viernes, 1 de marzo de 2019

"De brujas, putas y locas: narrativas de género y su influencia en el diagnóstico" (Revista Norte de Salud Mental nº 60)



Recientemente publicamos en la Revista Norte de Salud Mental con nuestro colaborador y querido amigo Miguel Hernández González un artículo que analiza cómo las narrativas sobre el género influyen en la atribución de diagnósticos psiquiátricos. Evidentemente, un trabajo que parte de una imprescindible óptica feminista, la cual es necesario reivindicar con más fuerza que nunca dada la nueva ola de machismo heteronormativo rancio y viejuno, que nos invade disfrazándose ahora con ropajes de liberalismo y trapitos de colores. Cuando empiecen (ya lo están intentando) a hacer sus listas de disidentes, subversivas y gentes de mal vivir, no se olvidarán de nosotras. 
Pero nos negamos a callar por miedo.

En pocos días llega la huelga feminista del 8 de marzo, laboral, de consumo y de cuidados, que invitamos a todas a hacer y a todos a ayudar a que se haga. 
El futuro será feminista (y ecologista) o no será.

Y sin más (ni, por supuesto, menos) les dejamos con nuestro artículo.


Autores: Miguel Hernández González *, Amaia Vispe Astola **, Jose García-Valdecasas Campelo *.
* Psiquiatra. Hospital Universitario de Canarias. Servicio Canario de Salud.
** Enfermera especialista en Salud Mental. Hospital Universitario Nuestra Señora de La Candelaria. Servicio Canario de Salud.

Resumen: Durante el tiempo que llevamos trabajando en el ámbito de salud mental hemos observado que la presencia de determinados diagnósticos es más probable en función del sexo de la persona que consulta. Desde la psicología diferencial se sostiene que esto es debido a la diferencia propia de los sexos que hace más probable que un trastorno aparezca más en un sexo que en otro. Desde una posición construccionista sostenemos que la diferencia está en quien emite el diagnóstico debido al discurso de género que existe. En este trabajo, a partir de un pequeño ejercicio con profesionales en formación de la Unidad Docente Multiprofesional de Salud Mental de Tenerife sobre atribución de género y de una conversación con un grupo de mujeres diagnosticadas de enfermedad mental grave, haremos una reflexión sobre el carácter socialmente construido del género.
Palabras clave: género, diagnóstico psiquiátrico, construccionismo, feminismo.


Introducción
Una de las preocupaciones más acuciantes de las personas que trabajamos en salud mental desde prácticas narrativas, colaborativas, dialógicas y en general desde los postulados  socioconstruccionistas tiene que ver con la imposición, mas o menos rígida, que hace el sistema tradicional de salud mental de un diagnóstico para poder dar una inteligibilidad a una intervención que se basa, principalmente, en corregir supuestos déficit y limitaciones. La mayoría de nosotras estamos obligadas a elegir un diagnóstico para las personas con las que trabajamos. Estos diagnósticos son la puerta para entrar a determinados recursos, por ejemplo hospitalarios o comunitarios, y también para acceder a determinadas ayudas económicas. Esto genera dos problemas que clásicamente han sido observados desde el campo constructivista (1): por un lado obliga al colectivo profesional a centrar su investigación en todo aquello que pueda servir para generar una etiqueta adecuada y luego defenderla. Por otro lado, esto genera un efecto de profecía autocumplida y una sensación de irrecuperabilidad que consolida a las personas en sus problemas. A esto hay que añadir que, en el caso especifico de la salud mental, muchos “síntomas” son indistinguibles per se de las reacciones normales de las personas a situaciones estresantes de la vida, por ejemplo una pérdida, una agresión o una enfermedad. Así es difícil saber dónde poner la frontera entre una tristeza normal y una depresión, entre un niño travieso y un TDAH, etc. Carecer de adecuados instrumentos de discriminación de estos límites, a lo que se une la ambigüedad cada vez mayor de los criterios diagnósticos de las clasificaciones actuales, conlleva que la decisión, por supuesto reservada al lado técnico, sea principalmente una cuestión de opinión clínica, la cual es una forma eufemística de definir lo que no es otra cosa que un prejuicio. Por supuesto, dentro de los prejuicios que conducen las decisiones técnicas los hay de muchas clases, algunos muy evidentes, otros más sutiles. Estos prejuicios conducen a sesgos, esto es, a sobrediagnosticar  o infradiagnosticar determinadas patologías en función de quién las porte. Dentro de estos sesgos el género ocupa un papel central, como en otros aspectos de la vida. En este trabajo pretendemos abrir una puerta a la reflexión, sin pretender ser exhaustivos, sobre la importancia del género en el servicio de urgencias de un gran hospital o en el volante de derivación de un médico de cabecera.
Presentaremos experiencias y reflexiones a partir de dos pequeñas indagaciones iniciales sobre la influencia del género en la toma de decisiones clínicas y de cómo las han vivido un pequeño grupo de afectadas. Daremos un repaso a algunos aspectos de los teorizados sobre este tema y algunas experiencias investigadoras. Toda esta revisión bibliográfica y reflexión teórica es fruto de una conversación entre las autoras a lo largo de un sinfín de encuentros.

