Hoy traemos un artículo nuestro que hemos tenido el placer de ver publicado en la revista Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria en su número 14, de la Asociación Asturiana de Neuropsiquiatría y Salud Mental y dirigida por Víctor Aparicio. Hace ya años que tuvimos la suerte de trabajar unos meses en Asturias, coincidiendo en esa época allí con excelentes personas e incluso amigos (un poco demasiado dados a la sidra, todo hay que decirlo, pero es que éramos jóvenes y alocados...).
En fin, sin más revelaciones que no vienen al caso, con ustedes nuestro trabajo:
El fin de la psicopatología (o de cómo
nombrar las cosas no es sino un ejercicio de poder)
Autores: Jose García-Valdecasas Campelo y Amaia
Vispe Astola.
Resumen: Desde los clásicos, la psicopatología ha
sido establecida como la ciencia básica y fundamentación de la psiquiatría. Nos
proponemos analizar en el presente trabajo los conceptos de psicopatología y
psiquiatría, sus bases epistemológicas, su carácter científico o más bien
narrativo, así como sus efectos prácticos en el funcionamiento del dispositivo
psiquiátrico, tanto en lo referente a los aspectos individuales como a los
sociales, diferenciando también los casos de aquellos pacientes diagnosticados
como psicóticos de otros muchos afectos de diversos malestares. Desarrollamos
nuestros argumentos especialmente a partir de autores como Michel Foucault y
Jean-François Lyotard, que creemos pertinentes para nuestro estudio. Las conclusiones
incluyen una cierta tentativa de solución que podría llevarnos, tras la crítica de la psiquiatría, a una
diferente y tal vez mejor psiquiatría
crítica.
Introducción
Escribimos este artículo agradeciendo la oportunidad
que nos da Cuadernos de Psiquiatría
Comunitaria de participar en este número monográfico sobre “crítica a la
psiquiatría”. Desde hace ya algún tiempo, a través de varias publicaciones y
textos (1), hemos intentado desarrollar una labor de crítica a la Psiquiatría, no con afán destructivo sino como
necesaria labor de voladura y desescombro previos antes de poder poner los
cimientos de una nueva Psiquiatría, que a su vez habrá de ser necesariamente crítica (2). En esta tarea, hemos
escrito ya acerca de puntos que creemos imprescindibles sobre la ética (o la
falta de ella) en las relaciones entre la industria farmacéutica y los
profesionales sanitarios (3), la reivindicación del concepto de psicosis agudas en aras a evitar
procesos de cronificación iatrogénicos no infrecuentes (4), o sobre la
posibilidad (tal vez sólo deseo) de un cambio de paradigma en nuestra
disciplina (5). Ya tocados pues estos temas desde el punto de vista de crítica
a la psiquiatría actual, nos proponemos detenernos en este artículo en un
cierto análisis de la psicopatología,
como herramienta básica que se supone sustenta epistemológicamente nuestro
edificio psiquiátrico en sus aspectos científicos, de búsqueda de saber, y
tecnológicos, de búsqueda de utilidad, y a través de sus distintas técnicas.
Qué es (o
querría ser) la psicopatología
La idea del trabajo actual, porque hay que saber de
dónde se viene para entender dónde se quiere llegar, surgió casualmente tras tener
conocimiento hace un par de años de la celebración de un homenaje (6) a la
figura de Michel Foucault a raíz del treinta aniversario de su muerte y acerca
de su pensamiento sobre la locura y la salud mental. Joseba Achotegi escribió un
texto (7) de presentación sobre dicho homenaje en el que nos llamó
poderosamente la atención un párrafo, que recoge una cita del pensador francés:
La pregunta fundamental que se formula Foucault, y
hay que resaltar que la hace cuando aún es un joven estudiante que está
finalizando su formación en el Hospital de Sainte Anne de París, difícilmente
puede ser más clara e ir más dirigida a la raíz del tema que nos ocupa: “había
seguido también estudios de psicopatología, una pretendida disciplina, que no
enseñaba gran cosa. Entonces se me planteó la pregunta: ¿cómo un saber tan
escaso puede arrastrar tanto poder?”. (1975).
Foucault se plantea por qué la sociedad delega un
poder tan grande en los profesionales de la salud mental, y se pregunta si no
será porque cumplen una determinada función de control social al servicio de
los intereses del sistema, no tanto por la valía de sus conocimientos
científicos, que como señalará en sus trabajos han sido muy escasos en algunas
etapas históricas, sin que ello haya menguado lo más mínimo su poder.
El comentario sobre la psicopatología no tiene
desperdicio: "¿cómo un saber tan escaso puede arrastrar tanto poder?"
