Traemos hoy el prólogo que preparamos para la edición en castellano del libro de Whitaker y Cosgrove "Psychiatry under the influence", titulado aquí "La psiquiatría bajo sospechas". Es un honor participar aunque sea solo con unas palabras en el edición de esta obra en nuestro idioma, y esperamos que sea signo de que pronto podremos contar con traducciones de otros libros del campo de la psiquiatría crítica, tan necesarios. Esperamos que les guste.
Es un honor para nosotros poder prologar la edición en castellano del libro de Whitaker y Cosgrove “Psychiatry under the influence”, que tenemos la suerte de poder leer por fin gracias al trabajo de Ediciones Psara. Es esta una obra publicada originalmente en 2015 en Estados Unidos, y de la que solo habíamos tenido referencias a través de diversas entradas publicadas en el blog de la plataforma No Gracias (nogracias.org). Forma parte de la que ha dado en llamarse “psiquiatría crítica” o en ocasiones “postpsiquiatría”, campo que nos ha brindado en los últimos años obras básicas para entender la situación y problemática del campo de la psiquiatría y la salud mental actuales: las inconsistencias teóricas que presenta, las cronificaciones a largo plazo que provoca, la sistemática de desvío de problemáticas sociales a soluciones individuales (e ineficaces), etc. Los autores son Robert Whitaker, periodista, y Lisa Cosgrove, psicóloga clínica, lo que ya de entrada les asegura la crítica fácil desde la psiquiatría más oficialista en el sentido de “los autores no son médicos”. No se dejen engañar por este argumento, porque es tramposo: en obras escritas por médicos como Gotzsche, la crítica se desvía a “el autor no es psiquiatra” y, más aún, cuando los autores son psiquiatras como Goldacre, Moncrieff u Ortiz, la crítica tampoco descansa y les acusa de “posiciones fundamentalistas”. Como si tener una actitud científica y ética fuera una postura fundamentalista.
El libro que tenemos en las manos aborda un tema clave en la crítica actual a la disciplina psiquiátrica y las instituciones en que se desarrolla: el problema de la influencia de la industria farmacéutica. Este y no otro es el gran elefante en la habitación de la profesión psiquiátrica (y, por extensión, de todas las profesiones que trabajan en salud mental). La industria farmacéutica ha encontrado un filón en la psiquiatría a la hora de cumplir su primer y único objetivo: la obtención de beneficios. No es que en otras ramas de la medicina no esté presente esa influencia de la industria, que por supuesto que existe, sino que determinadas características de la profesión psiquiátrica la han convertido en un blanco ideal para el marketing farmacéutico. Por un lado, no existen diagnósticos de certeza en psiquiatría. No hay ninguna prueba biológica, analítica, de imagen o de cualquier otro tipo, que confirme un diagnóstico psiquiátrico. Este se alcanza por una valoración por parte de un clínico de unos determinados síntomas, captados desde la subjetividad del paciente y hacia la subjetividad del profesional, y una determinada historia, recogida también lejos de cualquier objetividad, en base a relatos propios y de terceros, y siempre vista desde la distorsión del momento presente. Y, en los pocos casos en que una prueba médica confirma un diagnóstico, esto da siempre como resultado el reconocimiento del caso como “no psiquiátrico”, como ocurre en el parkinson, la demencia o la neurosífilis, por poner unos ejemplos. Esta situación de falta de objetividad hace ideal la psiquiatría para un continuo incremento de los diagnósticos: hemos asistido en las últimas décadas a una constante aparición de nuevos trastorno (como el TDAH del adulto) o una inflación masiva de trastornos antes muy poco frecuentes (como los llamados trastornos del espectro autista), así como contemplamos auténticas epidemias de TDAH infantil, trastorno bipolar o síndromes depresivos. Todo este sobrediagnóstico significa mucha más prescripción farmacológica y muchos más beneficios para los laboratorios. Y, sin duda, muchos mayores daños para un montón de personas expuestas a fármacos que no necesitan y que causarán efectos secundarios y en ocasiones dependencia.
Otro aspecto que convierte a la profesión psiquiátrica en un blanco fácil para la industria es su condición histórica de “hermana pobre” de la medicina. A diferencia de nuestros compañeros y compañeras de otras especialidades, los psiquiatras no tenemos, como hemos comentado, certezas diagnósticas ni pruebas objetivas. Aún peor, carecemos de tratamientos claramente eficaces y seguros. Es cierto que se han desarrollado muchas moléculas que ofrecen algún alivio a distintos malestares pero, como el mismo Whitaker demostró en su libro “Anatomía de una epidemia”, el desarrollo de estos fármacos no ha supuesto una disminución en la prevalencia de trastornos mentales, sino que ha coincidido en el tiempo con un drástico incremento de casos. Además, cada vez son más los autores que encuentran claros riesgos de dependencia a largo plazo a muchas de estas substancias, con lo que eso significa para muchas personas.
Los psiquiatras, y el resto de profesionales de la salud mental con nosotros, abrazamos a partir de los años 80 del siglo pasado y coincidiendo con la aparición de los psicofármacos de elevado previo (con el ejemplo paradigmático del Prozac ®) y el DSM-III (escrito por autores con amplios conflictos de interés con los laboratorios farmacéuticos) un modelo biologicista basado en una neuroquímica simplona y cortoplacista, pero que nos proporcionó a los profesionales por fin la (supuesta) seguridad de que teníamos al alcance de la mano la etiología y fisiopatología de los trastornos mentales, en base a neurotransmisores que subían y bajaban. La industria, a través de sus voceros a sueldo, promovió el argumento nunca demostrado de que, si el fármaco A reducía el neurotransmisor B, eso implicaría que el trastorno en cuestión estaría causado por un exceso en el organismo de B. Un argumento plausible, pero nunca demostrado a pesar de varias décadas de denodados esfuerzos y que, igualmente, nos llevaría a hipotetizar como causante de la cefalea al déficit de paracetamol o de la timidez al déficit de alcohol etílico. Pero concienzudas campañas de marketing a profesionales y a la opinión pública consiguieron sobradamente su objetivo de hacer hegemónica la teoría del desequilibrio químico.
