En fechas recientes, fuimos invitados a dar unas ponencias en la jornada "La salud mental del siglo XXI para el cambio: retos y oportunidades", organizada por el sindicato CCOO en Santa Cruz de Tenerife. Vamos a compartir una de ellas, titulada "El elefante en la habitación", con el texto de la charla y el vídeo de la misma, que siempre es más ameno.
Esperamos que les resulte interesante (y preocupante, sin duda).
Buenas tardes a todas. Lo primero, agradecer a José Luis Morales la oportunidad que me ha brindado de estar esta tarde con ustedes en representación de la AEN, la Asociación Española de Neuropsiquiatría, que a pesar de su anacrónico nombre, con el que cumplimos 100 años este mismo 2024, es la asociación de profesionales de salud mental multiprofesional más importante de este país por número de socios. Yo vengo a compartir con ustedes la posición de mi asociación, y la mía propia, en uno de los retos principales que tiene planteada la salud mental hoy en día.
Esta charla mía debe durar unos 15 minutos, según me han dicho, para dejar espacio al muy necesario debate posterior. Como verán, yo ya tengo una edad y empiezo a ser también un poco anacrónico, pero reconozco que no me siento cómodo con esta última moda de charlitas en 5 minutos en forma de “píldoras”, como las llaman. Yo vengo de una cultura de clases magistrales (preferentemente con citas de Foucault), sin el acompañamiento audiovisual tan usado hoy en día, que creo que muchas veces no hace sino distraer a la audiencia, y considero imposible exponer un tema complejo en menos de una hora u hora y media. No me será posible entonces hablar acerca de aspectos clave para entender la problemática actual de la atención a la salud mental en este país, como la exagerada psiquiatrización y psicologización de malestares vitales o sociales que deberían abordarse desde el ámbito político y no desde el clínico, o recordar las endebles bases teóricas que sostienen el edificio psiquiátrico con su buena parte de coerción y paternalismo acompañante, o comentar problemáticas laborales con indudable repercusión en la atención a nuestros pacientes, como el ya mencionado en estas jornadas imprescindible reconocimiento de la especialidad de enfermería de salud mental, incomprensiblemente postergado por nuestras administraciones públicas desde hace ya 25 años.
Sin embargo, hay un tema de la mayor importancia que es sumamente concreto y que se puede exponer en 15 minutos o incluso en menos. Es un tema imprescindible tanto para la AEN como para nosotros, y me refiero a mi compañera Amaia Vispe y yo mismo, ya que este pequeño trabajo ha sido preparado, como todos, con ella. Es el elefante en la habitación a que aludo en el título, buscando su atención en estas horas tempranas de la tarde, cuando el cansancio ya hace mella. Es un tema totalmente pertinente ante un auditorio formado por profesionales sanitarios, asociaciones y administraciones públicas. Es la relación entre la industria farmacéutica y el mundo profesional de la salud mental.
La AEN es una asociación que ya desde hace casi diez años se define como independiente de la industria farmacéutica, en el sentido de no aceptar pagos, donaciones o colaboraciones de ningún tipo en la idea de que tales cosas no buscan sino influir a la hora de posicionar determinados productos en el mercado farmacéutico que paga nuestro sistema público de salud (no nos olvidemos: con el dinero de todos) y nuestros pacientes. Yo mismo, como psiquiatra, hace ya quince años que tampoco acepto ningún obsequio, cena, actividad supuestamente formativa o divertidos viajes al extranjero para ir de congresito, en la creencia de que cuando antes lo hacía, por supuesto que influía en mi prescripción. Igual va a resultar que yo era el único que me dejaba influir y todos mis compañeros reciben y aceptan tales obsequios, viajes y comidas sin que les afecte lo más mínimo pero, aunque ustedes crean eso, tengan claro que el simpático visitador comercial que les agasaja y les ríe los chistes está convencido de que sí que les está influyendo.
Este tema es, a la vez, tremendamente simple y tremendamente complejo. Por un lado, es muy simple porque es una dinámica empresarial obvia para cualquiera que tenga ojos en la cara (sobre todo para quien vea la interacción desde fuera, sin recibir nada, es sabido que es muy difícil que alguien se dé cuenta de algo cuando sus prebendas y beneficios dependen de que no se dé cuenta). Las empresas farmacéuticas hacen una labor de lobby en busca de maximizar sus beneficios y, en ese camino, como ahora desarrollaremos un poco, marcan con su influencia el desarrollo teórico de la psiquiatría actual en sus clasificaciones de trastornos y formas de abordaje de los mismos, casi monopolizan la investigación científica con resultados publicados que normalmente (oh, sorpresa) favorecen a los fármacos de la empresa que paga (y a veces incluso redacta) el artículo en cuestión, y ejercen una labor de marketing sobre el profesional de a pie, sobre todo psiquiatras, así como financiando de formas que nunca son desinteresadas asociaciones de pacientes o de profesionales (a la AEN ya no, por suerte).
