lunes, 1 de octubre de 2018

"El fin de la psicopatología (o de cómo nombrar las cosas no es sino un ejercicio de poder)" (artículo en Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria nº 14)



Hoy traemos un artículo nuestro que hemos tenido el placer de ver publicado en la revista Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria en su número 14, de la Asociación Asturiana de Neuropsiquiatría y Salud Mental y dirigida por Víctor Aparicio. Hace ya años que tuvimos la suerte de trabajar unos meses en Asturias, coincidiendo en esa época allí con excelentes personas e incluso amigos (un poco demasiado dados a la sidra, todo hay que decirlo, pero es que éramos jóvenes y alocados...).
En fin, sin más revelaciones que no vienen al caso, con ustedes nuestro trabajo:



El fin de la psicopatología (o de cómo nombrar las cosas no es sino un ejercicio de poder)

Autores: Jose García-Valdecasas Campelo y Amaia Vispe Astola.


Resumen: Desde los clásicos, la psicopatología ha sido establecida como la ciencia básica y fundamentación de la psiquiatría. Nos proponemos analizar en el presente trabajo los conceptos de psicopatología y psiquiatría, sus bases epistemológicas, su carácter científico o más bien narrativo, así como sus efectos prácticos en el funcionamiento del dispositivo psiquiátrico, tanto en lo referente a los aspectos individuales como a los sociales, diferenciando también los casos de aquellos pacientes diagnosticados como psicóticos de otros muchos afectos de diversos malestares. Desarrollamos nuestros argumentos especialmente a partir de autores como Michel Foucault y Jean-François Lyotard, que creemos pertinentes para nuestro estudio. Las conclusiones incluyen una cierta tentativa de solución que podría llevarnos, tras la crítica de la psiquiatría, a una diferente y tal vez mejor psiquiatría crítica.




Introducción

Escribimos este artículo agradeciendo la oportunidad que nos da Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria de participar en este número monográfico sobre “crítica a la psiquiatría”. Desde hace ya algún tiempo, a través de varias publicaciones y textos (1), hemos intentado desarrollar una labor de crítica a la Psiquiatría, no con afán destructivo sino como necesaria labor de voladura y desescombro previos antes de poder poner los cimientos de una nueva Psiquiatría, que a su vez habrá de ser necesariamente crítica (2). En esta tarea, hemos escrito ya acerca de puntos que creemos imprescindibles sobre la ética (o la falta de ella) en las relaciones entre la industria farmacéutica y los profesionales sanitarios (3), la reivindicación del concepto de psicosis agudas en aras a evitar procesos de cronificación iatrogénicos no infrecuentes (4), o sobre la posibilidad (tal vez sólo deseo) de un cambio de paradigma en nuestra disciplina (5). Ya tocados pues estos temas desde el punto de vista de crítica a la psiquiatría actual, nos proponemos detenernos en este artículo en un cierto análisis de la psicopatología, como herramienta básica que se supone sustenta epistemológicamente nuestro edificio psiquiátrico en sus aspectos científicos, de búsqueda de saber, y tecnológicos, de búsqueda de utilidad, y a través de sus distintas técnicas.