Y nos quedamos dando vueltas sobre el tema.
¿Cómo definir exactamente esto de la psicopatología?.
Según Vallejo, en uno de los manuales clásicos de psiquiatría en castellano (8),
la psicopatología es "la fundamentación científica de la psiquiatría,
para lo cual precisa delimitar conceptos generales con validez universal en el
campo de la patología psíquica. […] acoge todo el saber que se extiende
desde lo más orgánico-biológico a lo estrictamente psíquico, la psicopatología
intenta extraer conclusiones válidas para estructurarse como ciencia […], intentando
[…] entrar, desde una metodología científica, en la comprensión de la
conducta patológica."
Si les parece que el párrafo precedente no da una
idea muy inteligible de cuál es el objeto concreto o el método de esta pretendida
ciencia, vayan a la fuente general del texto original -más amplio- y, si allí
lo entienden mejor, no dejen de explicárnoslo. La psicopatología parece querer
ser (que, evidentemente, no es lo mismo que conseguir ser) la
ciencia básica de la psiquiatría, entendida ésta a su vez como "rama de
la medicina que se ocupa del estudio, prevención, tratamiento y rehabilitación
de los trastornos psíquicos […], cuyo carácter científico se alcanza a
través de la psicopatología".
La psicopatología vendría a ser la colección de síntomas que captamos en el
paciente (de forma pretendidamente objetiva como plantean las clasificaciones
actuales, haciendo un uso como poco peculiar de la fenomenología), a través de
los cuales podemos pasar a hablar de síndromes y enfermedades respetando el
carácter científico de todo el proceso. Pues bien, en nuestra opinión esta
supuesta objetividad de la psicopatología, de la aprehensión del síntoma, no se
consigue en modo alguno, no alcanzándose tal cientificidad. Desarrollaremos
este argumento.
Desde nuestro punto de vista, existe una construcción
psicológica y social del síntoma posterior a su construcción biológica como
producto de un sistema nervioso humano (porque no creemos que venga de ninguna
alma inmaterial o ente parecido; luego, sea el síntoma de origen genético,
físico, psicológico o social, sus manifestaciones se realizan siempre a través
de un organismo biológico y, en concreto en psiquiatría, a través del sistema
nervioso central de dicho organismo). A partir de un hipotético síntoma
originario biológico, el sujeto lo experimenta en base a sus propias
coordenadas psicológicas (como sucede, sin ir más lejos, con el dolor, que es
un síntoma de origen físico al que la valoración psicológica del mismo modula
de forma extraordinaria) y, por supuesto, en estrecha relación con ellas, a
través de sus coordenadas sociales. Una vez experimentado, se comunica,
mediante lenguaje verbal o no verbal, siendo, sobre todo en el primer caso,
modificado o bien por no existir palabras en el lenguaje común para expresar
determinados síntomas psicóticos que son, por definición, inefables; o bien
simplemente porque la persona que los experimenta no quiere dar parte o toda la
información sobre lo que siente. Y tras este camino, el síntoma así revestido
de significados psicológicos y sociales del paciente y más o menos modificado
por distintas motivaciones o directamente distorsionado por carencias del
lenguaje común no psicótico, llega finalmente al clínico, que lo escucha u
observa. Y éste, evidentemente, tampoco es una tabula rasa donde el
síntoma queda inscrito, sino que es a su vez un sujeto con determinados
condicionantes psicológicos o sociales que modulan la información recibida y
que provocan, con independencia absoluta del síntoma biológico originario, que
sea catalogado de una manera u otra e incorporado posteriormente al concreto
modelo del funcionamiento mental patológico que tenga ese clínico y que muchas
veces depende de algo tan prosaico y poco “objetivo” como dónde haya hecho su
formación y qué influencias le han llegado, por las que se convierte en un
furibundo neurobiologicista o en un recalcitrante psicoanalista kleiniano… o
cualquier otro sistema de creencias sobre el psiquismo humano sólo
aparentemente menos radical…
En base a ello, a pesar de las grandilocuentes
definiciones y como ya decía hace casi cuarenta años Michel Foucault, no parece
que el carácter objetivo y científico de la psicopatología (y, por ende, de la
misma psiquiatría) sea algo conseguido realmente. Lo cual tal vez es achacable
a que el objeto de estudio (nada menos que la conducta, las emociones o el
pensamiento humanos) no son realmente susceptible de análisis por una
metodología científica propia de las ciencias naturales, especialmente la
física, como a muchos les gusta creer.
