lunes, 20 de abril de 2015

"Pasa hambre, no te muevas del sofá y la televisión, no trabajes, pero toma un antidepresivo" (Paco Martínez Granados)


Hoy queremos traer al blog un texto aparecido recientemente en una de esas páginas que siempre nos interesan: el blog Tecnoremedio, escrito por Emilio Pol Yanguas y Paco Martínez Granados, farmacéuticos. Se trata de un escrito de este último, que nos ha impresionado vivamente y cuya lectura recomendamos. Revela todo un estado de cosas, por desgracia más que habitual, y ante el cual algo habrá que plantearse hacer, porque es intolerable.

Sin más, el escrito de Paco Martínez Granados:




Pasa hambre, no te muevas del sofá y la televisión, no trabajes, pero toma un antidepresivo


Si el Estado, y el Sistema Nacional de Salud tuvieran una voz, como uno de los personajes de V de Vendetta que se llama precisamente así “la voz”, la frase con la que pongo titulo a este artículo sonaría grave e impersonal al otro lado del teléfono rojo. La persona que cuelga el teléfono es Violeta, una señora que no llega a los 60 años y que acude a una Escuela Comunitaria donde estamos atendiendo a personas en riesgo de exclusión social. Se la puede ver llegando en un movimiento lento y con ayuda de un bastón, las piernas hinchadas, avanza como un elefante recién salido de una jungla espesa y absurda, lenta, en un vaivén que anuncia una carga vital fuera de lo soportable. Llama al timbre, esboza una sonrisa, y nos da las gracias, sencillamente, por invitarla a pasar. Llamémosla Violeta.

Violeta se desplaza hasta un despacho con una mesa y dos sillas y pide un vaso de agua, le ha costado llegar hasta aquí. Vuelve a dar las gracias, se coloca sus gafas que se escurren por su rostro debido al sudor, es un gesto que repite cada cierto tiempo, apoya su bastón en la mesa y saca una carpeta azul, estira dos gomas y las suelta delicadamente sin hacer ruido. De la carpeta saca varios informes grapados y meticulosamente ordenados, uno de su médica de cabecera, otro con su medicación recién impresa por el psiquiatra a quien visitó la tarde anterior y otro es de la trabajadora social que está cursando su minusvalía.

Empiezo revisando el papel impreso con su medicación actual, hay metformina (para una diabetes tipo II), hidroclorotiazida-enalapril (para la tensión), simvastatina (colesterol), lorazepam para dormir, hay omeprazol, paracetamol y tramadol (analgésico opioide), y ayer tarde, tras su visita al psiquiatra, desvenlafaxina (un antidepresivo dual).

Violeta empieza su relato y disculpadme si lo narro a trompicones, siguiendo las trazas que me dejó el recuerdo. Me respondió que sí, que en su familia había antecedentes de muerte por eventos cardiovasculares, y que ella misma había sufrido “dos anginas”, que seguro que acaba como su madre, con un ataque al corazón que está sufriendo tanto; que sí, que no se encuentra bien, que sólo quiere morirse, que demasiados problemas la afligen, por ejemplo el dolor que no cesa, necesita ayuda hasta para incorporarse de la cama, que lo único que le mitiga ese sufrimiento es nadar, “es una maravilla poder flotar”, “en el agua puedo moverme libremente, y hacer ejercicio, muevo los brazos, las piernas, el dolor desaparece, ahí sí, nadando sí”. Yo le digo que eso es magnífico, que vaya a nadar, que el ejercicio es el mejor remedio para minimizar el riesgo cardiovascular que tanto le preocupa, que vaya todos los días un ratito, pero me dice que no puede, que no puede pagarse los veinte euros que le cuesta al mes, que precisamente su médica de cabecera hizo un informe recomendando fervientemente la natación, “también para el dolor de espalda” y que la trabajadora social le está tramitando un bono descuento, pero que aún con eso, le seguiría costando diez euros, y eso es imposible, “yo no puedo pagar eso, ni siquiera tengo para comer”.

Enseguida constato que en sus analíticas los niveles de glucosa, hemoglobina glicosilada y colesterol están bien lejos del límite superior de referencia y me vino a la cabeza eso que leí en el libro del médico Juan Gervas de que los eventos cardiovasculares no dependían de estos parámetros biológicos tan sonados, sino de otros bien distintos, como la pobreza y que esta no aparece en ninguna tabla de riesgo cardiovascular. El infarto al corazón, efectivamente, es cosa de pobres.

