es equivalente a la experiencia
psicoanalítica en la que el analista ocupa el
lugar del muerto y se transforma en un lienzo en blanco en el que el analizado
escribe los trazos de su inconsciente. No, aquí el lector interpreta sobre una
página ya escrita. Escrita por alguien y, para interpretar sin construir
castillos en el aire (algo a lo que, por otra parte, tan aficionado es el
psicoanálisis, que gusta de elaborar hipótesis para tratarlas después como si
fueran hechos), es necesario saber algo de ese alguien.
En nuestro caso, por supuesto, alguien es Julio Cortázar.
Unas breves pinceladas biográficas (4) para encuadrar
al autor de Rayuela: Julio Cortázar nace
en Bruselas el 26 de agosto de 1914 y muere en París el 12 de febrero de 1984. Se
le podría catalogar como escritor, profesor y guionista. Hijo de padres
argentinos, su padre fue destinado a la embajada de Argentina en Bélgica y su
familia se refugia en Suiza durante la Primera Guerra Mundial hasta 1918, momento
en que regresan a Buenos Aires. Obtiene el título de maestro en 1932. En 1935
comienza la carrera de Filosofía y Letras, da clases y publica estudios de
crítica literaria. De esta época es conocida su colección de sonetos
Presencia (1938), que publica bajo el seudónimo de Julio Denis. En
los años cuarenta, por problemas políticos, tiene que abandonar su puesto de
profesor en la universidad, y comienza la publicación de artículos y relatos en
revistas literarias. Tras conseguir el título de traductor oficial de inglés y
francés se traslada a París, donde trabaja como traductor de la UNESCO. En 1951
comienza su exilio. Dedica su vida a viajar, pero reside principalmente
en París. Las traducciones que realiza de Edgar Allan Poe (entre otros)
influyen en su obra, como por ejemplo en su colección de relatos Bestiario
(1951). A pesar de haber realizado distintas publicaciones durante todos estos
años, no se hace famoso hasta Rayuela, que empieza a escribirse en 1951
y se publica en 1963, su obra maestra.
Cortázar destaca por sus misceláneas o
del género “almanaque”, donde mezcla narrativa, crónica, poesía y ensayo, como
por ejemplo en La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y 62, modelo
para armar (1968). El viaje que realiza a Cuba en los sesenta, le marca
tanto que comienza su andadura política. Apoya a líderes políticos como Fidel
Castro, Salvador Allende o Carlos Fonseca Amador. Forma parte del Tribunal
Internacional Russell, que estudiaba las violaciones de Derechos Humanos en
Hispanoamérica. En su Libro de Manuel (1973), queda reflejado su
compromiso político. En los años siguientes se destacan los poemas Pameos y
meopas (1971), los relatos de Octaedro (1974) y Queremos tanto a
Glenda (1980) o Un tal Lucas (1979) y Los autonautas de la
cosmopista (1983) de su obra miscelánea. Éste último fue escrito en
colaboración con su tercera y última esposa, Carol Dunlop. En 1984, recibe el
Premio Konex de Honor en Argentina. Poco antes de fallecer, publica su libro de
poemas Salvo el crepúsculo (1984) y los artículos Argentina, años de
alambradas culturales (1984). En 1996, se publica póstumamente su ensayo
Imagen de John Keats y en el 2009 aparece Papeles inesperados, una
obra miscelánea encontrada por su primera esposa, Aurora Bernárdez.
Sin embargo, aunque tal información es necesaria para
conocer al escritor, no nos dice mucho del hombre que, delante del papel en
blanco, dio forma al universo de Rayuela.
Para conocerlo es mucho más interesante una entrevista realizada por Joaquín
Soler Serrano en el programa “A fondo” de RTVE, en 1977 (5). Para quienes
pasamos ligeramente de los 40, la atmósfera de estas imágenes (su estética, si se me permite la licencia)
tiene un oscuro aroma de infancia: blanco y negro, señores hablando
pausadamente, sin gritos ni recomendaciones de determinadas marcas de comida
rápida, dos vasos de whisky (Cortázar es el primero en terminarlo y pide a su
interlocutor un poco del suyo para continuar la entrevista) y, por supuesto, el
venenoso pero sin embargo hipnótico humo del cigarrillo envolviendo la
estancia... Ahí, al menos ésa es mi impresión, se perfila Cortázar, catorce
años después de escribir Rayuela.
La entrevista merece ser vista completa pero, en lo
que concierne a nuestro estudio de la novela, he rescatado algunas ideas del
autor que tal vez iluminen algo el análisis de Rayuela o, al menos, lo hagan en la dirección por la que quiero
recorrer el tablero de la obra. No son citas exactamente textuales, pero
muestran al menos fragmentos del escritor y de la persona que fue Julio
Cortázar. Señalaré el minuto y segundo aproximado en que comienza cada
comentario, por si se quiere localizar en la entrevista sus palabras exactas:
· 20:30: Su madre
fue figura importante para él tras que su padre los abandonase cuando él tenía
seis años. De las dudas de ella, aprendió que todo era relativo, todo era
precario.
· 31:20: Cada
libro es un libro más y un libro menos, para llegar al absoluto, que no llega
porque te mueres antes.
· 33:20: Tiene una
determinada noción de estilo: si hay que decir algo, debe decirse de la forma
exactamente adecuada.
· 39:10: El mito
de Teseo y el Minotauro desde una óptica diferente: el Minotauro es el hombre
libre, el poeta, el diferente, atrapado en manicomios - añado yo: lugar metafórico o real al que no dejaremos de retornar -
o laberintos, mientras que Teseo es un representante del orden. El Minotauro es
inocente y crea una sociedad feliz mientras que Teseo es un fascista.
·
41:30: El poeta
es el hombre que no se conforma con este lado de las cosas, busca el otro.
· 49:50: Existe la
posibilidad de múltiples lecturas de un texto. Hay lectores con segundas o
terceras interpretaciones y no se puede excluir que la interpretación del
lector sea correcta. Aquí añadimos:
Desde luego, la importancia de un enfoque centrado en la recepción se hace
evidente, aun cuando Cortázar parece señalar que hay una interpretación
“correcta”, entre las demás. Una especie de interpretación psicoanalítica que
desnuda al síntoma y, en el mismo acto, lo elimina. No es nuestra opinión,
influidos como estamos por toda una postmodernidad que derrumbó no sólo los
grandes relatos de la modernidad sino también las pequeñas verdades evidentes
de nuestra cotidianeidad. No creemos posible encontrar la interpretación
“correcta” sino construir - pegados al texto de Cortázar y no sobrevolándolo -
alguna interpretación posible que nos revele algo más sobre el texto mientras
nos oculta algo menos sobre nosotros.
·
55:00: El final
de Rayuela fue escrito en semanas, en
condiciones físicas tremendas. Llega un momento en que todo se concentra y hay
que terminar.
· Aquí añadimos: En un momento dado (56:00), Cortázar habla en concreto del Parque Güell,
de Barcelona. No tendría mayor importancia sino fuera porque tal lugar es uno que
no visité en un viaje mío a dicha ciudad, por determinadas razones que no
vienen al caso, pero que quedó en mi memoria como una oportunidad perdida,
símbolo y síntoma de cierta época de mi vida. Y, a su vez, la coincidencia
resalta aún más cuando el autor de Rayuela
relata sólo dos minutos después (58:00) una anécdota personal que creo podría
calificarse como inquietante: habla Cortázar cómo tenía en casa una pared llena
de recortes de periódicos, fotos, imágenes de cuadros, etc., formando un collage que sólo el azar había reunido.
En lo alto, una pintura de Klimt, el dibujo de una mujer, donde observó una
línea que recorría la figura y se continuaba, azarosa pero obstinadamente en el
papel de abajo y en el de abajo de éste, recorría una foto de Armstrong y así
hasta el final de la pared, atravesando distintas imágenes y figuras, sin
interrumpirse en ningún momento... Cortázar se vio inmerso en un sentimiento de
lo fantástico, y pensó en hacer una foto, pero pensó: ¿para qué una foto?, sólo
sería una prueba material de la cosa. La escena relatada me parece muy
poderosa. Una estructura subyacente que se revela en medio del aparente caos.
Una coincidencia que no es más que una coincidencia, pero que marca un camino,
una línea que la mirada y el pensamiento no pueden evitar seguir... Eso es Rayuela: una amalgama de capítulos y
textos cuya estructura subyacente no deja de mostrar las líneas de fuerza que
le dan sentido. Como alguna vez dijimos, Rayuela
tal vez puede ser considerada una metáfora de la vida, y acaso la vida no sea
otra cosa que un montón de encuentros casuales y devenires no buscados en los
que, sin embargo, si uno se fija, es capaz de encontrar las líneas que marcan
prioridades y sentido. O acaso también tales líneas sean imaginarias y sea uno
mismo quien coloca en tales ilusiones perceptivas sus propias prioridades y
sentidos. Pero ninguna diferencia habría entre una posibilidad y la otra.
·
59:00: Cortázar
sigue: el jazz tiene una presencia continua en lo que yo escribo. Mi trabajo de
escritor tiene un ritmo, un latido, un swing...
Si no está, no sirve. Lo cual conduce al problema de la traducción, que muchas
veces lleva a perder tal ritmo.
·
1:07:00: La
novela El perseguidor es un
antecedente de Rayuela (hecho
descubierto después de escribir Rayuela).
Su protagonista es Johnny Carter, quien es el músico Charlie Parker y, a la
vez, el personaje Horacio Oliveira.
·
1:19:00: Cuando
me preguntan por la novela, por Rayuela,
deberían preguntarme por los lectores.
·
1:21:00: Debe
haber un lector cómplice.
·
1:22:00: La
negación de la realidad cotidiana y la apertura de otras realidades son mi
trabajo, mis intereses, mi vida.
Otra entrevista interesante fue realizada en Madrid
en 1983, por Antonio Trilla (6). Recogeremos a continuación también algunos
comentarios del escritor en dicha entrevista.
· Miraba todo con
un criterio exclusivamente estético, y lo veía como un fenómeno estético.
·
Desacralizar la
literatura... Siempre pensé que había en la vida cotidiana elementos llenos de
belleza, que era necesario incorporarlos a la literatura.
·
El jazz ha
influido mucho en mi obra. Me enseñó cierto swing
que está en mi estilo e intento escribir mis cuentos un poco como el músico de
jazz enfrenta una pieza, con la misma espontaneidad de la improvisación.
Otra conversación con Cortázar (7), protagonizada
ésta por Ernesto González Bermejo nos trae alguna otra reflexión:
·
Sobre suprimir
fragmentos, dice: “para mí, el estilo es una cierta tensión y esa tensión nace
de que la escritura contiene exclusivamente lo necesario”; “la mala literatura
está llena de flequitos”; “buen estilo barroco”; “poesía de concisión:
generación del 27, Baudelaire...”; “flecos que no conseguía eliminar:
romanticismo latente del que no podía liberarme”.
Luego habremos de volver sobre estos aspectos
formales.
En la obra La
vuelta al día en ochenta mundos (8), Cortázar da rienda suelta a su mundo
interno y a sus influencias culturales, componiendo un collage de textos e imágenes, sólo aparentemente disgregados entre
sí, que también aportan información de primera mano sobre el hombre y el
escritor. Dejaremos señalados algunos puntos:
· En la página 9: “[...] citar es
citarse, ya lo han dicho y hecho más de cuatro, con la diferencia de que los
pedantes citan porque viste mucho, y los cronopios porque son terriblemente
egoístas y quieren acaparar a sus amigos [...]”. Se hace referencia a Artaud, Didi o Duchamp. La
influencia del surrealismo, nunca negada, se hace patente. Y, en estos bucles
dentro de bucles y metáforas dentro de metáforas, comprendo que al citar con
profusión a Cortázar (y al dedicar este ensayo a su obra magna) no hago otra
cosa que citarme también, en el sentido que no comento frase suya que no
firmaría yo también. Intento ser cronopio sin saber si lo consigo.
· En la página 21, habla del juego, de una constante
lúdica, de cómo un hombre-niño lucha por rematar el juego de su vida.
· En la página 22, el ingenio realista, las líneas de
fuga que nos remiten a Deleuze. Luego tendrá su lugar (o su no-lugar) la
metafísica.
· En la página 25, señalando otra coincidencia como la
línea que bajaba desde Klimt pasando por Armstrong, se cita a Ponge (9), autor
que a su vez es citado por mí en el primer trabajo sobre Rayuela, recogido en la sección sobre el contenido. Y vuelta al
bucle.
· En la página 67 habla de Morelli, su influencia, la
realidad. El escritor, trasunto del propio Cortázar, cuya presencia domina los
capítulos llamados prescindibles, hace aquí su aparición.
· En la página 86, maravillados, asistimos a la
presentación del RAYUEL-O-MATIC, la
máquina para leer Rayuela de forma
completamente moderna. Artilugio que nos recuerda, como señala Andrés Amorós
(10) a Duchamp, el ready-made, lo
surrealista.
· En la página 160, una imagen bellísima: la locura, un lápiz que de repente.
Bella y terrible, relacionada con mi propia historia, como enseguida veremos.
Los círculos concéntricos entre autor y lector siguen apareciendo (o siendo
creados a través de las proyecciones de uno en la obra de otro, lo cual no es
tan diferente en realidad).
· En la página 207, otra vez la locura, la salida del
mundo, otra realidad. Imágenes que nos remiten pronto a Oliveira y sus
fantasmas.
· En la página 208, toda una declaración de
intenciones: el autor no quiere admiración, quiere complicidad. Y en ello
estamos.
Acerca del lector
Tras conocer, aunque sea someramente, algunos
aspectos del autor de Rayuela, no
podemos dejar de decir algunas palabras acerca del lector, en este caso, yo
mismo. Un sano pudor deberá impedir que las páginas que siguen se conviertan en
una sesión de psicoanálisis o en una confesión religiosa, pero algunos apuntes
son imprescindibles si queremos acercarnos a Rayuela desde una estética de
la recepción, que otorga vital importancia a la posición de quien recibe la obra.
En el momento que escribo estas líneas, tengo 42 años,
soy varón, oriundo de León y he vivido casi toda mi vida adulta en Canarias.
Estoy casado y tengo tres hijos de 10, 8 y casi 2 años. Soy psiquiatra y
trabajo habitual, aunque no exclusivamente, con pacientes psicóticos (lo que la
cultura popular, tal vez con mayor acierto y exactitud que la ciencia
oficialista, siempre ha llamado locos).
Me he considerado siempre políticamente de izquierdas, aunque reconozco haber
votado a partidos que sólo lo eran de boquilla (mea culpa) y me dispongo, no sin grandes dudas, a votar a los de
abajo para echar a los de arriba. Estudio Filosofía porque quiero atisbar el
campo inmenso de todo lo que no sé, o de lo que tal vez no pueda saberse,
cansado de las aburridas certezas que la Medicina tiene y la Psiquiatría desea.
Mis intereses culturales son, tristemente, poco contraculturales y sí muy de
cultura de masas. Me fascina la ciencia-ficción y muy especialmente, los
universos de los llamados superhéroes,
tanto en cómic como en cine. Desde muy niño leí, y continúo haciéndolo,
historias de estos héroes y heroínas, considerándolas una moderna mitología de
nuestro tiempo. No en lo que representan como referentes morales burgueses que
sin duda forman parte de la superestructura ideológica que nos inculca que los malos de las historias son los
ladrones de bancos (y no sus dueños) o que el peligro viene de lejanos líderes
extraterrestres que buscan nuestros recursos naturales (cuando son nuestros
cercanos líderes terrestres quienes los destruyen en su exclusivo beneficio),
sino en cuanto son relatos que constituyen universos cerrados con su propia
coherencia interna y su continuidad histórica, de la misma forma que las
diferentes mitologías, como la nórdica o la greco-romana. Cada universo (por
ejemplo, el de DC Cómics o el de Marvel Cómics) tiene sus personajes y su
Historia. Y, de tanto en tanto (en busca de aumentar las ventas, todo hay que
decirlo), aparecen historias alternativas, del tipo “qué hubiera pasado si...”, que exploran otras realidades... ¿Y si los padres de Batman no hubiesen
sido asesinados...?, ¿Y si Superman
no hubiera llegado a la Tierra...? Es decir, exploran otras realidades que no
son pero pudieron haber sido. Un salirse de la realidad para llegar a otro
sitio.