Primera práctica
Describiremos brevemente la práctica que compartimos con las personas asistentes al seminario de terapia sistémica para residentes del área de salud mental de la Unidad Docente Multiprofesional de Salud Mental de Tenerife, que aúna al personal residente de salud mental (MIR, PIR y EIR) de los dos hospitales de referencia de la isla. A cada miembro del grupo se les reparte, de forma aleatoria, uno de los dos casos clínicos de una intervención familiar. La única diferencia entre los casos es que los géneros de la pareja están intercambiados, el resto es exactamente igual. Los profesionales piensan que son dos casos distintos. Se les pide que lo lean y contesten a un pequeño cuestionario sobre el caso que incluye: valoración inicial del problema, descripción global de los miembros de la pareja aventurando un posible diagnóstico, descripción de la relación. Se les reunió en dos grupos en función del caso que leyeron y se les pidió que lo comentaran. Finalmente, se expusieron en el gran grupo las conclusiones. Para muchas personas llegar a definir un diagnóstico aproximado fue imposible. Sin embargo, se hicieron comentarios diversos sobre los personajes del caso: tendencias narcisistas, rigidez, rasgos de dependencia. Cuando se referían a la persona pensando que era una mujer los calificativos incluían más descriptores de carácter o personalidad, mientras que cuando se referían a ella pensando que era un hombre los descriptores que se incluyeron fueron más psicopatológicos y clínicos. No obstante, la práctica fue concebida para poner de manifiesto que existe un sesgo que nos hace ver a hombres y mujeres de forma distinta y por tanto llegar a diagnósticos distintos. Esto es manifiesto desde el momento que los mismos comportamientos son evaluados de forma diferente cuando los ponemos en un personaje mujer o en un personaje hombre.
El grupo de residentes que asistió a la sesión formativa hizo el ejercicio sin conocer el verdadero objetivo del mismo, al igual que durante las fases de comentarios y puesta en común. Sólo al final se reveló el motivo del ejercicio y fue en realidad cuando comenzó la parte formativa que el equipo facilitador deseaba introducir.
Las personas participantes expresaron sentimientos de asombro y de sorpresa, afirmando que tenían claro que existen sesgos pero pensaban que no les afectaban. La reflexión de una de las enfermeras residentes hizo al grupo cuestionar la validez de los diagnósticos en sí. En efecto, si es nuestra posición previa la que determina si algo es clínico o caracterial ¿no significaría acaso que los diagnósticos también se sostienen sobre la base de nuestros prejuicios? Cuando preguntamos sobre lo que lo experienciado les hizo pensar acerca de su actividad clínica cotidiana y si esta se podría ver modificada de alguna manera a partir de esta experiencia, el resultado fue: a algunas personas que les preocupaba mucho el acertar con la categoría diagnóstica expresaron su perplejidad porque es un tema que pasó a un segundo plano, para otras lo más destacable es la responsabilidad que sintieron desde entonces sobre la mirada que hacen sobre las personas con las que trabajan.

Segunda práctica
Para el desarrollo de esta práctica, hemos llevado a cabo conversaciones con cuatro mujeres diagnosticadas de diferentes trastornos mentales en relación a cómo las cuestiones de género han influido e influyen en la atención recibida y en la propia vivencia que ellas hacen de su malestar. Tras dichas conversaciones y en relación con nuestro trabajo cotidiano, tanto con mujeres como con hombres, hemos ido percibiendo la importancia de la cuestión de género en el abordaje de los llamados trastornos mentales. Teniendo hace años formación en terapias de orientación postmoderna queremos resaltar el enfoque feminista como piedra angular de nuestra visión e intervenciones.
Estas cuatro señoras con las que conversamos viven en un piso supervisado por el equipo comunitario asertivo. Llevan viviendo en él una media de unos cinco años y tres de ellas proceden de una miniresidencia, también supervisada por el mismo equipo, en donde vivieron por un periodo de unos cuatro años. Tres de ellas están tutorizadas por un familiar y la cuarta tiene una curatela. Todas ellas, en este caso, tienen contacto con familiares cercanos (padres, tíos y hermanos).
Todas están diagnosticadas de un trastorno mental grave desde hace más de 20 años.