El tema, como digo, es simple: un grupo de empresas destinan gran parte de su presupuesto a colocar sus productos en un mercado en busca del mayor beneficio económico posible. La solución también es simple: que las administraciones sanitarias, algunos de cuyos representantes han estado presentes en estas jornadas (no sé si dada la hora aún contamos con ellos), y los propios profesionales, corten cualquier lazo de influencia con la industria en busca de una independencia imprescindible para el uso racional de los fármacos que prescribimos a las personas que atendemos. Pero, a la vez, es este un asunto de la mayor complejidad, dados los tremendos conflictos de interés que genera, por supuesto no solo en el profesional de a pie, y que provocan que la ética, el ahorro bien entendido y a veces hasta la legalidad vigente, queden dejados de lado.
Desarrollaremos un poco el tema de cómo se manifiesta esta influencia de la industria farmacéutica en el campo de la psiquiatría y la salud mental en general (aunque, por supuesto, ocurre igual o parecido en otras áreas de la medicina).
En primer lugar, las empresas farmacéuticas condicionan las mismas clasificaciones de los trastornos mentales que usamos los profesionales. Se ha publicado cómo muchos de los autores del DSM-IV y del DSM-5 habían recibido pagos por parte de distintos laboratorios farmacéuticos por miles y miles de dólares. Todo ello legal, sin duda pero, ¿de verdad debemos asumir que eso no condicionó su toma de decisiones a la hora de bajar los umbrales diagnósticos de muchas categorías y crear otras nuevas? ¿no tuvo nada que ver en que muchas más personas sean susceptibles de ser diagnosticadas de un trastorno mental y recibir un tratamiento psicofarmacológico a continuación? Estas clasificaciones son, tristemente, la base de la psiquiatría y la salud mental actuales, lejos de desarrollos teóricos más profundos que se llevaron a cabo en épocas anteriores, y marcan la visión de la disciplina que tienen los profesionales, desde los mismos momentos iniciales de su formación. La industria farmacéutica financia generosamente (pero no de forma altruista) a los principales portavoces de la psiquiatría mundial y estatal (que a veces parecen más vendedores que otra cosa), así como patrocina los congresos y revistas más importantes, marcando su agenda, apoyando unos puntos de vista y soslayando otros. Siempre en busca, no de conocimiento ni de utilidad, porque no son esos sus fines, sino de beneficios económicos.
En segundo lugar, la industria financia y en muchos casos lleva a cabo la mayoría de los estudios científicos sobre psicofármacos. Ello conlleva varios problemas graves: el primero y fundamental, pero no el único, un evidente sesgo de selección, por el cual la mayoría de estudios que arrojan resultados negativos para el fármaco evaluado directamente no son publicados; una redacción muchas veces interesada (por no decir tramposa) por la cual las conclusiones no dicen exactamente lo que los datos muestran; un diseño que sistemáticamente olvida la importancia del largo plazo, para fármacos que muchas veces se usarán de forma indefinida; el estudio de variables secundarias o análisis por subgrupos para demostrar eficacia como sea, aunque su relevancia sea solo estadística y no clínica; la negligencia en la búsqueda de efectos secundarios potencialmente graves, como el suicidio, incluyendo en algunos casos incluso la manipulación directa o el ocultamiento de datos, etc. Todo ello es posible, evidentemente, debido a una lamentable dejadez de funciones de las administraciones sanitarias, que se abren a financiar nuevos fármacos en base a estudios comparativos sobre placebo y no sobre comparadores activos y que dejan la investigación, y en parte la formación de los profesionales, en manos de empresas interesadas exclusivamente en su lucro, como es inevitable por otra parte en el sistema económico en que vivimos y sufrimos (por lo menos, mientras el nivel del mar nos lo permita).