Qué es (o querría ser) la psicopatología

La idea del trabajo actual, porque hay que saber de dónde se viene para entender dónde se quiere llegar, surgió casualmente tras tener conocimiento hace un par de años de la celebración de un homenaje (6) a la figura de Michel Foucault a raíz del treinta aniversario de su muerte y acerca de su pensamiento sobre la locura y la salud mental. Joseba Achotegi escribió un texto (7) de presentación sobre dicho homenaje en el que nos llamó poderosamente la atención un párrafo, que recoge una cita del pensador francés:
La pregunta fundamental que se formula Foucault, y hay que resaltar que la hace cuando aún es un joven estudiante que está finalizando su formación en el Hospital de Sainte Anne de París, difícilmente puede ser más clara e ir más dirigida a la raíz del tema que nos ocupa: “había seguido también estudios de psicopatología, una pretendida disciplina, que no enseñaba gran cosa. Entonces se me planteó la pregunta: ¿cómo un saber tan escaso puede arrastrar tanto poder?”. (1975).
Foucault se plantea por qué la sociedad delega un poder tan grande en los profesionales de la salud mental, y se pregunta si no será porque cumplen una determinada función de control social al servicio de los intereses del sistema, no tanto por la valía de sus conocimientos científicos, que como señalará en sus trabajos han sido muy escasos en algunas etapas históricas, sin que ello haya menguado lo más mínimo su poder.
El comentario sobre la psicopatología no tiene desperdicio: "¿cómo un saber tan escaso puede arrastrar tanto poder?"
Y nos quedamos dando vueltas sobre el tema.
¿Cómo definir exactamente esto de la psicopatología?. Según Vallejo, en uno de los manuales clásicos de psiquiatría en castellano (8), la psicopatología es "la fundamentación científica de la psiquiatría, para lo cual precisa delimitar conceptos generales con validez universal en el campo de la patología psíquica. […] acoge todo el saber que se extiende desde lo más orgánico-biológico a lo estrictamente psíquico, la psicopatología intenta extraer conclusiones válidas para estructurarse como ciencia […], intentando […] entrar, desde una metodología científica, en la comprensión de la conducta patológica."
Si les parece que el párrafo precedente no da una idea muy inteligible de cuál es el objeto concreto o el método de esta pretendida ciencia, vayan a la fuente general del texto original -más amplio- y, si allí lo entienden mejor, no dejen de explicárnoslo. La psicopatología parece querer ser (que, evidentemente, no es lo mismo que conseguir ser) la ciencia básica de la psiquiatría, entendida ésta a su vez como "rama de la medicina que se ocupa del estudio, prevención, tratamiento y rehabilitación de los trastornos psíquicos […], cuyo carácter científico se alcanza a través de la psicopatología". 
La psicopatología vendría a ser la colección de síntomas que captamos en el paciente (de forma pretendidamente objetiva como plantean las clasificaciones actuales, haciendo un uso como poco peculiar de la fenomenología), a través de los cuales podemos pasar a hablar de síndromes y enfermedades respetando el carácter científico de todo el proceso. Pues bien, en nuestra opinión esta supuesta objetividad de la psicopatología, de la aprehensión del síntoma, no se consigue en modo alguno, no alcanzándose tal cientificidad. Desarrollaremos este argumento.