La psicopatología buscaría, tal como entendemos
nosotros, proporcionar la descripción objetiva de lo mental / emocional /
conductual anómalo, en gran parte desde un punto de vista sintomatológico, de
la misma manera que la fisiopatología se dedica a explicar el funcionamiento
patológico respecto a lo que sería una fisiología normal. El problema es que no
disponemos de ningún modelo fisiológico del funcionamiento mental que esté
contrastado científicamente, aceptado por la mayor parte de investigadores y
sea realmente explicativo de los fenómenos psíquicos normales.
No hace falta ser un erudito en filosofía de la
ciencia y metodología para darse cuenta que sin tener una fisiología mental
fiable, difícilmente podremos construir una psicopatología digna de ese nombre.
Evidentemente, por lo que estamos argumentando,
compartimos plenamente la primera parte de la frase de Foucault: la
psicopatología parece un saber muy escaso. Y lo es porque por mucho que grandes
pensadores, como Germán Berrios (9), intenten desarrollarla y hacerla crecer,
las raíces (ese conocimiento del funcionamiento psíquico normal) no tienen
fuerza como para sostenerla. Y en cuanto a la segunda parte del pensamiento
foucaltiano, también compartimos su sorpresa, no sin cierta tristeza, sobre el
tremendo poder que arrastra un saber tal.
Ante nuestro atrevimiento, en los tiempos que nos ha
tocado vivir, de cuestionar el carácter científico de la psiquiatría actual
(fundamentalmente biologicista o, más bien, biocomercial (10)), recurriremos
como defensa a los clásicos.
Reflexiones psiquiátricas desde Jean-François Lyotard
Lyotard, en La
condición postmoderna (11), traza una diferencia básica entre el saber científico y el saber narrativo. El enunciado científico
debe presentar ciertas condiciones para ser aceptado como tal. La legitimación
es el proceso por el que un “legislador” que se ocupa del discurso científico
está autorizado a prescribir cuáles son las condiciones convenidas (en general,
consistencia interna y verificación experimental) para que un enunciado forme
parte de ese discurso y sea tenido en cuenta por la comunidad científica. Para
Lyotard, apoyándose en Popper, la ciencia sería un subconjunto de
conocimientos, es decir, enunciados denotativos, con dos condiciones: que los
objetos a que se refieren sean accesibles de modo recurrente y en las
condiciones de observación explícitas, y que se pueda decidir si cada uno de
esos enunciados pertenece o no al lenguaje considerado como pertinente por los
expertos. Por otra parte, desde el punto de vista de Kuhn (12), estos
enunciados científicos se van acumulando cuando estamos en un período
denominado de “ciencia normal”, con un paradigma como marco explicativo no
sujeto a discusión. Cuando este paradigma cae, debido a la acumulación de
problemas planteados que no es capaz de resolver, se produce un período de
“ciencia revolucionaria”, con distintos paradigmas enfrentados entre sí y el
hecho de que uno se convierta en hegemónico tiene que ver con criterios y
cuestiones que van más allá del ámbito lógico y que tienen relación con
cuestiones sociales y políticas.
Lyotard insiste en el carácter construido de los
enunciados científicos, como discurso, y nosotros nos detendremos en la
consideración particular del discurso
científico psiquiátrico. Nos encontramos aquí con una ciencia en una
posición que podríamos catalogar como preparadigmática en el sentido de Kuhn,
donde paradigmas enfrentados (biológico, cognitivo, conductual, sistémico,
psicoanalítico...) establecen marcos explicativos la mayor parte de las veces
contradictorios (aunque no debemos dejar de señalar que los paradigmas son
inconmensurables, es decir, no pueden compararse por no existir un marco común
desde el que hacerlo), pero que dan cuenta satisfactoriamente (al menos, para
sus seguidores) de los hechos planteados. Lyotard plantea como condiciones
propias de los enunciados científicos la consistencia interna (que en general
suele darse) y la verificación experimental y aquí es donde los enunciados del
discurso psiquiátrico adolecen, en mi opinión, de dicho carácter científico del
que presumen: no hay verificación experimental de la mayor parte de las teorías
psiquiátricas (no la hay de los déficits neuroquímicos hipotetizados por el
paradigma biológico, o de la existencia de un constructo como el complejo de
Edipo del paradigma psicoanalítico, por poner unos ejemplos). Recurriendo ahora
a Popper, diremos que la mayor parte de las teorías psiquiátricas (caso
diferente es el de la neurología, que estudia enfermedades orgánicas del
cerebro) no son falsables, ya que los diversos paradigmas son perfectamente
capaces de explicar cualquier resultado experimental a posteriori (pero no predecirlo a priori). Serían teorías postdictivas
pero no predictivas.