La entrada en cualquiera de los dos recursos es voluntaria, aunque estés tutorizado debe de existir una voluntariedad explícita para poder vivir en cualquiera de los dos recursos. Y tiene que ser así porque tanto las miniresidencias como los pisos son recursos abiertos. Ellos y ellas pueden salir y entrar libremente a cualquier hora. En los pisos tienen una supervisión mínima por parte de cuidadores, de unas horas por la mañana y otras por la tarde, y ellas y ellos deben realizar todas las tareas de la casa y mantenerla. En las miniresidencias la supervisión es continua y la colaboración con las tareas del hogar y el mantenimiento dependerá del nivel de autonomía que tengan en cada momento. Las puertas están abiertas en ambos recursos. Estas personas pagan un 75% de la pensión que perciben hasta un máximo de 500€, en este pago se les incluye alojamiento, comida, productos de aseo y menaje del hogar.

Les pedimos permiso para preguntarles sobre la relación entre su género como mujeres y el diagnóstico psiquiátrico. Les explicamos que nos centraríamos sobre todo en conversar sobre este tema en concreto y lo que más nos importaba era la puesta en común.

De las conversaciones mantenidas con estas mujeres queríamos destacar varios aspectos. En un primer momento de la conversación, ante un planteamiento abierto de si su género ha influido en su diagnóstico o en su evolución, ellas fueron rotundas en que no lo percibían de esta manera. Sin embargo, al profundizar a través de preguntas y reflexiones sobre aspectos más concretos de su historia fueron revelando unas posibles diferencias: explican que a las mujeres se las amarraba (tanto a la cama estando ingresadas como a una camilla para traslados en ambulancia, por ejemplo) en mayor medida y sin embargo “a los hombres únicamente cuando tenían procesos más graves” lo que les conectaba con sus valores de justicia e igualdad. Ellas consideraban que no fueron merecedoras del mismo respeto que los hombres: “a los hombres no se los amarraba por tener un brote psicótico porque tenían hecho el cuartel”, las mujeres dieron gran importancia a este hecho como si el haber realizado el servicio militar les dotara a los hombres de un privilegio incuestionado. También hablaron sobre que el hombre es capaz de hablar por sí mismo y defender sus derechos, mientras que ellas precisan de un portavoz que hable por ellas: “a mí me amarraron porque no quería subir a la ambulancia, con un hombre hubieran hablado, a los hombres se les tiene más en cuenta”.
Otro aspecto a destacar en las vidas de estas mujeres es respecto a la tutela, la mayoría están tuteladas por hermanos y en las que no lo están, las familias llevan un férreo control de su dinero (no ha pasado tanto tiempo desde que las mujeres y los menores necesitaban permiso de un hombre para muchos aspectos de sus vidas). Otra de las conversaciones giró respecto a cómo son nombradas y contaron que “a la mujer se le dice loca, al hombre no; tú estás loca como algo muy normal, al hombre no”. Y por último lo que nos pareció más demoledor y podría resumir la esencia de la conversación y de la vivencia de estas mujeres es el siguiente párrafo: “Mi experiencia me dice que lo dicho por nosotras no se cree, no se cree en nuestra palabra. A un hombre no lo ponen en duda. ¿Por qué no me creyeron cuando les conté que pasé cuatro días en la calle? ¿una mujer no puede estar en la calle?”.  Estas afirmaciones nos trajeron a la memoria el concepto de Microfísica sexista del poder de Nerea Barjola (2): que revela que el relato sobre el peligro sexual  (y muchos otros peligros) nos atraviesa como un mecanismo eficaz, escurridizo, difícil de visualizar y que impone complejos mecanismos disciplinarios sobre las mujeres, entre ellos su consideración como necesitadas de protección continua. Estos relatos están diseminados mediante discursos sociales, mediáticos y políticos que formarían parte del conjunto de ceremonias performativas que Butler (3) describe.