Desde nuestro punto de vista, existe una construcción psicológica y social del síntoma posterior a su construcción biológica como producto de un sistema nervioso humano (porque no creemos que venga de ninguna alma inmaterial o ente parecido; luego, sea el síntoma de origen genético, físico, psicológico o social, sus manifestaciones se realizan siempre a través de un organismo biológico y, en concreto en psiquiatría, a través del sistema nervioso central de dicho organismo). A partir de un hipotético síntoma originario biológico, el sujeto lo experimenta en base a sus propias coordenadas psicológicas (como sucede, sin ir más lejos, con el dolor, que es un síntoma de origen físico al que la valoración psicológica del mismo modula de forma extraordinaria) y, por supuesto, en estrecha relación con ellas, a través de sus coordenadas sociales. Una vez experimentado, se comunica, mediante lenguaje verbal o no verbal, siendo, sobre todo en el primer caso, modificado o bien por no existir palabras en el lenguaje común para expresar determinados síntomas psicóticos que son, por definición, inefables; o bien simplemente porque la persona que los experimenta no quiere dar parte o toda la información sobre lo que siente. Y tras este camino, el síntoma así revestido de significados psicológicos y sociales del paciente y más o menos modificado por distintas motivaciones o directamente distorsionado por carencias del lenguaje común no psicótico, llega finalmente al clínico, que lo escucha u observa. Y éste, evidentemente, tampoco es una tabula rasa donde el síntoma queda inscrito, sino que es a su vez un sujeto con determinados condicionantes psicológicos o sociales que modulan la información recibida y que provocan, con independencia absoluta del síntoma biológico originario, que sea catalogado de una manera u otra e incorporado posteriormente al concreto modelo del funcionamiento mental patológico que tenga ese clínico y que muchas veces depende de algo tan prosaico y poco “objetivo” como dónde haya hecho su formación y qué influencias le han llegado, por las que se convierte en un furibundo neurobiologicista o en un recalcitrante psicoanalista kleiniano… o cualquier otro sistema de creencias sobre el psiquismo humano sólo aparentemente menos radical…
En base a ello, a pesar de las grandilocuentes definiciones y como ya decía hace casi cuarenta años Michel Foucault, no parece que el carácter objetivo y científico de la psicopatología (y, por ende, de la misma psiquiatría) sea algo conseguido realmente. Lo cual tal vez es achacable a que el objeto de estudio (nada menos que la conducta, las emociones o el pensamiento humanos) no son realmente susceptible de análisis por una metodología científica propia de las ciencias naturales, especialmente la física, como a muchos les gusta creer. 
La psicopatología buscaría, tal como entendemos nosotros, proporcionar la descripción objetiva de lo mental / emocional / conductual anómalo, en gran parte desde un punto de vista sintomatológico, de la misma manera que la fisiopatología se dedica a explicar el funcionamiento patológico respecto a lo que sería una fisiología normal. El problema es que no disponemos de ningún modelo fisiológico del funcionamiento mental que esté contrastado científicamente, aceptado por la mayor parte de investigadores y sea realmente explicativo de los fenómenos psíquicos normales. 
No hace falta ser un erudito en filosofía de la ciencia y metodología para darse cuenta que sin tener una fisiología mental fiable, difícilmente podremos construir una psicopatología digna de ese nombre.
Evidentemente, por lo que estamos argumentando, compartimos plenamente la primera parte de la frase de Foucault: la psicopatología parece un saber muy escaso. Y lo es porque por mucho que grandes pensadores, como Germán Berrios (9), intenten desarrollarla y hacerla crecer, las raíces (ese conocimiento del funcionamiento psíquico normal) no tienen fuerza como para sostenerla. Y en cuanto a la segunda parte del pensamiento foucaltiano, también compartimos su sorpresa, no sin cierta tristeza, sobre el tremendo poder que arrastra un saber tal.
Ante nuestro atrevimiento, en los tiempos que nos ha tocado vivir, de cuestionar el carácter científico de la psiquiatría actual (fundamentalmente biologicista o, más bien, biocomercial (10)), recurriremos como defensa a los clásicos.