En tercer lugar, está la influencia directa sobre profesionales o asociaciones. Esto marca el conflicto de interés fundamental en nuestra disciplina, y debemos tener claro que esta influencia no se corrige con transparencia. Declarar estos conflictos de interés no sirve para nada, no es sino reconocer el pecado sin el menor propósito de enmienda. ¿Se fiarían ustedes de un juez pagado por una empresa sobre la que tiene que juzgar solo porque sea transparente y lo declare? ¿Se fiarían de un concejal de urbanismo que les reconozca que cobra sistemáticamente de empresas constructoras pero que eso no le influye en absoluto a la hora de adjudicar una obra? Venga, que ya somos todos mayorcitos…
Esta influencia de la industria se deja sentir claramente en un aspecto clave como es la financiación de nuevos fármacos, como ha sido el caso reciente de la esketamina, que podemos considerar paradigmático de cómo trabaja la industria para posicionar su producto.
La esketamina es una molécula derivada de la ketamina, que ha sido aprobada (y posteriormente financiada con cargo al erario público) para la llamada “depresión resistente”. Primero, se popularizó el constructo más bien oscuro de “depresión resistente al tratamiento”, a través de distintos profesionales (probablemente en muchos casos tras recibir sus oportunos honorarios por consultoría) e incluso en medios de comunicación de masas para llegar bien a la opinión pública que, lógicamente, demandará el milagroso producto. A continuación, se llevan a cabo por parte de Janssen, el laboratorio fabricante, estudios de eficacia y seguridad, encontrando que la mejoría respecto a placebo es de 4 puntos en una escala de depresión que mide más de 60. Ligera relevancia estadística con muy dudosa relevancia clínica, como han denunciado distintos autores (estos sí, sin conflictos de interés). Y ese resultado, además, en estudios llevados a cabo por el laboratorio, imagínense. Finalmente, tras mucha presión y pese a una decisión inicial contraria, el ministerio decide aprobar la financiación del fármaco para esa indicación, a un coste de aproximadamente 18.000 euros por paciente y año a dosis máxima. Con un sencillo cálculo también aproximado, un médico le cuesta al sistema público de salud lo que tres pacientes con dosis máxima de esketamina al año, con una eficacia dudosa y preocupaciones presentes sobre su seguridad.
No hay mejor ejemplo del coste de oportunidad de decidir una intervención u otra. Nos dicen que no hay dinero para sanidad (curiosamente, nunca se plantea que a lo mejor no hay dinero para aumentar el gasto militar, y eso que todo sale de los mismos bolsillos, que son los nuestros), pero el escaso dinero que sí hay para gasto sanitario se puede destinar a unas cosas o a otras, y esa decisión requeriría una absoluta ausencia de conflictos de interés.
En fin, que el tema por un lado es simple, porque se entiende a la perfección (si uno no tiene dichos conflictos de interés, porque si los tiene, parece volverse de comprensión más difícil) y simple sería la solución, y al alcance de profesionales y administración: prohibición de la interacción entre sanitarios y empleados de la industria farmacéutica (con la lógica excepción de quienes trabajaran en los laboratorios en investigación y desarrollo), implementación de un sistema de investigación y evaluación de fármacos público y transparente, que permitiera tomar decisiones racionales sobre aprobación y financiación de medicamentos, y creación de una industria farmacéutica pública (y no esa idea que ahora defiende la ministra de sanidad, que se dice de izquierdas, de abogar por la colaboración público-privada, que ya les digo yo que acabará significando que los gastos son públicos y los beneficios privados), una verdadera industria farmacéutica pública que funcionara bajo criterios de utilidad y no de lucro, y que permitiera también el desarrollo de fármacos poco rentables, que evitara desabastecimientos como los que sufrimos con los fármacos más baratos y que nos librara de la especulación brutal que se hace con la salud de la gente, como se ha visto en los precios abusivos e inalcanzables en muchos países para fármacos contra el VIH, por poner un ejemplo. ¿Somos conscientes de que hay empresas con obscenos niveles de beneficios que mantienen precios de antirretrovirales tan altos que eso aboca a la muerte a miles de personas en los países en vías de desarrollo? ¿Alguien se puede sentir cómodo siendo invitado a comer o cenar por estas empresas? Yo desde luego no me sentiría bien aceptando su dinero ni sus obsequios.
El tema es simple y la solución también. Lo complejo es que se quiera solucionar.
Este es el elefante en la habitación de la psiquiatría y la salud mental. Podemos seguir ignorándolo e intentando no hablar de él (excepto cuando nos dan la oportunidad, como hoy, y venimos nosotros a molestar con ello), pero el elefante no se marchará solo y, cuanto más tiempo esté, más cosas romperá y más daño hará a nuestro ya tan castigado sistema público de salud.
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