Dicho esto, aclarar que en absoluto intentamos un
juicio sumario y condena a la psiquiatría como disciplina, sino que este
intento de análisis, a partir del concepto de saber y enunciado científico de
Lyotard, lo que pretende es precisamente hacer patente una determinada situación
epistemológica para no dar a los enunciados teóricos psiquiátricos (con sus
correlatos a nivel práctico, evidentemente) un estatuto del que carecen.
Hay que señalar también que Lyotard marca una
diferencia entre saber científico y narrativo, y podríamos señalar que la psiquiatría posee tal vez un saber que
es esencialmente narrativo, aunque pretende presentarse como científico. Lo que
a su vez provoca determinadas consecuencias a la hora de la aplicación práctica
de la disciplina, tanto a pacientes individuales como influyendo en la
configuración de la misma sociedad en la que funciona, ya que no es, en nuestra
cultura, el mismo poder el que se reconoce a una discurso científico que a uno
narrativo. Tal vez si se revelara (partiendo de que nuestro análisis fuera
considerado correcto o, mejor dicho desde un punto de vista más postmoderno,
útil) que el verdadero estatuto del saber psiquiátrico no es el de la ciencia,
no sería tan grande el poder del que dispondría a la hora de ejercer sus
funciones de control social tanto de la conducta desorganizada del llamado
enfermo mental como del potencial reivindicador de los sujetos inmersos en
circunstancias socioeconómicas y políticas que la misma psiquiatría
transustancia en malestares individuales, con la consiguiente colaboración al
mantenimiento del status quo
imperante. Además, el saber psiquiátrico, como cualquier otro, marca una
diferencia entre el que sabe y el que no, diferencia sustentada entre otras
cosas en el dominio del juego de lenguaje propio de la disciplina, en nuestro
caso, el lenguaje psicopatológico (denominar, por ejemplo, “abulia” a la
desgana o “hipotimia” a la tristeza, coloca sin duda en una posición de
experto).
Terminando con Lyotard, no queremos dejar de hacer
referencia a cómo distingue, en términos de la teoría de juegos del lenguaje,
el juego denotativo donde la
pertinencia se establece entre verdadero / falso; el juego prescriptivo que procede de lo justo / injusto; y el juego técnico donde el criterio es
eficiente / ineficiente. A partir de la distinción tradicional entre fuerza y
sabiduría, o entre lo que es fuerte, lo que es justo y lo que es verdadero, se
puede decir que la “fuerza” deriva sólo del juego técnico. Excepto en el caso
en que opera por medio del terror,
encontrándose este caso fuera del juego del lenguaje, pues la eficiencia de la
fuerza procede de la amenaza de eliminar al “compañero” y no de hacer una mejor
“jugada” que la suya. Cada vez que la eficiencia, la consecución del efecto
buscado, tiene por resorte un “di o haz eso, si no no hablarás”, se entra en el
terror, se destruye el vínculo social. En nuestra opinión y experiencia
profesional, esto es justo lo que ocurre cuando una persona con síntomas
psicóticos (delirios o alucinaciones)
ingresa en un dispositivo psiquiátrico porque un experto en ese saber
dictamina que sus “jugadas” de lenguaje son inaceptables socialmente y debe
cambiarlas (o al menos acallarlas). Que muchas veces tenga como resultado un
beneficio para esa persona en términos de calmar su malestar o adaptarlo a una
sociedad en la que tiene que seguir viviendo, no cambia ni oculta el hecho de
que, en términos de Lyotard, el mecanismo que se ha empleado para ello es el
del terror.
Reflexiones
psiquiátricas desde Michel Foucault
Volvamos ahora a Foucault. Nos interesa especialmente
el análisis foucaltiano de la locura, que nuestro autor afirma haber estudiado
no con los términos del criterio de las ciencias formales, sino para mostrar
cómo, mediante ese extraño discurso, era posible un cierto tipo de control de
los individuos dentro y fuera de los asilos. Foucault abordó este tema en La historia de la locura en la época clásica
(13) y, posteriormente, en El poder
psiquiátrico (14). Por otra parte, como señala en Tecnologías del yo (15), nos parece que se centró especialmente en
esas dos obras en la tecnología de la dominación y el poder, pero en esta
última lo hace en la gran importancia de las tecnologías de la dominación
individual, la historia del modo en que un individuo actúa sobre sí mismo, es
decir, las tecnologías del yo.