En ese lapsus de tiempo que dura apenas un instante vuelvo al relato de Violeta, ahora está contándome que no come carne, ni pescado “y mira que yo he sido pescadera toda la vida” y que apenas come unas verduras que el verdulero de su barrio tiene a bien regalarle “ese hombre es un santo, sino fuera por él, ya no sé qué habría hecho”. Dice que acude a Cáritas, pero que no siempre puede comer allí (no entiendo muy bien por qué y decido abordar esta cuestión con más detalle en otro momento). Que ha intentado encontrar trabajo, pero que con lo último que le pasó, ya ha perdido la esperanza. “Ahí me mataron”- me dijo. ¿Cómo que ahí la mataron? “Pues eso, que me pusieron un día de prueba en una pescadería, y me dijeron que muy bien, que había sido muy simpática y que se notaba que tenía destreza con el cuchillo, pero que lo sentía mucho que no podía cogerme, porque estaba muy gorda y me movía muy despacio y que necesitaban a alguien que trabajara más rápido”… “Ahí, de verdad, me mataron, ya no he vuelto a salir”.

¿Y cómo duerme?- le pregunto, y me dice que se acuesta a la una o dos de la madrugada, que se queda en el sofá viendo la televisión hasta el hastío porque “no me entra sueño”, y que luego se queda dando vueltas en la cama pensando en sus problemas, que se quiere morir, que no ha hecho nada aún porque tiene que cuidar de una pareja de ancianos que a ella le ayudaron mucho cuando vivían en Ciudad Real “cuando lo del bar salió mal y me arruiné”, y que ahora ha pasado el tiempo y ellos están mayores y necesitados, y que ella tiene ahora el deber moral de ayudarles, y que lo va a seguir haciendo hasta el final, pero que le da miedo que le acabe dando un ataque al corazón como a su madre, y entonces qué va a ser de ellos, quién se va a encargar de ellos.

Le pregunto por su visita al psiquiatra la tarde anterior. “Sólo hacen que darme pastillas, sólo eso, me atiborran a pastillas”. Repaso mentalmente la información que me viene a la cabeza: Desvenlafaxina, un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina y norepinefrina, es el principal metabolito activo de venlafaxina, un fármaco que lleva más tiempo en el mercado, y que entre otras cosas, es conocido por su efecto tóxico cardiovascular, ya que al aumentar los niveles de aminas (noradrenalina y dopamina) también a nivel cardiaco, aumenta, de manera dosis-dependiente la tensión arterial, y por tanto, el riesgo cardiovascular. Sobre los beneficios potenciales que le puede proporcionar a Violeta tengo mis dudas (de acuerdo con una amplia y extensa bibliografía que he leído al respecto) y además las primeras semanas de tratamiento provoca una sintomatología ansiosa que muchos no toleran. Venlafaxina, junto con paroxetina son los antidepresivos de segunda generación que inducen los síndromes de abstinencia más graves (debido a su corta vida plasmática), lo que hace que muchos desarrollen un temor atronador a dejarlos. Un último dato que me viene a la cabeza en ese momento: recuerdo que venlafaxina era el antidepresivo de segunda generación con más abandonos de tratamiento por intolerancia, en los ensayos clínicos. A todo esto el nuevo fármaco cuesta 23 euros al mes, que lo financia el Sistema Nacional de Salud. Nunca antes Violeta había tomado antidepresivos. No lo entiendo, porque venlafaxina no es un antidepresivo de primera elección según las guías clínicas, entre otras cosas por los inconvenientes que acabo de exponer. Más bien se suele reservar para estados depresivos refractarios, como última opción.

Violeta me mira, le pregunto si alguien le está midiendo la tensión arterial de vez en cuando, y me dice que no, que hace años que no se la toma, “qué más da, yo sólo quiero comer y que me den un bono para entrar a la piscina municipal”. Recuerdo otra frase: “seguro que aquí sí que me vais a ayudar”. Y lo cierto es que no estoy seguro de eso. No cabe duda que lo vamos a intentar, llamaré a la trabajadora social y me coordinaré con ella a ver si podemos conseguirle el bono para la piscina, también hablaré con la farmacia de su barrio a ver si le toman la tensión sin cobrarle y así podremos saber si el antidepresivo se la está aumentando, también trataré de coordinarme con una despensa de alimentos, y con alguna asociación que sé que está trabajando haciendo recanalizar los alimentos que los supermercados tiran a la basura por defectos, o porque van a caducar pronto (en el estado español se tiran cada año 7,7 millones de toneladas de comida en buen estado según leí hace poco) y los rescatan para los que no tienen qué comer. Hay lógicas que son contundentes. Y otras no. Rescatar alimentos en buen estado de la basura para dárselos a los que no pueden comprarla es contundente. Darle un antidepresivo y encima con este perfil farmacológico a Violeta no lo es.

Me pregunto si no hubiera sido más terapéutico que la voz al otro lado del teléfono rojo hubiera sonado cálida y humana, emanando dignidad y le hubiera dejado de dar un cheque de 23 euros al mes al fabricante del antidepresivo para dárselo a Violeta para que pudiera así pagar su bono en la piscina municipal y aún le habrían sobrado 13 euros para comprar pescado para tres días. Tampoco hubiera estado mal que le hubiera dado el trabajo, aunque fuera lenta, pero Michael Ende estaba en lo cierto cuando escribió Momo, los hombres grises han robado el tiempo, y con él han dejado un color cenizo en el rostro de sus reos que ya no se paran a hablar, ni a hacer bien su trabajo, como Beppo el Barrendero, que barría cada baldosa con amor, sin contar el tiempo ni cuantas baldosas barría. No nos tomamos el tiempo para hablar, ni para pensar, ni para hacer las cosas con amor, tan sólo para recetar y dispensar pastillas, cuantas más mejor, y en el menor tiempo posible.