Reflexiones psiquiátricas desde Jean-François Lyotard

Lyotard, en La condición postmoderna (11), traza una diferencia básica entre el saber científico y el saber narrativo. El enunciado científico debe presentar ciertas condiciones para ser aceptado como tal. La legitimación es el proceso por el que un “legislador” que se ocupa del discurso científico está autorizado a prescribir cuáles son las condiciones convenidas (en general, consistencia interna y verificación experimental) para que un enunciado forme parte de ese discurso y sea tenido en cuenta por la comunidad científica. Para Lyotard, apoyándose en Popper, la ciencia sería un subconjunto de conocimientos, es decir, enunciados denotativos, con dos condiciones: que los objetos a que se refieren sean accesibles de modo recurrente y en las condiciones de observación explícitas, y que se pueda decidir si cada uno de esos enunciados pertenece o no al lenguaje considerado como pertinente por los expertos. Por otra parte, desde el punto de vista de Kuhn (12), estos enunciados científicos se van acumulando cuando estamos en un período denominado de “ciencia normal”, con un paradigma como marco explicativo no sujeto a discusión. Cuando este paradigma cae, debido a la acumulación de problemas planteados que no es capaz de resolver, se produce un período de “ciencia revolucionaria”, con distintos paradigmas enfrentados entre sí y el hecho de que uno se convierta en hegemónico tiene que ver con criterios y cuestiones que van más allá del ámbito lógico y que tienen relación con cuestiones sociales y políticas.
Lyotard insiste en el carácter construido de los enunciados científicos, como discurso, y nosotros nos detendremos en la consideración particular del discurso científico psiquiátrico. Nos encontramos aquí con una ciencia en una posición que podríamos catalogar como preparadigmática en el sentido de Kuhn, donde paradigmas enfrentados (biológico, cognitivo, conductual, sistémico, psicoanalítico...) establecen marcos explicativos la mayor parte de las veces contradictorios (aunque no debemos dejar de señalar que los paradigmas son inconmensurables, es decir, no pueden compararse por no existir un marco común desde el que hacerlo), pero que dan cuenta satisfactoriamente (al menos, para sus seguidores) de los hechos planteados. Lyotard plantea como condiciones propias de los enunciados científicos la consistencia interna (que en general suele darse) y la verificación experimental y aquí es donde los enunciados del discurso psiquiátrico adolecen, en mi opinión, de dicho carácter científico del que presumen: no hay verificación experimental de la mayor parte de las teorías psiquiátricas (no la hay de los déficits neuroquímicos hipotetizados por el paradigma biológico, o de la existencia de un constructo como el complejo de Edipo del paradigma psicoanalítico, por poner unos ejemplos). Recurriendo ahora a Popper, diremos que la mayor parte de las teorías psiquiátricas (caso diferente es el de la neurología, que estudia enfermedades orgánicas del cerebro) no son falsables, ya que los diversos paradigmas son perfectamente capaces de explicar cualquier resultado experimental a posteriori (pero no predecirlo a priori). Serían teorías postdictivas pero no predictivas.
Dicho esto, aclarar que en absoluto intentamos un juicio sumario y condena a la psiquiatría como disciplina, sino que este intento de análisis, a partir del concepto de saber y enunciado científico de Lyotard, lo que pretende es precisamente hacer patente una determinada situación epistemológica para no dar a los enunciados teóricos psiquiátricos (con sus correlatos a nivel práctico, evidentemente) un estatuto del que carecen.
Hay que señalar también que Lyotard marca una diferencia entre saber científico y narrativo, y podríamos señalar que la psiquiatría posee tal vez un saber que es esencialmente narrativo, aunque pretende presentarse como científico. Lo que a su vez provoca determinadas consecuencias a la hora de la aplicación práctica de la disciplina, tanto a pacientes individuales como influyendo en la configuración de la misma sociedad en la que funciona, ya que no es, en nuestra cultura, el mismo poder el que se reconoce a una discurso científico que a uno narrativo. Tal vez si se revelara (partiendo de que nuestro análisis fuera considerado correcto o, mejor dicho desde un punto de vista más postmoderno, útil) que el verdadero estatuto del saber psiquiátrico no es el de la ciencia, no sería tan grande el poder del que dispondría a la hora de ejercer sus funciones de control social tanto de la conducta desorganizada del llamado enfermo mental como del potencial reivindicador de los sujetos inmersos en circunstancias socioeconómicas y políticas que la misma psiquiatría transustancia en malestares individuales, con la consiguiente colaboración al mantenimiento del status quo imperante. Además, el saber psiquiátrico, como cualquier otro, marca una diferencia entre el que sabe y el que no, diferencia sustentada entre otras cosas en el dominio del juego de lenguaje propio de la disciplina, en nuestro caso, el lenguaje psicopatológico (denominar, por ejemplo, “abulia” a la desgana o “hipotimia” a la tristeza, coloca sin duda en una posición de experto).
Terminando con Lyotard, no queremos dejar de hacer referencia a cómo distingue, en términos de la teoría de juegos del lenguaje, el juego denotativo donde la pertinencia se establece entre verdadero / falso; el juego prescriptivo que procede de lo justo / injusto; y el juego técnico donde el criterio es eficiente / ineficiente. A partir de la distinción tradicional entre fuerza y sabiduría, o entre lo que es fuerte, lo que es justo y lo que es verdadero, se puede decir que la “fuerza” deriva sólo del juego técnico. Excepto en el caso en que opera por medio del terror, encontrándose este caso fuera del juego del lenguaje, pues la eficiencia de la fuerza procede de la amenaza de eliminar al “compañero” y no de hacer una mejor “jugada” que la suya. Cada vez que la eficiencia, la consecución del efecto buscado, tiene por resorte un “di o haz eso, si no no hablarás”, se entra en el terror, se destruye el vínculo social. En nuestra opinión y experiencia profesional, esto es justo lo que ocurre cuando una persona con síntomas psicóticos (delirios o alucinaciones)  ingresa en un dispositivo psiquiátrico porque un experto en ese saber dictamina que sus “jugadas” de lenguaje son inaceptables socialmente y debe cambiarlas (o al menos acallarlas). Que muchas veces tenga como resultado un beneficio para esa persona en términos de calmar su malestar o adaptarlo a una sociedad en la que tiene que seguir viviendo, no cambia ni oculta el hecho de que, en términos de Lyotard, el mecanismo que se ha empleado para ello es el del terror.