En nuestra opinión, el dispositivo psiquiátrico tal y
como existe en nuestra sociedad, se ampara en un supuesto saber, una ciencia
que no deja de ser un cierto juego de
verdad mucho más cercano a la subjetividad de las ciencias del espíritu que
a la mayor certeza y replicabilidad de las ciencias naturales. A partir de
dicho saber se desarrollan unas tecnologías de poder (que determinan la
conducta de los individuos, objetivando al sujeto) y unas tecnologías del yo
(que son la actuación del sujeto sobre sí mismo). La psiquiatría plantea una
cierta relación entre psiquiatra y paciente que, cayendo en inevitable
generalización, es básicamente de dos tipos: el paciente es un loco sobre el que se ejerce un dominio
buscando controlar su conducta (ya sea con el encierro en el asilo clásico o
con el tratamiento tranquilizador dispensado en las consultas modernas), o bien
el paciente es un cuerdo preso de
malestares, ansiedades y depresiones diversas, sobre el que se ejerce un
dominio diferente, buscando su consuelo, su anestesia, su resignación (por
diversas terapias o tratamientos), evitando que dolores muchas veces de causa
social sean vistos como tales, centrando por el contrario el objetivo en los
aspectos individuales, aplacando con gran eficacia un malestar social que se
queda en expresiones exclusivamente individuales. Desde nuestro punto de vista,
la tecnología de poder clásica de “control del loco” que con tan gran acierto
describió Foucault se ha visto en las últimas décadas acompañada de la
tecnología de poder de “consuelo del triste y el ansioso”, desviando todo un
caudal de malestar social a cauces de tranquilización individuales (ya sea con
psicoterapias o fármacos de diversos tipos).
En cuanto al aspecto concreto de las tecnologías del
yo, el llamado “paciente”, sobre todo cuando se cataloga como “crónico” y
emprende un camino de años de consultas y tratamientos (conste que para nada
excluimos la existencia de las llamadas enfermedades mentales como síndromes
que afectan realmente a algunas personas, pero eso no cambia el hecho de que
hay todo un dispositivo psiquiátrico que funciona alrededor de estas
situaciones), va efectuando toda una serie de cambios en su forma de pensarse a
sí mismo, acabando en no pocas ocasiones asumiendo plenamente un rol de
enfermo, pasivo, desrresponsabilizado y reconociendo lo que al principio negaba
con el mayor énfasis: que está enfermo, que sus ideas eran delirios,
adquiriendo lo que los psiquiatras llamamos “conciencia de enfermedad” y que
muchas veces no es sino la triste ironía de que acaba siendo el loco el que le da la razón al psiquiatra
para que le deje en paz. O bien, el otro tipo general de paciente que hemos
descrito, el triste, desarrolla su
propia tecnología del yo: una serie de cambios en su self, en su misma persona,
para constituirse como un enfermo, también desrresponsabilizado, sin
reconocerse autor de impulsos, decisiones o perezas, cada vez más lejos de lo
que es un ser humano libre y dueño de sí.
Pero estas dos formas de tecnologías del yo que vemos
en estos dos tipos generales de pacientes descritos no son las únicas que
aparecen en el dispositivo psiquiátrico. El psiquiatra también, a lo largo
sobre todo de su período de entrenamiento inicial, lleva a cabo toda una
transformación en sí mismo. A partir de una persona con conocimientos teóricos
y prácticos de medicina, se va instaurando un cambio en pensamientos, actitudes
y conductas por el cual se convierte uno en psiquiatra: se cree con capacidad
para decidir qué pensamientos coinciden con la realidad y cuáles no, qué
conductas son “normales” y cuáles “anormales”, qué personas deben ser
encerradas contra su voluntad en un momento dado y cuáles no... Como el propio
Foucault comentó alguna vez, parece mucho poder para sustentarse en un saber
tan escaso. Y para ejercer ese poder sin dudas (o con ellas, según los casos)
se requieren toda una serie de operaciones en uno mismo, que van desde la forma
de hablar con otras personas, a la inherente sospecha que acompaña a toda
escucha del otro, o la adopción de una cierta atmósfera de superioridad
intelectual que oculta grandes inseguridades sobre lo que uno hace, etc.
De todas maneras, que el sistema funcione de esta
manera, para nada exime de responsabilidad al individuo concreto que ejerce su
función de psiquiatra, de médico o de carcelero... Uno no deja de conservar su
libertad a la hora de ejercer su trabajo o, llegado el caso, de decidir dejar
de hacerlo. La tecnología del yo, de nuevo desde nuestro punto de vista, no es
un imperativo que determine la conducta de unos u otros. Precisamente, Foucault
señaló que somos más libres de lo que creemos, y no porque estemos menos
determinados, sino porque hay muchas cosas con las que aún podemos romper, para
hacer de la libertad un problema estratégico, para crear libertad. Para
liberarnos de nosotros mismos.