Paco Martínez Granados


La entrada original la pueden leer aquí.



domingo, 5 de abril de 2015

"Se necesita otro pensar. Y se necesita ya." (Fernando Alonso. Superviviente del Sistema de Salud Mental.)



En fechas recientes, pudimos leer en el blog de la Asociación Madrileña de Salud Mental una entrada con un texto de Fernando Alonso, a quien no conocemos, que nos impresionó profundamente. El autor se autodefine como "Superviviente del Sistema de Salud Mental", lo que otorga un especial interés a su escrito. No porque tal posición proporcione automáticamente un estatus de verdad a sus palabras, sino porque es parte de los actores menos escuchados - y más afectados - por nuestro actuar profesional y, a medio y largo plazo, por el devenir de nuestro campo profesional. La cuestión es que el texto nos parece muy brillante y más que acertado, y coincidimos en gran parte con sus planteamientos y conclusiones. Lo reproducimos íntegro a continuación para colaborar, en la medida de nuestras posibilidades, a su difusión.



Se necesita otro pensar. Y se necesita ya.

Fernando Alonso
Superviviente del Sistema de Salud Mental




Pensar es peligroso, pero eso no es lo relevante. Ponerse en situación de peligro abre la puerta al pensamiento. Eso sí que es lo decisivo. Amar y pensar. El odio de querer vivir.
Santiago López Petit.


La psiquiatría y la psicología son disciplinas del fracaso. Lo son en lo que atañe a la comprensión y reducción del sufrimiento psíquico. La afirmación es dura, pero tampoco hay que alarmarse más de la cuenta. Sucede con otras profesiones y sucede en otros ámbitos de la vida. En todo caso, lo cierto es que la gente sufre. De hecho, puede decirse que, atendiendo a pulcros criterios estadísticos, la gente sufre cada vez más. La situación ha llegado a ser tan familiar que la hemos normalizado. La capacidad de adaptación del ser humano, en ocasiones, es tan asombrosa como siniestra. Los diagnósticos y tratamientos farmacológicos se incrementan a un ritmo vertiginoso. La precariedad define la salud mental de niños y adultos en las sociedades occidentales que conocemos. Cada vez hay más locos, pero como digo, esa locura casi ha sido incorporada a la cotidianidad. Todas las mañanas, al arrancar cada jornada, una parte significativa de nuestras ciudades engulle su ración de psicofármacos antes de salir a la calle. Por las noches el gesto se repite, una miríada de píldoras aterriza en las lenguas de los ciudadanos que buscan conciliar el sueño. El malestar convive con nosotros y ha acabado por parecernos algo completamente normal.

Sé que hay un millón de matices que pueden y quizás deben hacerse a las palabras precedentes, pero en términos generales no considero que estén demasiado desencaminadas. Si atendemos a los criterios que sostiene el propio modelo biomédico imperante, el panorama es desolador. Es decir, si, siguiendo la consigna de los voceros del biologicismo, nos limitamos a aplicar el paradigma médico al estudio y tratamiento de las llamadas “enfermedades mentales”, se nos presenta una realidad tan cruda como evidente: los resultados de psiquiatras y psicólogos clínicos, evaluados bajo la misma lógica médica desde la que operan, muestran que su rendimiento solo puede ser considerado como nefasto. La enfermedad mental está fuera de control desde una perspectiva epidemiológica, y, a su vez, las numerosas promesas que se nos hicieron (recordemos, por ejemplo, el eterno e inminente descubrimiento de pruebas objetivas de diagnóstico) han caído en saco roto.

Hace ya 16 años que fui diagnosticado dentro del sistema público de salud. Desde entonces no se me ha ofrecido ninguna novedad en el tratamiento. A no ser, claro está, que la aparición y prescripción de un nuevo fármaco casi idéntico a su antecesor comercial se considere como tal; en este sentido, la sustitución más destacable y trepidante pareció ser la de Risperdal por Invega. Eso es todo en todo este tiempo.