¿”Realidades” posibles?
Como hemos desarrollado en algún trabajo anterior (4), nuestra cultura es machista, y lo es porque aunque presuma de serlo en escasa medida, con eso lo que consigue es ocultar gran parte de ese machismo bajo la alfombra, donde sigue actuando. Nuestra cultura es machista porque las mujeres trabajan más en casa y como cuidadoras, cobran menos, con contratos más precarios, son constantemente objeto de “piropos” que no son otra cosa que ofensas y acosos verbales, vuelven a casa por la noche asustadas ante un posible ataque, de formas que los hombres no han vivido jamás… y son solo unos ejemplos. Por esto, el tipo de reflexiones surgidas de estas practicas es muy desafiante para los profesionales de la salud en general y para el ámbito de la salud mental en particular. De esta manera se revela que nuestras categorías diagnósticas no se encuentran en un marco independiente de la cultura, como pensaríamos en principio, al otorgarle rango científico a las mismas. Más bien parece que están bien insertadas dentro de ella. La difícil relación entre la ciencia y la cultura ha sido estudiada largamente poniendo en cuestión la supuesta objetividad de la misma, especialmente en lo que se refiere a la ciencia que estudia nuestra propia especie pero también a la hora de estudiar a otras. No nos referimos a los estudios llevados a cabo con una utilización mas o menos laxa del método científico para forzar resultados en función de necesidades crematísticas del centro de investigación, de quien lo financia, del propio equipo o de alguna de la personas que lo forman, algo que calificaríamos de fraude. Nos referimos a estudios sobre ciencia bien hecha, sin fraude, experimentos bien realizados pero elegidos (culturalmente), para responder preguntas de investigación (definidas culturalmente) y cuyos resultados son también discutidos sobre la mesa de la cultura. Anne Fausto Sterling (5) discute a lo largo y ancho de su obra cómo las ideas previas que tenemos sobre las cosas modifican las conclusiones aunque los datos muestren otras cosas. Una de las anécdotas tiene que ver con el talentoso científico italiano Abbé Lázaro Spallanzani (1729-1799) el cual realizó experimentos para estudiar el fenómeno de la fecundación y la importancia de los espermatozoides en el proceso. Los experimentos fueron diseñados de manera adecuada pero los resultados fueron interpretados a la luz de las ideas previas del eminente científico desechando datos que a la postre eran imprescindibles para entender lo que pasaba. Esta selección de datos sesgada también fue estudiada en científicos más actuales: Latour y Wolgar (6) se metieron en un laboratorio durante la década de los 70 y encontraron que gran parte de la labor de los científicos consiste en saber qué datos son los que se debe conservar y cuáles son los que se debe desechar. Llegan a decir que para una persona no entrenada, el proceso se parece más a la eliminación de cualquier cosa que pueda contradecir las ideas previas científicas que a una búsqueda neutral e inocente de la verdad. En este sentido, no ven los objetos de estudio científico como entidades independientes de los instrumentos de medición o de las mentes que los interpretan y, por tanto, ven la actividad científica como un conjunto de sistemas de creencias y prácticas culturales transmitidas por tradiciones principalmente orales.
Por supuesto, si trasladamos esto desde la producción de ciencia básica al terreno de la aplicación tecnológica de la misma como ocurre en la medicina, la probabilidad de sesgo se incrementa de forma exponencial.
En concreto dentro de nuestro campo, las mujeres acaban diagnosticadas de histerias, neurosis, trastornos límite de la personalidad, etc., mucho más que los varones, y bajo los efectos de dosis y combinaciones de psicofármacos aún mayores. Y, cuando son maltratadas por el hecho de ser mujeres, porque algún varón se cree en el derecho de decidir con quién hablan, qué ropa llevan, a qué hora vuelven o con quién se acuestan, encima tienen que aguantar la agresión de quien se supone está para ayudarles: el policía que pregunta qué hacía sola a esa hora, el juez que pregunta si se resistió lo bastante, el psiquiatra que determina que lo que ocurre es que ella va buscando inconscientemente parejas que la maltraten. En nuestra cultura, si eres mujer, estás condenada a ser vista como un objeto sexual, a ser explotada más que los varones en el ámbito laboral y muchísimo más en el ámbito doméstico y, encima, si te atacan la culpa es tuya, porque vas provocando, no debes andar sola, algo querrías o es que te gustan los tipos así…
Siguiendo a Dolores Juliano en su obra Tomar la palabra (7), podemos decir que venimos de un orden social en el cual se atribuye conceptualmente la racionalidad a los hombres y a las mujeres se les identifica con el caos. Excluir a las mujeres del sacerdocio implicaba, por ejemplo, impedir el acceso al púlpito, a la posibilidad de hacer oír su voz. Por poner otro ejemplo, en este país hasta 1981 las mujeres debían pedir permiso a su marido para poder trabajar, cobrar su salario, ejercer el comercio, abrir una cuenta corriente en bancos, sacar su pasaporte, el carné de conducir… Además, la mujer soltera se equiparaba al menor y no podía abandonar la casa sin el consentimiento paterno.
Como señala Juliano en su obra, hasta mediados del siglo XX las mujeres que se salían de los estrechos márgenes que se les asignaban y no cumplían satisfactoriamente con sus obligaciones de género eran sancionadas catalogándolas como enfermas y, en consecuencia, se las medicalizaba. No se relacionaba su conducta (en aspectos como la libertad sexual, la falta de dedicación maternal o la realización de gastos sin consultar) con sus derechos como persona, sino que se valoraba como incapacidad individual de vivir en sociedad, pese a que en ese momento (y desde hacía mucho) ya existían reivindicaciones feministas.
Por su parte, Ruiz y Jiménez recogen en un artículo (8) una serie de trabajos que analizan la “feminización de la locura” considerando que la locura se caracterizó con “atributos femeninos” y que esto condiciona la respuesta terapéutica dada por los psiquiatras.  Como afirma Chesler (9), citado en Ruiz y Jiménez, las mujeres tenían más probabilidad de ser etiquetadas como enfermas mentales debido a lo que llamaba “doble estándar” de la enfermedad mental. Esto quiere decir que no se valoran los mismos parámetros para los hombres y las mujeres. Los parámetros considerados válidos para una personalidad sana eran independencia, autonomía y objetividad, pero estos no eran a su vez los parámetros específicos para una mujer, tales como dependencia, sumisión y sentimentalismo. Por tanto, sigue Chesler, las mujeres podían ser consideradas “locas” aceptando o rechazando aspectos del rol femenino.