Reflexiones psiquiátricas desde Michel Foucault

Volvamos ahora a Foucault. Nos interesa especialmente el análisis foucaltiano de la locura, que nuestro autor afirma haber estudiado no con los términos del criterio de las ciencias formales, sino para mostrar cómo, mediante ese extraño discurso, era posible un cierto tipo de control de los individuos dentro y fuera de los asilos. Foucault abordó este tema en La historia de la locura en la época clásica (13) y, posteriormente, en El poder psiquiátrico (14). Por otra parte, como señala en Tecnologías del yo (15), nos parece que se centró especialmente en esas dos obras en la tecnología de la dominación y el poder, pero en esta última lo hace en la gran importancia de las tecnologías de la dominación individual, la historia del modo en que un individuo actúa sobre sí mismo, es decir, las tecnologías del yo.
En nuestra opinión, el dispositivo psiquiátrico tal y como existe en nuestra sociedad, se ampara en un supuesto saber, una ciencia que no deja de ser un cierto juego de verdad mucho más cercano a la subjetividad de las ciencias del espíritu que a la mayor certeza y replicabilidad de las ciencias naturales. A partir de dicho saber se desarrollan unas tecnologías de poder (que determinan la conducta de los individuos, objetivando al sujeto) y unas tecnologías del yo (que son la actuación del sujeto sobre sí mismo). La psiquiatría plantea una cierta relación entre psiquiatra y paciente que, cayendo en inevitable generalización, es básicamente de dos tipos: el paciente es un loco sobre el que se ejerce un dominio buscando controlar su conducta (ya sea con el encierro en el asilo clásico o con el tratamiento tranquilizador dispensado en las consultas modernas), o bien el paciente es un cuerdo preso de malestares, ansiedades y depresiones diversas, sobre el que se ejerce un dominio diferente, buscando su consuelo, su anestesia, su resignación (por diversas terapias o tratamientos), evitando que dolores muchas veces de causa social sean vistos como tales, centrando por el contrario el objetivo en los aspectos individuales, aplacando con gran eficacia un malestar social que se queda en expresiones exclusivamente individuales. Desde nuestro punto de vista, la tecnología de poder clásica de “control del loco” que con tan gran acierto describió Foucault se ha visto en las últimas décadas acompañada de la tecnología de poder de “consuelo del triste y el ansioso”, desviando todo un caudal de malestar social a cauces de tranquilización individuales (ya sea con psicoterapias o fármacos de diversos tipos).
En cuanto al aspecto concreto de las tecnologías del yo, el llamado “paciente”, sobre todo cuando se cataloga como “crónico” y emprende un camino de años de consultas y tratamientos (conste que para nada excluimos la existencia de las llamadas enfermedades mentales como síndromes que afectan realmente a algunas personas, pero eso no cambia el hecho de que hay todo un dispositivo psiquiátrico que funciona alrededor de estas situaciones), va efectuando toda una serie de cambios en su forma de pensarse a sí mismo, acabando en no pocas ocasiones asumiendo plenamente un rol de enfermo, pasivo, desrresponsabilizado y reconociendo lo que al principio negaba con el mayor énfasis: que está enfermo, que sus ideas eran delirios, adquiriendo lo que los psiquiatras llamamos “conciencia de enfermedad” y que muchas veces no es sino la triste ironía de que acaba siendo el loco el que le da la razón al psiquiatra para que le deje en paz. O bien, el otro tipo general de paciente que hemos descrito, el triste, desarrolla su propia tecnología del yo: una serie de cambios en su self, en su misma persona, para constituirse como un enfermo, también desrresponsabilizado, sin reconocerse autor de impulsos, decisiones o perezas, cada vez más lejos de lo que es un ser humano libre y dueño de sí.
Pero estas dos formas de tecnologías del yo que vemos en estos dos tipos generales de pacientes descritos no son las únicas que aparecen en el dispositivo psiquiátrico. El psiquiatra también, a lo largo sobre todo de su período de entrenamiento inicial, lleva a cabo toda una transformación en sí mismo. A partir de una persona con conocimientos teóricos y prácticos de medicina, se va instaurando un cambio en pensamientos, actitudes y conductas por el cual se convierte uno en psiquiatra: se cree con capacidad para decidir qué pensamientos coinciden con la realidad y cuáles no, qué conductas son “normales” y cuáles “anormales”, qué personas deben ser encerradas contra su voluntad en un momento dado y cuáles no... Como el propio Foucault comentó alguna vez, parece mucho poder para sustentarse en un saber tan escaso. Y para ejercer ese poder sin dudas (o con ellas, según los casos) se requieren toda una serie de operaciones en uno mismo, que van desde la forma de hablar con otras personas, a la inherente sospecha que acompaña a toda escucha del otro, o la adopción de una cierta atmósfera de superioridad intelectual que oculta grandes inseguridades sobre lo que uno hace, etc.
De todas maneras, que el sistema funcione de esta manera, para nada exime de responsabilidad al individuo concreto que ejerce su función de psiquiatra, de médico o de carcelero... Uno no deja de conservar su libertad a la hora de ejercer su trabajo o, llegado el caso, de decidir dejar de hacerlo. La tecnología del yo, de nuevo desde nuestro punto de vista, no es un imperativo que determine la conducta de unos u otros. Precisamente, Foucault señaló que somos más libres de lo que creemos, y no porque estemos menos determinados, sino porque hay muchas cosas con las que aún podemos romper, para hacer de la libertad un problema estratégico, para crear libertad. Para liberarnos de nosotros mismos.