Existe un desfase entre los “recursos médicos” que se ofrecen a las personas diagnosticadas y la altanería profesional. El conocimiento real que se tiene del sufrimiento psíquico es absolutamente parcial y limitado, y las herramientas que existen para afrontarlo son insuficientes cuando no dañinas. Las expectativas que se ponen sobre la mesa de la consulta no se corresponden con la seguridad y fiabilidad de la que suelen arrogarse los psiquiatras y psicólogos cuando defienden sus posiciones. A fin de cuentas, el objetivo detrás del conocimiento de una patología debería ser su tratamiento. Por tanto, lo que debería ofrecerse al paciente son mecanismos efectivos de mejora de la calidad de vida que se asienten en datos fiables. Sin embargo, nos encontramos en una situación en la que las investigaciones llevadas a cabo en el ámbito de la salud mental –en gran parte financiadas por la industria farmacéutica– se recrean en la reafirmación del propio paradigma. Así, el paciente ha quedado desplazado, cuando no excluido, y la posibilidad de soluciones, o en otras palabras, de futuro, queda sepultada por la arrogancia de un modelo que se reproduce así mismo alimentándose de su propio fracaso.

No tengo intención de negar las mejoras que han podido producirse en el abordaje de los trastornos psíquicos (en las condiciones y tipos de encierro, por ejemplo), ni tampoco la de obviar el trabajo de determinados profesionales. En este territorio que intento sobrevolar, mi condición de persona diagnosticada me exige centrar la atención en otras cuestiones. Me limito aquí, por tanto, a abordar asuntos de orden estructural que considero cruciales para empezar a entender la necesidad de otro pensar.

El relato dominante en aulas y servicios es que las personas que sufrimos psíquicamente tenemos un desajuste en nuestra bioquímica, y la hegemonía de este relato reduccionista implica toda una serie de consecuencias que deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar el fracaso disciplinario del que hablo. En los párrafos siguientes voy a centrarme, aunque sea de una manera algo tosca y rudimentaria, en tres de ellas. En las tres que son para mí más evidentes y cruciales a la vez.

Y evidentemente no me hace falta entrar aquí en un análisis profundo de las causas de esa mortalidad. No es necesario entrar a debatir el peso de los fármacos en cuestiones como el sedentarismo o el tabaquismo. Basta decir que como horizonte vital, este tipo de datos deberían despertar, cuando menos, sensaciones que oscilaran entre el terror y el escepticismo.

La primera de las muchas que deberían destacarse es la inercia. Y la inercia puede tener dos acepciones básicas que conviven demasiado cerca la una de la otra. La primera es la cualidad de lo inerte, de lo que no está vivo, y la segunda hace referencia al hecho de que el reposo o el movimiento de un cuerpo se mantienen de manera indefinida si no hay causa externa que lo altere. En lo que respecta a la salud de las personas, a sus vidas, en ninguno de los dos casos la inercia puede ser una buena compañera de viaje. Bien porque te arrastre a la inacción, bien porque implique una manera de moverse que te deje siempre en el mismo sitio.

Hay inercia formativa, profesional, investigadora, mercantil y de las propias personas que acudimos a los servicios de salud mental. Las sendas están trazadas y uno discurre por ellas sin sobresaltos. Al igual que el ganado dibuja durante décadas sinuosos surcos sobre la falda de la montaña. De la consulta a la farmacia. De la farmacéutica al congreso. De la publicación al reconocimiento profesional. Del despacho al aula. De la sala de espera a la cita con el trabajador social. Y podríamos indicar un sinfín de trayectos más donde nada ni nadie se mueve realmente. Bajo la apariencia de progreso no hay sino una gestión razonablemente eficiente del colapso. Un colapso que afecta tanto a las disciplinas como a las personas.

La segunda consecuencia que puede traerse a escena es un impetuoso amante de la inercia: el negocio. Hay quienes opinarán que la precedió necesariamente, otros mantendrán a su vez que llegó después, cuando el terreno estaba ya abonado. Da igual como haya sucedido, lo importante es que está entre nosotros –también con nosotros y en nosotros– y su presencia lo impregna todo. La salud mental es un negocio fabuloso. Hay que reconocerlo de manera abierta y sin complejos de ningún tipo. Hace años hablar de la mercantilización del sufrimiento psíquico era propio de individuos y colectivos marginales. Hoy, gracias a la mezcla resultante del propio descrédito del que gozan los mercados y la labor crítica de determinados movimientos sociales y algunos investigadores, parece que nadie está en posición de poder afirmar que existe algún tipo de neutralidad o filantropía en los resortes que mantienen en marcha la boyante industria farmacéutica. Los recientes trabajos de Peter Gøtzsche –Medicamentos que matan y crimen organizado– y Joanna Moncrieff –Hablando claro. Una introducción a los fármacos psiquiátricos– ponen el dedo en la llaga y claman a los cuatro vientos algo que todas las personas que hemos pasado por una consulta psiquiátrica sabemos: más allá de nuestra condición de pacientes, somos esencialmente clientes.