Como he dicho, otra de mis obsesiones es la ciencia-ficción.
El ejemplo más evidente para enlazar con lo que vengo señalando, es la trilogía
de Matrix (11). En la primera película, comienza la acción en un mundo que
parece en todo el nuestro, para luego desvelarse, previa caída por la madriguera de conejo, como una
ilusión virtual que esconde una realidad muy diferente. Se ha salido de una
realidad para llegar a otra, peor y más dura, pero real, al menos hasta donde llega la trilogía. Evidentemente, ni
Matrix ni el cómic de superhéroes son para nada originales en estos
planteamientos. La historia de la filosofía, que es la historia del pensar
humano, está atravesada por determinadas cuestiones fundamentales: el origen
del mundo, el origen del ser humano, la libertad, la muerte y, sí, la
naturaleza de la realidad. Ésta última es, de todas, la que más me fascina, la
que busco en las obras de cultura popular comentadas y la que encuentro en Rayuela, con la irónica y desesperanzada
búsqueda de Horacio Oliveira de un centro
real, al que asirse, o desde el que de dar un paso más allá para salirse del
mundo, para llegar a otra cosa.
Evidentemente, resulta obvio que la elección de mi
profesión no es para nada independiente de estos intereses. Me hice psiquiatra
por una amalgama de deseos, ilusiones e ingenuidades: el autoconocimiento, la
trascendencia de lo mundano, la ayuda al otro, el aroma del misterio y, desde
luego, el poder ser espectador de otras realidades, de otros delirios, desde el
parapeto seguro de quien, con las llaves de la puerta en el bolsillo, traza la
línea que separa cordura de locura, realidad de delirio, sueño de razón. En
cierto sentido, una contradicción insalvable entre amar la belleza de una
construcción delirante y trabajar centrado en derribarla (o, mucho mejor, en
ayudar a hacerla habitable). Un guardián que define y defiende lo que una
sociedad considera real desde lo alto
del Muro, pero se ve fascinado por la locura
(que no el sinsentido) que está más allá.
Para mí, y desde una estética de la recepción decir
esto no es decir poco, Rayuela es una
búsqueda de sentido en una realidad que, para Oliveira como para tantos otros,
carece de él. Una búsqueda empeñada en salirse de un mundo y una realidad que
se saben falsos para - como diría Cortázar - llegar a otros donde tal vez. Y
esta búsqueda y esta pregunta por otras realidades es algo que ha formado en
cierta manera parte de mi vida y de mis inquietudes (como algo propio y
sustancial del ser humano en la postmodernidad, me temo que carezco de
originalidad alguna más allá de los detalles). A los diez años fantaseo, tras
leer más tebeos de los debidos, no como el ingenioso
hidalgo ya que yo no llego a perder la razón (aunque él creía que tampoco
lo había hecho) con la posibilidad de que yo esté sólo en un mundo
postapocalíptico y todo lo que veo y vivo sea fruto de mi mente para enmascarar
esa terrible realidad. A los veintitantos, veo Matrix y la película resuena en
mí como pocas manifestaciones artísticas. A los treinta y pocos leo Rayuela por primera vez, en noches que
paso durmiendo a ratos sosteniendo a mi hija mayor, entonces recién nacida, en
brazos. La escena del bebé Rocamadour se me hace agónica, horriblemente hermosa
y terriblemente triste. A partir de entonces, Rayuela se convierte en una obsesión recurrente: la leo una segunda
vez justo tras acabar la primera. Un año después, necesito un tema para un
trabajo sobre psicoterapia y postmodernidad, y vuelvo a Rayuela, encontrando ahí las respuestas adecuadas o, mejor dicho,
las preguntas pertinentes. Años después, necesito una obra que analizar
estéticamente y, tras ciertas dudas, vuelvo a leer la novela. Encuentro lo que
dejé allí y cosas nuevas, porque yo no soy ya exactamente el mismo, aunque
tampoco deje de serlo.
Las dudas sobre lo
real siguen allí. La fantasía sobre otros mundos, otros dioses, otros
delirios, sigue alimentando mi imaginación, pero ya no mi deseo. Vivo una vida
feliz, en el sentido más pequeñoburgués
del término, y sueño con un universo cíclico, con un eterno retorno de lo
idéntico, con un tiempo congelado como otra dimensión del espacio que, tras mi
muerte y todas las muertes, me traiga de nuevo a este momento, a los anteriores
y a los que han de venir, con los míos, con mi realidad y mis viajes
imaginarios - ¿acaso los hay de otro tipo? – a otros mundos, otros espacios y
otros tiempos...
Pero, mientras tanto, a buscar de nuevo en Rayuela...
PRESUPUESTOS DEL ANÁLISIS
Estética de la recepción
Nos detendremos ahora en comentar las bases de la
estética de la recepción, enfoque del que partimos en nuestro análisis de Rayuela. Seguiremos en primer lugar una
revisión del tema llevada a cabo por Luis Morón Hernández (12), que nos parece
señala los aspectos más sobresalientes en este tema.
Como recoge en su texto Morón, es Oscar Tacca (13)
quien dice: “uno de los cambios más importantes registrados en la crítica
contemporánea es el esfuerzo por ver la obra no desde el lado de su producción,
sino de su consumición”. Por su parte, Karl Alfred Blüher señala que “la
contribución mayor a la estética contemporánea concierne, a nuestro parecer, a
la introducción de la problemática de la recepción en las cuestiones de crítica
literaria”. Como afirma Morón a partir de estas opiniones, es el lector quien
toma el papel relevante en los procesos de comunicación. Tradicionalmente, el
énfasis se ha puesto en la producción de los textos, es el autor quien da
sentido a la actividad literaria. Es la llamada estética de la producción. Jakobson recuerda que desde el punto de
vista estructural, emisor, destinatario y concepto son indispensables. El lector
como principio activo forma parte sustancial del efecto generativo de la
comunicación literaria. Como afirma Blüher, citado por Morón, “Al quid sobre la
escritura sucede en nuestro tiempo el quid sobre la lectura. Disminuye el
interés por los problemas de la creación a favor de una consideración
fenomenológica de la obra desde el lector. La estructura de un texto es
inseparable de las determinaciones de su lectura. La “lectura” es, por
consiguiente, la mejor vía de acceso a los problemas de la “escritura””.
Como sigue diciendo Morón, fue Jorge Luis Borges
quien afirmó: “El libro [...] es el diálogo que entabla con su lector [...].
Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por
la manera de ser leída”. También nuestro Cortázar es citado por Morón en su
revisión de la estética de la recepción, recogiendo palabras de la propia Rayuela: “[...] me pregunto si alguna
vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa
es el lector...”.
La estética de la recepción literaria tiene a
Wolfgang Iser (14) como uno de sus principales exponentes. Una idea clave en
Iser es el llamado acto de concretización:
la obra literaria tendría un nivel artístico que “remite al texto creado por el
autor” y un nivel estético, que es “la concretización que realiza el lector”, y
“la convergencia entre texto y lector proporciona existencia a la obra
literaria”. Siguiendo todavía el escrito de Morón, Iser considera como rasgo
distintivo de la literatura la indeterminación textual, es decir, que la
ausencia de una correlación exacta entre los fenómenos descritos en el texto
literario y sus referentes extratextuales, provoca la indeterminación, la
imposibilidad de verificación. A partir de aquí, al lector se le abren dos
posibilidades: proyectar sobre el texto sus propias concepciones previas o
disponerse a revisarlas (aquí añadiré algo de mi cosecha: o tal vez ambas).
Para Iser, pues, el lector será el factor primordial del acto de lectura, pues
el criterio de indeterminación exige una respuesta de dicho lector.
Por su parte, Hans Robert Jauss (15) citado también
por Morón, señala que la vida histórica de la obra literaria no puede
concebirse sin la participación activa de aquellos a quienes va dirigida,
hablando de una doble implicancia entre literatura y lectores: “La implicancia
estética consiste en que la recepción primaria de una obra por el lector
incluye ya una comprobación del valor estético en comparación con obras ya
leídas. La implicación histórica se hace visible en el hecho de que la
comprensión de los primeros lectores prosigue y puede enriquecerse de
generación en generación en una secuencia de recepciones, con ello decide
también acerca de la importancia histórica de una obra y hace visible su
categoría histórica”.
Morón concluye: “Para la estética de la recepción la
complejidad de un texto reside en lo no dicho pues el texto está plagado de
elementos no dichos. De esta manera, el texto se emite para que alguien lo
actualice. El autor siempre prepara una estrategia textual, constituye un
lector modelo o implícito que puede o no concordar con el lector real [...].
Para los estetas de la recepción leer significa enfrentarse a un texto no del
todo completo o estructurado”. Creo, por mi parte, que Rayuela es un excelente ejemplo de un texto tal.
Consultando ahora a Simón Marchán (16), encontramos
ideas de interés para el tema que estamos abordando en este apartado. Habla
acerca del llamado duplicado
empírico-trascendental, en el que haya la raíz de la siguiente paradoja:
si, por un lado, se aboga por la universalidad del gusto en el género humano,
por otro, en la apreciación subjetiva del mismo se aceptan las diferencias en
los distintos sujetos y pueblos. Es decir, el gusto como capacidad universal
para discernir la belleza o lo estético en la naturaleza y en las artes, es
vivenciado de manera distinta tanto por cada uno de nosotros como histórica o
socialmente.
Marchán habla de la experiencia estética, en su
condición de distinción modal, como interpretada a la luz de un desdoblamiento.
Por una parte, desde el lado subjetivo o representación sensible del sujeto,
con la mediación de la imaginación entre la sensibilidad y el entendimiento, la
concordancia o el juego libre de las facultades que se relacionan entre sí de
un modo que es sentido placenteramente. La experiencia estética aquí se
reconoce en la metáfora lúdica, visualizada a veces como metáfora del espejo
por las continuas refracciones y “reflexiones” que suscita en el espectador,
quien unifica los materiales de las sensaciones y las representaciones de los
sentidos, promoviendo ficcionalmente formas arbitrarias de intuiciones posibles
y composiciones diversas.
Por otra parte, el mencionado desdoblamiento de la
experiencia estética tiene también un correlato objetivo de este juego de las
facultades, que es reconocible en expresiones tales como la finalidad de la
forma en la apariencia, la apariencia estética, el aparecer de los objetos, los
fenómenos estéticos, la salvación de la apariencia, etc. Este modo de existencia
propicia, sobre todo en la experiencia artística, tensiones no menos
recurrentes entre la esencia y los fenómenos, la cosa misma y sus imágenes, el
original y la copia, el modelo y el simulacro.
Hay una evidente tensión entre un lado marcado por la
universalidad y la objetividad, con todas sus referencias bibliográficas
externas y en sintonía con la Crítica de
la razón pura kantiana (17) y otro lado, constituido éste por la
particularidad, la subjetividad, la autorreferencia de la propia lectura,
situado en relación a su vez a la Crítica
del juicio del pensador de Königsberg (18).
Creemos que esta tensión entre universalismo y
particularismo, entre el polo objetivo y el subjetivo, puede verse en relación
a la tensión existente entre una estética de la producción, marcada por la
figura del autor y que encaminaría la obra a una interpretación única (casi
podríamos señalar ciertos tintes totalitarios
en este enfoque, claramente vertical) y una estética de la recepción, centrada
en la figura del lector - los lectores - y sus interpretaciones particulares y
subjetivas, además de cambiantes, de la obra. Sería éste un enfoque más, por
así decirlo, democrático, y es el que
preferimos para el abordaje de Rayuela,
siendo conscientes del círculo en que nos situamos: defendemos una estética de
la recepción y, para ello, escogemos una obra que encaja como un guante en
tales parámetros, lo que nos llevará, por una suerte de profecía autocumplida,
a confirmar que, efectivamente, la estética de la recepción era el enfoque adecuado.
Un poco como hacerse trampas al solitario y reconocerlo. Sin embargo, como
habitantes de la postmodernidad, creemos vivir - y leer - sobre las ruinas de
los grandes relatos y de las interpretaciones únicas de los hechos - y de los
textos -.
Dentro de esta estética de la recepción, que prima
ante todo la figura del lector a la hora de interpretar la obra artística del
autor, Cortázar (19) busca “un lector cómplice, un camarada de camino”, “el
lector hembra se quedará con la fachada”. Cortázar aquí hace referencia a la
búsqueda de un lector activo, que sepa hacer su trabajo de lectura en Rayuela, no pretender quedarse sentado
mientras la obra se cuenta a sí misma o bien transmite los lejanos mensajes de
su autor. Sin embargo, no deja de llamar nuestra atención el concepto de
“lector hembra”, empleado tan peyorativamente y que nos parece sumamente
inadecuado por la discriminatoria carga de género que explicita. ¿Significa
esto que Cortázar era un machista? Pues no tengo datos para responder a
semejante cuestión pero, sin duda, el autor argentino era hijo de su tiempo -
como lo somos todos -, y junto a la normalización de hechos tales como fumar o
beber alcohol en una entrevista en televisión, estaba en esa época ese tipo de
visión de la mujer, que poco llamaba entonces la atención y que, por desgracia,
en absoluto ha desaparecido en la actualidad de nuestras expresiones y
pensamientos. Creo que reflexiones como las que escribe Celia Amorós en su
texto El feminismo como proyecto
filosófico-político (20) son completamente lúcidas y muy recomendables para
acercarse a este tema.
Por otra parte, desde un punto de vista
psicoanalítico, es evidente lo sugerente que resulta la estética de la
recepción. La figura del lector que interpreta el texto literario, o la obra de
arte en general, en base a sus propios parámetros y con relativa independencia
del autor, remite ineludiblemente a la figura del psicoanalizado, asociando
libremente en el diván, en base a sus contenidos inconscientes libremente
evocados. Como en el psicoanálisis, donde el analista se sitúa en el llamado lugar del muerto - al menos en las
orientaciones lacanianas -, buscando convertirse en una especie de pantalla en
blanco donde el analizado proyecta sólo sus propios fantasmas y deseos
inconscientes, de la misma manera, aquellos autores que dejan gran cantidad de
detalles del relato en lo no dicho, provocarán mucho más la libre
interpretación por el lector. Cortázar mismo, por ejemplo, apenas describe
físicamente a los personajes de Rayuela,
o los lugares donde se sitúa la acción. Todos los detalles no incluidos en la
atmósfera descrita quedan como trabajo para el lector. Desde el punto de vista
psicoanalítico, en fin, la estética de la recepción no deja de representar una
suerte de autorrevelación.
Interpretación y hermenéutica
En estrecha relación con la estética de la recepción
que hemos comentado someramente en el apartado previo, está el nunca fácil
concepto de hermenéutica, como arte o
teoría de la interpretación del texto. Sin entrar en una reconstrucción
histórica de tal concepto, a partir de Schleiermacher, Dilthey, Husserl,
Heidegger o Gadamer, dejaremos unas pinceladas sobre el tema, creemos que
relevantes para nuestro estudio. Recurriendo de nuevo al texto antes citado de
Morón (Teoría literaria: Estética de la
recepción literaria), éste hace referencia a Gadamer, quien habla de la
existencia de una perspectiva hermenéutica cuando la comprensión del
significado del texto se entiende desde la historia personal del sujeto que
interpreta para, con ella, llegar a conocer el mundo que la obra es capaz de
mostrar. Gadamer establece un puente entre la hermenéutica y la teoría de la
recepción, cuyo propósito, a su vez, es permitir la comunicación entre pasado y
presente, hacer posible un diálogo. Gadamer concibe la hermenéutica como el
arte de comprender la opinión del otro.