Cómo
funciona y para qué sirve la psicopatología
Tras este paso por Lyotard o Foucault, volvamos a
nuestro humilde análisis de la psicopatología. En nuestros inicios en la
profesión, se nos insistió, como hicimos durante años nosotros mismos con las
siguientes generaciones de residentes, que era imprescindible saber lo primero
de todo mucha "psicopatología", ya que ésta era la base de la
psiquiatría. Es cierto que hoy en día se insiste más bien en que se sepa mucho
de farmacología, pero refiriéndose a libros con dibujos de colorines traídos
por anunciantes sonrientes y no a revisiones sistemáticas sobre problemas de
seguridad de los fármacos que dichos anunciantes promocionan, pero éste es otro
tema que ahora no viene al caso.
¿Y cómo funciona el conocimiento psicopatológico en
el día a día de un Servicio de Psiquiatría? Lo primero que se espera de un
residente que empieza su formación, es que domine el "lenguaje
psicopatológico". Que sepa nombrar bien los síntomas del paciente. Es
decir, que ante el relato del paciente de su malestar, objetivo, subjetivo o
negado, sepa traducirlo en un conjunto de síntomas descritos por dicho
conocimiento psicopatológico y que, a continuación, serán tratados por la
técnica psiquiátrica. Y conste que este conocimiento psicopatológico acumulado
representa un trabajo descomunal de grandes pensadores, realizado casi de forma
completa en los albores de la disciplina hace ya muchas décadas y de gran
profundidad teórica. Y es cierto que cualquiera que haya mostrado interés por
el campo de la locura y su trato, no deja de amar en cierto sentido ese
conjunto de descripciones sintomatológicas tan bellamente desarrolladas (un
poco a la manera como los médicos no dejan de tener sus "enfermedades
favoritas"). El problema es, o debería ser, en qué afecta este estado de
cosas a la persona que atendemos.
Cuando se trata de un loco, un psicótico, el
paso por el filtro del lenguaje psicopatológico consigue mostrar la erudición
del profesional, lo mucho o poco (normalmente y cada vez más, poco) que conoce
la psiquiatría clásica y lo aplicado que es al estudio. Al paciente, de nada le
vale que el profesional que le atiende sepa que la voz que le habla
apoderándose de sus cuerdas vocales sin que él lo pueda evitar es una alucinación
psicomotriz en el sentido de Séglas. Nos esforzamos en catalogar las
vivencias locas del paciente en nuestro álbum de botánica, como especies
más comunes o más raras, pero sin que quede claro si a través de todo este
trabajo, sin duda ímprobo, se avanza lo más mínimo en el esfuerzo de intentar
comprender, acompañar o ayudar a la persona que experimenta vivencias que,
probablemente, ni siquiera puedan explicarse en nuestro lenguaje común.
Y otro es el caso cuando se trata de un paciente, por
llamarlo de alguna manera, no loco, es decir, alguien que sufre de enfermedades que no son otra cosa que
sentimientos humanos en reacción a avatares vitales o, incluso, simples
variantes de formas de ser: depresiones, ansiedades, hiperactividades,
impulsos, adicciones y tantos casos y casos de personas que acaban creyéndose
enfermos y comportándose como tales sólo porque su cultura decide catalogarlos
así (para mayor beneficio económico de vendedores de falsos remedios y mayor
prestigio de supuestos expertos carentes de ética). Oímos profusamente cómo el
paciente tiene toda una ristra de síntomas aparentemente médicos: hipotimia,
apato-abulia, anergia, anhedonia, ansiedad generalizada, déficit del control de
los impulsos… Y lo decimos tan seriamente como si afirmáramos que tiene fiebre,
tos y expectoración. Y sólo de pasada se comenta que empezó todo hace dos
meses cuando murió su padre, o perdió el trabajo o se divorció… Y conseguimos
convertir una reacción sufriente pero inevitablemente normal en un caso clínico
de alguna enfermedad como el episodio depresivo, o el trastorno
adaptativo, o la distimia… Con lo que varios beneficios se hacen
evidentes: ya no tenemos que enfrentarnos a intentar ayudar a esa persona o,
más lógico y más difícil, atrevernos a decirle que no hay ayuda médica que le
podamos dar (y si alguien aún cree de la utilidad de los antidepresivos para
casos así, hay bibliografía independiente (16, 17, 18) fácilmente disponible);
hemos conseguido además parecer muy profesionales y capaces de mantener el
control de la situación; y una vez que el pobre desgraciado esté con su
pastillita y/o su terapia, ya molestará menos a la vez que nuestro trabajo
seguirá teniendo pleno sentido sin tener que plantearnos duda alguna...