Volviendo al tema del que hablaba, es cierto que vivimos inmersos en una lógica de costes y beneficios (algo que sin duda podría definirse en términos de «realidad objetiva»). Por lo tanto, también es cierto que el ámbito de la salud mental no se encuentra fuera de esa lógica, pero la razón por la que se ve especialmente afectada es muy sencilla: los beneficios que genera son astronómicos. No hay que ser ni muy agudo ni muy radical para ver la influencia directa que tiene esto. Para ilustrarlo con una mayor claridad, y a riesgo de ser tachado de trasnochado, citaré a Marx abordando la cuestión de la fetichización de la mercancía: “La producción no produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”. A partir de estas palabras y haciendo las sustituciones pertinentes, los lectores podrán pasar un rato inquietante y divertido. Sugiero probar a cambiar “producción” por “industria farmacéutica” o “paradigma biomédico”, “objeto” por “fármaco” o “diagnóstico”, “sujeto” por “enfermo mental” o “consumidor”, etc. La cuestión aquí, es que la identidad personal de ese sujeto se ve transformada por esa relación. No se trata algo que pase a tu lado, que te roce, no… te golpea, te modela, te marca.

La tercera consecuencia se puede explicar como fruto de las dos anteriores. Tiene que ver con la situación que ocupa el paciente dentro de este tablero que he tratado de esbozar. Toda vez que su biografía y su dolor han sido escindidos el uno del otro por el escalpelo del saber psiquiátrico, se le ha invalidado y estigmatizado, se le ha predicho un futuro bastante desolador y se le ha convertido en un engullidor de pastillas y receptor pasivo de recursos (cuando los hay), es arrojado a la periferia social. La identidad que alguna vez pudo existir (o acaso llegar a existir) se diluye bajo el peso de los nuevos significantes y sus atribuciones. Se es “paciente”, se es “usuario” (ese gran sustantivo que no dice nada salvo que “usas” algo), se es “diagnosticado” (cuando no directamente “psicótico”, “esquizofrénico”, “bipolar”, etc.)…

El mismo modelo con el que se inician y legitiman todos los procesos de segregación es el responsable final de velar por la recuperación del segregado. La contradicción es tan manifiesta que tengo la hipótesis de que todas las partes implicadas son perfectamente conscientes de ello en un grado u otro. Y sin embargo, nos hemos acostumbrado a callar pese a que los pacientes difícilmente se fían de sus responsables médicos, y estos con demasiada frecuencia creen estar en condiciones de saber todo cuanto está por acontecer en la vida de aquellos.

Así, en el mejor de los casos nos encontraremos ante una relación terapéutica completamente precarizada, y en el peor estaremos frente a un burdo simulacro. La cuestión radica en la comprensión o no de la naturaleza de esta relación. Y cuanto más avancemos en silencio, cegados por la retórica del progreso desplegada en gran parte de los textos académicos y en la totalidad del marketing farmacéutico, más dificultades encontraremos para pensar alternativas que posibiliten una alianza terapéutica real y efectiva. De hecho, corremos incluso el riesgo de quedar atrapados en la ilusión de que el paso del tiempo conlleva por sí mismo una mejora de la gestión social de la salud mental, de manera que llegue el momento en el que el verdadero problema sea que no podremos recordar el problema mismo: la comprensión y afrontamiento del sufrimiento psíquico. Para evitarlo, no hay que perder de vista algo tan esencial como que hasta el momento, y con las pruebas empíricas de las que se dispone, la “enfermedad mental” no es una enfermedad que pueda ser equiparable al resto de patologías a las que hace frente la medicina. Y en consecuencia, el “enfermo mental” está lejos de ser un enfermo más. Semejante estado de excepcionalidad es rastreable en múltiples direcciones, desde las implicaciones legales que puede acarrear un determinado diagnóstico (pensemos en la reforma del Código Penal planteada por el ex-ministro Alberto Ruiz-Gallardón) hasta la impotencia que experimentan muchos profesionales en sus puestos de trabajo (quienes vocacionalmente buscaron un espacio donde descubren que el cuidado es desplazado por la mera gestión), pero donde mejor se puede apreciar es en el simple día a día de las personas que sufren psíquicamente y en su relación con el conjunto de la sociedad.

Inercia, dinero, desamparo. Tres palabras de las que deberíamos huir a la hora de comenzar a construir otro pensar.

Quizás habiendo dicho esto se entienda mejor que, siguiendo una tendencia abierta hace décadas en el mundo anglosajón, algunas personas nos denominemos “supervivientes” de la psiquiatría o del sistema de salud mental. Hay profesionales que han manifestado su recelo hacia este tipo de expresiones, e incluso han reprochado la existencia de una cierta épica en ellas. Supongo que se sienten tan excluidos de dicha elección como nosotros nos sentimos frente a las rotulaciones diagnósticas. No obstante, para buscar una legitimidad al término hay que remontarse a la experiencia misma y sus protagonistas, y en este sentido personalmente sí considero que hay una dosis considerable de épica en la vida de todos aquellos a quienes a quienes les tapiaron las ventanas y las puertas de sus casas y aun así consiguieron fugarse. Hacer un butrón en la historia que habían escrito para ellos y discurrir otros caminos en busca de un espacio de seguridad donde poder vivir con y en su diferencia. En mitad de un desastre y una confusión generalizados, donde la curación es sustituida por la simple analgesia, concebir escenarios donde es posible no resignarse es sencillamente una necesidad.