Evidentemente, aquí hay matices y múltiples tonos de
gris. Como recoge Morón, Eric D. Hirsch, por ejemplo, defiende un subjetivismo absoluto,
que a su vez es criticado por las nociones de “lector implícito” de Iser o
“lector modelo” de Eco. Este lector modelo estaría constituido por el “conjunto
de condiciones de felicidad establecidas textualmente que deben satisfacerse
para que el contenido potencial de un texto quede plenamente actualizado”, lo
que presupondría que existe, de hecho, un contenido potencial e ideal del texto
frente a otros imperfectos. Queda la cuestión - peliaguda -, de quién tendría
potestad para establecer la mayor o menor legitimidad de cada lectura. En
palabras de Morón, el gran problema sigue siendo la polivalencia del texto
literario y el vértigo que produce el abismo relativista. Yo, desde mi
ignorancia, temo que tal abismo existe y que negar que caemos por él no
detendrá la caída. Queda al menos la posibilidad de imaginar que volamos.
Volviendo al texto antes referenciado de Marchán (Estética y teoría del arte), hace
también unos interesantes comentarios sobre la hermenéutica. En rebelión contra
ciertas estéticas de la formalización se llega a un desdoblamiento entre
formalización e interpretación. Desde los años 70 y 80 del siglo XX, en
paralelo con la llamada “condición postmoderna”, encontramos una extendida
crítica a los excesos objetivistas de las formalizaciones que propicia una
entrada en escena de la interpretación. Desde este paradigma - sigue Marchán -,
las obras no sólo parecen diluirse en el espacio nietzscheano-hermenéutico de
la interpretación, sino que se ven desplazadas por el nuevo protagonismo que
alcanza el espectador frente a la obra misma o al artista, ya sea en Adorno, la
Hermenéutica o Derrida. Un giro hermenéutico o retorno a la interpretación en
el que la experiencia estética desempeña un papel desconocido en las obras y, a
no tardar, terminará por desbordarlas. Un retorno que en algunos casos se
incoaba desde la semiótica y, en otros, venía acompañado por las nuevas
vivencias de la diseminación postmoderna, a fin de cuentas reedición de la
fragmentación moderna, junto a la negatividad de una subjetividad destruida, de
un sujeto lacerado, en proceso.
Siguiendo ahora a Diego Sánchez Meca, en su texto Teoría del conocimiento (21), nos
detendremos en un par de comentarios. Para el primer Heidegger hay un ámbito de
pertenencia recíproca de sujeto y objeto, que es el ser-ahí. No hay una definición del sujeto como contrapuesto al
mundo, sino como ser-en-el-mundo
articulado al mismo como comprensión y preocupación. Por ello, el mundo no
significa ni la totalidad de las cosas naturales ni la comunidad de los
hombres, sino la totalidad del horizonte que se anticipa a la comprensión y
como mundo de significados fijados por el lenguaje. El ser-ahí está en el mundo envuelto en un horizonte de
significaciones que posibilita la comprensión como estructura de anticipación.
A partir de aquí, Gadamer establece un vínculo - en
un primer plano fenomenológico - entre prejuicio, tradición y autoridad; lleva
a cabo una interpretación ontológica de esta secuencia a partir del concepto de
conciencia de la historia de los efectos;
y extrae unas consecuencias epistemológicas, según las cuales, una crítica
exhaustiva de los prejuicios (o ideologías) es imposible en ausencia del punto
cero desde el que tal crítica pudiera ser hecha. El hombre se encuentra,
ineludiblemente, siempre prendido en el círculo de la comprensión. Es, por lo
tanto, ilusorio e ingenuo pretender eliminar los prejuicios y hay que mostrar
su función fecunda y productiva, a la par que inevitable, para nuestra
comprensión, que resulta estar mucho más condicionada por nuestros prejuicios
que por nuestros juicios. Siguiendo la exposición de Sánchez Meca, no hay que
reducir el concepto de prejuicio a su sentido peyorativo de creencia errónea e
infundada, pero tampoco aceptar cualquier prejuicio como hecho ineluctable,
sino reconocer que el hilo conductor del discurso humano se desarrolla siempre
desde la tradición, que es puesta en juego continuamente en la medida en que el
discurso se desarrolla siempre de modo abierto y nuevo hacia el futuro.
Esta digresión nos parece del máximo interés. Cuando
nos enfrentamos como lectores a un texto, cuando yo me enfrento a Rayuela, lo hago solo pero no desarmado.
Es decir, cuento con todo un bagaje previo, socio-cultural y
biográfico-histórico, del que no puedo desprenderme en modo alguno. Mi lectura
estará inevitablemente condicionada por la educación que he recibido, que
depende tanto de la cultura en que crezco como de la crianza a que soy sometido
(dependiente a su vez ésta de aquélla, evidentemente), en el sentido de que
abro el libro cargado de prejuicios (dejemos a un lado la connotación
peyorativa del término: un pre-juicio
deber ser considerado un juicio-previo,
no más ni tampoco menos). Estos prejuicios, tanto colectivos de mi cultura como
personales míos, condicionan inevitablemente mi lectura y mi interpretación del
texto. Pero, a la vez, me son absolutamente indispensables para que tal lectura
tengo un sentido (y arrastre unas emociones) para mí. Ninguna lectura objetiva
es posible. Tal vez por ello, no sólo cada persona sino cada época (o, mejor,
cada contexto histórico-socio-cultural) trae consigo lecturas diferentes de las
obras artísticas. La existencia de juicios previos (es decir, pre-juicios) conlleva un determinado
sesgo en la interpretación de la obra en cuestión, pero dicha existencia
también es condición de posibilidad indispensable del acto mismo de la
interpretación. Un ser de otro planeta, sin ninguno de nuestros prejuicios,
nada entendería en Rayuela. Un ser
humano entendido en jazz, en poesía romántica inglesa y en la cultura parisina
o bonaerense de los años 60 del siglo XX abordaría Rayuela con un bagaje de conocimiento y juicios previos (no lo
olvidemos: pre-juicios) que marcarían
sin duda su lectura y su interpretación, enriqueciéndola y sesgándola por
igual.
En mi caso, como lector actual de Rayuela, confieso que nada sé de jazz,
de poesía romántica inglesa o de la cultura bonaerense de mediados del XX.
Apenas un poco más del París de aquellos años. Sin embargo, como cualquier
persona de mi cultura y entorno social e histórico, tengo ideas (tal vez decir
juicios sería más correcto) acerca de la amistad, la lealtad, el amor, la
pérdida, la vida o la muerte... Que tales ideas sean claras o confusas,
conscientes o inconscientes, nada tiene que ver. Que existan como prejuicios
con los que cargo al recorrer Rayuela
es un hecho. Un hecho que, en el mismo acto, me permite interpretar el texto de
forma personal y condiciona dicha interpretación.
Que cuando leí Rayuela
yo tuviera determinadas opiniones y experiencias acerca de la traición de los
amigos, de la soledad y la búsqueda de sentido, del amor y el desamor o de la
paternidad, condicionó inevitablemente mi lectura personal de la obra y, a la
vez, me permitió llegar a desarrollar en profundidad dicha lectura personal.
Metafísica y patafísica
Consideramos que Rayuela
es una obra evidentemente metafísica. Entendiendo ésta como aquella materia
filosófica que se ocupa de lo situado “más allá de la física”, de los primeros
principios, del ser y la realidad, sean lo que sean o se sepa de ellos lo que
se sepa. En Rayuela es constante la
referencia espacial a un más allá de la realidad. Horacio Oliveira busca un
“centro” de las cosas, o dar un paso, un simple paso, para salir de esta
realidad y llegar a otra, un buscar otros mundos, otros sitios... Los
personajes se mueven por el mundo, intentando o temiendo salirse o caerse de
él: del lado de allá - París -, al lado de acá - Buenos Aires -, paseando con
la pianista bajo la lluvia de París, con la clocharde
bajo los puentes del Sena, de una ventana a otra sobre un tablón jugándose la
vida y la muerte, pasando de un circo a un manicomio... Luego desarrollaremos
un posible resumen de la novela, con estas escenas y otras, pero hemos querido
mencionarlas aquí por su valor como ejemplo de lo que señalamos. Rayuela es un viaje, sin rumbo, a través
de callejuelas, vericuetos y pasos adelante y atrás, sin sentido claro. Un
viaje por un camino sobre un abismo, sin barandilla, sin que los protagonistas
- sobre todo Horacio -, sepan bien si temen o desean caer.
Un recorrido, que empieza ya en el prólogo del libro,
con un tablero de direcciones sobre el que hay que elegir cómo y hacia dónde
desplazarse, para no dejar luego de caminar, pasear, recorrer, buscar en
definitiva un lugar, otro lugar... Un lugar, si se nos permite, más allá de los
lugares físicos, es decir, un lugar meta-físico.
Transcribimos a continuación el párrafo inicial de una ponencia de Belén
Gache sobre los códigos gráficos de Rayuela
(22), que incide sobre esta cuestión de la importancia del aspecto espacial:
““Habitamos lo sincrónico en lugar de lo
diacrónico, y creo que se puede argumentar, al menos empíricamente, que nuestra
vida diaria, nuestra experiencia psíquica, nuestros lenguajes culturales, están
hoy por hoy dominados por categorías de espacio y no por categorías de tiempo,
como lo estuvieron en el período precedente del auge de la modernidad”, dirá
Fredric Jameson. Junto con Jameson, muchos teóricos han señalado de qué manera
en el siglo XX asistimos al debilitamiento de la estructura narrativa o
temporal en favor de un ordenamiento estético basado en la sincronicidad y la
forma espacial. [...] En la narrativa, los acontecimientos se ordenarán no ya a
partir de un diagrama lineal, unidireccional, causal, sino en una superficie
continua y abierta en la que se yuxtaponen diferentes experiencias, tanto
pasadas y presentes como intero y exteroceptivas. Mientras que el tiempo actúa
como elemento constrictivo que sólo permite moverse en una dirección, el
espacio se presenta, por el contrario, libre y pululante de posibilidades,
traspasado por desviaciones e intersecciones. En el siglo XX, la
espacialización parece traer aparejada la noción de movimiento e incluso, la de
deriva, con sus antecedentes en Poe y Baudelaire, desde Benjamin y Walser hasta
Cortázar. La deriva, a su vez, remitirá necesariamente a los fenómenos de
desterritorialización y reterritorialización”.
Desde luego, hay aquí indicios que apuntan a
Deleuze, pero muchos son los
acercamientos posibles o imposibles a la metafísica. Diremos unas palabras
desde el psicoanálisis lacaniano, sistema intelectual mucho más interesante
como enfoque metafísico que útil como herramienta clínica, en nuestra opinión.
Lacan habla de tres registros: lo imaginario, lo simbólico y lo real. Lo real
lacaniano no es lo que comúnmente entendemos como “realidad”, sino aquello que
está, por así decirlo, debajo, en lo profundo, en la esencia. Los lacanianos
afirman que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, que cada ser
humano nace en un mundo lingüístico que le envuelve y le marca - empezando por
su propio nombre, que nunca eligió - desde el primer momento. Como han
explicado magistralmente pensadores como Fernando Colina (23), el lenguaje
formaría una especie de película protectora, un barniz, encima de lo real, para
hacerlo habitable. Los seres humanos caminamos por el mundo diciendo: esto es una silla, eso un coche, aquello mi
padre. El lenguaje nos da seguridad pero, a la vez, lleva a cabo cierto
enmascaramiento de lo que hay debajo, de lo que Kant llamó la cosa-en-sí y Freud
consideró lo siniestro. Es
precisamente en la locura cuando se rompe esa película protectora y aflora lo real en forma de brecha existencial,
cuando emergen las voces o se hace necesario construir un delirio que selle la
abertura. Es este lenguaje el que proporciona un orden simbólico, el que da
sentido al mundo. Y lo habitamos, respetando la ley que marca dicho orden
simbólico, sin pensar en lo real que bulle debajo nuestro, distraídos por el
incesante despliegue de lo imaginario, de sombras y luces repetidas en mil
espejos.
En mi interpretación, la búsqueda de Horacio
(trasunto de Morelli trasunto de Cortázar) es una búsqueda de lo real sin
querer despojarse de la razón. Un querer salirse del mundo respetando sus
reglas. Un deseo imposible, pero no por ello menos anhelado.
Rayuela no es una novela sobre
el mundo y la realidad. Es una novela desde
el mundo y la realidad. Una novela proyectada hacia algo más a lo que no se
puede llegar y luego contarlo, porque la locura habita en esos lugares más
allá, pero no puede contar qué hay allí porque no se la entiende (y, en
cualquier caso, habitualmente no la dejamos hablar, por no correr el riesgo de
acercarnos a entenderla). Y como la búsqueda que es Rayuela no termina en la locura, no llega a su destino y se queda
en el camino, convirtiéndose en metafísica.
En otro orden de cosas, diremos que Cortázar menciona
en Rayuela la Patafísica, acaso
derivación de la Metafísica, sobre la que creemos también interesante hacer
algunos comentarios.
Recurriendo a la humilde pero sin embargo eficaz
Wikipedia (24), averiguamos que la patafísica es un movimiento cultural francés
de la segunda mitad del siglo XX vinculado al surrealismo. El nombre proviene
de la obra Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico, de
Alfred Jarry. A raíz de su lectura, algunos admiradores empezaron a practicar
una ciencia paródica llamada patafísica,
dedicada “al estudio de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las
excepciones”. Más allá de esta noción introductoria, hemos encontrado un
brillante texto de Carlos Daniel Aletto (25), en el que menciona un escrito de
Saul Yurkievich, donde se hace referencia al tema. Aletto cita a Yurkievich
quien afirma que en el París de los sesenta “por debajo de los temas de
discusión circulaba siempre un aire patafísico”. Ya en el capítulo primero de
la novela podemos leer: “Con la Maga hablábamos de patafísica hasta
cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y
tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones,
verse metida en casillas que no eran las de la gente...”.
La patafísica es en sí misma una paradoja, pues pretende estudiar las
leyes que gobiernan las excepciones. En Aspectos
del cuento, Cortázar afirma: “En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable,
y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero
estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a
esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda
personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”.
Así como gobierna las leyes de las excepciones,
también explica los universos suplementarios al Universo, es decir, que la
patafísica también posee la capacidad de describir un universo que podría o
debería ser el real.
Siguiendo el escrito de Aletto, Cortázar
pronunció una conferencia publicada bajo el nombre de El sentimiento de lo fantástico, donde no deja dudas de su
identificación con el escritor patafísico cuando dice: “Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el
autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le
interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes;
cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica
que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo
interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por
la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía
colarse lo misterioso, lo fantástico…”.
Como dice Cortázar en La
vuelta al día en ochenta mundos, el diseño del “rayuel-o-matic”, la máquina
para leer mecánicamente Rayuela, fue realizado por un miembro del
Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires.
Este análisis de Rayuela
está realizado sin duda teniendo en cuenta el punto de vista metafísico de la
búsqueda de un lugar situado más allá (o más acá, o en el centro)
de éste, y teniendo en cuenta también el punto de vista patafísico, prestando
atención a las excepciones que abren el camino a lo distinto, a lo misterioso,
a lo que no es de aquí (sino de más allá, o acá, o en el centro, o...).