Martin Zapirain, por su parte, nos muestra en su tesis doctoral titulada Escribiendo la locura, la submemoria y el/los silencio(s); mujeres devenidas vacío como espejo del orden moral y social (10) que las familias encerraban en instituciones psiquiátricas a las transgresoras, con lo que además desvalorizaban su capacidad de expresión, lo que les impedía que explicaran su conducta y cuestionaran el trato de que eran objeto. Esta autora señala que a las personas tipificadas como locas se les niega el reconocimiento al uso de la palabra y a ser escuchadas, pues “la palabra está culturalmente unida a la razón” y además hay unión entre racionalidad y masculinidad hegemónica. Incluso a nosotros nos ha ocurrido en alguna ocasión atribuir de entrada el género masculino a autores tras oír solo su apellido, para solo después de largo tiempo habernos dado cuenta de que se trataba de mujeres. En relación a lo dicho: la palabra siempre es, a priori, del hombre. No poca importancia tiene en esta situación el uso en nuestro idioma del género masculino como referente común para todos los sexos (entendemos también la importancia de no categorizar el sexo como binario, aunque en este mismo escrito caemos también en ello, por convención).
Retomando las reflexiones de Juliano, podríamos decir que la consideración como patológicas de las conductas que se apartan de la normalidad de las normas de género se han usado también para silenciar a hombres. Por ejemplo, podemos recordar cómo estos, una vez movilizados para la guerra, eran enviados a sanatorios cuando se negaban a combatir. O bien se internaba tanto a hombres como a mujeres en instituciones psiquiátricas cuando sus opiniones contradecían y criticaban el orden establecido, como los disidentes soviéticos del régimen estalinista, donde se diagnosticaba esquizofrenia por criticar el sistema comunista. Ejemplos claros de cómo se ha utilizando la psiquiatría como un arma para diagnosticar al disidente, lo cual consigue dos cosas: control a través del internamiento y un segundo aspecto, aún más importante para el poder, que es quitarle el valor a su palabra.
Resulta fascinante en este punto comprobar el valor que tiene la palabra. Esta no se limita a reflejar el mundo en que se produce, sino que crea mundos diferentes, con una lógica propia. También sirve para distorsionar o manipular las imágenes que percibimos del mundo “real”. Cómo vemos a los demás y cómo nos vemos a nosotros mismos dependen en gran medida de los discursos a los que otorgamos credibilidad.
Continuando con la tesis de Martin Zapirain, ésta explicita que, en contraposición a los discursos, el silencio ha rodeado tradicionalmente a las personas que son consideradas enfermas mentales. Nos cuenta que se trata de un silencio múltiple o polifacético que incluye el que guardan las familias para no ser contaminadas por el estigma, el propio de las instituciones que “protegen la privacidad” de las internadas y el de las pacientes a las que no se les atribuye la razón y a partir de esa presunción se les niega credibilidad y el derecho a expresarse, pero incluye también el silencio adoptado como refugio, cuando nada de lo que se diga puede cambiar la situación.
Como leemos en un trabajo de Mantilla (11), diferentes estudios han analizado, cruzando género y salud mental, el proceso que llevó a finales del siglo XIX a que se considerara a los trastornos mentales bajo una representación femenina, a la vez que demuestra cómo la locura se caracterizó con atributos femeninos. Mantilla cita también el trabajo previo de Chesler sobre parámetros de salud mental en hombres y mujeres y, en esa línea, observa que la asociación entre naturaleza, subjetividad, emociones y condición femenina, opuesta a la ligazón entre cultura, objetividad, razón y masculinidad, ha sido largamente señalada por los estudios sociales de la ciencia y la epistemología feministas.
Entendemos que el análisis y estereotipos de género presentes en los discursos de los profesionales son relevantes para entender el proceso de construcción de valores y de actitudes respecto a los comportamientos esperados para mujeres y para hombres en relación con las evaluaciones psiquiátricas y psicológicas.
El trabajo de Mantilla respecto al trastorno límite de personalidad relata que profesionales entrevistados reproducen los valores tradicionales, históricamente atribuidos a los comportamientos de género, y esto es debido a tres mecanismos: en primer lugar, los estereotipos sobre apariencia y comportamiento femenino colaboran a establecer este diagnóstico en mujeres; en segundo, la creencia en una vulnerabilidad biológica que refuerza la perspectiva de la “desregulación emocional” como característica intrínseca de la naturaleza femenina; y como tercer mecanismo, cuando coloca a las mujeres como responsables de la salud mental de sus hijas y establece que el trabajo de crianza es parte central de su desempeño femenino y, como consecuencia, las madres son responsables del trastorno límite en sus hijas mujeres.
Actualmente, como postula Mantilla, el trastorno límite de personalidad es el diagnóstico más común dentro de los trastornos de personalidad. Según el DSM-IV, la característica esencial del trastorno límite de la personalidad es “un patrón general de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la afectividad, y una notable impulsividad que comienza al principio de la edad adulta y se da en diversos contextos”.
Barbara Brickman (12), citada por Mantilla, señala cómo los estereotipos de género influyen en la construcción patológica de la femineidad tanto en los discursos psiquiátricos como en los psicoanalíticos. Brickman muestra que las mujeres que no cumplen con las expectativas socialmente esperadas son proclives a recibir diagnósticos de trastorno de personalidad. Nos parece que este diagnóstico de trastorno límite podría estar ocupando el espacio anteriormente reservado a la histeria femenina.
Siguiendo de nuevo a Mantilla vemos que, de esta manera, el cuerpo, la identidad, la labilidad y las cuestiones emocionales forman parte de la construcción del discurso de la vulnerabilidad biológica atribuida a la mujer. La lectura biosocial de las emociones apela a una mirada sobre “la naturaleza femenina” que coincide con las explicaciones que se utilizan también para justificar otras patologías como el síndrome premenstrual o el síndrome posparto.