Este problema a la hora de dar con palabras que puedan expresar realidades que escapan al conjunto de discursos y prácticas dominantes en la salud mental evidencia una de las primeras tareas a acometer si queremos salir del atolladero en el que están metidos algunos profesionales (aquellos que a diario experimentan la impotencia en sus puestos de trabajo) y todos los pacientes: el lenguaje. El que existe está viciado. Se ha desgajado de la vida hasta el punto de no responder ya a fenómenos concretos, sino a formas concretas de dominación. El lenguaje se impone, y lo más doloroso de todo es que dicha imposición pretende designar una realidad que es nuestra, no de quienes lo administran.

Así, de la misma manera que determinados individuos vivimos experiencias psíquicas inusuales que pueden entenderse como una “realidad no compartida” por el resto de la población “normal”, la psiquiatría y la psicología nos imponen un vocabulario que nosotros no compartimos. Simplemente nos limitamos a tragarlo. Y lo hacemos nuestro, lo que es aún más perturbador, porque acabamos hablando de nuestras vidas con palabras de personas que no saben nada de ellas.

Sin embargo, no nos encontramos sencillamente ante un problema de vocabulario. Si así fuera, podría solucionarse en términos de reemplazo. No, el lenguaje está asociado a un paradigma, a un determinado modelo, y ello acarrea la existencia de unas reglas que establecen un determinado pensar. Las operaciones conceptuales que acontecen dentro del paradigma biologicista siguen un camino que conduce de manera sistemática al desencuentro con las vidas de los pacientes que pretende curar. Hay un problema de traducibilidad entre su realidad y la de los profesionales que se ha solucionado a golpe de diagnóstico. El problema es estructural, y por tanto, quien quiera afrontarlo deberá estar dispuesto a desprenderse de buena parte de lo aprendido, a cuestionar sus hábitos de pensamiento y a asumir ciertos riesgos. Salirse del redil siempre implica pagar un precio.

Traeré aquí tan solo en el primero de esos riesgos a los que he aludido: escuchar. La psiquiatría, la psicología y el resto de prácticas-satélites que gestionan el sufrimiento psíquico no escuchan. Más allá de que sean las mismas instituciones las que coarten la escucha, cuando no la imposibiliten directamente, estas disciplinas han perdido la capacidad de recibir informaciones que no pertenezcan a las líneas maestras de su relato. Esto es algo que sabe cualquier persona que pase por consulta. Desgraciadamente, escuchar al otro no es solo prestarle atención, ni dedicarle tiempo, ni ofrecerle consuelo. Va más allá, es una actividad en la que quien escucha se expone a tener que modificar el guión que de una manera más o menos consciente tenía estructurado en su cabeza. Y eso, cuando no está asumido como parte del propio desempeño, jode.

Llegados a este punto, la mayoría de los lectores de este texto podrán legítimamente argumentar: “Genial, pero no hay medios disponibles para articular esa escucha. No ha recursos económicos, ni tiempo”. Y mi respuesta sería la siguiente: “Correcto, pero hay pasos que ya se pueden dar”. El primero es reclamar y pelear por esos medios, por mera dignidad, aunque se pierda la batalla. El segundo es adquirir formación sobre otras estrategias distintas de las ya conocidas. El tercero pasa por ensayar nuevas formas de comunicación a la luz de esa formación que permitan trabajar sin grandes recursos económicos (citaré solo dos que ofrecen resultados positivos especialmente en el campo de la psicosis: el diálogo abierto y los grupos de escuchadores de voces). El cuarto consiste en algo realmente sencillo, que se produce en otros países, pero que en este parece no acabar de cuajar: la búsqueda de espacios de confluencia entre personas diagnosticadas y profesionales, tiempos y lugares donde se den los parámetros mínimos que permitan una comunicación razonable y equilibrada. Pero, y esto es relevante, esta necesidad no se ve satisfecha por la tendencia actual (motivada en buena parte por el marco conceptual que ofrece el modelo recovery) de incorporar en mesas de debate y jornadas a una o dos personas psiquiatrizadas. Ese es tan solo un gesto que con demasiada frecuencia no va más allá de la anécdota y la autocomplacencia.

Somos personas, no etiquetas. Tenemos vidas, no historiales. Y un secreto: disponemos de saberes labrados en el día a día. Conocimientos empíricos que no vienen en los manuales de las universidades. A veces no tienen una forma clara, son herramientas difusas que simplemente nos ayudan a sobrevivir. Otras veces, con el paso de los años y el apoyo entre personas que comparten una misma condición, esos recursos más o menos intuitivos se van puliendo y se transforman en auténticas estrategias terapéuticas. Muchas de las cuales son replicables.