LA FORMA
Tablero de Rayuela:
juegos, elecciones, destino
Rayuela empieza, desde su
mismo título, como un juego. Aunque originalmente Cortázar había pensado
titular la novela “Mandala”, como dejó dicho en una entrevista a Luis Harss,
mencionada por José Sánchez Lecuna (26): “Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la
idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de
antropología y sobre todo de religión tibetana”. Los mandalas son representaciones simbólicas espirituales y rituales
del macrocosmos y el microcosmos, que aparecen en el budismo y el hinduismo. La
rayuela, por su parte, es un juego callejero, con unas casillas dibujadas en el
suelo, normalmente con tiza, que van numeradas y llevan de la Tierra al Cielo.
Se lanza una piedra y se va saltando por las casillas hasta donde llega
aquélla. Si la piedra se sale del tablero, el jugador pierde.
Rayuela, el libro, está
planteado desde su título como un juego, continuando por el juego que a su vez
supone el tablero de dirección, así como los múltiples juegos que salpican toda
la obra. Juegos muy serios, algunos de ellos. Dos de las referencias
bibliográficas que ya hemos empleado tienen también interés sobre este aspecto
de la obra: el trabajo de Belén Gache y el de José Sánchez Lecuna.
Siguiendo a Gache (Los códigos
gráficos de Rayuela, de Julio Cortázar), tanto la
rayuela como el mandala, no son sólo juegos, sino que además suponen un cierto
recorrido espiritual y la fijación gráfica del mismo. Esta autora señala que los críticos de Cortázar han
coincidido en el lugar relevante que tiene la noción de juego en los textos de
este autor. El mismo Cortázar en La
vuelta al día en ochenta mundos se referirá al juego en estos términos:
"un juego bien mirado, ¿no es un proceso que parte de una descolocación
para llegar a una colocación, a un emplazamiento-gol, jaque mate, piedra libre?
¿No es el cumplimiento de una ceremonia que marcha hacia la fijación final que la
corona?". El juego implica siempre un tránsito de elementos. Implica
movimientos de descolocación y recolocación.
Siguiendo con el texto de Gache, vemos cómo hay
otro juego que hace su aparición en la novela: el ajedrez. En el primer
capítulo, por ejemplo, Oliveira se referirá a "un mundo donde te movías
como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un
alfil." El ajedrez, como señalan Deleuze y Guattari (27), es un juego de
corte, en el sentido de que constituye una guerra institucionalizada y
regulada, con frentes y retaguardias. El ajedrez codifica el espacio,
territorializándolo y desterritorializándolo. Sin embargo, Morelli le hablará a
Oliveira acerca de un ajedrez indio con sesenta piezas de cada lado: "Gana
el que conquista el centro - le explica Morelli a Oliveira -, pero el centro
podría estar en una casilla lateral, o fuera del tablero”. Con estas
referencias, Cortázar no hace otra cosa que relativizar los lugares de los
sujetos de la enunciación.
Pasando al escrito de José Sánchez Lecuna (Una novela y
un escritor para este siglo: Rayuela y Julio Cortázar), éste menciona la obsesiva y casi religiosa afición a los
rituales de Cortázar, cuando era niño, hipnotizado por su poderosa carga
simbólica: “Mi laberinto era un camino que yo tenía perfectamente trazado, y
que consistía principalmente en cruzar de una vereda a otra (cuando iba rumbo a
la escuela). En ciertas piedras que me gustaban yo daba el salto y caía sobre
esa piedra. Si por casualidad no podía hacerlo o me fallaba el salto, tenía la
sensación de que algo andaba mal, de que no había cumplido con el ritual.
Varios años viví obsesionado por esa ceremonia, porque era una ceremonia”.
Continúa el texto de Sánchez Lecuna señalando cómo aquel juego infantil, con
carácter de ceremonia sagrada, influenció notablemente la concepción de la
novela de Cortázar: “Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un
juego solitario abierto que puede desarrollarse al infinito y que (…) no tiene
un límite preciso (…), como los juegos de la infancia, recalcando: Lo
que sí creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que
permite e incluso reclama - por lo menos, para mí - una dimensión lúdica, que
la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. Un
juego terriblemente peligroso, pero que conserva características lúdicas”.
Deteniéndose en la relación entre los aspectos
estéticos y lúdicos de Rayuela,
Sánchez Lecuna afirma: “Al concebir el arte como un juego, Cortázar propone la
idea del escritor como copartícipe de su propia desmitificación y de su genuina
destrucción de las estructuras tradicionales del pensamiento occidental y de la
literatura. Sitúa el diálogo y la reflexión acerca de la existencia en esa
relación indisociable entre el ser humano y sus gestos, entre su permanente
lucha por ser y por “ser en el mundo” porque se trata, para él, de una toma de
conciencia.
Por ello, para Cortázar, la escritura debe proponerse siempre en función de lo
imaginario porque lo que cada ser humano imagina determina lo que es, lo que
hace y lo que “hace en el mundo”, ya que lo que imagina concibe el mundo y le
da sentido: “y eso porque la realidad, sea cual fuere, sólo se revela
poéticamente”.”
Por otra parte, María
Amelia Arancet en El juego en Rayuela de Julio Cortázar (28) afirma que
lo lúdico asume en la novela variados matices y recorre distintos planos. Dice
Arancet: “El lector comienza a ser jugador cuando logra distanciarse de lo
establecido - cuando logra ingresar al caos lúdico - y abandona la postura de
espectador”. Y señala los múltiples juegos de lenguaje que recorren Rayuela:
“creación del gíglico (juego inventado por la Maga y sólo compartido con
Oliveira); la burla al diccionario en el juego del cementerio (entre Talita y
Oliveira); la utilización de haches (que alejan al personaje de sí mismo - Holiveira
- y de lo representado por la palabra); la proliferación de errores
ortográficos (capítulo 69) o la utilización de dos niveles de lengua (capítulo
34). Morelli afirma: “Si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente,
con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero
nombre del día”.”
El juego aparece
continuamente en Rayuela. Como hemos dicho, desde las primeras páginas
del tablero de dirección. Pero es un juego de elecciones. No significa eso que
el azar no tenga su papel (en el lanzamiento de la piedrita, por ejemplo,
aunque es un azar debido a la imposibilidad de calcular todos los factores que
intervienen...), pero, en general, son juegos de habilidad y elección: la
rayuela, el ajedrez, los juegos de palabras, el jugar a encontrarse entre las
calles de París entre Horacio y la Maga, el juego de equilibrismo sobre las
calles de Buenos Aires de Talita, entre Horacio y Traveler... El juego funciona
en base a elecciones, y son estas elecciones, desde el principio al final, las
que marcan el recorrido por Rayuela.
Horacio elige dejar a
la Maga, el club elige dejar a Horacio, Talita elige a Traveler, el trío elige
pasar del circo al manicomio. El lector, en fin, y desde el principio, elige
qué camino recorrer y, en él, qué historia interpretar.
Los años de la
escritura y la acción de Rayuela son los cincuenta y sesenta del siglo
XX, los mismos de Jean Paul Sartre y su existencialismo. Sartre habla de la
condena a la libertad, de la imposibilidad de la no elección. Y esto leemos -
leo - también en Rayuela. La libertad de elegir, siempre, y la
inevitable y terrible responsabilidad que tal elección lleva aparejada. En
palabras del filósofo francés (29):
“[...] El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha
creado a sí mismo y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado
al mundo es responsable de todo lo que hace. El existencialista no cree en el
poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente
devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por tanto es
una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El
existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un
signo dado, en la tierra, que lo orientará, porque piensa que el hombre
descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin
ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre.”
“No es necesario tener esperanzas para actuar.”
“Si
la gente nos reprocha las novelas en que describimos seres sin coraje, débiles,
cobardes y algunas veces francamente malos, no es únicamente porque estos seres
son flojos, débiles, cobardes o malos; porque si, como Zola, declaráramos que
son así por herencia, por la acción del medio, de la sociedad, por un determinismo
orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así,
y nadie puede hacer nada; pero el existencialista, cuando describe a un
cobarde, dice que el cobarde es responsable de su cobardía. No lo es porque
tenga un corazón, un pulmón o un cerebro cobarde; no lo es debido a una
configuración fisiológica, sino que lo es porque se ha constituido como hombre
cobarde por sus actos. No hay temperamento cobarde; hay temperamentos
nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre
que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la
cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el
cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente
oscuramente y le horroriza es que el cobarde que nosotros presentamos es
culpable de ser cobarde.”
“Si
hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y
sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo
hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe.”
“[...]
la vida no tiene sentido a priori. Antes de que ustedes vivan, la vida no es
nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa
que ese sentido que ustedes eligen.”
Demoledoras
palabras, que precisan poco aclaración. Aunque nos atrevemos a apuntar algunas
cosas: el ser humano (acerquémonos a un lenguaje inclusivo en cuestiones de
genero, huyendo de expresiones como “el hombre”, que ya no estamos en los años
sesenta) no deja de estar influenciado por factores poderosos que escapan a su
control: su constitución biológica, tanto en términos de herencia como de
desarrollo en un ambiente determinado o su crianza en un determinado entorno
familiar, que a su vez está claramente condicionado por las características de
estructura y funcionamiento de la sociedad histórica en las que está inserto.
Pero la cuestión, tal como creemos que la concibe Sartre - y como nos parece
leerla en Rayuela - es que, pese a dichos condicionamientos, en última
instancia persiste la libertad porque persiste la elección. No es,
evidentemente, una elección entre posibilidades infinitas sino que muchas veces
será sólo entre lo malo y lo peor, pero elección al fin y al cabo, con lo que
la responsabilidad es completa y no se puede escapar de ella. Ni de la culpa
que lleva aparejada, al menos en nuestra cultura. En último término, como
Horacio llegó a saber bien, siempre queda la opción de matarse como
alternativa, y elegirla o no es responsabilidad de cada uno.
En
nuestra opinión, Rayuela es un canto a la libertad en tanto en cuanto
subraya las elecciones, las del tablero de dirección, las de Horacio en París,
las de Talita en Buenos Aires, la de Horacio al final, la del lector más allá
del final. Elecciones libres - como no podría ser de otro modo -, de las que
cada uno es plenamente responsable.
Pero
hay, como siempre, otra lectura. Desde el primer capítulo de la novela se hace
referencia al destino, a la necesidad, a lo inevitable: “Y mirá que apenas nos conocíamos
y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”. La noción
de destino del que no se puede huir sobrevuela toda la novela, del lado de allá
y del lado de acá. El final de la relación entre la Maga y Horacio casi no
parece decidido, querido ni buscado por ninguno de los dos pero, a la vez, se
vislumbra inevitable. La escena agónica del tablón porta la marca de un destino
funesto que, si no se cumple, es porque no está escrito como creíamos, pero no
porque deje lugar alguno al azar. Aquí, pese a lo que dijimos antes, no parece
que Horacio o Talita tengan la posibilidad de elegir no dejar a la Maga o no
salir por la ventana. Pero Sartre nos regañaría: ésta referencia al destino es
un ejemplo claro de mala fe. Sartre diría que ambos escogen y es
responsabilidad suya la decisión tomada. Y sin embargo, la atmósfera de
determinados pasajes de la novela - es repetitivo decirlo: para mí como lector
concreto - parece cargada de cierta necesidad, de un destino insoslayable.
Esta dialéctica
irresoluble entre libertad y destino ha recorrido toda la historia del ser
humano y toda la historia de la filosofía (que no es otra cosa que la historia
del ser humano, evidentemente). Por dejar sólo algunos apuntes sobre ello:
Los estoicos (30) creían que
el destino era inevitable, a un nivel incluso cósmico, que un logos dominaba la
naturaleza y todo lo que en ella habitaba, también por supuesto el ser humano.
Consideraban que la sabiduría era aceptar - estoicamente, claro - tal
destino, tal logos, tal naturaleza, que regulaba todo con necesidad absoluta
sin dejar el menor espacio a la contingencia. Sin embargo, defendían la
libertad humana, en tanto en cuanto el ser humano podía libremente aceptar los
designios del logos - y sería el caso del sabio - u obrar irracionalmente
contra el logos. La paradoja salta a la vista: si se puede obrar mal -
irracionalmente - es que la necesidad y el destino no son absolutos (en cuyo
caso, nada son). Y si no se puede vencer tal destino, entonces es absurdo el
llamado a la racionalidad, porque no se podría no ser racional. O bien el ser
humano es libre y hay contingencia o bien hay destino, pero entonces la
libertad no existe.
Los psicoanalistas
encuentran una paradoja no muy diferente: el ser humano está condicionado por
sus experiencias tempranas y dirigido por su inconsciente, que determina desde
sus más pequeños actos fallidos hasta las decisiones trascendentales en una
vida. Pero, a la vez, el psicoanálisis (sobre todo el de orientación lacaniana)
insiste en la responsabilidad del sujeto (no del yo, que apenas resulta ser una
cáscara de nuez flotando en el océano del inconsciente) ante sus acciones.
¿Y cómo puede uno responsabilizarse de sus actos cuando, a la vez, se supone
que dichos actos son realizados por un determinismo inconsciente que se
constituyó en una época de la que no tenemos ni memoria?
Kant (31) resolvía la
paradoja creando dos mundos. Uno de fenómenos, sometido a las leyes naturales y
en el que el ser humano es un ente físico entre otros. Otro de noúmenos, de la cosa-en-sí,
donde reina la libertad, como condición de posibilidad de una ética marcada por
el deber, y en el que el ser humano es comparable a los más altos astros del
mundo físico. El problema es, ha sido siempre, cómo relacionar ambos mundos, y
cómo pueden ambos ser sin que uno niegue la existencia del otro.
Nietzsche, (32) desde mi
punto de vista sin duda inexperto, plantea una dualidad similar. Por un lado,
el superhombre, heredero de la Tierra, que ha de superar todas las
mediocridades y mezquindades humanas, liberado de cualquier moral cristiana,
fuerte, valiente, vital. Aunque Nietzsche es oscuro y rico en contradicciones,
parece difícil no incluir aquí la cualidad de la libertad. ¿Cómo imaginar un
superhombre que no sea libre?. Por otro lado, el eterno retorno de lo idéntico,
doctrina tampoco claramente explicitada pero que parece apuntar a una
repetición de todas las cosas, de todo el tiempo, de todas las circunstancias.
Tanto los estoicos como algunas de las modernas teorías del Big Bang conciben
el universo como algo cíclico: una explosión inicial con toda la materia y
energía del universo concentrada en una singularidad única, una expansión hasta
llegar a la máxima entropía y el enfriamiento completo, para luego reiniciar un
proceso de contracción por atracción gravitatoria que acabe en una singularidad
idéntica a la primera. A partir de aquí, se puede hipotetizar que, a igualdad
de condiciones iniciales, igualdad de resultados finales. Todo volverá a ser y,
tal vez éste era el sentido que daba Nietzsche al eterno retorno: todo volverá
a ser igual cada vez. ¿Qué mérito tiene, pues, un superhombre que no es libre y
se limita a repetir una serie de movimientos sin fijarse siquiera en los hilos
que tiran de él en una dirección u otra?
Desarrollos científicos en
física cuántica plantean cuestiones muy interesantes a este respecto. A nivel
subatómico, el universo parece ser probabilístico en sentido no causal.