¿Desafíos posibles?
Como brillantemente nos explica Juliano (7), si los discursos no tuvieran ninguna eficacia social, no existiría tanta competencia social por “tener razón”, tanta polémica sobre la “verdadera fe” y tanto bombardeo informativo sobre las bondades del libre comercio. Los discursos tienen importancia porque legitiman las conductas y marcan los límites de lo que es aceptable en cada momento.
Recogiendo ahora el trabajo de Polo sobre mandatos de género y narrativas terapéuticas (13), podemos partir de la idea de que vivimos en una sociedad patriarcal, en donde aunque dicha sociedad pueda presumir de ser igualitaria, es indudable que se producen desigualdades a muchos niveles, fundamentalmente en lo subjetivo. Como cita Polo, Almudena Hernando en su libro “La fantasía de la individualidad” (14) señala que la desigualdad de género tiene que ver con la diferente forma con que históricamente se ha construido la identidad en hombres y mujeres (“individualizadas” versus “relacionales”). En las sociedades orales, las identidades de hombres y mujeres eran relacionales; poco a poco, en función de la necesidad de desplazamiento, riesgo y enfrentamiento al control de la naturaleza, los hombres fueron adquiriendo rasgos progresivos de individualidad. Sin embargo, el ser humano no puede desconectarse de su propio grupo. Así, a medida que se fueron definiendo rasgos de individualidad, los hombres que asumieron posiciones de poder no fueron conscientes de su necesidad de vinculación y depositaron su necesidad de vincularse en las mujeres: ellas mantenían la identidad relacional y garantizaban el vínculo, fueron compensando la pérdida de conexión emocional. Quizás ahí -sigue Hernando- comienza la desigualdad. A medida que se va valorando la racionalidad como elemento de poder, se va devaluando lo emocional. La negación de la necesidad de los vínculos emocionales mantenidos por las mujeres crea en los hombres el temor de que ellas se individualicen y, por tanto, abandonen la tarea que les ha sido asignada.
Como cita también Polo, Ana Jonasdottir (13) afirma que este patriarcado se sostiene por lo que ella llama “capital del amor”, en donde el amor es expropiado y genera plusvalía que el estado capitaliza a través del sostenimiento de los cuidados y las relaciones.
Quizás, opinamos nosotras, nuestro trabajo debiera estar comprometido con el mundo en el que vive y ser responsable de no contribuir a legitimar las desigualdades.