Negar la participación de personas con experiencias concretas en la creación espacios de acción terapéutica es un error básico que condiciona todos los pasos que se dan después de tomar la decisión. No puedo argumentar con exactitud el origen de esta forma de trabajar, e intuyo que las razones son múltiples e incorporan una gran cantidad de matices y aristas. Es evidente que la arrogancia ya mencionada debe tener un peso importante, junto con el inmovilismo inherente a todo corporativismo. Pero también es cierto que el desarrollo de los marcos conceptuales de la psiquiatría y la psicología en nuestro país no puede ser ajeno a cuatro décadas de dictadura. En cualquier caso, la escisión entre el saber académico y el conocimiento directo que tienen de su propio dolor las personas que conviven con él no solo es una tara que evidencia claramente cierto subdesarrollo teórico, sino que no resiste el embate del simple sentido común.

En un plano estrictamente personal, puedo decir que experimento alucinaciones auditivas desde los 19 años y que, como es lógico, he hablado con muchos psiquiatras, psicólogos y terapeutas desde entonces, pero jamás ninguno de ellos me ha ofrecido el conocimiento práctico que he podido adquirir leyendo y, sobre todo, escuchando a otras personas que a su vez también escuchan voces. Los saberes que se comparten entre iguales escapan a los marcos de la especulación teórica, se diluyen en las narraciones individuales y ofrecen pistas para reconstruir el propio camino hacia una recuperación real y efectiva. La inmensa mayor parte de lo que sé sobre lo que me pasa se lo debo a otros, a otros como yo: la comunicación o incomunicación con la familia, la gestión de las alucinaciones en el trabajo, la información sobre ingresos hospitalarios, la importancia del descanso, la influencia en las relaciones de pareja, los factores de riesgo que pueden desembocar en una crisis, pautas de prevención… la lista sería interminable.

Fuera de España hay programas dentro de la atención en salud mental donde determinados “pacientes” colaboran de manera decisiva en estrategias de intervención. Y dentro de nuestras fronteras hay numerosas experiencias dentro del campo médico donde determinados pacientes intervienen en calidad de “pacientes expertos” a la hora de gestionar situaciones tan complejas como la aceptación y gestión de una patología crónica. Lo curioso es que la psiquiatría dominante, pese a invocar su pertenencia en igualdad de condiciones al resto de ramas de la medicina, suele asumir del paradigma médico tan solo lo que le conviene. El campo psicopatología no deja de ser un caos controlado por la costumbre, donde los cambios provocan miedo y rechazo. Al fin y al cabo, hay que tener siempre presente que cuando los sistemas se enquistan, tienden a la autoperpetuación como lo haría cualquier ser vivo.

Hasta el momento he recurrido constantemente al concepto de “paradigma” establecido por Thomas Kuhn. Y lo he hecho en su sentido más primario: un modelo teórico que, por las razones que sea, es aceptado por un grupo social. Esta aceptación tiene sus cimientos en un conjunto complejo de razones, entre las cuales destaca el éxito para resolver problemas o anomalías. En este sentido pudiera parecer que la hegemonía del relato biologicista en el ámbito de la salud mental tiene sus días contados: hace décadas que no se producen adelantos significativos en el terreno de la investigación (ni en lo relativo al diagnóstico, ni en lo relativo a los psicofármacos), todavía no se ha podido demostrar el componente biológico de ninguna llamada “enfermedad mental” y, quizás esto sea lo más importante, la gente continúa sufriendo. Sin embargo, esta interpretación simplifica demasiado el trabajo de Kuhn. Habría primero que establecer si la psiquiatría puede considerarse ciencia en un sentido fuerte (si aplica el método científico de facto y no si se trata tan solo de un conjunto más o menos estable de conocimientos y creencias), e incluso qué sentido tiene tratarla desde el aparato conceptual ofrecido por un historiador de la ciencia, y lo que es más importante en nuestro caso, habría que ponderar la relevancia que siempre asignó este autor a las creencias históricas concretas de las comunidades científicas. Y es que una de las grandes aportaciones de Kuhn fue insistir en que las propias creencias son inseparables del marco cultural en el que se desarrollan.Dicho lo cual, el paradigma biológico en salud mental debe ser siempre comprendido en el contexto en el que ha triunfado. De ahí que haya quienes con propiedad hablen ya de “paradigma biocomercial”. Quizás no haya que atender tanto a sus éxitos para comprender su supervivencia como a su funcionalidad contextual. Se adapta a la lógica del mundo en el que se inserta. Se adapta y hace caja. Por tanto, la crítica no puede ni debe ser planteada en términos de relevo: no existe ningún paradigma que pueda suplir al actual operando en las mismas condiciones.