Recordemos la famosa partícula que tiene un 50% de posibilidades de provocar
una emisión radiactiva que mate al pobre gato de Schrödinger, encerrado en esa
agobiante caja. Además, mientras no haya un observador, la probabilidad no
colapsa y se mantiene en el 50%, es decir, el gatito en cuestión no está ni
totalmente vivo ni totalmente muerto. Al abrir la caja, la probabilidad va a un
lado o a otro y el gato vive o muere. Y no hay causa desconocida que provoque
una reacción o la contraria, sino que es algo esencialmente
probabilístico. Algunos físicos teóricos - y muchos guionistas de ciencia-ficción
- se han lanzado a la especulación y han planteado la hipótesis de que, en cada
bifurcación, en cada caja, en cada elección, aparecen dos universos distintos,
uno con un gato muerto y otro con un gato vivo, uno en el que escogemos el
camino de la derecha y otro en el que escogimos el de la izquierda. Así, cada
elección generaría un universo, pero no sería realmente una elección. Entre
dejar a la Maga y no dejarla, Horacio no elige, sino que hace ambas cosas, una
en cada universo distinto y luego se pregunta, en cada uno de ellos por qué lo
hizo y por qué no hizo lo contrario. Casi igual que la pequeña partícula. Según
esta - terrible - teoría, no habría ni libertad ni destino. No hay libertad
porque no se escoge entre A o B, sino que se escogen las dos en diferentes
universos, duplicándolo todo hasta el infinito y quedando cada fragmente de
conciencia del yo convencida de que ha actuado por algún motivo, y tal vez la
conciencia sólo va siguiendo las probabilidades ciegas, como el pie trata de
seguir el camino de la piedrita en la rayuela. Pero tampoco habría un destino
con un final escrito, porque todos los finales ocurrirían, en un multiverso de
infinitos universos. Todos los destinos estarían escritos por igual.
Por lo tanto, o hay
libertad, o hay destino, o no hay ninguno de los dos. ¿Queda alguna posibilidad
de que haya libertad aunque haya destino? Racionalmente, temo que no. Pero Rayuela
no es una obra atada a los límites de la razón, aunque muestre cierto respeto
por los mismos. Pero busca constantemente dar un paso más allá, o más acá, de
tales límites.
La tensión libertad /
destino que hemos esbozado subyace a través de toda Rayuela: elección o
destino. Y aunque el lector elige, desde el principio del tablero hasta el
final acerca de qué ha pasado con Horacio, tal vez haya un destino, una
necesidad, que haga que cada lector, según quién sea, elija de una determinada
manera y no de ninguna otra. Yo tomo mis elecciones en Rayuela, ¿pero
soy acaso libre de tomar otras? Si no hay posibilidad de tomar una decisión
diferente, el destino ha marcado el camino y la libertad es una ilusión. Pero,
en mi opinión, la libertad debe ser preservada siempre, incluso aunque sea como
ilusión. Si no somos libres, aún así deberíamos comportarnos como si lo
fuéramos, porque una vida humana sin responsabilidad sobre nuestros actos no es
digna de ser llamada humana.
Lenguaje y estructura de
la obra
Rayuela es una novela de 155 capítulos. Del 1 al 56 forman
el núcleo de la obra y constituyen, en el orden numérico habitual, la primera
lectura posible de la que habla el tablero de dirección inicial. La segunda
lectura se inicia en el 73 y va saltando, siguiendo el citado tablero,
recorriendo el mismo camino del 1 al 56, pero insertando los otros capítulos
entremedias, siendo en gran parte - pero no sólo - digresiones a la acción
principal y apareciendo en ellos el escritor Morelli, representación del propio
Cortázar. La única excepción es el capítulo 55, que no aparece en la segunda
forma de lectura, aunque la excepción es relativa, ya que el texto del 55 está
incluido de forma casi completa, pero fragmentada, en distintos capítulos
intermedios entre el 54 y el 56. Los últimos capítulos de esta segunda lectura
son: 131 - 58 - 131 -. Y acaba así el tablero, es decir, no con un punto sino
con un guión ya que, de hecho, el capítulo 131 vuelve a remitir al 58 y éste a
aquél, ad infinitum. Una broma final, como señala Andrés Amorós, para
terminar - o, más bien, para no terminar - la novela.
La estructura de la obra,
desde el principio, se revela peculiar. Deja al lector la elección de cómo
abordar el libro, de qué camino de lectura escoger. Evidentemente, cada camino
no recorre exactamente el mismo libro. Como dice Cortázar: “A su manera este
libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El lector queda invitado
a elegir una de las dos posibilidades [...]”. La cursiva es de Cortázar,
y nos devuelve al tema de la elección que abordamos antes. Rayuela es
muchos libros, no sólo por el tipo de lectura elegida sino, evidentemente, por
el tipo de lector que elige.
Pero antes de saber cómo
fabrica el lector - o sea, yo mismo - la novela, detengámonos en el relato de
cómo la fabricó el autor en un primer momento. Seguiremos de nuevo a Sánchez
Lecuna (Una novela y un escritor para este siglo: Rayuela y Julio Cortázar):
“A principios de los años cincuenta, cuando Julio
Cortázar llegó a París, éste fue recopilando y acumulando, además de seguir
leyendo libros, periódicos, e ir anotando, en hojas sueltas, citas,
referencias, impresiones, opiniones, experiencias personales, llenando páginas
con sus instantáneas, también con recuerdos de Buenos Aires, y ocurrencias de
su propio mundo imaginario, hasta que un día de profunda inspiración, acosado
por una repentina necesidad de escribir un cuento, se puso a escribir uno muy
largo en el que fueron apareciendo personajes con nombres que ya conocemos -
Horacio Oliveira, Traveler, Talita - que intentaban colocar unos tablones entre
dos ventanas para pasarse unos clavos, y también mate, mientras intercambiaban
opiniones diversas. Así nació el primer capítulo de Rayuela, el capítulo
41, que es el capítulo más largo.”
“Sin embargo, en otro momento, hacia principios
de los años sesenta, una vez que sintió que había terminado con sus notas, sus
apuntes, sus reflexiones y demás textos con personajes como la Maga, como los
del Club de la Serpiente, con citas de otros autores, con ese famoso alter ego
que es Morelli, Cortázar sintió que había llegado el momento de armar
definitivamente su novela, con la intención preconcebida de que fuera una
novela que se pudiera leer, por lo menos, de dos maneras posibles, una de ellas
pasiva y la otra activa, porque ése era su propósito, despertar al lector, y a
la lectora, para invitarlos a una relación dinámica entre lectura y escritura.
Con este propósito tomó todos sus papeles, apuntes, notas, citas, párrafos,
capítulos, que aún no lo eran, se fue a casa de su amigo Eduardo Jonquières,
que tenía un taller muy amplio, y, colocando en el piso todo lo que había
escrito, empezó a pasearse por entre los fajos de papeles esparcidos en hileras
simétricamente ordenadas, y fue recogiendo, de una manera intuitiva, uno por
uno, hasta armar la novela, dejando que el azar y su intuición lo guiaran: “Me
pareció que ahí el azar - lo que llaman el azar - me estaba ayudando y tenía
que dejar jugar un poco la casualidad […]. Creo que no me equivoqué […], esa
ordenación en diferentes capas funcionó de manera bastante satisfactoria para
mí y el libro se editó en esa forma”.
“Así nació Rayuela que salió publicada el
28 de junio de 1963, en Buenos Aires, por la Editorial Sudamericana, fruto de
cuatro años de una astuta, juguetona y empecinada escritura.”
Vemos aquí como no sólo la lectura sino también
la misma creación de Rayuela está
marcada por el juego y, aquí sí, el azar. Este juego determina una
estructuración inicial que a su vez abre el camino para que luego el lector
organice su recorrido de acuerdo a alguna de las dos formas posibles, o incluso
de otra forma diferente.
Volviendo al escrito de María Amelia Arancet (El juego de
Rayuela de Julio Cortázar), habla la autora acerca del lenguaje en Rayuela, señalando cómo encontramos en la novela mezcla de códigos,
con poesía, letras de tangos o canciones de jazz, aparición de diferentes idiomas,
artículos científicos, notas periodísticas, etc. Dice Arancet: “Esta
diversidad será unificada por el criterio artístico del lector manteniendo las
exigencias del desorden, respetando o haciendo caso omiso de la
numeración de capítulos propuesta por el autor en su “Tablero de dirección”,
llegando a lo profundo de la búsqueda que se nos propone”. En palabras de
Cortázar: “Un lector cómplice, un camarada de camino”; “El lector hembra se
quedará con la fachada”.
Como sigue
diciendo Arancet, Cortázar nos da indicios para recorrer el mandala (o
tratar de llegar al cielo de la rayuela) por medio de su alter ego: Morelli,
quien explica el modelo conceptual propuesto, heredado de las reglas del juego,
donde el lector–jugador es parte fundamental, sin él no habría juego, no habría
ni tendría sentido el texto.
Morelli propone,
refiriéndose a su libro que es sin duda Rayuela,
que deberá ser como los dibujos de los psicólogos gestálticos, en que ciertas
líneas incitan a imaginar otras que completan la figura. Y a veces serán las
líneas ausentes las más importantes, las únicas que realmente cuenten.
En lo referente
al lenguaje y estructura de Rayuela,
no podemos dejar de mencionar dos influencias fundamentales en Cortázar, como
son el jazz, estilo musical cuya esencia habita la novela, y los poetas
románticos ingleses, como Keats.
En lo referente
al jazz, es del máximo interés el libro El
jazz en la obra de Cortázar, editado por José Luis Maire (33). Como leemos
en la introducción de dicha obra, Cortázar realiza toda una defensa del jazz y
se resiste a cualquier mediatización, ya sea interpretativa o compositiva. Es
importante mostrar su singularidad para preservarlo de intentos de
simplificación o reducción que lo hagan asimilable o estable. Destaca en el
jazz el proceso de improvisación, “el nacimiento continuo e inagotable de
formas melódicas y rítmicas y armónicas, instantáneas y perecederas”. Los jazzmen realizan, durante su
improvisación, modificaciones del timbre, reinventan melodías y marcan la
especificidad de cada interpretación como un acontecimiento único. No es
difícil adivinar algo de esta manera de interpretar en el estilo en que están
escritos ciertos capítulos de la novela, o ésa es nuestra impresión.
Cortázar
reconoce (34) haber sentido en la música de Charlie Parker un deseo de romper
las barreras como si buscara otra cosa, pasar al “otro lado”. En ese momento
decide que ése es su personaje, le llama Johnny Carter y escribe con él El perseguidor. Muy probablemente
podemos considerar a Horacio Oliveira un trasunto de Johnny Carter, es decir,
de Charlie Parker. En quien posiblemente se identificaba el propio Cortázar y,
sin duda, el lector que esto escribe (al menos, en las primeras lecturas, no
así en la última).
También en este
precioso libro editado por la Fundación Juan March encontramos cómo Cortázar,
en conversación con Ernesto González Bermejo, comenta haber leído una
entrevista a Jean Paul Sartre donde éste plantea que la música no puede
comunicar información de tipo discursivo, pero sí puede llevar a cabo la
comunicación de ciertas dimensiones de la realidad. En nuestra opinión, aparece
aquí la música - en este caso, el jazz - como instrumento de búsqueda de una
realidad otra. Exactamente lo que hace Horacio dentro de Rayuela y exactamente lo que hago yo fuera de ella (y con ella).
Dice también
Cortázar (35): “[en los que] sentimos el jazz como legítima vivencia estética,
late a cada instante una nueva música nacida de la jubilosa matriz del viejo
tema”.
En otro momento
de la conversación con González Bermejo se le pregunta a Cortázar dónde está la
importancia del jazz. Él responde que en la manera en que puede salirse de sí
mismo, no dejando nunca de seguir siendo jazz. Y dice: “como un árbol que abre
sus ramas a derecha, a izquierda, hacia arriba, hacia abajo..., permitiendo
todos los estilos, ofreciendo todas las posibilidades, cada uno buscando su
vía”. Me detendré aquí un momento para una pequeña digresión. La anterior
referencia despertó en mí un cierto déjà
vu, recordándome un pequeño poema de Francis Ponge, poeta francés
relacionado con el surrealismo, que a su vez empleé en el mencionado trabajo
primero sobre Rayuela, por cuanto me
parecía en relación con el sentido que yo apreciaba en la novela. Y que, como
dijimos más arriba, fue citado por Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos, como descubrí mientras
preparaba este escrito (en la página 25, por decirlo todo). Se crea un cierto
círculo: leo Rayuela y me recuerda el
poema de Ponge y, posteriormente, leyendo sobre Cortázar y el jazz descubro -
o creo descubrir - referencias al
mismo poema que tal vez el mismo Cortázar conoció. O tal vez todo está en mi
cabeza y en mis proyecciones, pero no por eso dejaría de jugar su papel en el
análisis estético que intento llevar a cabo.
Continúa
Cortázar: “[...] el jazz es la sola música entre todas las músicas, con la de
la India, que corresponde a esa gran ambición del surrealismo en literatura, es
decir, a la escritura automática, la inspiración total, que en el jazz
corresponde a la improvisación, una creación que no está sometida a un discurso
lógico y preestablecido, sino que nace de las profundidades y eso, creo,
permite ese paralelo entre el surrealismo y el jazz”. Tanto el jazz como el
surrealismo están presentes en Rayuela,
no sólo en el contenido, con constantes referencias a autores y obras, sino en
la misma estructura de la novela, marcado por una atmósfera de jazz - y no sólo
en las reuniones del Club de la Serpiente - y surrealismo.
Asevera también
Cortázar (36): “La música culta es siempre un modo de hipóstasis de su autor;
el jazz es su autor. Ni más... ni
menos. Y si estéticamente hay aquí una enorme pérdida, ¿podrá negarse, en este
tiempo de aires existencialistas, que el hombre como tal tiene en el jazz uno
de los caminos ciertos para ir a buscarse, acaso a encontrarse?” Y, entre otras
cosas, posiblemente de ello iban las reuniones del Club, añado yo.
Sigue Cortázar
(37): “Yo creo que la escritura que no tiene un ritmo basado en la construcción
sintáctica, en la puntuación, en el desarrollo del período, [...] carece de lo
que yo busco [...], de esa especie de swing,
para emplear un término del jazz. Nadie ha podido explicar qué cosa es el swing”.
Hasta aquí, he
recogido distintas referencias a la influencia del jazz en la obra de Cortázar
y, por lo tanto, en Rayuela. Nuestro
autor también estuvo influido, como se ha comentado en los párrafos previos,
por el movimiento surrealista, reconociendo haber leído en profundidad a
Breton. Otra influencia clara en Cortázar son los poetas románticos ingleses,
como Keats, de quien habla en la obra La
vuelta al día en ochenta mundos, más que recomendable para acercarse al
escritor argentino.
Creo que resulta
evidente la importancia que estas influencias tienen en la novela. Tanto en su
contenido, donde son constantes las referencias al jazz y también al
surrealismo como, y es lo que aquí nos ocupa, en la estructura. Las
posibilidades de lectura, incluyendo la opción siempre existente de leer los
capítulos sin orden aparente alguno, nos remite a la interpretación de una
pieza de jazz, marcada por la improvisación según la inspiración nos lleve. Rayuela fue armada por Cortázar pero en
cada lectura, es decir, en cada interpretación, cada lector tiene la obligación
de elegir su camino, su forma de tocar la novela, en busca de ese swing un tanto indefinible que, a partir
del de Cortázar, debe desarrollarse como propio. Rayuela es una lectura única para cada lector no sólo en el aspecto
del contenido - que luego abordaremos - sino desde el aspecto formal, que debe
construirse a partir del trabajo de Cortázar y que en absoluto presenta su obra
maestra como un trabajo acabado. La interpretación, improvisada sobre la marcha
de la lectura y reflexionada después, de cada lector - de cada músico que
aborda esta pieza genial - es responsabilidad y mérito de cada uno. Y en el
análisis estético de mi modesta interpretación seguimos embarcados.
Análisis modal
desde el atractor de Lorenz
Detengámonos
ahora en La república de los fines, trabajo
del profesor Jordi Claramonte. Este autor ha desarrollado un estudio histórico
y estético de las llamadas autonomía ilustrada (propia de los regímenes
absolutistas anteriores a la revolución francesa) y autonomía moderna (propia
de los regímenes burgueses) y, en base a esto, ha articulado la posibilidad de
un modelo de autonomía y función social del arte adaptado a las circunstancias
sociales contemporáneas y a las evoluciones de la historia del arte reciente.