¿Posibles caminos?
La producción de la epistemología feminista ha señalado que el saber científico, como consecuencia de su carácter androcéntrico, sustenta las categorías de género. Diferentes investigaciones, comentadas por Mantilla, han analizado también el lugar de las mujeres en tanto objeto de la práctica científica, señalando el carácter sexista que presenta la ciencia en diferentes campos. Esta autora cita también algunos estudios sociológicos basados en un enfoque feminista, los cuales señalan la naturaleza construida y genérica del discurso médico, así como explican que las teorías y descripciones de la conducta que pretenden ser neutrales en cuanto a objetividad científica, presentan un sesgo en cuanto a que el funcionamiento masculino tiende a evaluarse como normal o maduro y el patrón femenino como inmaduro. Por supuesto que afirmar esto implica que existiría una esencia masculina diferenciada de la femenina y que esta última estaría subordinada a la primera. Desde esta posición se entiende el discurso del poder y del patriarcado como construido socialmente pero no se discute la existencia misma de la diferencia entre los dos géneros (si es que son dos) (15). Esto cala hondo en las distintas posturas feministas respecto de la diferencia de género, ya sea, como hemos dicho, la corriente que defiende el carácter esencialmente diferente entre el hombre y la mujer (resaltando las virtudes de la mujer históricamente negadas), o la visión que afirma la inexistencia de diferencias esenciales entre algo que se conoce como hombre y algo que se conoce como mujer.
Y es que frente a esta visión feminista más tradicional han comenzado a aparecer una serie de autoras que parten del análisis de aquellas cosas que no encajan con el discurso binario, por ejemplo la transexualidad o los estados intersexuales (16). Desde Teresa de Lauretis y Monique Wittig a Judith Butler la crítica se desplaza desde el análisis de la supremacía de un género sobre otro, por supuesto que sin negar este hecho, hacia la deconstrucción del género en sí, en la idea de que el género es una matriz que obliga y limita a todas las personas, lo que de Lauretis (17) denominaría tecnologías del género, y por tanto la tarea es desvelar cómo se generan y aplican estas tecnologías y qué espacios habría para su subversión. Utilizando las típicas estrategias del análisis postmoderno: suspensión de lo obvio, interés por los márgenes o relectura de algunos hechos históricos, se produce un conjunto de ideas muy amplio del que podríamos entresacar algunas a modo de resumen:

  • El género es un conjunto de tecnologías que actúan sobre todas las personas marcando las conductas que deben realizar o no.

  • Estas tecnologías se construyen socialmente.

  • Esta construcción social se produce performativamente, esto es, mediante un conjunto de prácticas y ceremonias tanto conductuales como discursivas.

  • El sexo no preexiste a la conformación cultural del género sino que es un producto cultural de igual modo que lo es el género.

  • El cuerpo es un sistema que simultáneamente produce y es producido por significados sociales, es el resultado de acciones combinadas y simultáneas de la naturaleza y lo social.



La aplicación de una perspectiva de género y teoría feminista a nuestra práctica hace que nos debamos cuestionar desde qué marco conceptual se sustenta. Incorporar modelos igualitarios supone incorporar posiciones subjetivas activas. Siguiendo a Lola López Mondéjar -citada por Polo (13)- “no se trata solo de cambiar nuestra conducta racional aplicando voluntad y cognición sino de vigilar una disposición inconsciente automática, irracional y sutil que persiste en actitudes en las que quizás no nos reconozcamos, porque pueden ser contrarias a nuestra representación consciente”; “la autovigilancia tiene que ser estricta, ya que el patriarcado cuenta con un terrible cómplice interior. Un cómplice que nos llena de contradicciones y con el que es difícil negociar... un cómplice que ríe los chistes machistas o que educa de forma distinta en tareas domésticas a hijos e hijas…”



Bibliografía
1.- Gergen, K.J. y Gergen M. (2011). Reflexiones sobre la construcción social. Barcelona: Paidós.
2.- Barjola, N. (2018). Microfísica sexista del poder. Barcelona: Virus Editorial.
3.- Butler, J. (1993). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Ediciones Paidós.
4.- Vispe, A. y G.-Valdecasas, J. (2018). Postpsiquiatría. Madrid: Grupo 5.
5.- Fausto-Sterling, A. (1987). “Society writes biology, biology constructs gender”. Daedalus 116, 61-76.
6.- Latour, B. y Wolgar, S. (1995). La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos. Madrid: Alianza.
7.- Juliano, D. (2017). Tomar la palabra. Barcelona: Edicions Bellaterra.
8.- Ruiz Somavilla, M.J. y Jiménez Lucena, I. (2003). “Género, mujeres y psiquiatría: una aproximación crítica”. Frenia, vol. 3, nº 1.
9.- Chesler, P. (1972). Women and Madness. New York: Avon Books.
10.- Martín Zapirain, I. (2015). Escribiendo la locura, la submemoria y el/los silencio(s); mujeres devenidas vacío como espejo del orden moral y social. Tesis Doctoral. Universidad del País Vasco.
11.- Mantilla, M.J. (2015). “Imágenes de género en la construcción de diagnósticos psiquiátricos: el caso del trastorno límite de la personalidad en la perspectiva de los/as psiquiatras y psicólogos/as de la Ciudad de Buenos Aires”. Mora (B.Aires), vol. 21, nº 2.
12.- Brickman, B. (2004). “Delicate cutters: gendered self-mutilation and attractive flesh in medical discourse.  Body & Society, vol. 10, nº 4, pp. 87-111.
13.- Polo, C. (2018). “Deconstruyendo mandatos de género en narrativas terapéuticas”. Disponible en blog Asociación Madrileña de Salud Mental (www.amsm.es).
14.- Hernando, A. (2012). La fantasía de la individualidad. Madrid: Kats.
15.- Saldivia, L. (2012). “Reexaminando la construcción binaria de la sexualidad”. Disponible en la Revista Pensamiento Penal: http://www.pensamientopenal.com.ar/doctrina/34131-reexaminando-construccion-binaria-sexualidad
16.- Hernández, M., Rodríguez, G. y G.-Valdecasas, J. (2010). “Género y sexualidad: consideraciones contemporáneas a partir de una reflexión en torno a la transexualidad y los estados intersexuales”. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol. XXX, nº 105, pp. 75-91.
17.- De Lauretis, T. (2000). Diferencias: etapas de un camino a través del feminismo. Madrid: Horas y Horas.



1 comentario:

  1. Siempre me pareció pura basura eso de la desregulación emocional; he visto que los hombres cuando pasan por algunas situaciones límite y de extrema impotencia como las que viví también se deprimen; sin embargo en mi caso hombres que no han vivido esto, o mujeres terapeutas que creen en diferencias esenciales lo han atribuido sin más a mi "naturaleza femenina". Culpar a la naturaleza sin analizar el contexto es violencia, y es legitimar la desigualdad.

    Y que la investigación científica sobre diferencias de género en ciertos trastornos esté siguiendo este pensamiento es terrorífico; a mi parecer le resta credibilidad a muchas "investigaciones" y de hecho creo que promoverán el sobrediagnóstico, pues los investigadores no están viendo a las personas como realmente son, sino como creen que son.

    ResponderEliminar