Mi modesta aportación a este debate es que tampoco necesitamos un modelo alternativo. No se trata de escoger entre la fantasiosa cosmología aristotélica y el rigor observacional de Galileo (quien pudo ver que sí, que la Luna tenía montañas y no era la esfera incorruptible que creían Aristóteles y la Iglesia Católica), tal y como nos explica Thomas Kuhn. Se trata de cuestionar el paradigma hegemónico a la vez que se articulan respuestas pragmáticas a los problemas que ese paradigma no sabe, o no le es rentable, abordar. Y esto pasa necesariamente por cuestionar e incidir también en el marco cultural existente. Si no hay una cultura de la escucha, de la gestión horizontal de tiempos y espacios, poco sentido tendrá el descubrir que tiene un potencial terapéutico. Si se apuesta por los grupos de apoyo mutuo en salud mental, donde se practica una comunicación no mediada entre personas que han pasado y pasan por experiencias semejantes, hay que asumir que se está defendiendo una manera específica de relacionarse. Se otorga un valor a una determinada manera de estar en el mundo. La praxis implica un posicionamiento dentro de una correlación de fuerzas e intereses que nos desborda.

El problema esencial de quienes defendemos que la autonomía es el principio, el medio y el fin de la recuperación en salud mental es que este mundo está configurado contra el desarrollo de esa autonomía mucho más allá de los límites establecidos por aulas, consultas y hospitales. Por eso no contemplamos un choque frontal, a la vez que tampoco nos resignamos, buscamos resquicios y contradicciones para instalarnos en ellas. No podemos posponer la disputa ni asumir la derrota. A nuestro alrededor “La regla es: mermelada mañana y ayer… pero nunca hoy”, que diría la Reina de corazones en Alicia en el país de las maravillas. El ayer representa el momento en el que se gozó de una salud ya perdida, mientras que el mañana es la quimera de un nuevo tiempo que nunca acaba de llegar. El problema es que vivimos en el hoy. Y necesitamos soluciones ya.

No se trata pues de disputar una hegemonía, sino de liquidarla, de acabar con la imposición de centros de poder y defender la multiplicidad. No hay un relato para explicar el sufrimiento psíquico, hay múltiples relatos de múltiples sufrimientos psíquicos. La puesta en común de los mismos y de las estrategias de gestión empleadas por sus protagonistas es un camino de socialización de conocimientos que rompe con la lógica que conocemos. Aprender de un paciente puede parecer un sinsentido hasta que es útil. Es entonces cuando es posible entender que todas esas dualidades que se levantan alrededor no son sino muros.

Cierro el texto invocando el llamado “derecho de fuga”, una idea que tomo prestada a Sandro Mezzadra. No se trata de una figura jurídica, sino un concepto con el que el autor pretende reflexionar sobre la singularidad de las personas desplazadas. Con él, Mezzadra pretende remarcar la dimensión subjetiva de los procesos migratorios, los cuales quedan sepultados bajo el anonimato y el reduccionismo con los que quedan planteados dentro del contexto capitalista. Así pues, las personas diagnosticadas también tenemos el derecho de fugarnos del paradigma biomédico que triunfa a día de hoy. Tenemos derecho a buscar y a que se nos reconozca nuestra propia subjetividad mientras buscamos. Nuestra fuga permite que terceras personas puedan tomar conciencia de nuestra condición y nuestra experiencia. Reivindicar nuestra subjetividad implica romper con la posición subalterna a la que nos relega el paternalismo de las llamadas “ciencias psi-”, pero desde luego no equivale a suprimir todas aquellas condiciones objetivas que nos llevaron al sistema de salud mental. No somos reducibles a categorías estancas, no somos insectos y los profesionales de la salud mental no deberían ser entomólogos. Ese camino, esa forma de pensar, ha sido ya ensayado y el resultado está ahí para quien quiera documentar la derrota. Tenemos derecho a respirar aire fresco, o al menos a intentarlo. Desertar es un verbo que tiene algo hermoso. Implica una actitud. Lo cual no es poco en estos días aciagos. Cuando el pensar habitual, el que hemos heredado, fracasa, se hace necesario pensar de otra manera. Estamos habituados a afrontar la realidad en términos opuestos. Así, este nuevo pensar que se invoca en el título de este texto debiera ser un pensar contra el orden existente. Sin embargo, de lo que se trata no es tanto de pensar a la contra como de inaugurar otro pensar desde el momento mismo en el que hemos reconocido que el que existe se rinde.

Soy consciente de que este texto no tiene una estructura académica. Hablar desde la propia vivencia le condena a uno a abrazar ciertas heterodoxias. Si todo lo escrito tiene una finalidad o enseñanza, no pasa por que se la explique y desmenuce al lector en un último apartado de conclusiones, sino porque este la comprenda. Ojalá se entienda este matiz, y sirva de contrapunto al modo en que las personas diagnosticadas solemos ser tratadas en consultas, estudios, salones familiares o asociaciones de distinta índole. En última instancia, y al igual que otra mucha gente, yo no creo que el ser humano nazca bueno o malo. Creo que nace ignorante, estúpido. Y abandonar esa condición es la tarea de su vida. Quiero pensar que cada vez somos más quienes estamos inmersos en ese proceso.


Fernando Alonso

Superviviente del Sistema de Salud Mental