Cómo funciona y para qué sirve la psicopatología

Tras este paso por Lyotard o Foucault, volvamos a nuestro humilde análisis de la psicopatología. En nuestros inicios en la profesión, se nos insistió, como hicimos durante años nosotros mismos con las siguientes generaciones de residentes, que era imprescindible saber lo primero de todo mucha "psicopatología", ya que ésta era la base de la psiquiatría. Es cierto que hoy en día se insiste más bien en que se sepa mucho de farmacología, pero refiriéndose a libros con dibujos de colorines traídos por anunciantes sonrientes y no a revisiones sistemáticas sobre problemas de seguridad de los fármacos que dichos anunciantes promocionan, pero éste es otro tema que ahora no viene al caso.
¿Y cómo funciona el conocimiento psicopatológico en el día a día de un Servicio de Psiquiatría? Lo primero que se espera de un residente que empieza su formación, es que domine el "lenguaje psicopatológico". Que sepa nombrar bien los síntomas del paciente. Es decir, que ante el relato del paciente de su malestar, objetivo, subjetivo o negado, sepa traducirlo en un conjunto de síntomas descritos por dicho conocimiento psicopatológico y que, a continuación, serán tratados por la técnica psiquiátrica. Y conste que este conocimiento psicopatológico acumulado representa un trabajo descomunal de grandes pensadores, realizado casi de forma completa en los albores de la disciplina hace ya muchas décadas y de gran profundidad teórica. Y es cierto que cualquiera que haya mostrado interés por el campo de la locura y su trato, no deja de amar en cierto sentido ese conjunto de descripciones sintomatológicas tan bellamente desarrolladas (un poco a la manera como los médicos no dejan de tener sus "enfermedades favoritas"). El problema es, o debería ser, en qué afecta este estado de cosas a la persona que atendemos.
Cuando se trata de un loco, un psicótico, el paso por el filtro del lenguaje psicopatológico consigue mostrar la erudición del profesional, lo mucho o poco (normalmente y cada vez más, poco) que conoce la psiquiatría clásica y lo aplicado que es al estudio. Al paciente, de nada le vale que el profesional que le atiende sepa que la voz que le habla apoderándose de sus cuerdas vocales sin que él lo pueda evitar es una alucinación psicomotriz en el sentido de Séglas. Nos esforzamos en catalogar las vivencias locas del paciente en nuestro álbum de botánica, como especies más comunes o más raras, pero sin que quede claro si a través de todo este trabajo, sin duda ímprobo, se avanza lo más mínimo en el esfuerzo de intentar comprender, acompañar o ayudar a la persona que experimenta vivencias que, probablemente, ni siquiera puedan explicarse en nuestro lenguaje común.
Y otro es el caso cuando se trata de un paciente, por llamarlo de alguna manera, no loco, es decir, alguien que sufre de enfermedades que no son otra cosa que sentimientos humanos en reacción a avatares vitales o, incluso, simples variantes de formas de ser: depresiones, ansiedades, hiperactividades, impulsos, adicciones y tantos casos y casos de personas que acaban creyéndose enfermos y comportándose como tales sólo porque su cultura decide catalogarlos así (para mayor beneficio económico de vendedores de falsos remedios y mayor prestigio de supuestos expertos carentes de ética). Oímos profusamente cómo el paciente tiene toda una ristra de síntomas aparentemente médicos: hipotimia, apato-abulia, anergia, anhedonia, ansiedad generalizada, déficit del control de los impulsos… Y lo decimos tan seriamente como si afirmáramos que tiene fiebre, tos y expectoración. Y sólo de pasada se comenta que empezó todo hace dos meses cuando murió su padre, o perdió el trabajo o se divorció… Y conseguimos convertir una reacción sufriente pero inevitablemente normal en un caso clínico de alguna enfermedad como el episodio depresivo, o el trastorno adaptativo, o la distimia… Con lo que varios beneficios se hacen evidentes: ya no tenemos que enfrentarnos a intentar ayudar a esa persona o, más lógico y más difícil, atrevernos a decirle que no hay ayuda médica que le podamos dar (y si alguien aún cree de la utilidad de los antidepresivos para casos así, hay bibliografía independiente (16, 17, 18) fácilmente disponible); hemos conseguido además parecer muy profesionales y capaces de mantener el control de la situación; y una vez que el pobre desgraciado esté con su pastillita y/o su terapia, ya molestará menos a la vez que nuestro trabajo seguirá teniendo pleno sentido sin tener que plantearnos duda alguna...