Se trata de una autonomía modal, extendida a su vez en una posible teoría de
los modos de relación, es decir, una estética modal. Como dice Claramonte, con
este planteamiento relacional y modal a la vez, puesto que las relaciones
necesitan de modulación, son modificadas radicalmente las problemáticas y las
perspectivas, con lo que la tarea de la estética se resuelve en la indagación
de la estructura y el funcionamiento de las diversas relaciones o modos de
relación constituyentes y diferenciales de la experiencia estética.
Continúa
Claramonte explicando que los modos de relación son el resultado de los
acoplamientos de un nivel repertorial
con uno disposicional situados en un paisaje concreto. Se entiende lo repertorial como un conjunto
relativamente estable de formas primas
que dan cuenta del abanico de posibilidades que en un momento dado nos define
como cultura. Lo repertorial hace referencia a la estabilidad y coherencia
interna de una determinada constelación de formas que tiende a permanecer. El
polo repertorial necesita necesariamente para definirse la existencia de un
polo disposicional, con el que mantiene una inevitable tensión. Lo
disposicional sería el motor que dispara la elucidación generativa de lo
repertorial, como conjunto de competencias o inteligencias específicas que
actualizan y despliegan en diferentes modulaciones las posibilidades contenidas
en lo repertorial.
Citamos de nuevo
a Claramonte. “Una estética modal debería ser capaz de mostrar [...] los modos
de relación que se actualizan en cada obra de arte, en cada experiencia
estética, de forma que seamos capaces de entender cómo cada modo de relación se
halla contenido en la estructura misma de la obra de arte y cómo, a la vez, en
su despliegue a partir de esta, y mediante las competencias modales, puede
derivar en nuevos desarrollos inicialmente imprevistos o no considerados”.
Hemos querido
rescatar estas palabras de Claramonte para contextualizar nuestro siguiente
propósito. Estos modos de relación como acoplamientos de los polos repertorial
/ disposicional se pueden representar a través de un atractor extraño de Lorenz
(38). Éste es un concepto matemático relacionado con la teoría del caos que
representa un sistema dinámico tridimensional no lineal derivado de ciertas
ecuaciones. Se trata de un bucle doble un tanto parecido a una cinta de Moebius
o, por decirlo más sencillamente, el símbolo de infinito (un ocho horizontal).
Siguiendo a Claramonte, en la zona derecha situaríamos lo repertorial y en la
zona izquierda lo disposicional. A su vez, dentro de lo repertorial,
representaríamos en la parte superior lo necesario y en la inferior lo
contingente que, a su vez, sigue el recorrido hasta llegar a la zona superior
izquierda, donde configura, ya en el polo disposicional, lo posible, que sigue
viaje hasta la parte inferior, donde quedaría lo imposible. En el centro del
atractor se situaría lo efectivo y, por debajo y fuera de él, lo inefectivo.
Complicando la representación, lo repertorial sería el fin (entre lo autónomo y
lo engreído) y lo disposicional los medios (entre lo útil y lo servil). O
también lo repertorial estaría en relación con la mímesis, el objeto, lo
apolíneo, la copia mecánica, mientras que lo disposicional estaría en relación
con la poiesis, el sujeto, lo dionisíaco, el capricho.
A partir de aquí
y empleando el atractor de Lorenz como herramienta de análisis estético, en el
sentido de Claramonte, intentaremos un análisis formal de Rayuela.
Rayuela, en mi opinión, no es una novela que,
tomada en su conjunto, se pueda considerar como inserta en el repertorio
necesario de la cultura en la que surge. Sus características peculiares que
hemos venido describiendo a lo largo del ensayo la colocarían mucho más en un
polo disposicional, pero dentro de lo posible. Otra cosa es que, como toda obra
maestra, abre caminos nuevos que luego otros buscan recorrer y crea una cierta
escuela, con lo que puede llegar a constituir parte, o inicio, de un cierto
repertorio posterior. Entrando en la novela, en su aspecto formal, los
cincuenta y seis capítulos iniciales que constituyen la primera lectura posible
de las que ofrece Cortázar, serían el polo repertorial. Una historia - más o
menos - ordenada cronológicamente, con sus personajes que van y vienen, hablan,
viven, aman, sufren... Un repertorio normalizado de lo que se espera de una
novela de su época. Pero mucho más cerca de lo contingente que de lo necesario.
No estamos en absoluto, es evidente, ante literatura clásica sino ante un
cierto barroquismo, aunque éste no se
centre en los detalles de la descripción sino en los tránsitos de la acción.
Por su parte, el resto de capítulos, llamados prescindibles, se inclinarían
claramente hacia el polo disposicional del atractor: textos independientes unos
de otros, en estilos muy diversos, con personajes variopintos, a veces los
mismos, a veces Morelli, a veces otros o nadie... Estaríamos ante disposiciones
que en poco respetan los códigos tradicionales, ni en lo que cuentan ni - sobre
todo - en cómo lo cuentan, llegando a veces casi hasta rozar lo imposible, con
capitulillos difícilmente integrables en el conjunto, para quedarse las más de
las veces del lado de lo posible. Dentro de este torpe análisis formal, diremos
por último que, entre la parte contingente de lo repertorial y la parte posible
de lo disposicional, se encuentra la categoría de lo efectivo. Y considero que Rayuela, especialmente en la segunda
lectura cortazariana es una novela esencialmente efectiva, en cuanto a que
consigue que, en cierto sentido buscado por el autor, el lector se convierta en
un lector cómplice, abandonando la postura de espectador. Citemos a Morelli:
“[...] el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la
medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a
desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo”. Si Morelli es Cortázar y su novela es
Rayuela, desde luego el fin
perseguido se ha logrado ciertamente, y hablo por mí pero creo que muchos
coincidirían conmigo. En este sentido, Rayuela
es plenamente efectiva.
EL CONTENIDO
Resumen de la
obra y lectura personal
Después de
muchas dudas por la pertinencia o no de ello, transcribo a continuación íntegro
el escrito original realizado sobre la novela. Data de 2006 y se realizó como
trabajo final de un master en psicoterapia integradora, buscando establecer un
vínculo entre dicha forma de entender la psicoterapia y alguna manifestación
artística, en mi caso, Rayuela.
Incluirlo completo hace inevitables las reiteraciones en aspectos ya
mencionados, pero escoger sólo fragmentos hacía perder la fuerza global del
escrito. O ésa es mi opinión, sin duda pretenciosa y nada objetiva hacia una
obrita de la que siempre he estado especialmente orgulloso, quién sabe si con
motivo o no. De una manera u otra, dedico este apartado de resumen y lectura
personal de la novela a dicho trabajo previo, retomando en el siguiente apartado
nuestro análisis actual.
Julio Cortázar,
escritor argentino nacido en 1914 y afincado en París desde 1951, publicó en
1963 Rayuela. Cortázar murió en 1984 pero, por supuesto y como no podía
ser de otra manera, su obra le sobrevivió. Estamos ante una novela peculiar,
difícilmente clasificable, difícilmente abarcable, ajena pero a la vez
extrañamente familiar. Me propongo en este trabajo realizar un recorrido sin
afán de sistematización por el tablero de Rayuela, un recorrido desde el
punto de vista existencial por los personajes, las situaciones, los
comentarios... Un análisis de la obra y sus relaciones posibles con la
psicoterapia, que no es otra cosa que una comparación entre la narración que se
construye según es leída, y según por quién es leída, y la construcción de
narraciones según van siendo habladas y escuchadas, y según quiénes se hablan y
se escuchan.
Rayuela
comienza con un llamado “tablero de dirección”, que marca ya desde el principio
toda una declaración de intenciones: “A su manera este libro es muchos
libros [...]”. Cortázar ofrece dos posibilidades de lectura: dos órdenes
predeterminados de capítulos que llevan a dos libros muy similares aunque en
realidad, como dice el autor, Rayuela es muchos libros, tantos como
lectores, tantos como momentos de cada lector, tantos como personajes,
capítulos, conversaciones, acciones e inacciones... Se plantea desde el
comienzo la necesidad de la elección. Hay que optar por una de las dos
posibilidades de lectura o, incluso, quebrar las reglas y remitirse al azar,
pero en cualquier caso hay que decidir y, lo que es peor, la decisión debe ser
tomada sin conocimiento previo, sin saber qué deparará, sin saber el destino
que aguarda tras ella... Decisiones así son las que hay que tomar en la vida,
las que marcan, para bien o para mal, la vida. Y este libro no es,
probablemente, otra cosa que una metáfora en la que cada uno encuentra
fragmentos de su propia vida. Nos sitúa ante la necesidad de elegir una acción
determinada, lo cual conlleva no escoger la otra, al menos en un momento dado.
Cada acción llevada a cabo provoca mil acciones que no se hicieron realidad. El
universo humano construido sobre una falta inevitable, erigido sobre un deseo
inalcanzable. En palabras de Cortázar: “[...] Hacer. Hacer algo, hacer el
bien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de
toda acción había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para
llegar a, o mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa
en vez de no entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había
la admisión de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer,
la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de
la parvedad del presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de
las acciones podía realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una
ilusión de moralista. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era
la protesta misma y no su máscara. Oliveira encendió otro cigarrillo, y su
mínimo hacer lo obligó a sonreírse irónicamente y a tomarse el pelo en el acto
mismo”.
Se escoge una
opción de lectura o, como en mi caso, una y a continuación la otra, y el libro
resulta ser el mismo pero sólo si el lector y su momento son el mismo. En
cualquier caso, se ha escogido y hay que asumir la responsabilidad de la
elección y sus consecuencias. En el libro como en la vida. Pero, por suerte y
ya que la memoria es frágil y existe el olvido, es posible re-visar y re-hablar
las elecciones, los hechos, las emociones, es posible re-construir y
co-construir lo vivido, re-pensar la realidad. Es posible, en fin, la
psicoterapia.
Mi intención es
llevar a cabo este análisis a través de un cierto resumen de la novela, que
considero necesario para la comprensión de las ideas que intentaré transmitir,
aunque dudo de la conveniencia plena de esta opción (otra vez las opciones). Y
dudo porque temo que ningún resumen hará justicia a Rayuela y, además,
sólo soy capaz de resumir el libro que yo he leído... ¿Cómo poder contar lo que
es, lo que sería, Rayuela para otro?. El único camino para tener una
idea, aunque sólo sea vaga, sobre de qué habla Rayuela es leerla o, en
cierto sentido, recorrerla.
No obstante y a
pesar de lo dicho, debo atreverme con unos comentarios acerca de lo que
acontece en la novela, de los hechos y palabras que la forman, para poder
desarrollar mi análisis de la misma. Siempre, por supuesto, sin dejar de
recordar que hablo sobre lo que es Rayuela para mí, sobre mi particular
camino a través de los trazos de Rayuela. Posiblemente no haya otra
forma de hablar acerca de Rayuela, o tal vez acerca de cualquier cosa.
La obra tiene
dos partes diferenciadas. La primera se titula, de forma sugerente, “Del
lado de allá”, y su acción transcurre en París, probablemente en algún
momento hacia el inicio de los años 60 del pasado siglo. La segunda transcurre
temporalmente a continuación de la primera y se titula, buscando cierta
simetría que sólo es aparente, “Del lado de acá”. Acá para Cortazar, aunque
vivió 33 años en París, era por supuesto Argentina. Uno de los personajes de la
primera parte dice, sin que entendamos lo que dice, tal vez sin que lo entienda
él mismo, que París es una enorme metáfora. Mi idea, como ya esbocé antes, es
que Rayuela es, en sí, una metáfora de la vida. Y opino así, aunque tal
vez sin llegar a entenderlo tampoco, porque la novela comienza como la vida: en
mitad de todo, o tal vez en medio de ninguna parte, la acción está ya iniciada
sin saber de dónde viene o a dónde va, los personajes aparecen sin anunciarse
ni ser presentados, todo parece tener un cierto sentido que desconocemos..., o
preferimos pensar que lo tiene mientras nos afanamos en buscarlo, sin saber si
descubrimos o inventamos. Y se incorpora uno a la historia como a la vida, con
todos los argumentos ya empezados. Rayuela como metáfora de la vida o,
tal vez, de la realidad, que se va construyendo según es contada y re-contada.
Y en ella, un hombre, Horacio Oliveira, argentino en París, pareciendo buscar a
una mujer que, de momento, sólo responde al nombre de la Maga. Y la voz de
Horacio nos habla desde un tiempo futuro. Busca a la Maga como la buscó en el
pasado, pero sabiendo que esta vez no la encontrará, temiendo que nunca volverá
a encontrarla. Los primeros capítulos sobre todo y tal vez toda la primera
parte están escritos desde un tiempo posterior, desde algún momento (tal vez ya
del lado de acá), comentando sucesos
pasados, hechos muertos, narrando una de las posibles historias que da cuenta
de lo que fue. Y Horacio nos retrotrae a tiempos previos, al inicio de su
relación con la Maga que, aunque se llamase Lucía, sólo era en realidad la
Maga. Nos cuenta cómo se citaban en un barrio a alguna hora, pero sin concretar
un sitio... cómo se buscaban, bajo el temor de no encontrarse, bajo la amenaza
de sí hacerlo. Y la sombra del destino planea sobre las palabras de Horacio, de
un destino ya escrito, de un tiempo futuro desde el que se recuerda el pasado y
de un tiempo pasado en el que ya parece vislumbrarse el futuro. Como dice el
mismo Horacio Oliveira: “Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía
lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”. Esta forma de ver y
contar la temporalidad en Rayuela me trae recuerdos de otra obra muy
posterior. A mediados de los años 80 el guionista de cómics británico Alan
Moore publica la que posiblemente sea su obra magna y sin duda uno de los hitos
del cómic de superhéroes y del llamado noveno arte en general: Watchmen (39). Uno de los detalles geniales de
esta historia es un personaje instalado, o tal vez atrapado, en una vivencia de
la temporalidad que podríamos llamar, si es posible ponerle un nombre, de
presente continuo. Vive a la vez todos los momentos de su vida de forma
simultánea, está aún en su pasado viviendo todo lo que ya ocurrió, mientras que
a la vez está ya en su futuro viviendo todo lo que ha de ocurrir. Sólo su
presente se le escapa en cierta manera, no puede prestarle su plena atención
como hacemos los demás, porque vive a la vez en todos sus tiempos y, lo que es
más importante, su presente porta una marca siniestra, la de no poder ser
generador de futuro porque el futuro ya está ocurriendo. Algo parecido ocurre
en Rayuela, al menos del lado de
allá: la historia que nos cuenta Horacio Oliveira, entre otros, parece
avanzar en varios tiempos a la vez y no tardamos mucho en descubrir que el amor
inicial entre Horacio y la Maga ya está condenado desde el mismo momento de
nacer o tal vez desde antes, como lo está la misma vida, y vuelta a la
metáfora.
Van apareciendo
otros personajes, algunos apenas apuntados. Amigos o tal vez sólo compañeros en
un tiempo y un espacio dados, interesados en la literatura, la música, la
pintura, la vida bohemia, el alcohol y algunas otras cosas, tomadas todas ellas
en diferente proporción según cada uno y según cada encuentro de todos. Forman
un grupo pintoresco que probablemente no sea un grupo en absoluto, aunque se
hacen llamar, con cierta burla y escasa pompa, sin que sepamos si con sentido,
“El Club de la Serpiente”. Son sin duda fruto de un siglo extraño, germinado en
una ciudad mágica. Se reúnen como amigos, para hablar de arte, de filosofía, de
literatura, palabras y más palabras escuchando música, bebiendo alcohol...