Cómo
funciona y para qué sirve la psiquiatría
La situación de crisis económica y política que
atravesamos y que nos atraviesa está poniendo de manifiesto una situación en la
atención psiquiátrica (como en tantas otras cosas y casos en los que confiábamos
más o menos acríticamente) que de hecho ya se venía produciendo desde hacía tiempo:
la atención psiquiátrica-psicológica funciona (para lo cual es indiferente que
los profesionales sean o no conscientes de ello) como dispositivo de control
del malestar, que es desviado así de su origen social hacia aspectos
individuales, donde no podrá ser solucionado y provocará daños en forma de
iatrogenias y dependencias diversas. Así mismo, este dispositivo se sostiene y
fomenta también gracias a la óptica capitalista de obtención de beneficios por
encima de toda ética, que aplican las industrias farmacéuticas (como tantas
otras) promocionando enfermedades que no son tales, sobrediagnosticando otras y
logrando una medicalización global de la población desconocida hasta finales
del siglo XX y principios del XXI. Todo ello con la colaboración imprescindible
y siempre atenta de las administraciones sanitarias que olvidan su función de
control y de los profesionales sanitarios que olvidan su función de cuidado
(19, 20).
Sin mucho temor a equivocarnos, podríamos plantear
que el dispositivo que conocemos como salud
mental es una construcción de naturaleza ideológica que desempeña una
función social básica (aparte de las más inmediatas de obtención de beneficios
para la industria y prestigio para los profesionales), que no es otra que el adormecimiento. Un nuevo opio del
pueblo, pero esta vez bajo receta médica o indicación psicoterapéutica.
Imagínense si todos los parados de este pobre país, engañados y estafados
muchos de ellos en una burbuja inmobiliaria que no crearon pero pagan (mientras
que los que sí la crearon siguen cobrando lo mismo o más que antes), decidieran
dejar sus pastillas y sus terapias y marcharan juntos sobre el Congreso o la
Moncloa. Pero claro, el doctor repite lo que el gran experto a sueldo de la
farmacéutica dice, es decir, que esto va a ser la serotonina desrregulada, así
que tranquilito en casa sin tomar
decisiones hasta que uno esté bien. Y a lo mejor, como nos hizo ver Rendueles
(21), para llegar a estar bien, habría que empezar a tomar decisiones (o la
Bastilla, ya puestos).
La psicoterapia no está exenta de sus propias
iatrogenias (22, 23) y forma parte del mismo dispositivo de control social que
estamos describiendo. Nuestra cultura occidental, hace ya algunas décadas,
cuenta con un meme fundamental que podríamos definir como: “expresar - confesar - no guardarse los
problemas - preocupaciones - traumas con un profesional psi es bueno - necesario
- imprescindible para estar bien - ser feliz - realizarse uno mismo”. Como
tal meme, se repite a múltiples niveles y se acepta de forma casi acrítica por
gran parte de la población. El problema es que nadie ha demostrado que tal
aseveración sea cierta. Y aunque no dudamos de que muchas veces la psicoterapia
puede ser útil a nivel individual, nos tememos que a nivel social termina por
crear una sociedad donde uno olvida su propia capacidad de superar los
problemas por uno mismo, o con el apoyo de su familia y amigos, siendo capaz de
desarrollar una red social que lo fortalezca en los momentos difíciles y le
haga sentirse parte de algo. No como un pobre traumatizado que tiene que ir a
consulta cada dos semanas porque no es capaz de superar que su pareja le dejó.
Los buenos terapeutas insisten en “devolver la responsabilidad al paciente”.
Pero tal vez no deberían empezar por quitársela definiéndole como “paciente” en
el acto mismo de iniciar la terapia.
En nuestra opinión y como profesionales de la
psiquiatría, deberíamos abandonar esta función en que la sociedad, algunos de
nuestros supuestos expertos y muchas veces nosotros mismos también, nos
colocamos. Porque nos conduce a, y nos perpetúa en, una cultura en la que no
sólo todo malestar es interpretado como patológico, sino que toda ausencia de
felicidad absoluta es vista como enfermedad. Una psiquiatría así termina por
impedir a los seres humanos buscar su felicidad aceptando que nunca la
encontrarán por completo, y lleva a creer y caer en falsos remedios y a buscar
muletas diversas, condenando a muchas personas a iatrogenias terribles y a
cronificaciones sin salida. Esta crítica supone tener que trabajar en una
frontera difusa y fácil de cruzar sin darse cuenta, pero de intentar fijarla de
forma adecuada depende que nuestra disciplina pueda efectivamente ser un
instrumento social de ayuda o, en lugar de ello, una herramienta más del poder
que usa a la gente siempre como un medio (para ganar dinero o prestigio,
o bien para limitar y controlar sus deseos de libertad y solidaridad) y nunca
como un fin en sí misma.