Cómo funciona y para qué sirve la psiquiatría

La situación de crisis económica y política que atravesamos y que nos atraviesa está poniendo de manifiesto una situación en la atención psiquiátrica (como en tantas otras cosas y casos en los que confiábamos más o menos acríticamente) que de hecho ya se venía produciendo desde hacía tiempo: la atención psiquiátrica-psicológica funciona (para lo cual es indiferente que los profesionales sean o no conscientes de ello) como dispositivo de control del malestar, que es desviado así de su origen social hacia aspectos individuales, donde no podrá ser solucionado y provocará daños en forma de iatrogenias y dependencias diversas. Así mismo, este dispositivo se sostiene y fomenta también gracias a la óptica capitalista de obtención de beneficios por encima de toda ética, que aplican las industrias farmacéuticas (como tantas otras) promocionando enfermedades que no son tales, sobrediagnosticando otras y logrando una medicalización global de la población desconocida hasta finales del siglo XX y principios del XXI. Todo ello con la colaboración imprescindible y siempre atenta de las administraciones sanitarias que olvidan su función de control y de los profesionales sanitarios que olvidan su función de cuidado (19, 20).
Sin mucho temor a equivocarnos, podríamos plantear que el dispositivo que conocemos como salud mental es una construcción de naturaleza ideológica que desempeña una función social básica (aparte de las más inmediatas de obtención de beneficios para la industria y prestigio para los profesionales), que no es otra que el adormecimiento. Un nuevo opio del pueblo, pero esta vez bajo receta médica o indicación psicoterapéutica. Imagínense si todos los parados de este pobre país, engañados y estafados muchos de ellos en una burbuja inmobiliaria que no crearon pero pagan (mientras que los que sí la crearon siguen cobrando lo mismo o más que antes), decidieran dejar sus pastillas y sus terapias y marcharan juntos sobre el Congreso o la Moncloa. Pero claro, el doctor repite lo que el gran experto a sueldo de la farmacéutica dice, es decir, que esto va a ser la serotonina desrregulada, así que tranquilito en casa sin tomar decisiones hasta que uno esté bien. Y a lo mejor, como nos hizo ver Rendueles (21), para llegar a estar bien, habría que empezar a tomar decisiones (o la Bastilla, ya puestos).
La psicoterapia no está exenta de sus propias iatrogenias (22, 23) y forma parte del mismo dispositivo de control social que estamos describiendo. Nuestra cultura occidental, hace ya algunas décadas, cuenta con un meme fundamental que podríamos definir como: “expresar - confesar - no guardarse los problemas - preocupaciones - traumas con un profesional psi es bueno - necesario - imprescindible para estar bien - ser feliz - realizarse uno mismo”. Como tal meme, se repite a múltiples niveles y se acepta de forma casi acrítica por gran parte de la población. El problema es que nadie ha demostrado que tal aseveración sea cierta. Y aunque no dudamos de que muchas veces la psicoterapia puede ser útil a nivel individual, nos tememos que a nivel social termina por crear una sociedad donde uno olvida su propia capacidad de superar los problemas por uno mismo, o con el apoyo de su familia y amigos, siendo capaz de desarrollar una red social que lo fortalezca en los momentos difíciles y le haga sentirse parte de algo. No como un pobre traumatizado que tiene que ir a consulta cada dos semanas porque no es capaz de superar que su pareja le dejó. Los buenos terapeutas insisten en “devolver la responsabilidad al paciente”. Pero tal vez no deberían empezar por quitársela definiéndole como “paciente” en el acto mismo de iniciar la terapia.
En nuestra opinión y como profesionales de la psiquiatría, deberíamos abandonar esta función en que la sociedad, algunos de nuestros supuestos expertos y muchas veces nosotros mismos también, nos colocamos. Porque nos conduce a, y nos perpetúa en, una cultura en la que no sólo todo malestar es interpretado como patológico, sino que toda ausencia de felicidad absoluta es vista como enfermedad. Una psiquiatría así termina por impedir a los seres humanos buscar su felicidad aceptando que nunca la encontrarán por completo, y lleva a creer y caer en falsos remedios y a buscar muletas diversas, condenando a muchas personas a iatrogenias terribles y a cronificaciones sin salida. Esta crítica supone tener que trabajar en una frontera difusa y fácil de cruzar sin darse cuenta, pero de intentar fijarla de forma adecuada depende que nuestra disciplina pueda efectivamente ser un instrumento social de ayuda o, en lugar de ello, una herramienta más del poder que usa a la gente siempre como un medio (para ganar dinero o prestigio, o bien para limitar y controlar sus deseos de libertad y solidaridad) y nunca como un fin en sí misma.
Pensamos que en algún lugar, no más allá del control de la conducta del loco y del malestar del triste, sino más bien dentro de cada uno de ellos, existe un espacio para una psiquiatría que de verdad sea útil para algunas personas. Una psiquiatría que ayude a la persona en un brote psicótico a dominar su angustia y superar su miedo. Una psiquiatría que dé esperanza al delirante, al alucinado y a sus familias a entender que una crisis no significa una condena. Una psiquiatría que acompañe al psicótico a lo largo de su camino, incluyendo por supuesto sus recaídas y sus recuperaciones. Una psiquiatría que pueda, en algunos momentos, echar una mano a personas sanas en dificultades o con malestares que no saben resolver por sí mismos, pero sin erigirse en remedio mágico del dolor consustancial a la vida humana y a las sociedades que construimos.