Aparentando que intentan impresionarse unos a otros con sus aguzados ingenios,
en realidad sólo buscan convencerse a sí mismos de su inteligencia y
brillantez, para que ese convencimiento logre sostener un poco más sus ínfulas
de superioridad hacia un mundo, una cultura y una sociedad de quienes se saben
hijos pero a los que desprecian. Ínfulas de superioridad que necesitan para no
caer, para sobrevivir, para poder leer a Sartre cuando dice: “el hombre es
un fracaso, un dios imposible, una pasión inútil”, sin tener que
preocuparse de las consecuencias de la frase, sin tener que ocuparse de la
conducta a que dichas consecuencias abocan. La Maga es, tal vez como todos,
como todos ellos y todos nosotros, una figura extraña. En esas distinguidas
reuniones de filósofos borrachos, músicos fracasados y eruditos sin oficio,
ella parece ser la única que, según nos cuenta Oliveira, es capaz de acercarse
a la esencia de las cosas sin ni siquiera saber que lo hace (acaso no haya otra
forma), la única que parece en contacto con la esencia de la vida, la única que
vive la vida en lugar de pensarla. Mientras tanto, Oliveira, como él mismo
sabe, y sufre, es incapaz de llegar, limitándose a intentar complacerse en mil
vericuetos intelectuales para mantener a flote un narcisismo que ya apenas le
defiende del vacío... O de la náusea, como diría el ilustre francés. En ese
libro de Sartre, un hombre se enfrenta al vacío y al sinsentido de la
existencia, conoce el absurdo y reacciona ante él con inevitable pavor. Rayuela
no es una obra menos existencialista que La náusea (40), pero Oliveira se enfrenta al
absurdo de la existencia (de su propia existencia, los demás absurdos son sólo
figuras retóricas) sin miedo ni alegría, con un cierto hastío preñado de
cinismo. Ortega dijo que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía, y Oliveira
ya no quiere esforzarse, aunque no sabemos si lo hizo alguna vez. No quiere ser
un melancólico y huye hacia la nada por el camino del cinismo... Pero, ¿qué es
un cínico salvo un melancólico en movimiento? Incluso aunque ese movimiento,
esa huída, como temía Saint-Exupery, nunca haya llevado a nadie a ningún sitio.
“Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo
infinito” se repite Oliveira, aunque parece que ni él mismo sabe para qué
esa rotura, o qué después. En palabras de Shakespeare, difícilmente superables,
y que posiblemente hubiera firmado el mismo Horacio, aunque no sin algún
comentario adicional o nota al pie, “la vida es el relato de un idiota, todo
ruido y furia, que nada significa”. Y Oliveira también estaría de acuerdo
en afirmar que, al fin y al cabo, todo esto no son más que palabras y
palabras... Palabras que sólo aparentemente quieren desentrañar el misterio y
llegar a la esencia, ver más allá, superar el absurdo, conocer la vida. Sólo
aparentemente porque muchas veces las palabras son en realidad sólo un refugio
para asegurarse de que uno no va más allá, una trampa para quedarse de este
lado de la ventana, una pátina de lenguaje colocada encima del mundo, un nombre
colocado encima de cada cosa, para domarla, para que deje de dar miedo, para
contener lo siniestro del lado de lo Real (con mayúscula, al estilo de otro
francés oscuro).
Y Oliveira sigue
atrapado en un destino del que realmente él es el único autor. Se aleja de La
Maga sin saber muy bien por qué, sin querer marcharse pero sin querer
evitarlo... Tal vez sólo para, al perderla, sentir que no quería
perderla... Tal vez sólo para
sentir. Horacio sabe que está cayendo pero, en la caída, siente el aire en la
cara y desearía cerrar los ojos y soñar que vuela... pero no puede. El absurdo
se apodera de él y de la novela... los pensamientos divagan, los actos
fluyen... Un paseo surrealista bajo la lluvia acompañando a una vieja artista a
casa... Asociaciones de ideas, listas de palabras escritas con “h” inicial que
no les corresponde, siempre muda, tal vez callando algo, tal vez el mensaje que
Oliveira busca o que teme encontrar... Una reunión dadaísta de los miembros del
Club en casa de la Maga, que ya no es la de Oliveira... con la presencia de la
muerte extendiéndose de forma angustiosa a través de páginas que parecen, que
se hacen, infinitas, con el bebé de la Maga quieto para siempre en su cuna
mientras palabras y palabras que, esta vez, ya no distraen a nadie, ocupan la
escena... Y lo siniestro acechante, inevitable, terrible... Hasta que el
destino sobradamente señalado se ha de cumplir y se cumple. Y se apaga la
Ciudad de la Luz. La Maga desaparece y sólo entonces Oliveira, que no quiere
volver a verla, no puede evitar volver a verla, en cada mujer que se aleja y en
cada mujer que se acerca... Y llega la soledad, pero la de verdad, la no
buscada... los amigos le abandonan de la forma que tienen los amigos para
abandonar: demostrándote que en realidad nunca estuvieron ahí, lo que te
destroza el presente y el pasado a la vez... Cambio en la narración de la
propia vida y cambio en la seguridad que se le suponía al mundo, en el que la
tierra ya no parece firme bajo los pies... Es divertido cuestionarse la
existencia de la realidad fumando un cigarrillo con un camarada, pero es
peligroso hacerlo solo... Oliveira vaga por sus últimas horas en París,
habiendo abandonado a la Maga, habiendo sido abandonado por todos, con una
mendiga borracha, casi delirando en busca, siempre en busca, de paraísos
perdidos, quién sabe dónde, quién sabe cuándo... Y en ese paseo sin rumbo ni
guía por el Sena, del brazo de la clocharde,
borracho, hundido y profundamente solo, parecen oírse los últimos ecos de una
canción que Joaquín Sabina (41) había de escribir cuarenta años después, tal
vez sin pensar en absoluto en Horacio Oliveira, o tal vez sin dejar de pensar
en la presencia de Horacio Oliveira en cada hombre: “Bajo los puentes del
Sena / de los que pierden el norte / se duerme sin pasaporte / y está mal visto
llorar...”.
Y Oliveira
vuelve a la Argentina. Aparece un viejo amigo, Traveler, tan semejante y tan
distinto a él. Aparece su mujer, Talita, tan distinta y tan semejante a la
Maga. El triángulo está formado y de él no forma parte la mujer que acompaña a
Oliveira, antigua amante que nada significa en la historia, que nada le aporta
a él excepto, probablemente, hacerle más presente la falta de la Maga, hurgar
en la herida que no cierra, una cierta suerte de autocastigo, que no expiación,
por haberse permitido perder a la Maga, por haber querido perder a la Maga. Las
conversaciones de Oliveira, Traveler y Talita siguen queriendo burlarse de un
mundo que las ignora, pero no dejan de conseguirlo en cierta manera y esa
ignorancia no les preocupa. Pero los conversadores siguen sintiéndose cerca de algo
que saben nunca alcanzarán. Horacio, especialmente, desearía ser ajeno a un
mundo que desprecia. Pero no lo consigue. No es el extranjero que descubrió
Camus (42), indiferente a cuanto le rodeaba, sin tener ni buscar sentido en su
vida ni en su muerte. No es un forastero en tierra extraña como soñó Heinlein
(43), poseedor de otra cultura, otra naturaleza, otro poder... poseedor de un
sentido propio, sin miedo ni necesidad de ocultar su miedo, sin necesidad de
búsqueda. Horacio no es ellos, no puede ser ellos, aunque le gustaría. Desde
algún lado había dejado dicho: “Ya para entonces me había dado cuenta de que
buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo,
razón de los matadores de brújulas”. Búsqueda de sentido, tal vez de existencia...
Búsqueda que se sabe ya inútil. Como afirmó Francis Ponge: “No se puede
salir del árbol por los medios del árbol”. Quizás no pueda encontrarse una
finalidad para la vida desde la vida. Quizás habrá que buscar otros medios.
Y la irrealidad,
o lo Real como diría otra vez Lacan, asoma de nuevo... Otra escena terrible y
absurda, con la muerte adivinándose de fondo, como destino, sin necesidad,
justificación ni sentido (¿acaso puede llegar la muerte de alguna otra
manera?). Oliveira inicia un juego loco, poniendo un tablón entre su ventana y
la de sus amigos y pidiendo a Talita que le acerque mate... La acción avanza
lenta y sosegada, pero pendiente abajo... La vida de Talita, con un hombre
esperándola en cada ventana, en juego. La muerte de Talita, balanceándose sobre
un abismo tan real como metafórico, en juego. Y en este juego no hay victoria
posible, con el calor sintiéndose de forma opresiva a través de las páginas
abiertas del libro... Y Oliveira que no quiere a Talita, pero que alucina a la
Maga en ella, sabiendo que alucina... Y Traveler que teme perder a Talita,
perder a Horacio o perderse él... Y Talita, en medio de dos hombres a los que
sabe dos gigantes, con pies de barro, sin saber qué querer... Pero la escena
termina con un suspiro de alivio escapando de mis labios, con Talita volviendo
a salvo con Traveler, con Horacio solo... La muerte pospone sus encuentros.
Nuestros tres
personajes, atrapados en un triángulo que no desean pero del que no pueden
escapar, trabajan primero en un circo, luego en un manicomio. El simbolismo se
nos hace casi salvaje de tan obvio. La novela, del lado de acá, se desliza desde una relativa atmósfera de humor
amargo, de payasos tristes, de comedia con aires de melodrama, hacia otra
dominada, de nuevo, por lo siniestro, por locos patéticos, en el sentido más
digno de ambas palabras, por la tragedia que se cierne, pareciendo a la vez
absurda e inevitable. Se sale del circo para entrar en el manicomio, de la
misma forma que se sale de la infancia para ser adulto, de la misma forma que
terminan el juego y la risa y hay que empezar a ser responsable de las propias
elecciones (otra vez la elección y la duda) y de sus consecuencias, de la misma
forma que la rutina, el tedio y el hastío te comen la vida, si te resignas a no
escapar... Pero Oliveira no se resigna. Como cantó Andrés Calamaro (44),
compatriota de Cortázar: “La vida es una cárcel con las puertas abiertas...”.
De repente y sin aviso previo, Oliveira parece cansarse de jugar en el borde de
las cosas y se decide a dar el paso... La locura que lo rodea en el manicomio,
en el mundo, lo invade, se encierra en un cuarto, se parapeta como un niño, se
asoma a la ventana, se plantea, tras el paso, el salto... Buscar, siempre
buscar, otros medios para salir del árbol, para llegar al fin, tal vez para
dejar de buscar... Abajo, un tablero de rayuela pintado en el suelo, después de
recorrer en la sombra toda la obra. Junto a él, los pacientes y el personal,
los locos y los cuerdos, vestidos de forma diferente para crear la ilusión de
que hay una frontera que limita la locura... una muestra, en fin, del mundo. Y
Horacio que tras cruzar aquélla, quiere salirse de éste. Destacando entre ese
improvisado público, Talita y Traveler, viendo en primera línea a Oliveira
escoger (siempre escoger) entre la vida y la muerte. Sartre afirmó que la
angustia era saber que estás al borde de un abismo y que nada te impide saltar
si lo deseas. Oliveira está al borde pero, al asomarse, la angustia ha quedado
ya atrás. También nos dejó dicho el francés que el peligro de subir a un sitio
alto no era caerse sino tirarse, pero Oliveira ya no teme peligros, ya no tiene
miedos, sólo asume su condena a la libertad... Pareciera que se ha cansado de
ser un hombre atrapado en un mundo del que no consigue ser ajeno. Pareciera que
se ha cansado de buscarse en cosas y casos de los que se sabe ausente.
Nietzsche, por su parte, escribió que si se mira al abismo, el abismo devuelve
la mirada, pero cuando Oliveira mira abajo, las miradas que encuentra son las
de sus amigos, temiendo por él, sufriendo por él... Y le intentan convencer
para que regrese de la locura, para que emprenda el viaje más difícil, para que
no ceda a la atracción del vacío, para que se quede con ellos. Intentan
sostenerlo, en el momento más difícil. Y el final se puede considerar ambiguo,
aunque tal vez no pueda considerarse un final. Todo termina como empezó,
bruscamente, dejando mil interrogantes en el aire. Como termina la vida, sin
cerrar la mayoría de sus argumentos. Pero cada uno, cada lector, tal vez cada
personaje, debe elegir (de nuevo, y otra vez, la elección) interpretar qué ha
ocurrido, quedarse con un mensaje. El mío es que finalmente Oliveira no se
tiró, salió de la habitación, se recuperó y siguió con su vida probablemente
sin cambiar mucho, tal vez sin cambiar nada. Y no se tiró porque no estaba
solo, porque en el momento de mirar al vacío, hubo personas que le apoyaron,
que le sujetaron, que le trajeron de vuelta. Al terminar París, del lado de allá, los amigos le
abandonan, se va solo... En Argentina, del
lado de acá, los amigos están ahí, incluso en el momento definitivo. Creo
que esto marca la diferencia, creo que el encuentro con el semejante, el
comprobar que la soledad no es absoluta, puede llegar a salvar a una persona de
la rendición definitiva. Aquí entra en juego la psicoterapia, con su papel de
encuentro humano entre dos personas que, aunque no se produzca en una situación
de igualdad entre ellos, no por eso deja de tener ese papel de encuentro. La
relación que se establece es una cuerda entre seres distintos, una cuerda
capaz, si es fuerte, de sostener y de recoger, tal vez de salvar a alguien del
abismo, tal vez no. Y con la psicoterapia, la narración. El hecho de que uno
puede llegar a darse cuenta de que no está solo, puede aprender a ver que hay
fuera algún otro, algún tú, para el que uno significa una diferencia, a mejor,
en el mundo. Y saber narrarse la propia historia incorporando a estos otros
puede también significar una diferencia para uno mismo.
Y sin duda nada
tendrá que ver Rayuela con lo escrito cuando sea otro quien encamine sus
pasos sobre ella... Y sin duda nada tendrá que ver Rayuela con lo
escrito si yo reencamino mis pasos sobre ella... Hombres distintos leen
historias distintas en la misma historia, pero el mismo hombre lee historias
distintas en la misma historia en tiempos distintos... Las narraciones son
modificadas, la realidad se construye y reconstruye, el pasado,
afortunadamente, siempre puede cambiar... para bien o para mal. Confiemos, al
menos, en tener algún otro con quien contar, a quien contar en nuestra historia
y que nos cuente en la suya.
Análisis modal
desde el atractor de Lorenz
A partir del
atractor extraño de Lorenz y su uso como herramienta para el análisis estético,
tal como lo propone Claramonte y comentamos más arriba, nos dirigiremos ahora
al contenido de Rayuela.
Evidentemente, semejante análisis presupone una determinada y personal
interpretación del contenido, algo a lo que llevamos haciendo referencia todo
el ensayo y en lo que nos hemos detenido más en el apartado previo. Por lo
tanto, utilizaremos el atractor de Lorenz para un análisis estético del
contenido de Rayuela, tal como lo
interpretamos - como no podría ser de otro modo -.