Pensamos que en algún lugar, no más allá del control
de la conducta del loco y del
malestar del triste, sino más bien
dentro de cada uno de ellos, existe un espacio para una psiquiatría que de
verdad sea útil para algunas personas. Una psiquiatría que ayude a la persona
en un brote psicótico a dominar su angustia y superar su miedo. Una psiquiatría
que dé esperanza al delirante, al alucinado y a sus familias a entender que una
crisis no significa una condena. Una psiquiatría que acompañe al psicótico a lo
largo de su camino, incluyendo por supuesto sus recaídas y sus recuperaciones.
Una psiquiatría que pueda, en algunos momentos, echar una mano a personas sanas
en dificultades o con malestares que no saben resolver por sí mismos, pero sin
erigirse en remedio mágico del dolor consustancial a la vida humana y a las
sociedades que construimos.
¿Y qué se
podría hacer tras tanta crítica a la psicopatología y la psiquiatría?
Pues la verdad es que no lo tenemos claro. Hemos
amado mucho la psicopatología y la hemos estudiado tanto como hemos podido.
Pero no podemos evitar preguntarnos por su utilidad. Por su utilidad para la
persona que tratamos que, no lo olvidemos, es de lo que debería ir todo esto.
Evidentemente, se nos puede decir que sin un análisis psicopatológico fino no
podemos llegar a un diagnóstico certero de lo que le ocurre al paciente. Buen
argumento, si no fuera porque no parece que los diagnósticos psiquiátricos sean
susceptibles de tal certidumbre. Para diagnosticar a un paciente de un problema
orgánico intercurrente, no hace falta saber psicopatología, sino medicina. Y
para diagnosticar a una persona de psicosis, no se adelante nada diciendo que
la voz que le da órdenes es realmente una "alucinación acústica verbal
comandatoria". Con escuchar al paciente, ya llegamos al diagnóstico
sin tener que "hacernos los expertos" poniendo nombres a sus
experiencias, para pretender demostrar que "sabemos lo que le pasa en
realidad". Y poner nombres de síntomas a lo que son dolores de la vida
cotidiana (que es muy dura para mucha gente y cada vez lo está siendo más)
supone pretender situar en su interior (ya sea en la serotonina, el Edipo, las
sobregeneralizaciones o lo que sea) la causa de su malestar y en nosotros
mismos como profesionales el intento de solución, que pasará por riesgos de
dependencias e iatrogenias a veces terribles para un beneficio que se conseguía
igual o mejor hace décadas con el apoyo sociofamiliar, el paso del tiempo o la
propia fuerza de cada uno.
Resumiendo, ¿no hay tal vez que estudiar psicopatología?
No creemos que ésa sea la solución. Claro que hay que estudiarla. Y conocerla a
fondo. Y luego, saber dejarla a un lado cuando lo que consigue es alejarnos del
paciente que sufre en vez de acercarnos a él, o cuando lo que hace es describir
como enfermo a alguien sano pero dolorido, alguien que necesita no ser paciente
(es decir, pasivo) sino activo en la búsqueda de soluciones (y
tal vez culpables) a su dolor.
Aunque sea agradable la sensación de poder que el
profesional adquiere cuando domina el lenguaje de la disciplina, el cómo marca
una frontera entre los iniciados que saben cómo se llaman las cosas y
los demás que no lo saben, debemos también aquí, tolerar la incertidumbre, aceptar
que no sabemos. Reconocer que llamar alucinación a una voz no es un
progreso en el conocimiento sino una técnica de poder. Y nuestro trabajo es
ayudar en el alivio de nuestros pacientes, no detentar poder sobre ellos. La
psicopatología ha sido una herramienta de incalculable valor en psiquiatría
para aplicar un lenguaje técnico encima de cualquier conducta, emoción o
pensamiento que hemos querido catalogar como patológico, convirtiendo cualquier
variante de la normalidad en enfermedad. ¿Quedará alguien a quien llamar
normal? Desde luego, no después del paso por una consulta de psiquiatría o
psicología.
¿Nuestra propuesta? Perder el miedo a decir que no se
sabe y suprimir el deseo de controlar y ejercer poder, deseo nacido de aquel
miedo. Y, aunque cueste, resignarse a la idea de renunciar al poder implícito
en saber decir las cosas por su nombre...
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