La industria farmacéutica ha conseguido todos sus objetivos intermedios: aumentar los diagnósticos de trastornos mentales, hacer triunfar un modelo biologicista de dichos trastornos que hace imprescindible el uso de la medicación, exagerar los beneficios y minusvalorar los riesgos y daños posibles de los psicofármacos (a través de más que documentadas manipulaciones de estudios científicos y un evidente sesgo de publicación que lleva a que los estudios con resultados negativos para los fármacos se publiquen mucho menos que los que tienen resultados positivos), conseguir a través de unas falsas ideas de inocuidad y utilidad que la bibliografía independiente para nada apoya, que los profesionales receten cada vez más psicofármacos, a edades más tempranas (y mayores), para todo tipo de trastornos y para malestares que muy difícilmente se podrían en realidad catalogar como “trastornos mentales”. Todos estos objetivos intermedios en busca de su único objetivo final: la obtención de beneficios económicos.
Whitaker y Cosgrove abordan toda esta problemática, centrándose no solo en el papel de la industria en busca de esos beneficios, sino también en el papel jugado por los psiquiatras en relación a sus propios intereses corporativos como especialidad. Intereses ambos muchas veces alejados de los intereses del paciente, que deberían ser la única fuerza motriz del trabajo de los profesionales. Los autores, además, señalan un punto especialmente importante que muchas veces es dejado de lado. Esta corrupción no es solo un asunto individual de algún responsable de una compañía farmacéutica o de algún profesional vendido. Es una corrupción absolutamente institucionalizada, como parte de un sistema diseñado para funcionar de esa manera. Algunas empresas farmacéuticas, por ejemplo, se han enfrentado a multas millonarias por ocultar riesgos de sus fármacos, pero dichas multas son cantidades insignificantes comparadas con los beneficios que dichos fármacos les han reportado. En este estado de cosas, no es lógico esperar honradez cuando la corrupción asegura más beneficios sin ninguna repercusión legal para los culpables. Los profesionales, por su parte, son en su inmensa mayoría lo que uno consideraría buenas personas que intentan ayudar a los pacientes que atienden, pero el marketing continuo a que están expuestos y el goteo incesante de pequeños sobornos que no quieren rechazar (comidas, cenas, viajes supuestamente formativos…) sesga lo que debería ser una prescripción basada solo en la información científica disponible, la experiencia del clínico y las preferencias del paciente. Esta influencia de la industria se deja sentir cada vez más también en asociaciones profesionales y de familiares, más allá del obsequio al psiquiatra particular. Evidentemente, las administraciones son también culpables de esta situación, ya que dejan a los organismos reguladores ser financiados por la industria y con constantes puertas giratorias por las que los responsables públicos van a trabajar luego por enormes cantidades de dinero para las empresas que supuestamente vigilaban, así como permiten la persistencia de los citados sobornos al psiquiatra de a pie. Mención aparte para los grandes “líderes de opinión” que reciben enormes sumas por influenciar a través de publicaciones, conferencias, artículos en prensa, etc. al resto de profesionales en la prescripción del fármaco que les paga.
Toda esta corrupción, señalan Whitaker y Cosgrove, no depende de unas “manzanas podridas” que se puedan localizar y sacar del cesto. Es el cesto en sí el que está podrido y contamina las manzanas que hay y las nuevas que entran. Aunque hay que señalar también que, pese a lo institucionalizado de esta corrupción y a que no podrá ser vencida solo por decisiones individuales sino posiblemente por todo un trabajo legislativo de control, sí hay pasos individuales que se pueden dar: cada vez más profesionales médicos y sanitarios rechazan la interacción con la industria, cada vez hay más organizaciones que denuncian esta situación como la plataforma No Gracias y cada vez aparecen más asociaciones que defienden su independencia frente a la industria farmacéutica, como la Asociación Española de Neuropsiquiatría, asociación multiprofesional de salud mental que pronto cumplirá sus primeros 100 años.
Creemos muy importante la publicación de este libro, no solo porque llegue a los profesionales toda esta información que, aunque está en cierto sentido delante de nuestras narices, muchas veces no sabemos o no queremos ver sino, mucho más importante, porque pueda llegar a la opinión pública. Llevamos ya décadas de denuncias, de múltiples artículos y libros, así como documentales o publicaciones en Internet sobre los conflictos de interés que asolan la psiquiatría, sobre la corrupción en la relación con la industria farmacéutica y cómo implica que nuestra disciplina se empobrezca y, lo peor de todo, que atendamos peor a las personas que confían en nosotros. Pero, a pesar de algunas posiciones críticas que comentamos antes, el cambio ha sido pequeño y los resultados muy escasos. No creemos que la profesión pueda o quiera limpiarse de toda esta corrupción que denunciamos. Tal vez sea el momento de que todo este debate llegue a la opinión pública y sea allí donde se tomen las decisiones pertinentes. Que la gente conozca el dinero que reciben sus psiquiatras en forma de distintas prebendas, que se sepa cómo se lleva a cabo la investigación científica por parte de la industria, cómo esta lleva a cabo sus prácticas y cómo la profesión psiquiátrica por parte de sus miembros más destacados colabora en todo ello. Que la gente sepa lo que ocurre es importante y la publicación de este libro es un gran paso para ello.
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