Nuestro
planteamiento es que la novela, y nos estamos refiriendo aquí a cualquiera de
las dos lecturas principales que propone Cortázar, hace un recorrido completo
por el atractor de Lorenz. Evidentemente, esto es así porque así lo vemos o lo
queremos ver, es decir, no puede saberse si tal posibilidad está contenida en
la novela o más probablemente sólo en los ojos que la leen, pero ésta es la
vieja distinción sujeto-objeto que, desde una estética de la recepción de la
que partimos para este trabajo, no parece tener mayor interés. El atractor
tiene un carácter fractal, es decir, es una estructura que tiende a repetirse
en diversas y aparentemente independientes estructuras naturales y, como
defendemos aquí, culturales. ¿Qué significa que Rayuela recorra el atractor? Sinceramente, las implicaciones se nos
escapan. La primera y más obvia posibilidad es que simplemente es nuestra
herramienta conceptual ahora y, por lo tanto, la aplicamos (no es necesario
recordar la frase de Maslow, que dice que si sólo tienes un martillo, tenderás
a usar cualquier cosa como si fuera un clavo). Otra posibilidad más interesante
es atreverse a pensar en una cierta esencia subyacente a las cosas, una
estructura básica de la realidad, que repitiera ciertos diseños (y el atractor
de Lorenz sería sólo uno de ellos) en su construcción de lo existente. Desde
aquí, el salto al teísmo es previsible pero muy aburrido y, desde luego,
bastante estéril a nivel intelectual. Otras posibilidades jugarían sobre qué es
la realidad y cuáles son sus bases o sus límites, y estamos ya siguiendo a Horacio
por las calles de París o Buenos Aires, en busca de ese paso hacia fuera o,
mejor, hacia el centro... Hacia la casilla del cielo o el centro del mandala.
Al kibbutz del deseo o vaya uno a
saber a dónde.
La novela se
inicia en París, con Horacio y la Maga juntos, con sus amigos, sus charlas y
sus lecturas. Domina aquí lo repertorial. Nada se sale de una cierta
cotidianeidad. Los miembros del Club juegan a ser contracultura, pero a la vez
son miembros genuinos de un repertorio contracultural propio de su época y que
no dejará de ser absorbido por la - por así llamarla - cultura de masas
predominante. Son un ejemplo de una cierta bohemia, muy culta y poco rebelde en
realidad, que habría de dar combustible a la hoguera de mayo del 68, que aún no
apuntaba en el horizonte. La relación de Horacio y la Maga, trágica sin duda,
no porta originalidad especial. Todos los enamorados creen que su amor es único
y Horacio y Lucía nos transmiten dicha creencia, pero se equivocan. De lo
necesario que estamos describiendo se va pasando, sin embargo, a lo
contingente, sin abandonar el repertorio que aquí situamos en París. Los
detalles se van recargando, el barroquismo
fluye. Muere Rocamadour y se precipita lo que venía gestándose, se coge
velocidad en las curvas del atractor. La Maga desaparece, sin señal alguna de
dónde ha ido o para qué, el Club abandona a Horacio, sin necesidad real de
hacerlo... Oliveira repite su paseo absurdo con Trépat bajo los puentes del
Sena con una clocharde... Las normas
del repertorio se aflojan, se va saliendo de lo que hasta ahora hemos
considerado lo normal, lo apolíneo,
lo marcado por la mímesis. Todo ello termina, en cierto sentido, aquí. Se acaba
París.
Del lado de acá,
es decir, en la Argentina, estamos en un territorio donde prima lo disposicional.
Talita, Traveler y Horacio forman un triángulo (con un cuarto vértice,
Gekrepten, que le da cierto aire esotérico de pirámide mal construida) que ya
no parece seguir los repertorios. Talita ama a Traveler y no a Horacio, y
Horacio no ama a ninguno. No debería haber, pues, tensión alguna. Pero la hay,
y la escena del tablón, bajo ese sol bonaerense, es asfixiante. Estamos ante lo
disposicional, lo que se sale de la norma, donde domina lo subjetivo, lo
dionisíaco, en el sentido más bello y terrible del término, el capricho... Pero
con consecuencias muy serias, aunque no se deje de jugar. Nuestro trío trabaja
primero en un circo, disposición posible todavía, que mantiene un cierto
equilibrio, para pasar luego, sin que se aclare mucho por qué o por qué no, a
un manicomio, representación suprema y magistral de lo imposible. ¿Qué habría
más propio de un polo disposicional abocado a lo imposible que el lugar donde
se esconde - o se refugia - la locura? En el sitio donde el límite entre razón
y - supuesta - sinrazón aparece nítidamente marcado es donde Horacio,
precipitado en la vorágine de un atractor que desciende hacia lo que no puede
ser, se vuelve loco y ansía dejar de ser. En el margen de lo imposible, Horacio
se asoma y buscando mirar el vacío, encuentra a sus amigos.
Aquí se disparan
las interpretaciones sobre lo que ocurre. La línea del relato se interrumpe,
pero eso ya no tiene importancia. El diseño está hecho, visto y leído. Como
aquellos viejos dibujos gestálticos, podemos sin dificultad - de hecho, no
podríamos no hacerlo, imposible tolerar la incertidumbre - completar el dibujo,
imaginar la línea que falta, sentirla como si estuviera allí independientemente
de nuestra percepción (como si preguntarse por lo que está allí, o aquí, independientemente de nuestra percepción,
tuviera algún sentido), llevándonos de vuelta a un cierto repertorio necesario,
a una sin duda adormecedora, ideológica o burguesa tranquilidad, en la que
Horacio, puede que incluso con Gekrepten, continúe su vida, cerca de sus amigos,
sin abandonar sus lecturas, sus juegos y sus cosas, pero viviendo... Porque en
el límite, ya sea interior o exterior, ya buscando el centro del sentido o el
abismo liberador, sólo se puede habitar un corto tiempo. No se podría resistir
más la fuerza del vacío o el peso del todo.
Con esta
hipótesis, se cerraría el atractor en el punto en que empezamos: el repertorio
necesario. Fin del viaje. Fin de Rayuela.
Aunque sin duda es así como hemos escogido verlo. Cortázar pedía, casi exigía,
un lector activo. No menos que eso he intentado ser.
Notas
fragmentarias que deben ser incluidas
El sentido de
este apartado no está muy claro. Aparentemente, hemos recorrido el camino
propuesto sobre y a través de Rayuela,
tal y como nos lo habíamos marcado en el índice. Sin embargo, quedan cosas por
decir. Si fuésemos psicoanalistas hablaríamos de la represión primaria y la
falta originaria, de aquello que no puede ser dicho. Como no lo somos, nos
conformaremos con comentar que, entre toda la bibliografía leída y visionada
previamente, hay fragmentos en los que creemos captar ideas importantes para
intentar un análisis de Rayuela. Pero
no han terminado de encajar en ningún apartado previo. Resistiéndonos a
prescindir de tales referencias, hemos construido, precisamente, un último
capítulo prescindible, como dictado
por algún Morelli de segunda, que entre todo el material acumulado se resiste a
pasar página. Una cierta forma de intentar no perder ningún fragmento que
aporte otra pizca de sentido al cuadro total. Volviendo al collage de la pared de Cortázar, tememos que la ausencia de un
pequeño papel olvidado pueda cortar la línea descendente que emergía de la
estructura azarosa, otorgando sentido o, al menos, la ilusión de un sentido,
que no es cosa menor.
Así pues, vamos
con los fragmentos de nuestro capítulo
prescindible.
En Cortázar
por Cortázar, entrevista realizada por Evelyn Picon Garfield, dice el
autor: “[...] hay críticos que han dicho al hacer el resumen del libro “y finalmente
termina con el suicidio del protagonista”. Oliveira no se suicida. [...] Él
acaba de descubrir hasta qué punto Traveler y Talita lo aman. No se puede matar
él después de eso. [...] La idea es que allí, tú o cualquier otro lector es
quien decide. Entonces tú, por ejemplo, decides, igual que yo, que Oliveira no
se mata. Ahora, hay lectores que deciden que sí. Bueno, lástima por ellos. El
lector es el cómplice, él tiene que decidir. Claro que es optimista, es un
libro muy optimista. Sí, sí.” Es decir, la opinión de Cortázar coincide aquí
con la mía: Horacio no se mata. Elige no saltar, toma la decisión de vivir. De
alguna manera, logra así el reingreso en la familia humana, lo que da sentido a
la búsqueda. En mi opinión, toda esta escena final que es, en cierto sentido,
el clímax de la novela, desmonta una crítica habitual a Rayuela: que carece de significado a nivel político. Estoy en
desacuerdo con ello: si Horacio se salva es precisamente por el encuentro con
sus semejantes, por la existencia de una red social, una comunidad que lo
sostiene, representada aquí por sus dos amigos, pero no sólo. Toda una
referencia al carácter aristotélico del ser humano como animal político, es decir, como ser en sociedad, en la polis, más
allá de lo meramente individual. De aquí, aunque implícita, se puede derivar
toda una política y, por supuesto acompañándola, una ética.
En la entrevista realizada por Omar Prego Gadea:
“¿cómo vas a
hablar en contra de la civilización judeocristiana utilizando todos los moldes
semánticos que ella te regala, utilizando toda la tradición mental que ella te
regala? Hay que empezar un poco por destruir eso que a su manera buscaron los
surrealistas. Hay que empezar por destruir los moldes, los lugares comunes, los
prejuicios mentales. Hay que acabar con todo eso y tal vez así, desde cero, se
pueda atisbar lo que él llama "el Kibbutz del Deseo", ¿no?”. Creo que
Rayuela tiene, entre muchos otros, un
carácter político. Tal vez no en primer plano, pero sin duda presente.
En Rayuela,
capítulo 18: “por la locura se podía llegar a una razón que no fuera esa razón
cuya falencia es la locura”. Como psiquiatra de una cierta vieja escuela, no ha
sido otra cosa lo que he buscado en tantos delirios...
En Rayuela,
capítulo 62, aparece un texto con toda una apología de la visión biologicista
(y determinista en tal sentido) de la mente humana. Una corriente en psicología
y psiquiatría de gran predicamento en la actualidad (con la ayuda nada
desinteresada de los intereses comerciales de las empresas farmacéuticas). Algo
que marca mi profesión y contra lo que - más o menos humildemente - lucho (45).
En Rayuela,
capítulo 99, se abunda en el mismo tema, mencionando el posible origen químico
del pensamiento o la equivalencia de éste con un circuito electromagnético.
Aquí, en Rayuela, tan lejos
aparentemente de mi profesión y sus cuitas, me doy de bruces con ella sin
esperármelo.
En Rayuela,
capítulo 31: “Estás loco, Horacio, estúpidamente loco porque se te da la gana”.
La cota máxima de la libertad es ser libre para elegir incluso la locura, que
no deja de ser una elección - al menos, para algunos psiquiatras y para algunos
locos -.
La escena final de Oliveira en el manicomio,
rodeado de palanganas y piolines, pensando en el suicidio, es lo que en mi
profesión se consideraría sin duda un brote psicótico. Del que Horacio, tal
como entiendo el final, se cura a través de la relación con los otros, del
contacto con otros. Curiosamente, mi trabajo como psiquiatra en una unidad de
agudos consiste exactamente en eso: intentar curar - realmente aliviar, y eso
como mucho - a personas en situaciones de crisis de esa o parecida naturaleza a
volver a la realidad común o, al menos, ser capaces de vivir en la suya. Y eso,
a través de la relación, entre otras cosas.
En Rayuela,
capítulo 21: “Apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor...”. Me ha sido
inevitable recordar una obra de un registro muy diferente: la tercera parte de
la trilogía de Matrix, película dirigida por los hermanos Wachowski. En una
escena en la que Neo, el protagonista, está atrapado en un mundo virtual entre
Matrix y el mundo real, se encuentra con la personificación de un programa
informático, quien le cuenta cómo quiere una vida para su hija, más allá de la
eliminación que le espera a él. Porque - dice el programa - la amo. Neo responde entonces: “el amor
es una emoción humana”. Y replica el programa: “No. Es una palabra”. Las
palabras son traidoras y hay que tener cuidado con ellas. A veces te engañan y
te hacen creer que tras sus letras se esconden significados esenciales y
profundos existentes en la realidad, incluso más importantes que los seres
humanos que las pronuncian. Pero son imprescindibles para poder manejar la
realidad, aunque sea a riesgo de cosificarla y dejarla un tanto rígida.
En Rayuela,
capítulo 56: “Hay otras cosas que nos usan para jugar [...]”, y en el capítulo
45: “[...] algo nos utiliza para hablar”. Es casi como si Horacio primero y
luego Talita vislumbraran su condición de personajes, atisbaran que ahí fuera
estamos nosotros, leyéndolos. Imposible no acordarse aquí - y volvemos a mis
referencias culturales particulares - del cómic Animal Man (46) de finales de los ochenta, cuando el genial
guionista escocés Grant Morrison (47) construyó una historia en que el
personaje acaba encontrándose con su creador, es decir, el propio guionista. De
nuevo, las referencias se entrecruzan, tal vez sólo en mi imaginación.
Una reflexión personal, que se cuela de rondón.
Como dije en el apartado de resumen y lectura personal, en aquella mi primera
lectura, los amigos del Club de la Serpiente se revelan como unos traidores a
Horacio. En esta última - hasta ahora - lectura, llevada a cabo para este
ensayo, soy diez años mayor y en vez de un bebé de semanas, tengo tres hijos
como tres soles; soy más viejo pero sin duda más sabio y mi momento del ciclo
vital es diferente. Ahora, para mí, Oliveira es un hijo de puta y se merece el abandono, por cómo se ha portado con la
Maga y lo ocurrido con el hijo de ésta. Transferencialmente, es obvio que antes
me identificaba con Horacio y ahora no. Ya dije en su día que, si volvía a leer
Rayuela, no encontraría el mismo
libro.
Por último, en Rayuela, capítulo 23, asistimos desconcertados al concierto de
Berthe Trépat, muestra surrealista y patética de sincretismo. Espero que este
ensayo no tenga el mismo destino.
PALABRAS FINALES
Me proponía aquí efectuar unas conclusiones sobre
el trabajo, pero creo que tal intención debe ser dejada de lado. Mis
conclusiones personales creo que se han hecho evidentes a lo largo de todo el
ensayo y resultaría reiterativo repetirlas aquí. Defiendo una óptica
postmoderna que se manifestaría en una estética de la recepción, idónea para
una obra como Rayuela, que gusto de
leer con referencias psicoanalíticas, constructivistas, existencialistas y
otras de índole más personal, en relación a la locura y la razón, a otras
realidades fuera de nuestra realidad. Y ya, porque insisto en que no quiero
repetirme. He encontrado en Rayuela,
y este texto intenta ser prueba de ello, todo lo que he buscado, pero no niego
la posibilidad de que haya sido yo - mi lectura - quien lo puso allí.
He abordado un ensayo sobre Rayuela desde una estética de la recepción, primando la visión del
lector. Pero es evidente la existencia aquí - ya lo hemos mencionado antes - de
una estructura circular: Rayuela
confirma, en mi opinión, todos los presupuestos de dicho enfoque estético, pero
también es verdad que si uno no parte a
priori de dicha estética de la recepción, no elige Rayuela como objeto de análisis. La estética de la recepción me
empuja a escoger Rayuela - y no por
ejemplo Watchmen de Alan Moore,
porque ahí todas las líneas están trazadas, el diseño es completo, y no hay
lugar para imaginar ninguna línea de fuga - y Rayuela me confirma que dicha posición estética es la adecuada para
el análisis. El círculo está bien construido, y funciona.
Me temo que es obvio que uno sólo escoge las
citas que le interesan para confirmar sus hipótesis previas, es decir, sus pre-juicios. ¿Acaso hay otra forma
posible de recepción?, ¿no es ése el inevitable camino del círculo
hermenéutico? Y si no, ¿cuál sería la alternativa?, ¿llamar a Cortázar y
preguntarle? Cortázar ya no está. Sólo Rayuela.
Creo que el análisis efectuado dista de estar
completo. Temo que hay - siguiendo con la metáfora - muchas líneas trazadas,
multitud de intersecciones, pero faltan muchas más, que quedan sin terminar a
la espera tal vez de un lector del ensayo más hábil que yo como lector de la
novela para poder completarlas. Podría decirse en mi defensa que el análisis de
Rayuela no puede funcionar con un
mecanismo diferente a su escritura: debe mantener el ritmo, es decir, el swing.
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