¿Y qué se podría hacer tras tanta crítica a la psicopatología y la psiquiatría?

Pues la verdad es que no lo tenemos claro. Hemos amado mucho la psicopatología y la hemos estudiado tanto como hemos podido. Pero no podemos evitar preguntarnos por su utilidad. Por su utilidad para la persona que tratamos que, no lo olvidemos, es de lo que debería ir todo esto. Evidentemente, se nos puede decir que sin un análisis psicopatológico fino no podemos llegar a un diagnóstico certero de lo que le ocurre al paciente. Buen argumento, si no fuera porque no parece que los diagnósticos psiquiátricos sean susceptibles de tal certidumbre. Para diagnosticar a un paciente de un problema orgánico intercurrente, no hace falta saber psicopatología, sino medicina. Y para diagnosticar a una persona de psicosis, no se adelante nada diciendo que la voz que le da órdenes es realmente una "alucinación acústica verbal comandatoria". Con escuchar al paciente, ya llegamos al diagnóstico sin tener que "hacernos los expertos" poniendo nombres a sus experiencias, para pretender demostrar que "sabemos lo que le pasa en realidad". Y poner nombres de síntomas a lo que son dolores de la vida cotidiana (que es muy dura para mucha gente y cada vez lo está siendo más) supone pretender situar en su interior (ya sea en la serotonina, el Edipo, las sobregeneralizaciones o lo que sea) la causa de su malestar y en nosotros mismos como profesionales el intento de solución, que pasará por riesgos de dependencias e iatrogenias a veces terribles para un beneficio que se conseguía igual o mejor hace décadas con el apoyo sociofamiliar, el paso del tiempo o la propia fuerza de cada uno.
Resumiendo, ¿no hay tal vez que estudiar psicopatología? No creemos que ésa sea la solución. Claro que hay que estudiarla. Y conocerla a fondo. Y luego, saber dejarla a un lado cuando lo que consigue es alejarnos del paciente que sufre en vez de acercarnos a él, o cuando lo que hace es describir como enfermo a alguien sano pero dolorido, alguien que necesita no ser paciente (es decir, pasivo) sino activo en la búsqueda de soluciones (y tal vez culpables) a su dolor. 
Aunque sea agradable la sensación de poder que el profesional adquiere cuando domina el lenguaje de la disciplina, el cómo marca una frontera entre los iniciados que saben cómo se llaman las cosas y los demás que no lo saben, debemos también aquí, tolerar la incertidumbre, aceptar que no sabemos. Reconocer que llamar alucinación a una voz no es un progreso en el conocimiento sino una técnica de poder. Y nuestro trabajo es ayudar en el alivio de nuestros pacientes, no detentar poder sobre ellos. La psicopatología ha sido una herramienta de incalculable valor en psiquiatría para aplicar un lenguaje técnico encima de cualquier conducta, emoción o pensamiento que hemos querido catalogar como patológico, convirtiendo cualquier variante de la normalidad en enfermedad. ¿Quedará alguien a quien llamar normal? Desde luego, no después del paso por una consulta de psiquiatría o psicología.
¿Nuestra propuesta? Perder el miedo a decir que no se sabe y suprimir el deseo de controlar y ejercer poder, deseo nacido de aquel miedo. Y, aunque cueste, resignarse a la idea de renunciar al poder implícito en saber decir las cosas por su nombre...




Bibliografía

1.- García-Valdecasas J., Vispe A., Blog postPsiquiatría. Disponible en: www.postpsiquiatria.blogspot.com
2.- Ortiz A., Hacia una psiquiatría crítica. Editorial Grupo 5, 2013.
3.- García-Valdecasas J., Vispe A., “La raya en la arena: la Psiquiatría entre la ética y la industria farmacéutica”. Norte de salud mental, 2015, vol. XIII, nº 52, 33-43.
4.- Vispe A., Hernández M., Ruiz-Flores M., García-Valdecasas J. “De la psicosis aguda al primer episodio psicótico: rumbo a la cronicidad”. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2015, vol. 35, nº 128, 731-748.
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